Ambrose Bierce
Me llamo Boffer Bings. Nací de padres
honestos en uno de los más humildes caminos de la vida: mi padre era fabricante
de aceite de perro y mi madre poseía un pequeño estudio, a la sombra de la iglesia
del pueblo, donde se ocupaba de los no deseados. En la infancia me inculcaron hábitos
industriosos; no solamente ayudaba a mi padre a procurar perros para sus cubas,
sino que con frecuencia era empleado por mi madre para eliminar los restos de su
trabajo en el estudio. Para cumplir este deber necesitaba a veces toda mi natural
inteligencia, porque todos los agentes de ley de los alrededores se oponían al negocio
de mi madre. No eran elegidos con el mandato de oposición, ni el asunto había sido
debatido nunca políticamente: simplemente era así. La ocupación de mi padre –hacer
aceite de perro– era naturalmente menos impopular, aunque los dueños de perros desaparecidos
lo miraban a veces con sospechas que se reflejaban, hasta cierto punto, en mí. Mi
padre tenía, como socios silenciosos, a dos de los médicos del pueblo, que rara
vez escribían una receta sin agregar lo que les gustaba designar Lata de Óleo. Es
realmente la medicina más valiosa que se conoce; pero la mayoría de las personas
es reacia a realizar sacrificios personales para los que sufren, y era evidente
que muchos de los perros más gordos del pueblo tenían prohibido jugar conmigo, hecho
que afligió mi joven sensibilidad y en una ocasión estuvo a punto de hacer de mí
un pirata.
A veces, al evocar aquellos
días, no puedo sino lamentar que, al conducir indirectamente a mis queridos padres
a su muerte, fui el autor de desgracias que afectaron profundamente mi futuro.
Una noche, al pasar
por la fábrica de aceite de mi padre con el cuerpo de un niño rumbo al estudio de
mi madre, vi a un policía que parecía vigilar atentamente mis movimientos. Joven
como era, yo había aprendido que los actos de un policía, cualquiera sea su carácter
aparente, son provocados por los motivos más reprensibles, y lo eludí metiéndome
en la aceitería por una puerta lateral casualmente entreabierta. Cerré en seguida
y quedé a solas con mi muerto. Mi padre ya se había retirado. La única luz del lugar
venía de la hornalla, que ardía con un rojo rico y profundo bajo uno de los calderos,
arrojando rubicundos reflejos sobre las paredes. Dentro del caldero el aceite giraba
todavía en indolente ebullición y empujaba ocasionalmente a la superficie un trozo
de perro. Me senté a esperar que el policía se fuera, el cuerpo desnudo del niño
en mis rodillas, y le acaricié tiernamente el pelo corto y sedoso. ¡Ah, qué guapo
era! Ya a esa temprana edad me gustaban apasionadamente los niños, y mientras miraba
al querubín, casi deseaba en mi corazón que la pequeña herida roja de su pecho –la
obra de mi querida madre– no hubiese sido mortal.
Era mi costumbre arrojar
los niños al río que la naturaleza había provisto sabiamente para ese fin, pero
esa noche no me atreví a salir de la aceitería por temor al agente. “Después de
todo”, me dije, “no puede importar mucho que lo ponga en el caldero. Mi padre nunca
distinguiría sus huesos de los de un cachorro, y las pocas muertes que pudiera causar
el reemplazo de la incomparable Lata de Óleo por otra especie de aceite no tendrán
mayor incidencia en una población que crece tan rápidamente”. En resumen, di el
primer paso en el crimen y atraje sobre mí indecibles penurias arrojando el niño
al caldero.
Al día siguiente, un
poco para mi sorpresa, mi padre, frotándose las manos con satisfacción, nos informó
a mí y a mi madre que había obtenido un aceite de una calidad nunca vista por los
médicos a quienes había llevado muestras. Agregó que no tenía conocimiento de cómo
se había logrado ese resultado: los perros habían sido tratados en forma absolutamente
usual, y eran de razas ordinarias. Consideré mi obligación explicarlo, y lo hice,
aunque mi lengua se habría paralizado si hubiera previsto las consecuencias. Lamentando
su antigua ignorancia sobre las ventaja de una fusión de sus industrias, mis padres
tomaron de inmediato medidas para reparar el error. Mi madre trasladó su estudio
a un ala del edificio de la fábrica y cesaron mis deberes en relación con sus negocios:
ya no me necesitaban para eliminar los cuerpos de los pequeños superfluos, ni había
por qué conducir perros a su destino: mi padre los desechó por completo, aunque
conservaron un lugar destacado en el nombre del aceite. Tan bruscamente impulsado
al ocio, se podría haber esperado naturalmente que me volviera ocioso y disoluto,
pero no fue así. La sagrada influencia de mi querida madre siempre me protegió de
las tentaciones que acechan a la juventud, y mi padre era diácono de la iglesia.
¡Ay, que personas tan estimables llegaran por mi culpa a tan desgraciado fin!
Al encontrar un doble
provecho para su negocio, mi madre se dedicó a él con renovada asiduidad. No se
limitó a suprimir a pedido niños inoportunos: salía a las calles y a los caminos
a recoger niños más crecidos y hasta aquellos adultos que podía atraer a la aceitería.
Mi padre, enamorado también de la calidad superior del producto, llenaba sus cubas
con celo y diligencia. En pocas palabras, la conversión de sus vecinos en aceite
de perro llegó a convertirse en la única pasión de sus vidas. Una ambición absorbente
y arrolladora se apoderó de sus almas y reemplazó en parte la esperanza en el Cielo
que también los inspiraba.
Tan emprendedores eran
ahora, que se realizó una asamblea pública en la que se aprobaron resoluciones que
los censuraban severamente. Su presidente manifestó que todo nuevo ataque contra
la población sería enfrentado con espíritu hostil. Mis pobres padres salieron de
la reunión desanimados, con el corazón destrozado y creo que no del todo cuerdos.
De cualquier manera, consideré prudente no ir con ellos a la aceitería esa noche
y me fui a dormir al establo.
A eso de la medianoche,
algún impulso misterioso me hizo levantar y atisbar por una ventana de la habitación
del horno, donde sabía que mi padre pasaba la noche. El fuego ardía tan vivamente
como si se esperara una abundante cosecha para mañana. Uno de los enormes calderos
burbujeaba lentamente, con un misterioso aire contenido, como tomándose su tiempo
para dejar suelta toda su energía. Mi padre no estaba acostado: se había levantado
en ropas de dormir y estaba haciendo un nudo en una fuerte soga. Por las miradas
que echaba a la puerta del dormitorio de mi madre, deduje con sobrado acierto sus
propósitos. Inmóvil y sin habla por el terror, nada pude hacer para evitar o advertir.
De pronto se abrió la puerta del cuarto de mi madre, silenciosamente, y los dos,
aparentemente sorprendidos, se enfrentaron. También ella estaba en ropas de noche,
y tenía en la mano derecha la herramienta de su oficio, una aguja de hoja alargada.
Tampoco ella había sido
capaz de negarse el último lucro que le permitían la poca amistosa actitud de los
vecinos y mi ausencia. Por un instante se miraron con furia a los ojos y luego saltaron
juntos con ira indescriptible. Luchaban alrededor de la habitación, maldiciendo
el hombre, la mujer chillando, ambos peleando como demonios, ella para herirlo con
la aguja, él para ahorcarla con sus grandes manos desnudas. No sé cuánto tiempo
tuve la desgracia de observar ese desagradable ejemplo de infelicidad doméstica,
pero por fin, después de un forcejeo particularmente vigoroso, los combatientes
se separaron repentinamente.
El pecho de mi padre
y el arma de mi madre mostraban pruebas de contacto. Por un momento se contemplaron
con hostilidad, luego, mi pobre padre, malherido, sintiendo la mano de la muerte,
avanzó, tomó a mi querida madre en los brazos desdeñando su resistencia, la arrastró
junto al caldero hirviente, reunió todas sus últimas energías ¡y saltó adentro con
ella! En un instante ambos desaparecieron, sumando su aceite al de la comisión de
ciudadanos que había traído el día anterior la invitación para la asamblea pública.
Convencido de que estos
infortunados acontecimientos me cerraban todas las vías hacia una carrera honorable
en ese pueblo, me trasladé a la famosa ciudad de Otumwee, donde se han escrito estas
memorias, con el corazón lleno de remordimiento por el acto de insensatez que provocó
un desastre comercial tan terrible.
No hay comentarios:
Publicar un comentario