José Revueltas
Para Luis M. Rivera
La madrugada traía una niebla donde líneas
y contornos se ausentaban misteriosamente mientras las fronteras desaparecían haciendo
de las chozas un conjunto extraño, como formado de materiales nocturnos, extraídos
de la noche cual del fondo de un mar pesado. Porque la noche era un mar sin remedio
y el campamento tenía algo de piedra submarina que animaba en el fondo, allá, debajo
de los siglos, para ascender después, lentamente, con la aurora. Penosa ascensión
sin estrellas, en medio del cielo turbio de altas nubes que impedían la luz, como
manos poderosas y enemigas colocadas sobre el mundo. La madrugada traía consigo
la niebla, acentuando la adivinanza, y era entonces cuando la noche se detenía un
poco más en el campamento, como si, por estar pegada a los ojos de los hombres,
también debiera estarlo a sus casas, que eran pedazos sólo más negros, más personales,
apenas resueltos poco a poco a medida que una claridad azul, tímidamente azul, se
elevaba del horizonte.
Y todo aquello era una
cosa viva porque, sin duda, el respirar debía sucederse con su ritmo, y los corazones
debían latir, dentro de los cuerpos, ahí, en las chozas, como dentro de un cosmos
ilímite y oscuro. Tan viva que de La Tijera se escuchaban ya ruidos cálidos, ruidos
con sangre interna que despertaban después de mucho tiempo, después de muchos años
en que habían permanecido bajo el polvo espeso de la noche. Era un rumor tierno
que salía sin quebrarse, lleno de esperanza, humilde y afirmativo: el solemne, bíblico,
de las vacas, cuyos ojos indagaban el amanecer, soñadoramente abiertos; el presuroso,
confiado, de los gañanes; el de los ordeñadores; el de los mozos; el de las cocineras.
Los rumores todos de esa gente inenarrable, presentida, que va al encuentro del
alba o que de ella nace, con sus mismos pasos y con su mismo irse deteniendo sobre
la tierra.
La vida nacía poco a
poco y azul, apropiándose lentamente de líneas, dejándose con ella los contornos
cada vez más justos e irrebatibles. Aquí ya se destacaba la descompuesta geometría
de La Tijera o la presencia jovial de un asno menudo, inmóvil bajo las grandes orejas.
En este otro extremo, también, las chozas del campamento, pugnando a flor de niebla,
en mágico equilibrio.
Un canto subía, desacompasado.
Vacilaba de un lado a otro mientras la cobija, en torno de la boca, parecía arropar
las notas largas:
“ingraaata mujeeeer…”
Era Chuy que regresaba
al campamento de los indios, borracho.
Al tropezar con su compadrito
que venía de las chozas, apenas su mirada vaga se detuvo incierta, como adivinando
algo verdaderamente lejano, en un punto dudoso, del cual no se podía acordar:
–¡Com… padre…! –dijo.
Luego quiso preguntar.
Porque el compadre vivía en La Tijera y nada tenía que hacer de ese lado, en el
campamento.
¿Quién puede entender verdaderamente el
rostro de los indios? Es un solo rostro que viene de muy lejos, que viene de edades
inexpresables, pero de las que aún se guarda memoria. Los indios se quedan callados,
pensando, aunque es posible que no piensen en nada. Siempre parece que han perdido
algo muy profundo, que les pertenecía por entero y que no volverán a recuperar jamás.
Y buscan ese algo, lo aguardan. Creen encontrarlo en todo lo que pasa, en las piedras,
en los animales, en el paisaje donde todavía soplan los ídolos, como si el polvo
aún los congregara. Los ojos del indio se quejan; parecen pedir que no se les quite
nada más, que se les devuelvan quién sabe qué cosas queridas, quién sabe qué mujer
o qué madre terrena y perdurable.
El monte estaba ahí,
a medio tumbar, y los indios quietos, vencidos los machetes en la tierra. Los cabos
se movían de un lado para otro, ordenando: “¡Ándenle, jijos…!”, mientras el sol
resbalaba sobre los hombros prietos.
Allá lejos, después
de la espesura, esperaba Barra de Navidad, el puerto. ¿Cómo sería, con su arena,
verde, azul con su cielo, con sus nubes, blanco, de colores, con sol cómo? Para
hacer la carretera estaban los machetes afilados y los indios herméticos, que tronchaban
arbustos, ramas, dejando un fuerte olor amargo de savia y hojas rotas. ¡Barra de
Navidad!
Mas hoy no querían trabajar
estos hombres; ni siquiera explicaban por qué los machetes permanecían mudos, y
el sol, en ellos, desprendiendo un fulgor inmóvil, inmutable. ¿Y por qué no decir
algo? ¿Explicar, sí, “no queremos”, cuando menos? Pero aquello parecía imposible
y en los rostros no había nada, ni desdén, ni indiferencia, ni hostilidad, ni protesta.
El silencio, tan sólo, porfiado como una gota de agua, tenaz. Así eran los indios.
¿De dónde venían? ¿Qué propósitos fabulosos, qué mitología llevaban ahí metida,
indescifrable? En sus fiestas danzaban alrededor de la iglesia, vestidos con faldas
rojas y jubones medievales, verdes, azules. En los velorios se quedaban mirando
al difuntito toda la noche, sin decir nada, sin llorar, sin reír, como meditando
que otra era la cosa perdida, allá, en las edades. ¡Si sólo dijeran algo! ¿Qué lenguaje
les servía de comunión, de seña, de lazo? No obstante, aquel silencio era múltiple,
como si se explicara a sí mismo en cada ocasión frente a las cosas: ante la Virgen,
ante Dios, en las fiestas religiosas, como un silencio hablado y con sentido. Lo
mismo ante la muerte.
Y hoy, ¿por qué no se
movían? ¿Por qué estaban parados ahí, dócilmente insumisos, con los machetes en
reposo?
–¡A trabajar ya, chingao…!
–gritó un cabo.
Su grito se filtró por
el monte como por un resumidero. El monte, en efecto, tenía algo de atenuador, como
si se tratara de que el silencio fuese uno y grande y dentro de él no cupieran un
solo ruido ni una sola voz.
–¡Vamos ya, carajo!
En otras ocasiones hubiera
sido el eco. Pero hoy los indios estaban ahí, agrupados, y la naturaleza, también,
tenía algo de piedra, algo de animalidad porfiada e infinita.
De pronto hubo un movimiento
como de alivio. La masa se despejó como si al fin fuese a respirar, después de no
haber ejercido función orgánica alguna.
–¿Sabe usted? –el ingeniero
oyó la voz de su ayudante–. Es que dos indios se van a agarrar a machetazos…
Chuy apareció entonces,
asentando los pies en la tierra. Su compadre estaba en el otro extremo, a veinte
pasos, y se encaminó también para reunírsele en el centro.
–Tú dirás, compadrito…
–musitó, y parecía muy apenado.
Todo había ocurrido
aquella noche en que Chuy llegó borracho. Simona, su mujer, le abrió la puerta al
compadre, mientras Chuy, allá, quién sabe, se embriagaba. Hoy iba a limpiar la afrenta.
–Pos, tú dirás, compadre…
–dijo a su vez.
El ingeniero quiso detenerlos
pero su ayudante se lo impidió encogiéndose de hombros:
–¿Qué gana? Se han de
matar, de todos modos. Si no ahorita, después…
Nada se había alterado
ahí y los rostros continuaban firmemente mudos, sin sorpresa, serios, trascendentes.
Los compadres empezaron a pelear con sus machetes, que eran unos machetes sonoros
y que caían, como en un ejercicio inofensivo, con cierta gracia rítmica y lejana.
Aquello no era la muerte. Era como una danza. Como la danza de la vida que abordara
afirmaciones inmortales, tranquilas, de sorprendente perennidad. Los demás indios
ni siquiera admiraban a los contendientes. Apenas se les veía un cierto brillo en
los ojos cuando los machetazos eran más o menos hábiles o finos.
–Ahi te va ésta, compadre…
Y el choque del metal
parecía música que el monte guardaba estremecido.
Sin que un solo espectador
mudara de sitio, el compadre de Chuy cayó de pronto, herido. Tomaba en sus dos manos
el vientre, mientras le dirigía a Chuy una mirada a la vez inexpresiva y un tanto
irónica:
–Ora sí me la ganaste,
compadrito…
Chuy se lo quedó mirando
intensamente y quién sabe qué pasaría en esos instantes por su alma, porque nadie
sabe lo que pasa en el fondo verdadero de un indio.
–Dios nos ha de perdonar…
compadre –musitó.
El herido tornó a mirarlo
y a ver el monte rudo, espeso, que se debía destrozar, abatir, tumbando arbustos
y chaparros.
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