viernes, 20 de mayo de 2022

Barra de Navidad

José Revueltas

 

Para Luis M. Rivera

 

La madrugada traía una niebla donde líneas y contornos se ausentaban misteriosamente mientras las fronteras desaparecían haciendo de las chozas un conjunto extraño, como formado de materiales nocturnos, extraídos de la noche cual del fondo de un mar pesado. Porque la noche era un mar sin remedio y el campamento tenía algo de piedra submarina que animaba en el fondo, allá, debajo de los siglos, para ascender después, lentamente, con la aurora. Penosa ascensión sin estrellas, en medio del cielo turbio de altas nubes que impedían la luz, como manos poderosas y enemigas colocadas sobre el mundo. La madrugada traía consigo la niebla, acentuando la adivinanza, y era entonces cuando la noche se detenía un poco más en el campamento, como si, por estar pegada a los ojos de los hombres, también debiera estarlo a sus casas, que eran pedazos sólo más negros, más personales, apenas resueltos poco a poco a medida que una claridad azul, tímidamente azul, se elevaba del horizonte.

Y todo aquello era una cosa viva porque, sin duda, el respirar debía sucederse con su ritmo, y los corazones debían latir, dentro de los cuerpos, ahí, en las chozas, como dentro de un cosmos ilímite y oscuro. Tan viva que de La Tijera se escuchaban ya ruidos cálidos, ruidos con sangre interna que despertaban después de mucho tiempo, después de muchos años en que habían permanecido bajo el polvo espeso de la noche. Era un rumor tierno que salía sin quebrarse, lleno de esperanza, humilde y afirmativo: el solemne, bíblico, de las vacas, cuyos ojos indagaban el amanecer, soñadoramente abiertos; el presuroso, confiado, de los gañanes; el de los ordeñadores; el de los mozos; el de las cocineras. Los rumores todos de esa gente inenarrable, presentida, que va al encuentro del alba o que de ella nace, con sus mismos pasos y con su mismo irse deteniendo sobre la tierra.

La vida nacía poco a poco y azul, apropiándose lentamente de líneas, dejándose con ella los contornos cada vez más justos e irrebatibles. Aquí ya se destacaba la descompuesta geometría de La Tijera o la presencia jovial de un asno menudo, inmóvil bajo las grandes orejas. En este otro extremo, también, las chozas del campamento, pugnando a flor de niebla, en mágico equilibrio.

Un canto subía, desacompasado. Vacilaba de un lado a otro mientras la cobija, en torno de la boca, parecía arropar las notas largas:

“ingraaata mujeeeer…”

Era Chuy que regresaba al campamento de los indios, borracho.

Al tropezar con su compadrito que venía de las chozas, apenas su mirada vaga se detuvo incierta, como adivinando algo verdaderamente lejano, en un punto dudoso, del cual no se podía acordar:

–¡Com… padre…! –dijo.

Luego quiso preguntar. Porque el compadre vivía en La Tijera y nada tenía que hacer de ese lado, en el campamento.

 

¿Quién puede entender verdaderamente el rostro de los indios? Es un solo rostro que viene de muy lejos, que viene de edades inexpresables, pero de las que aún se guarda memoria. Los indios se quedan callados, pensando, aunque es posible que no piensen en nada. Siempre parece que han perdido algo muy profundo, que les pertenecía por entero y que no volverán a recuperar jamás. Y buscan ese algo, lo aguardan. Creen encontrarlo en todo lo que pasa, en las piedras, en los animales, en el paisaje donde todavía soplan los ídolos, como si el polvo aún los congregara. Los ojos del indio se quejan; parecen pedir que no se les quite nada más, que se les devuelvan quién sabe qué cosas queridas, quién sabe qué mujer o qué madre terrena y perdurable.

El monte estaba ahí, a medio tumbar, y los indios quietos, vencidos los machetes en la tierra. Los cabos se movían de un lado para otro, ordenando: “¡Ándenle, jijos…!”, mientras el sol resbalaba sobre los hombros prietos.

Allá lejos, después de la espesura, esperaba Barra de Navidad, el puerto. ¿Cómo sería, con su arena, verde, azul con su cielo, con sus nubes, blanco, de colores, con sol cómo? Para hacer la carretera estaban los machetes afilados y los indios herméticos, que tronchaban arbustos, ramas, dejando un fuerte olor amargo de savia y hojas rotas. ¡Barra de Navidad!

Mas hoy no querían trabajar estos hombres; ni siquiera explicaban por qué los machetes permanecían mudos, y el sol, en ellos, desprendiendo un fulgor inmóvil, inmutable. ¿Y por qué no decir algo? ¿Explicar, sí, “no queremos”, cuando menos? Pero aquello parecía imposible y en los rostros no había nada, ni desdén, ni indiferencia, ni hostilidad, ni protesta. El silencio, tan sólo, porfiado como una gota de agua, tenaz. Así eran los indios. ¿De dónde venían? ¿Qué propósitos fabulosos, qué mitología llevaban ahí metida, indescifrable? En sus fiestas danzaban alrededor de la iglesia, vestidos con faldas rojas y jubones medievales, verdes, azules. En los velorios se quedaban mirando al difuntito toda la noche, sin decir nada, sin llorar, sin reír, como meditando que otra era la cosa perdida, allá, en las edades. ¡Si sólo dijeran algo! ¿Qué lenguaje les servía de comunión, de seña, de lazo? No obstante, aquel silencio era múltiple, como si se explicara a sí mismo en cada ocasión frente a las cosas: ante la Virgen, ante Dios, en las fiestas religiosas, como un silencio hablado y con sentido. Lo mismo ante la muerte.

Y hoy, ¿por qué no se movían? ¿Por qué estaban parados ahí, dócilmente insumisos, con los machetes en reposo?

–¡A trabajar ya, chingao…! –gritó un cabo.

Su grito se filtró por el monte como por un resumidero. El monte, en efecto, tenía algo de atenuador, como si se tratara de que el silencio fuese uno y grande y dentro de él no cupieran un solo ruido ni una sola voz.

–¡Vamos ya, carajo!

En otras ocasiones hubiera sido el eco. Pero hoy los indios estaban ahí, agrupados, y la naturaleza, también, tenía algo de piedra, algo de animalidad porfiada e infinita.

De pronto hubo un movimiento como de alivio. La masa se despejó como si al fin fuese a respirar, después de no haber ejercido función orgánica alguna.

–¿Sabe usted? –el ingeniero oyó la voz de su ayudante–. Es que dos indios se van a agarrar a machetazos…

Chuy apareció entonces, asentando los pies en la tierra. Su compadre estaba en el otro extremo, a veinte pasos, y se encaminó también para reunírsele en el centro.

–Tú dirás, compadrito… –musitó, y parecía muy apenado.

Todo había ocurrido aquella noche en que Chuy llegó borracho. Simona, su mujer, le abrió la puerta al compadre, mientras Chuy, allá, quién sabe, se embriagaba. Hoy iba a limpiar la afrenta.

–Pos, tú dirás, compadre… –dijo a su vez.

El ingeniero quiso detenerlos pero su ayudante se lo impidió encogiéndose de hombros:

–¿Qué gana? Se han de matar, de todos modos. Si no ahorita, después…

Nada se había alterado ahí y los rostros continuaban firmemente mudos, sin sorpresa, serios, trascendentes. Los compadres empezaron a pelear con sus machetes, que eran unos machetes sonoros y que caían, como en un ejercicio inofensivo, con cierta gracia rítmica y lejana. Aquello no era la muerte. Era como una danza. Como la danza de la vida que abordara afirmaciones inmortales, tranquilas, de sorprendente perennidad. Los demás indios ni siquiera admiraban a los contendientes. Apenas se les veía un cierto brillo en los ojos cuando los machetazos eran más o menos hábiles o finos.

–Ahi te va ésta, compadre…

Y el choque del metal parecía música que el monte guardaba estremecido.

Sin que un solo espectador mudara de sitio, el compadre de Chuy cayó de pronto, herido. Tomaba en sus dos manos el vientre, mientras le dirigía a Chuy una mirada a la vez inexpresiva y un tanto irónica:

–Ora sí me la ganaste, compadrito…

Chuy se lo quedó mirando intensamente y quién sabe qué pasaría en esos instantes por su alma, porque nadie sabe lo que pasa en el fondo verdadero de un indio.

–Dios nos ha de perdonar… compadre –musitó.

El herido tornó a mirarlo y a ver el monte rudo, espeso, que se debía destrozar, abatir, tumbando arbustos y chaparros.

 

No hay comentarios:

Publicar un comentario