jueves, 26 de mayo de 2022

Autorretrato

María Eugenia Olguín Mejía

 

Te diré cómo es mi piel:

Durante la madrugada exhala humo de humedad frágil e inolora. Pero muchos tallos empiezan a salir de mis poros recién inflamados. De los tallos crece fruta espumosa, híbrida, donde reposan setas pálidas que lloran como niños.

Las horas se diluyen y escurren por las esquinas de mi cama. Entonces se forman pequeños hilos de sangre aquí y allá. Ahí va mi piel florecida con los primeros rayos solares: quebradiza, membranosa y transparente. Forma una columna del suelo al techo y florece una vez más cuando escupe apretados manojos de algas fuera del más remoto mar que desconozco.

Las plantas verdes revientan el cielo de concreto y sus paredes saltan violentamente cuando el sol ha recorrido sus cotidianas y calientes horas. Pero me es vedada su luz pues solamente miro mi piel hecha palmera frondosa y robusta como las selvas de la primera edad que nunca fue.

Los rayos de un sol ambiguo me platican que todos los días, cuando mi piel evoluciona, vuelan mariposas nocturnas –víctimas ignorantes de supersticiones ancestrales–, a las que muchos llaman ratones viejos. En la copa de mi piel se estacionan –dicen los moribundos brazos del sol–, los vampiros frutales y algunas veces, cuando me deprimo y evoco los ecos de la muerte, es porque esas impertinentes aves-quirópteros se llevan mis frutos.

En las alturas de mi piel alguien se traga la tarde y todo se vuelve negro y giboso. En esos momentos me brotan en el cielo manos huesudas y se abren y cierran al ritmo del vientecillo que nunca siento y alcanzan también la luz acuosa de arcaicos planetas oscurecidos por los siglos de la vida imaginada y reptante de sirénidos blanquecinos que todavía lanzan gemidos de plañideras primordiales por el continuo devenir del duelo humano.

Si mi piel no creciera, yo no conocería tantos misterios no arrancados por comunidades multiplicadas en el asfalto de las destrucciones dogmáticas de una sociedad renacida y muerta; sepultada y germinada.

Pero la noche mordisquea su clímax y todos los tiempos se reúnen en un único y diminuto instante. En ese punto de oscuridad mi piel se absorbe a sí misma y recorre veloz e invertida los pasos de mi jornada, hasta llegar al sepulcro de mi cama vaporosa.

Una vez más se forjan remolinos de humo frío que se hierve progresivamente en la pócima del suelo debajo de mi lecho; las sábanas pegajosas cubren como velo elástico todo mi ser y me adormece el transpirar del cuarto, girando… girando… girando, igual que los motivos de un canto de cuna.

Luego no es fácil; sin embargo, cuando la madrugada vuelve, tengo la sensación de abrir los ojos de hierba y lucho por reencontrarme.

Mi piel se repite y me defino.

 

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