María Eugenia Olguín Mejía
Te
diré cómo es mi piel:
Durante la madrugada exhala humo de
humedad frágil e inolora. Pero muchos tallos empiezan a salir de mis poros
recién inflamados. De los tallos crece fruta espumosa, híbrida, donde reposan
setas pálidas que lloran como niños.
Las horas se diluyen y escurren por las
esquinas de mi cama. Entonces se forman pequeños hilos de sangre aquí y allá.
Ahí va mi piel florecida con los primeros rayos solares: quebradiza, membranosa y transparente. Forma una columna del
suelo al techo y florece una vez más cuando escupe apretados manojos de algas
fuera del más remoto mar que desconozco.
Las plantas verdes revientan el cielo de
concreto y sus paredes saltan violentamente cuando el sol ha recorrido sus
cotidianas y calientes horas. Pero me es vedada su luz pues solamente miro mi
piel hecha palmera frondosa y robusta como las selvas de la primera edad que
nunca fue.
Los rayos de un sol ambiguo me platican
que todos los días, cuando mi piel evoluciona, vuelan mariposas nocturnas
–víctimas ignorantes de supersticiones ancestrales–, a las que muchos llaman
ratones viejos. En la copa de mi piel se estacionan –dicen los moribundos
brazos del sol–, los vampiros frutales y algunas veces, cuando me deprimo y
evoco los ecos de la muerte, es porque esas impertinentes aves-quirópteros se llevan
mis frutos.
En las alturas de mi piel alguien se traga
la tarde y todo se vuelve negro y giboso. En esos momentos me brotan en el cielo
manos huesudas y se abren y cierran al ritmo del vientecillo que nunca siento y
alcanzan también la luz acuosa de arcaicos planetas oscurecidos por los siglos
de la vida imaginada y reptante de sirénidos blanquecinos que todavía lanzan
gemidos de plañideras primordiales por el continuo devenir del duelo humano.
Si mi piel no creciera, yo no conocería tantos
misterios no arrancados por comunidades multiplicadas en el asfalto de las
destrucciones dogmáticas de una sociedad renacida y muerta; sepultada y
germinada.
Pero la noche mordisquea su clímax y todos
los tiempos se reúnen en un único y diminuto instante. En ese punto de oscuridad
mi piel se absorbe a sí misma y recorre veloz e invertida los pasos de mi
jornada, hasta llegar al sepulcro de mi cama vaporosa.
Una vez más se forjan remolinos de humo
frío que se hierve progresivamente en la pócima del suelo debajo de mi lecho; las
sábanas pegajosas cubren como velo elástico todo mi ser y me adormece el transpirar
del cuarto, girando… girando… girando, igual que los motivos de un canto de
cuna.
Luego no es fácil; sin embargo, cuando la
madrugada vuelve, tengo la sensación de abrir los ojos de hierba y lucho por
reencontrarme.
Mi piel se repite y me defino.
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