Dashiell Hammett*
–¡Está loco si deja
pasar esta oportunidad! Le concederán el mismo mérito y la misma recompensa por
llevar las pruebas de mi muerte que por llevarme a mí. Le daré los documentos y
las cosas que tengo encerrados cerca de la frontera de Yunnan para respaldar su
historia, y le aseguro que jamás apareceré para estropearle el juego.
El
hombre vestido de caqui frunció el ceño con paciente fastidio y desvió la
mirada de los inflamados ojos pardos que tenía frente a sí para posarlos más
allá de la borda del jahaz, donde el arrugado hocico de un muggar
agitaba la superficie del río. Cuando el pequeño cocodrilo volvió a sumergirse,
los grises ojos de Hagerdorn se clavaron nuevamente en los del hombre que le
suplicaba, y habló con cansancio, como alguien que ha contestado los mismos
argumentos una y otra vez.
–No
puedo hacerlo, Barnes. Salí de Nueva York hace dos años con el fin de atraparlo,
y durante dos años he estado en este maldito país –aquí en Yunnan– siguiendo
sus huellas. Prometí a los míos que me quedaría hasta encontrarlo, y he
mantenido mi palabra. ¡Vamos, hombre! –añadió, con una pizca de exasperación–.
Después de todo lo que he pasado, no esperará que ahora lo eche todo a rodar…
¡ahora que el trabajo ya está casi terminado!
El
hombre moreno, ataviado como un nativo, esbozó una sonrisa untuosa y zalamera y
restó importancia a las palabras de su captor con un ademán de la mano.
–No
le estoy ofreciendo un par de miles de dólares; le ofrezco una parte de uno de
los yacimientos de piedras preciosas más ricos de Asia, un yacimiento que el
Mran-ma ocultó cuando los británicos invadieron el país. Acompáñeme hasta allí
y le enseñaré unos rubíes, zafiros y topacios que lo dejarán boquiabierto. Lo
único que le pido es que me acompañe hasta allí y les dé un vistazo. Si no le
gustaran, siempre estaría a tiempo de llevarme a Nueva York.
Hagedorn
meneó lentamente la cabeza.
–Volverá
a Nueva York conmigo. Es posible que la caza de hombres no sea el mejor oficio
del mundo, pero es el único que tengo, y ese yacimiento de piedras preciosas me
suena a engaño. No lo culpo por no querer volver… pero lo llevaré de todos
modos.
Barnes
dirigió al detective una mirada de exasperación.
–¡Es
usted un imbécil! ¡Por su culpa perderé miles de dólares! ¡Maldita sea!
Escupió
con rabia por encima de la borda –como un nativo– y se acomodó en su esquina de
la alfombrilla de bambú.
Hagedorn
miraba más allá de la vela latina, río abajo –el principio del camino a Nueva
York–, a lo largo del cual una brisa miasmática impulsaba al barco de quince
metros con asombrosa velocidad. Al cabo de cuatro días estarían a bordo de un
vapor con destino a Rangún; otro vapor los llevaría a Calcuta y, finalmente,
otro a Nueva York… a casa, ¡después de dos años!
Dos
años en un país desconocido, persiguiendo lo que hasta el mismo día de la
captura no había sido más que una sombra. A través de Yunnan y Birmania,
batiendo la selva con minuciosidad microscópica –jugando al escondite por los
ríos, las colinas y las junglas– a veces un año, a veces dos meses y después
seis detrás de su presa. ¡Y ahora volvería triunfalmente a casa! Betty tendría
quince años… toda una señorita.
Barnes
se inclinó hacia adelante y reanudó sus súplicas con voz lastimera.
–Vamos,
Hagedorn, ¿por qué no escucha a la razón? Es absurdo que perdamos todo ese
dinero por algo que ocurrió hace más de dos años. De todos modos, yo no quería
matar a aquel tipo. Ya sabe lo que pasa; yo era joven y alocado –pero no malo–
y me mezclé con gente poco recomendable. Aquel atraco me pareció una simple
travesura cuando lo planeamos. Y después aquel hombre gritó y supongo que yo
estaba excitado, y disparé sin darme cuenta. No quería matarlo y a él no le
servirá de nada que usted me lleve a Nueva York y me cuelguen por aquello. La
compañía de transportes no perdió ni un centavo. ¿Por qué me persiguen de este
modo? Yo he hecho todo lo posible para olvidarlo.
El
detective contestó con bastante calma, pero toda la benevolencia anterior había
desaparecido de su voz.
–Ya
sé… ¡la vieja historia! Y las contusiones de la mujer birmana con la que estaba
viviendo también demuestran que no es malo, ¿verdad? Basta ya, Barnes;
afróntelo de una vez: usted y yo volvemos a Nueva York.
–¡Ni
hablar de eso!
Barnes
se puso lentamente en pie y dio un paso atrás.
–¡Preferiría
morirme…!
Hagedorn
desenfundó la automática una fracción de segundo demasiado tarde. Su prisionero
había saltado por la borda y nadaba hacia la orilla. El detective cogió el
rifle que había dejado a su espalda y se lanzó hacia la barandilla. La cabeza
de Barnes apareció un momento y después volvió a sumergirse, emergiendo de
nuevo unos cinco metros más cerca de la orilla. Río arriba, el hombre del barco
vio los arrugados hocicos de tres muggars que se dirigían hacía el
fugitivo. Se apoyó en la barandilla de teca y evaluó la situación.
“Parece
ser que, después de todo, no podré llevármelo con vida… pero he hecho mi
trabajo. Puedo disparar cuando vuelva a aparecer, o dejarlo en paz y esperar a
que los muggars acaben con él.”
Después,
el súbito pero lógico instinto de solidaridad con el miembro de su propia
especie contra enemigos de otra borró todas las demás consideraciones, y se
echó el rifle al hombro para enviar una andanada de proyectiles contra los muggars.
Barnes
se encaramó a la orilla del río, agitó una mano por encima de la cabeza sin
mirar hacia atrás, y se internó en la jungla.
Hagedorn
se volvió hacia el barbudo propietario del jahaz, que había acudido a
su lado, y le habló en su chapurreado birmano.
–Lléveme
a la orilla –yu nga apau mye– y espere –thaing– hasta que lo traiga: thu yughe.
El
capitán meneó la negra barba en señal de protesta.
–Mahok! En esta jungla, sahib, un
hombre es como una hoja. Veinte hombres podrían tardar una semana o un mes en
encontrarlo. Quizá tardarán cinco años. No puedo esperar tanto.
El
hombre blanco se mordió el labio inferior y miró río abajo… el camino a Nueva
York.
–Dos
años… –dijo para sí, en voz alta–. Me costó dos años encontrarlo cuando no
sabía que lo perseguía. Ahora… ¡Oh, demonios! Quizá tarde cinco. Me preguntó
qué hay de cierto en eso de las joyas.
Se
volvió hacia el barquero.
–Iré
tras él. Usted espere tres horas –señaló al cielo–. Hasta el mediodía, ne
apomha. Si entonces no he vuelto, márchese: malotu thaing, thwa. Thi?
El
capitán asintió.
–Hokhe!
El
capitán aguardó cinco horas en el jahaz anclado, y después, cuando la
sombra de los árboles de la orilla oeste empezó a cernerse sobre el río, ordenó
que izaran la vela latina y la embarcación de teca se desvaneció tras un recodo
del río.
*Publicado con el
seudónimo de Peter Collinson
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