Silvina Ocampo
Ni a las iluminaciones del
veinticinco de mayo, en Buenos Aires, con bombitas de luz en las fuentes y en
los escudos, ni a las liquidaciones de las grandes tiendas con serpentinas
verdes, ni al día de mi cumpleaños, ansié llegar con tanto fervor como a este
momento de dicha sobrenatural.
Desde mi infancia
fui pálida como ahora, “tal vez un poco anémica”, decía el médico, “pero sana,
como todos los Andrade”. Varias veces imaginé mi muerte en los espejos, con una
rosa de papel en la mano. Hoy tengo esa rosa en la mano (estaba en un florero,
junto a mi cama). Una rosa, un vano adorno con olor a trapo y con un nombre escrito
en uno de sus pétalos. No necesito aspirarla, ni mirarla: sé que es la misma.
Hoy estoy muriéndome con el mismo rostro que veía en los espejos de mi
infancia. (Apenas he cambiado. Acumulaciones de cansancios, de llantos y de
risas han madurado, formado y deformado mi rostro.) Toda morada nueva me
parecerá antigua y recordada.
La improbable
persona que lea estas páginas se preguntará para quién narro esta historia. Tal
vez el temor de no morir me obligue a hacerlo. Tal vez sea para mí que la
escribo: para volver a leerla, si por alguna maldición siguiera viviendo.
Necesito un testimonio. Me aflige sólo el temor de no morir. En realidad pienso
que lo único triste que hay en la muerte, en la idea de la muerte, es saber que
no podrá ser recordada por la persona que ha muerto, sino, únicamente, y
tristemente, por los que la vieron morir.
Me llamo Irene
Andrade. En esta casa amarilla, con balcones de fierro negro, con hojas de
bronce, brillantes, como de oro, a seis cuadras de la iglesia y de la plaza de
Las Flores, nací hace veinticinco años. Soy la mayor de cuatro hermanos
turbulentos, de cuyos juegos participé en la infancia, con pasión. Mi abuelo
materno era francés y murió en un naufragio que abrumó y oscureció de misterio
sus ojos en un retrato al óleo, venerado por las visitas en las penumbras de la
sala. Mi abuela materna nació en este mismo pueblo, unas horas después del
incendio de la primera iglesia. Su madre, mi bisabuela, le había contado todos
los pormenores del incendio que había apresurado su nacimiento. Ella nos
trasmitió esos relatos. Nadie conoció mejor aquel incendio, su propio
nacimiento, la plaza sembrada de alfalfa, la muerte de Serapio Rosas, la
ejecución de dos reos en 1860, cerca del atrio de la iglesia antigua. Conozco a
mis abuelos paternos por dos fotografías amarillentas, envueltas en una especie
de bruma respetuosa. Más que esposos, parecían hermanos, más que hermanos,
mellizos; tenían los mismos labios finos, el mismo cabello crespo, las mismas
manos ajenas, abandonadas sobre las faldas, la misma docilidad afectuosa. Mi
padre, venerando la enseñanza que había recibido de ellos, cultivaba plantas:
era suave con ellas como con sus hijos, les daba remedios y agua, las cubría
con lonas en las noches frías, les daba nombres angelicales, y luego, “cuando
eran grandes”, las vendía con pesar. Acariciaba las hojas como si fueran
cabelleras de niño; creo que en sus últimos años les hablaba; por lo menos, fue
la impresión que tuve. Todo esto irritaba secretamente a mi madre; nunca me lo
dijo, pero en el tono de su voz, cuando le oía decir a sus amigas “¡Ahí está
Leonardo con sus plantas! ¡Las quiere más que a sus hijos!”, yo adivinaba una
impaciencia permanente y muda, una impaciencia de mujer celosa. Mi padre era un
hombre de mediana estatura, de facciones hermosas y regulares, de tez morena y
pelo castaño, de barba casi rubia. De él, sin duda, habré heredado la seriedad,
la flexibilidad admirada de mi pelo, la bondad natural del corazón y la
paciencia –esa paciencia que parecía casi un defecto, una sordera o un vicio–.
Mi madre, en su juventud, fue bordadora: esa vida sedentaria dejó en ella un
fondo como de agua estancada, algo turbio y a la vez tranquilo. Nadie se
hamacaba con tanta elegancia en la mecedora, nadie manejaba los géneros con tanto
fervor. Ahora, tendrá ya esa afectación perfecta que da la vejez. Yo sólo veo
en ella su maternal blancura, la severidad de sus ademanes y la voz: hay voces
que se ven y que siguen revelando la expresión de un rostro cuando éste ha
perdido su belleza. Gracias a esa voz puedo averiguar todavía si son azules sus
ojos o si es alta su frente. De ella habré heredado la blancura de mi tez, la
afición a la lectura o a las labores y cierta timidez orgullosa y antipática
para aquellos que, aun siendo tímidos, pueden ser o parecer modestos.
Sin alarde puedo
decir que hasta los quince años, por lo menos, fui la preferida de la casa por
la prioridad de mis años y por ser mujer: circunstancias que no seducen a la
mayor parte de los padres, que aman a los varones y a los menores.
Entre los recuerdos
más vívidos de mi infancia mencionaré: un perro lanudo, blanco, llamado Jazmín;
una virgen de diez centímetros de altura; el retrato al óleo de mi abuelo
materno, que ya he mencionado; y una enredadera con flores en forma de
campanas, de color anaranjado, llamada Bignonia o Clarín de Guerra.
Vi al perro blanco
en una especie de sueño y luego, con insistencia, en la vigilia. Con una soga
lo ataba a las sillas, le daba agua y comida, lo acariciaba y lo castigaba, lo
hacía ladrar y morder. Esta constancia que tuve con un perro imaginario,
desdeñando otros juguetes modestos pero reales, alegró a mis padres. Recuerdo
que me señalaban con orgullo, diciéndoles a las visitas: “Vean cómo sabe
entretenerse con nada”. Con frecuencia me preguntaban por el perro, me pedían
que lo trajera a la sala o al comedor, a la hora de las comidas; yo obedecía
con entusiasmo. Ellos fingían ver el perro que sólo yo veía; lo alababan o lo
mortificaban, para alegrarme o afligirme.
El día en que mis
padres recibieron del Neuquén un perro lanudo, blanco, enviado por mi tío,
nadie dudó que el perro se llamara Jazmín y que mi tío hubiera sido cómplice de
mis juegos. Sin embargo mi tío estaba ausente desde hacía más de cinco años. Yo
no le escribía (apenas sabía escribir). “Tu tío es adivino”, recuerdo que me
dijeron mis padres en el momento de mostrarme el perro: “¡Aquí está Jazmín!”
Jazmín me reconoció sin asombro; lo besé.
Como un triángulo
celeste, con ribetes de oro, la Virgen fue formándose, adquiriendo volumen en
las distancias de un cielo de junio. Hacía frío aquel año y los vidrios estaban
empañados. Con mi pañuelo limpiaba, abría pequeños rectángulos en los vidrios
de las ventanas. En uno de esos rectángulos el sol iluminó un manto y una cara
colorada, diminuta y redonda, informe, que al principio me pareció sacrílega.
La belleza y la santidad eran dos virtudes, para mí, inseparables. Deploré que
su rostro no fuera hermoso. Lloré muchas noches tratando de modificarlo.
Recuerdo que esta aparición me impresionó más que la del perro, porque en esa
época yo tenía alguna tendencia al misticismo. Las iglesias y los santos
ejercían una fascinación sobre mi espíritu. Rezaba secretamente a la Virgen; le
ofrendaba flores; en vasitos de licor, dulces que brillaban; espejitos; agua de
Colonia. Encontré una caja de cartón apropiada para su tamaño; con cintas y
cortinas la transformé en altar. Al principio, al verme rezar, mi madre sonreía
con satisfacción; después, la vehemencia de mi fervor la inquietó. Oí que le
decía a mi padre, una noche, junto a mi cama, creyendo que yo dormía: “¡No vaya
a volverse una santa! ¡Pobrecita, ella que no molesta a nadie! ¡Ella que es tan
buena!” También se inquietó al ver la caja vacía frente a un cúmulo de flores
silvestres y de velitas, pensando que mi fervor era el comienzo de una
profanación. Quiso regalarme un San Antonio y una Santa Rosa, reliquias que
habían pertenecido a su madre. No las acepté; dije que mi virgen estaba toda
vestida de celeste y de oro. Indicándole con mis manos el tamaño de la virgen,
le expliqué tibiamente que su cara era roja y pequeña, tostada por el sol, sin
dulzura, como la cara de una muñeca, pero expresiva como la de un ángel.
Ese mismo verano,
en el bazar donde se surtía mi madre, en el escaparate, apareció la virgen: era
la Virgen de Luján. No dudé que mi madre la hubiera encargado para mí; tampoco
me extrañó que hubiera acertado. Con exactitud en el tamaño y en el color de la
virgen, en la forma de su rostro. Recuerdo que se quejó del precio, porque
estaba averiada. La trajo envuelta en un papel de diario.
El retrato de mi
abuelo, ese majestuoso adorno de la sala, cautivó mi atención a los nueve años.
Detrás de un cortinado rojo, junto al cual se destacaba la efigie, descubrí un
mundo aterrador y sombrío. Esos mundos agradan a veces a los niños. Grandes
extensiones sonoras y oscuras, como de mármol verde, rotas, heladas, furiosas,
altas, en partes como montañas, se estremecían. Junto a ese cuadro sentí frío y
gusto a lágrimas en mis labios. En unos corredores de madera, mujeres con el
pelo suelto, hombres afligidos, huían en actitudes inmóviles. Una mujer
cubierta con una enorme capa, un señor de quien nunca vi el rostro, llevaban de
la mano a un niño con un caballito de madera en los brazos. En alguna parte
llovía; una alta bandera flameaba al viento. Ese paisaje sin árboles, tan
parecido al que podía ver a la caída de la tarde, en las últimas calles de este
pueblo –tan parecido y a la vez tan distinto–, me perturbaba. En el sillón,
sola, frente al retrato, me desmayé un día de verano. Mi madre contaba que al
despertarme pedí agua, con los ojos cerrados; gracias a esa agua que ella me
dio, y con la cual refrescó mi frente, me salvé de una muerte inesperadamente
prematura.
En el patio de
nuestra casa, por primera vez a fines de una primavera, vi la enredadera con
flores anaranjadas. Cuando mi madre se sentaba a tejer o a bordar, yo retiraba
las ramas (que sólo yo veía) para que no le estorbaran. Yo amaba el color
anaranjado de sus pétalos, el nombre bélico (pues tenía la virtud de
confundirse con las páginas de historia que estudiaba entonces) y el perfume
tenue, como de lluvia, que se desprendía de sus hojas. Un día, mis hermanos,
oyéndome pronunciar su nombre, comenzaron a hablar de San Martín y de los
granaderos. En interminables tardes, los ademanes que yo hacía para retirar las
ramas del rostro de mi madre, para que no le molestaran, parecían dedicados a
espantar esas moscas que se quedan agresivamente quietas en un lugar del
espacio. Nadie previó la futura enredadera. Una inexplicable timidez me impidió
hablar de ella, antes de su llegada.
Mi padre plantó la
enredadera en el mismo lugar del patio en donde yo había previsto su forma
opulenta y su color. En el mismo lugar en donde se sentaba mi madre (por alguna
razón, debido al sol, tal vez, mi madre no pudo sentarse en otro rincón del
patio; por alguna razón, la misma, tal vez, la planta no pudo colocarse en otra
parte).
Yo era juiciosa y
callada; no me alabo: estas virtudes subalternas originan a veces graves
defectos. Por atonía o por vanidad, era más estudiosa que mis hermanos; ninguna
lección me parecía nueva; me agradaba la quietud que permite el libro; me
agradaba, sobre todo, el asombro que causaba mi extraordinaria facilidad para
cualquier estudio. No todas mis amigas me querían, y mi compañera favorita era
la soledad que me sonreía a la hora del recreo. Leía de noche, a la luz de una
vela (mi madre me lo había prohibido porque era malo, no sólo para la vista,
sino para la cabeza). Durante un tiempo estudié el piano. La maestra me llamaba
“Irene la Afinada” y este sobrenombre, cuyo significado no entendí y que mis
compañeras repitieron con ironía, me ofendió. Pensé que mi quietud, mi aparente
melancolía, mi pálido rostro, habían inspirado el sobrenombre cruel: “La
Finada”. Hacer bromas con la muerte me pareció poco serio para una maestra; y
un día, llorando, porque ya conocía mi equivocación y mi injusticia, inventé
una calumnia contra esa señorita que había querido alabarme. Nadie me creyó,
pero ella, en la soledad de la sala, tomándome de la mano, me dijo una tarde:
¡Cómo puede usted repetir cosas tan íntimas, tan desdichadas!” No era un
reproche: era el comienzo de una amistad.
Hubiera podido ser
feliz; lo fui hasta los quince años. La repentina muerte de mi padre determinó
un cambio en mi vida. Mi infancia terminaba. Trataba de pintarme los labios y
de usar tacos altos. En la estación los hombres me miraban, y tenía un
pretendiente que me esperaba los domingos, a la salida de la iglesia. Era
feliz, si es que existe la felicidad. Me complacía en ser grande, en ser
hermosa, de una belleza que algunos de mis parientes reprobaban.
Era feliz, pero la
repentina muerte de mi padre, como dije anteriormente, determinó un cambio en
mi vida. Cuando murió yo tenía preparado, desde hacía tres meses, el vestido de
luto, los crespones; ya había llorado por él, en actitudes nobles, reclinada
sobre la baranda del balcón. Ya había escrito la fecha de su muerte en una
estampa; ya había visitado el cementerio. Todo esto se agravó a causa de la
indiferencia que demostré después del entierro. En verdad, después de su muerte
no pude recordarlo un solo día. Mi madre, bondadosa como era, nunca me lo
perdonó. Aun hoy me mira con esa misma mirada rencorosa que despertó en mí, por
primera vez, el deseo de morir. Aun hoy, después de tantos años, no olvida el
anticipado vestido de luto, la fecha y el nombre escritos en una estampa, la
visita inopinada al cementerio, mi indiferencia por esa muerte en el seno de
una familia numerosa y afligida. Algunas personas me miraban con desconfianza.
No podía reprimir mis lágrimas al oír ciertas frases sarcásticas y amargas,
generalmente acompañadas de una guiñada. (Sólo entonces el olvido me pareció
una dicha.) Se dijo que yo estaba poseída por el demonio; que había deseado la
muerte de mi padre para usar un vestido de luto y un prendedor de azabache; que
lo había envenenado para frecuentar sin restricciones los bailes y la estación.
Me sentí culpable de haber desencadenado tanto odio a mi alrededor. Pasé largas
noches de insomnio. Logré enfermarme pero no pude morir como lo había deseado.
No se me había
ocurrido que yo tuviera un don sobrenatural, pero cuando los seres dejaron de
ser milagrosos para mí, me sentí milagrosa para ellos. Ni Jazmín, ni la virgen
(que se había roto con sus recuerdos) existían. Me esperaba el porvenir
austero: se alejaba la infancia.
Me creí culpable de
la muerte de mi padre. Lo había matado al imaginarlo muerto. Otras personas no
tenían ese poder.
Culpable y
desdichada, me sentí capaz de infinitas felicidades futuras, que únicamente yo
podía inventar. Tenía proyectos para ser feliz: mis visiones debían ser
agradables; debía ser cuidadosa con mis pensamientos, tratar de evitar las
ideas tristes, inventar un mundo afortunado. Era responsable de todo lo que
sucedía. Trataba de eludir las imágenes de las sequías, de las inundaciones, de
la pobreza, de las enfermedades de la gente de mi casa y de mis conocidos.
Durante un tiempo
ese método pareció eficaz. Muy pronto comprendí que mis propósitos eran tan
vanos como pueriles. En la puerta de un almacén tuve que presenciar la pelea de
dos hombres. No quise ver el cuchillo secreto, no quise ver la sangre. La lucha
parecía un abrazo desesperado. Se me antojó que la agonía de uno de ellos y el
terror anhelante del otro eran la final reconciliación. Sin poder borrar un
instante la imagen atroz, tuve que presenciar la nítida muerte, la sangre que a
los pocos días se mezcló con la tierra de la calle.
Traté de analizar
el proceso, la forma en que se desarrollaban mis pensamientos. Mis previsiones
eran involuntarias. No era difícil reconocerlas; se presentaban acompañadas de
ciertos signos inconfundibles, siempre los mismos: una brisa leve, una brumosa
cortina, una música que no puedo cantar, una puerta de madera labrada, una
frialdad en las manos, una pequeña estatua de bronce en un remoto jardín. Era
inútil que tratara de evitar estas imágenes: en las heladas regiones del
porvenir la realidad es imperiosa.
Comprendí,
entonces, que perder el don de recordar es una de las mayores desdichas, pues
los acontecimientos, que pueden ser infinitos en el recuerdo de los seres
normales, son brevísimos y casi inexistentes para quien los prevé y solamente
los vive. El que no conoce su destino inventa y enriquece su vida con la
esperanza de un porvenir que no sobreviene nunca: ese destino imaginado,
anterior al verdadero, en cierto modo existe y es tan necesario como el otro.
Las mentiras que dijeron mis amigas me parecieron a veces más ciertas que las
verdades. He visto expresiones de beatitud en personas que vivían de esperanzas
defraudadas. Creo que esa falta esencial de recuerdos, en mi caso, no provenía
de una falta de memoria: creo que mi pensamiento, ocupado en adivinar el
futuro, tan lleno de imágenes, no podía demorarse en el pasado.
Asomada a los
balcones, veía pasar con caras de hombres a los niños que iban al colegio. De
ahí mi timidez ante los niños. Veía las futuras tardes con sus diálogos, sus
nubes rosadas o lilas, sus nacimientos, sus terribles tormentas, las
ambiciones, las crueldades ineludibles de los hombres con los hombres y con los
animales.
Ahora comprendo
hasta qué punto los acontecimientos alcanzaron a ser como últimos recuerdos
para mí. Con cuánta desventaja reemplazaron los recuerdos. Por ejemplo: si yo
no tuviera que morir, esta rosa en mi mano, este momento, no me dejarían
recuerdos, los habría perdido para siempre entre un tumulto de visiones de un
destino futuro.
Recatada en las
sombras de los patios, en los zaguanes, en el atrio helado de la iglesia,
reflexionaba con devoción. Trataba de apoderarme de los recuerdos de mis
amigas, de mis hermanos, de mi madre (porque eran más extensos). Fue entonces
que la visión conmovedora de una frente, luego, de unos ojos, luego, de un
rostro, me acompañaron, me persiguieron, formaron mi anhelo. Muchos días,
muchas noches, tardó ese rostro en formarse. Esto es verdad: tuve el deseo
ardiente de ser una santa. Quise con vehemencia que ese rostro fuera el de Dios
o el de un niño Jesús. En la iglesia, en las estampas, en los libros y en las
medallas busqué aquel rostro adorable: no quise encontrarlo en otra parte, no
quise que ese rostro fuera humano, ni actual, ni cierto.
Pienso que a nadie
le habrá costado tanto reconocer las amenazas del amor. ¡Oh deslumbrados
llantos de mi adolescencia! Sólo ahora puedo recordar el tenue y penetrante
perfume de las rosas que Gabriel, mirándome en los ojos, me regalaba al salir
del colegio. Esa presciencia hubiera durado toda una vida. En vano traté de
postergar mi encuentro con Gabriel. Preveía ya la separación, la ausencia, el
olvido. En vano traté de evitar las horas, los senderos, los lugares propicios
a su encuentro. Esa presciencia hubiera podido durar toda una vida. Pero el
destino puso en mis manos las rosas y, ante mis ojos, sin asombro, al verdadero
Gabriel. Inútiles fueron mis lágrimas. Inútilmente copié las rosas en papel,
escribí nombres, fechas en los pétalos: una rosa podrá ser perpetuamente
invisible en un rosal, frente a nuestra ventana, o en una mano enamorada que
nos la ofrece; sólo el recuerdo la conservará intacta, con su perfume, su color
y la devoción de las manos que la ofrecieron.
Gabriel jugaba con
mis hermanos, pero cuando yo aparecía con un libro o con mi bolsa de labores y
me sentaba en una silla del patio, dejaba sus juegos para ofrecerme el homenaje
de su silencio. Pocos niños fueron tan sagaces. Con pétalos de flores, con
hojas, construía pequeños aeroplanos. Cazaba luciérnagas y murciélagos: los
amaestraba. De tanto observar los movimientos de mis manos había aprendido a
hacer labores. Bordaba sin ruborizarse: los arquitectos hacían planos de casas;
él, cuando bordaba, hacía planos de jardines. Me amaba: en la noche, en el
patio oscurecido de mi casa, yo sentía crecer, con la naturalidad de una planta,
su amor involuntario.
¡Ah, cómo esperé
penetrar, sin saberlo, en el claustral recuerdo de esos momentos! Con qué
anhelo, sin saberlo, esperé la muerte, única depositaria de mis recuerdos. Una
fragancia hipnótica, un murmullo de eternas hojas, en los árboles, acude para
guiarme por los senderos tan olvidados de aquel amor. A veces un acontecimiento
que me parecía laberíntico, lento en desarrollarse, casi infinito, cabe en dos
palabras. Mi nombre, escrito en tinta verde o con un alfiler, en su brazo, que
ocupó seis meses de mi vida, ocupa ahora una sola frase. ¿Qué es estar
enamorado? Durante años se lo pregunté a la maestra de piano y a mis amigas.
¿Qué es estar enamorado? Recordar, en la complicación de otros espacios, una
palabra, una mirada; multiplicarlas, dividirlas, transformarlas (como si nos
desagradaran), compararlas, sin tregua. ¿Qué es un rostro amado? Un rostro que
nunca es el mismo, un rostro que se transforma infinitamente, un rostro que nos
defrauda…
Silencio de
claustros y de rosas había en nuestro corazón. Nadie pudo adivinar el misterio
que nos unía. Ni aquellos lápices de colores, ni las pastillas de goma, ni las
flores que me regaló, nos delataron. Grababa mi nombre en los troncos de los
árboles, con su cortaplumas, y durante las penitencias lo escribía con tiza, en
la pared.
–Cuando me muera le
regalaré todos los días bombones y escribiré su nombre en todos los troncos de
árboles del cielo –me dijo un día.
–¿Cómo sabes que
iremos al cielo? –le respondí–. ¿Cómo sabes que en el cielo hay árboles y
cortaplumas? ¿Acaso Dios te permitirá recordarme? ¿Acaso en el cielo te
llamarás Gabriel y yo Irene? ¿Tendremos el mismo rostro y nos reconoceremos?
–Tendremos el mismo
rostro. Y si no lo tuviéramos, también nos reconoceríamos. Aquel día de carnaval,
cuando usted se vistió de estrella y hablaba con una voz de hielo la reconocí.
Con los ojos cerrados, después la he visto muchas veces.
–Me has visto
cuando no estaba. Me has visto en tu imaginación.
–La he visto cuando
jugábamos a los heridos. Cuando yo era el herido y me vendaban los ojos,
adivinaba su llegada.
–Porque yo era la
enfermera, y tenía que llegar. Veías por debajo de la venda: hacías trampa.
Fuiste siempre tramposo.
–Sin trampa la
reconocería en el cielo. Disfrazada la reconocería, con los ojos vendados la
vería llegar.
–¿Entonces crees
que no habrá diferencias entre este mundo y el cielo?
–Nos faltará lo que
aquí nos incomoda: parte de la familia, las horas de acostarse, algunas
penitencias y los momentos en que no la veo.
–Tal vez sea mejor
el infierno que el cielo –me dijo otro día–, porque el infierno es más
peligroso y me gusta sufrir por usted. Vivir entre llamas, por su culpa,
salvarla continuamente de los demonios y del fuego, sería para mí una dicha.
–¿Pero quieres
morir en pecado mortal?
–¿Por qué mortal y
no inmortal? Nadie olvida a mi tío: cometió un pecado mortal y no le dieron la
extremaunción. Mi madre me dijo: “Es un héroe; no escuches los comentarios de
la gente”.
–¿Por qué piensas
en la muerte? Generalmente los jóvenes evitan esas conversaciones tristes y
desfavorables –protesté un día–. Pareces un viejo en este momento. Mírate en un
espejo.
No había ningún
espejo cerca. Se miró en mis ojos.
–No parezco un
viejo. Los viejos se peinan de otro modo. Pero soy grande ya, y conozco la
muerte –me contestó–. La muerte se parece a la ausencia. El mes pasado, cuando
mi madre me llevó por dos semanas al Azul, mi corazón se detenía, y en mis
venas, en lugar de sangre, tristemente sentí correr un agua fría. Pronto tendré
que irme más lejos y por un tiempo indeterminado. Me reconforta imaginar algo
más fácil: la muerte o la guerra.
A veces mentía para
conmoverme:
–Estoy enfermo.
Anoche me desmayé en la calle.
Si le reprochaba
sus mentiras, me contestaba:
–Sólo se miente a
la gente que uno quiere: la verdad induce a muchos errores.
–Nunca me olvidaré
de ti, Gabriel. –El día en que le dije esa frase, ya lo había olvidado.
Sin aflicciones,
sin llantos, ya acostumbrada a su ausencia, me alejé de él, antes que se fuera.
Un tren lo arrancó de mi lado. Otras visiones me separaban ya de su rostro,
otros amores; despedidas menos conmovedoras. A través de un vidrio, en la
ventanilla del tren, vi su último rostro, enamorado y triste, borrado por las
imágenes superpuestas de mi vida futura.
No fue por falta de
entretenimientos que mi vida se tornó melancólica. Alguna vez confundí mi
destino con el destino de la protagonista de una novela. Debo confesarlo:
confundí la prevista cara de una lámina con una cara verdadera. Esperé algunos
diálogos que después leí en un libro, en una ciudad desconocida, en el año
1890. No me asombraba la anticuada vestimenta de los personajes. “Cómo van a
cambiar las modas”, pensaba con indiferencia. La figura de un rey, que no
parecía un rey, porque sólo mostraba la cabeza en una lámina de un libro de
historia, en las penumbras de otoño me dedicaba sus miradas afectuosas. Antes,
los textos de los libros y sus personajes no se me habían aparecido como
futuras realidades; es cierto que hasta entonces no había tenido la oportunidad
de ver tantos libros. Los libros de uno de mis abuelos estaban relegados al
último cuarto de la casa; atados con piolines, envueltos en telarañas, los vi
cuando mi madre decidió venderlos. Durante varios días los revisamos pasándoles
trapos y plumeros, pegándoles las hojas rotas. Yo leía en los momentos de
soledad.
Alejada de Gabriel,
comprendí milagrosamente que sólo la muerte me haría recuperar su recuerdo. La
tarde que no me perturbaran otras visiones, otras imágenes, otro porvenir,
sería la tarde de mi muerte y yo sabía que la esperaría con esta rosa en la
mano. Sabía que el mantel que iba a bordar durante meses, con margaritas
celestes y nomeolvides rosados, con guirnaldas de glicinas amarillas y una
glorieta entre palmas, se estrenaría en la noche de mi velorio. Sabía que ese
mantel iba a ser alabado por las visitas que me habían hecho llorar diez años
antes. Oí las voces, un coro de voces femeninas, repitiendo mi nombre,
gastándolo con adjetivos tristes: “¡Pobre Irene, desdichada Irene!” y luego
otros nombres que no eran de personas, nombres de masitas, nombres de plantas,
proferidos con doliente admiración:
“¡Qué deliciosas
palmeras, qué magdalenas!” Pero con la misma tristeza, y con insistencia de
salmo, el coro repetía:
“¡Pobre Irene!”
¡Oh esplendores
falsos de la muerte! El sol ilumina el mismo mundo. Nada ha cambiado cuando
todo ha cambiado para un solo ser. Moisés previó su muerte. ¿Quién era Moisés?
Yo creía que nadie había previsto su propia muerte. Yo creía que Irene Andrade,
esta modesta argentina, había sido el único ser en el mundo capaz de describir
su muerte antes de su muerte.
Viví esperando ese
límite de vida que me acercaría al recuerdo. Tuve que tolerar infinitos
momentos. Tuve que amar las mañanas como si fueran definitivas, tuve que amar
algunas sombras de la plaza, en los ojos de Armindo, tuve que enfermarme de
fiebre tifus y hacerme cortar el pelo. Conocí a Teresa, a Benigno; conocí el
Manantial de los Amores, el Centinela en Tandil. En Monte, en la estación, tomé
té con leche, con mi madre, después de visitar a una señora que era maestra de
labores y de tejidos. Frente al Hotel del Jardín vi la agonía de un caballo que
parecía de barro (las moscas y un hombre con un látigo lo vejaban). No llegué
nunca a Buenos Aires: una fatalidad impidió ese proyectado viaje. No vi
perfilarse el oscuro tren, en Constitución. Y no lo veré. Tendré que morir sin
ver los jardines de Palermo, la plaza de Mayo iluminada y el teatro Colón con
sus palcos y sus artistas desesperados cantando con una mano sobre el pecho.
Contra un fondo
melancólico de árboles consentí que me fotografiaran con un hermoso peinado
alto, con los guantes puestos y un sombrero de paja adornado con guindas rojas,
tan estropeadas que parecían naturales.
Cumplí los últimos
episodios de mi destino con lentitud. Confesaré que me equivoqué de modo
extraño al prever mi fotografía: aunque la encontré parecida, no reconocí mi
imagen. Me indigné contra esa mujer que, sin sobrellevar mis imperfecciones,
había usurpado mis ojos, la postura de mis manos y el óvalo cuidadoso de mi
cara.
Para los que
recuerdan, el tiempo no es demasiado largo. Para los que esperan es inexorable.
“En un pueblo todo
se termina pronto. Ya no habrá casas ni personas nuevas que conocer”, pensaba
para consolarme. “Aquí llega más pronto la muerte. Si hubiera nacido en Buenos
Aires, interminable hubiera sido mi vida, interminables mis penas.”
Recuerdo la soledad
de las tardes cuando me sentaba en la plaza. ¿Hería la luz mis ojos para que no
fuera de tristeza que lloraba? “Tiene treinta años y todavía no se ha casado”,
decían algunas miradas. “¿Qué espera”, decían otras, “sentada aquí en la plaza?
¿Por qué no trae sus labores? Nadie la quiere, ni sus hermanos. A los quince
años mató a su padre. El diablo se apoderó de ella, quién sabe en qué forma.”
Estas pobres y
monótonas previsiones del futuro me deprimieron, pero yo sabía que en esa
región enrarecida de mi vida, ahí donde no había amor, ni rostros, ni objetos
nuevos, donde ya nada sucedía, empezaba el final de mi tormento y el principio
de mi dicha. Trémula me acercaba al pasado.
Un frío de estatua
se apoderó de mis manos. Un velo me separaba de las casas, me alejaba de las
plantas y de las personas: sin embargo por primera vez las veía dibujadas con
claridad, con todos sus detalles, minuciosamente.
Una tarde de enero,
yo estaba sentada junto a la fuente de la plaza, en un banco. Recuerdo el calor
sofocante del día y la frescura inusitada que trajo la puesta del sol. En
alguna parte, seguramente había llovido. Tenía la cabeza reclinada en mi mano;
tenía en la mano un pañuelo: actitud melancólica, que a veces inspira el calor,
y que en aquel momento parecía inspirada por la tristeza. Alguien se sentó a mi
lado. Me habló una voz suave de mujer. Éste fue nuestro diálogo:
–Perdone mi
atrevimiento. Por falta de tiempo desdeño los preámbulos de la amistad. Yo no
vivo en este pueblo; la casualidad me trae de vez en cuando. Aunque vuelva a
sentarme en esta plaza, no es probable que nuestra entrevista se repita. Tal
vez no vuelva a verla, ni en el balcón de una casa, ni en una tienda, ni en el
andén de la estación, ni en la calle.
–Me llamo Irene
–repuse–, Irene Andrade.
–¿Usted ha nacido
aquí?
–Sí, he nacido y
moriré en el pueblo.
–Nunca se me
ocurrió la idea de morir en un lugar determinado, por triste o por encantador
que fuera. Nunca pensé en mi muerte como cosa posible.
–Yo no he elegido
este pueblo para morir en él. El destino designa lugares y fechas, sin
consultarnos.
–El destino
resuelve las cosas y no las participa. ¿Cómo sabe usted que va a morir en este
pueblo? Usted es joven y no parece enferma. Uno piensa en la muerte cuando uno
está triste. ¿Por qué está triste?
–No estoy triste.
No tengo miedo de morir y nunca me ha defraudado el destino. Éstas son mis
últimas tardes, estas nubes rosadas serán las últimas, con sus formas de
santos, de casas, de leones. Su cara será la última cara nueva; su voz, la
última que oigo.
–¿Qué le ha
sucedido?
–Nada me ha
sucedido y felizmente pocas cosas han de sucederme. No tengo curiosidades. No
quiero conocer su nombre, no quiero mirarla: las cosas nuevas me perturban,
retardan mi muerte.
–¿Nunca ha sido
feliz? ¿No son esperanzas ciertos recuerdos?
–No tengo
recuerdos. Los ángeles me traerán todos mis recuerdos el día de mi muerte. Los
querubines me traerán las formas de los rostros. Me traerán todos los peinados
y las cintas, todas las posturas de los brazos, las formas de las manos del
pasado. Los serafines me traerán el sabor, la sonoridad y la fragancia, las
flores regaladas, los paisajes. Los arcángeles me traerán los diálogos y las
despedidas, la luz, el silencio conciliador.
–¡Irene, me parece
que la conozco desde hace mucho tiempo! He visto su rostro en alguna parte, tal
vez en una fotografía, con un peinado alto, con cintas de terciopelo y un
sombrero con guindas. ¿No existe una fotografía suya, con un fondo melancólico
de árboles? ¿Su padre no vendía plantas hace tiempo? ¿Por qué quiere morirse?
No baje los ojos. ¿No admite la belleza del mundo? Usted desea morir porque en
las despedidas todo se vuelve más definitivo y hermoso.
–Para mí la muerte
será una llegada y no una despedida.
–Llegar no es tan
agradable. Hay personas que ni al cielo llegarían con alegría. Hay que
habituarse a los rostros, a los lugares más deseados. Hay que acostumbrarse a
las voces, a los sueños, a la dulzura del campo.
–A ningún lugar
llegaría por primera vez. Yo reconozco todo. Hasta el cielo a veces me inspira
temor. ¡El temor de sus imágenes, el temor de reconocerlo!
–Irene Andrade, yo
quisiera escribir su vida.
–¡Ah! Si usted me
ayudase a defraudar el destino no escribiendo mi vida, qué favor me haría. Pero
la escribirá. Ya veo las páginas, la letra clara, y mi triste destino.
Comenzará así:
Ni a las
iluminaciones del veinticinco de mayo, en Buenos Aires, con bombitas de luz en
las fuentes y en los escudos, ni a las liquidaciones de las grandes tiendas con
serpentinas verdes, ni al día de mi cumpleaños, ansié llegar con tanto fervor
como a este momento de dicha sobrenatural.
Desde mi infancia
fui pálida como ahora…
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