Brian W. Aldiss
En el jardín de la señora Swinton siempre
era verano. Estaba rodeado de hermosos almendros, perpetuamente en flor. Monica
Swinton cortó una rosa color azafrán, y se la enseñó a David.
–¡A que es bonita!
David la miró y sonrió
sin contestar. Se apoderó de la flor, atravesó corriendo el jardín y desapareció
tras la perrera donde acechaba el robosegador, preparado para cortar, barrer o rodar
cuando llegara el momento. Monica se había quedado sola en el impecable sendero
de grava plastificada.
Cuando tomó la decisión
de seguir al niño, lo encontró en el patio, y la rosa flotaba en el estanque. David
se había metido en el agua, todavía calzado con las sandalias.
–David, cariño, ¿por
qué has de portarte tan mal? Ve enseguida a cambiarte los zapatos y los calcetines.
El niño entró en la
casa sin protestar, su cabeza morena oscilando a la altura de la cintura de su madre.
A la edad de tres años, no mostró el menor temor al secador ultrasónico de la cocina.
Sin embargo, antes de que su madre pudiera localizar un par de zapatillas, se zafó
de ella y desapareció en el silencio de la casa.
Estaría buscando a Teddy.
Monica Swinton, veintinueve años, de figura grácil y ojos centelleantes, fue a sentarse
en la sala de estar y acomodó sus miembros con elegancia. Empezó por sentarse y
pensar. Al cabo de poco, sólo estaba sentada. El tiempo se le reclinaba en el hombro
con la pereza maniaca reservada a los niños, los locos y las esposas cuyos maridos
están lejos de casa, mejorando el mundo. Casi por reflejo, extendió la mano y cambió
la longitud de onda de las ventanas. El jardín se desvaneció. En su lugar, apareció
el centro de la ciudad junto a su mano izquierda, abarrotado de gente, botes neumáticos
y edificios, pero mantuvo el sonido al mínimo. Continuó sola. Un mundo superpoblado
es el lugar ideal para estar solo.
Los directores de Synthank
estaban disfrutando de un gran banquete para celebrar el lanzamiento de su nuevo
producto. Algunos utilizaban máscaras de plástico, muy populares en aquel momento.
Todos eran elegantemente delgados, pese a la abundante comida y bebida que estaban
trasegando. Todas sus esposas eran elegantemente delgadas, pese a la abundante comida
y bebida que también estaban trasegando. Una generación anterior y menos sofisticada
los habría considerado gente hermosa, aparte de sus ojos.
Henry Swinton, director
gerente de Synthank, estaba a punto de pronunciar un discurso.
–Siento que tu mujer
no haya podido venir para oírte –dijo su vecino.
–Monica prefiere quedarse
en casa, absorta en hermosos pensamientos –contestó Swinton sin abandonar su sonrisa.
–No cabe duda de que
una mujer tan hermosa ha de alumbrar hermosos pensamientos –dijo el vecino.
Aleja tu mente de mi
esposa, bastardo, pensó Swinton, siempre sonriente.
Se levantó entre aplausos
para pronunciar el discurso. Después de un par de bromas, dijo:
–El día de hoy representa
un auténtico avance para la empresa. Han pasado casi diez años desde que lanzamos
al mercado nuestras primeras formas de vida sintética. Todos conocen el éxito que
han alcanzado, en particular los dinosaurios en miniatura. Pero ninguna de ellas
poseía inteligencia.
“Parece una paradoja
que en este momento de la historia seamos capaces de crear vida pero no inteligencia.
Nuestra primera línea de venta, la Cinta Crosswell, es la más vendida, y la más
estúpida.”
Todo el mundo rio.
–Aunque las tres cuartas
partes de nuestro mundo superpoblado mueren de hambre, nosotros somos afortunados
de tener más que nadie, gracias al control de la natalidad. Nuestro problema es
la obesidad, no la malnutrición. Supongo que no hay nadie en esta mesa que no tenga
una Crosswell en el intestino delgado, un parásito cibernético perfectamente inofensivo
que permite a su anfitrión comer hasta un cincuenta por ciento más, y sin embargo
mantener la figura. ¿No es así?
Asentimientos generales.
–Nuestros dinosaurios
en miniatura son casi igualmente estúpidos. Hoy lanzamos una forma de vida sintética
inteligente: un criado de tamaño natural. No sólo posee inteligencia, sino una cantidad
controlada de inteligencia. Creemos que la gente tendría miedo de un ser con cerebro
humano. Nuestro criado lleva una pequeña computadora en el cerebro.
“Se han lanzado al mercado
seres mecánicos con minicomputadoras en lugar de cerebro, objetos de plástico sin
vida, superjuguetes… pero por fin hemos descubierto una forma de insertar circuitos
informáticos en carne sintética.”
David estaba sentado junto a la larga
ventana de su cuarto, forcejeando con lápiz y papel. Por fin, dejó de escribir e
hizo rodar el lápiz arriba y abajo por el sobre inclinado del escritorio.
–¡Teddy! –dijo. El oso
saltó de la cama, se acercó con paso rígido y agarró la pierna del niño. David lo
levantó y sentó sobre el escritorio.
–¡Teddy, no sé qué decir!
–¿Qué has dicho hasta
el momento?
–He dicho… –Cogió su
carta y la miró fijamente–. He dicho: “Querida mamá, espero que te encuentres bien.
Te quiero…”
Se hizo un largo silencio,
hasta que el oso dijo:
–Suena bien. Baja y
dásela.
Otro largo silencio.
–No acaba de convencerme.
Ella no lo entenderá.
Dentro del oso, una
pequeña computadora activó su programa de posibilidades.
–¿Por qué no lo repites
a lápiz?
David estaba mirando
por la ventana.
–¿Sabes lo que estaba
pensando, Teddy? ¿Cómo diferencias las cosas reales de las que no lo son?
El oso repasó sus alternativas.
–Las cosas reales son
buenas.
–Me pregunto si el tiempo
es bueno. Creo que a mamá no le gusta mucho el tiempo. El otro día, hace muchísimos
días, dijo que el tiempo se le escapaba. ¿El tiempo es real, Teddy?
–Los relojes miden el
tiempo. Los relojes son reales. Mamá tiene relojes, de modo que deben gustarle.
Lleva un reloj en la muñeca, junto con el dial.
David había empezado
a dibujar un jumbo en el reverso de su carta.
–Tú y yo somos reales,
¿verdad, Teddy?
Los ojos del oso contemplaron
al niño sin pestañear.
–Tú y yo somos reales,
David.
Estaba especializado
en dar consuelo.
Monica paseaba sin prisas
por la casa. Ya faltaba poco para sintonizar el correo de la tarde. Marcó el número
de la central de correos en el dial de la muñeca, pero no apareció nada. Unos minutos
más.
Podía proseguir su cuadro.
O llamar a sus amigas. O esperar a que Henry llegara a casa. O subir a jugar con
David…
Salió al vestíbulo y
se acercó al pie de la escalera.
–¡David!
No hubo respuesta. Llamó
otra vez, y una tercera.
–¡Teddy! –llamó, en
un tono más perentorio.
–Sí, mamá.
Al cabo de un momento,
la cabeza de pelaje dorado de Teddy apareció en el rellano de la escalera.
–¿Está David en su habitación,
Teddy?
–David ha salido al
jardín, mamá.
–¡Baja, Teddy!
Monica permaneció inmóvil,
contemplando bajar peldaño a peldaño a la figurita peluda sobre sus extremidades
achaparradas. Cuando llegó al vestíbulo, lo cogió y transportó hasta la sala de
estar. Yacía quieto en sus brazos, con la mirada fija en ella. Apenas notaba la
vibración del motor.
–Quédate ahí, Teddy.
Quiero hablar contigo.
Lo dejó sobre la mesa,
y el osito obedeció, con los brazos extendidos en el gesto eterno del abrazo.
–Teddy, ¿te ordenó David
decirme que había salido al jardín?
Los circuitos del cerebro
del oso eran demasiado sencillos para cualquier artificio.
–Sí, mamá.
–Luego me has mentido.
–Sí, mamá.
–¡Deja de llamarme mamá!
¿Por qué me esquiva David? No tendrá miedo de mí, ¿verdad?
–No. Él te quiere.
–¿Por qué no podemos
comunicarnos?
–David está arriba.
La respuesta la dejó
sin habla. ¿Para qué perder el tiempo hablando con esa máquina? ¿Por qué no subir,
tomar a David en sus brazos y hablar con él, como haría cualquier madre con su hijo
adorado? Oyó el peso del silencio que reinaba en la casa, pero pesaba de un modo
diferente en cada habitación. En el rellano del primer piso, algo se movía con sigilo:
David, que intentaba huir de ella…
Se acercaba el final del discurso. Los
invitados estaban atentos, y también la prensa, alineada a lo largo de dos paredes
del salón de banquetes, grabando las palabras de Henry y fotografiándolo de vez
en cuando.
–Nuestro criado será,
en muchos sentidos, un producto de computadora. Sin computadoras, jamás habríamos
podido dominar las complejidades bioquímicas de la carne sintética. Este criado
será también una extensión de la computadora, pues contendrá una en la cabeza, una
computadora microminiaturizada capaz de afrontar casi cualquier situación que pueda
surgir en el hogar. Con reservas, por supuesto.
Risas. Muchos de los
presentes conocían el acalorado debate que había tenido lugar en el seno de la junta
de Synthank, antes de que se hubiera tomado la decisión de que el criado, bajo el
impecable uniforme, fuera un ser neutro.
–Entre todos los triunfos
de nuestra civilización, sí, y entre los espantosos problemas de superpoblación,
es triste recordar a los muchos millones de personas que sufren cada día más de
soledad y aislamiento. Nuestro criado será de gran ayuda para ellas. Siempre contestará,
y no puede aburrirlo ni la conversación más insípida.
“Para el futuro, proyectaremos
más modelos, masculinos y femeninos, algunos sin las limitaciones de éste, se los
prometo, de un diseño más avanzado, verdaderos seres bioeléctricos.
“No sólo poseerán sus
propias computadoras, capaces de programación individual: estarán conectados con
la Red Mundial de Datos. De esta forma, todo el mundo podrá disfrutar del equivalente
de un Einstein en sus hogares. El aislamiento personal será erradicado para siempre.”
Se sentó, arropado por
una salva de aplausos entusiastas. Hasta el criado sintético, sentado a la mesa
con un traje poco ostentoso, aplaudió con fervor.
David rodeó con sigilo una esquina de
la casa, arrastrando su bolsa. Trepó al banco ornamental situado bajo la ventana
del vestíbulo y echó un vistazo al interior. Su madre estaba de pie en mitad de
la sala. La miró, fascinado. Tenía el rostro inexpresivo. Tal falta de expresión
lo asustó. No se movió; ella no se movió. Era como si el tiempo se hubiera detenido,
tanto dentro como en el jardín. Teddy paseó la vista en torno, lo vio, saltó de
la mesa y se acercó a la ventana. Forcejeó con su garra y consiguió abrirla.
Ambos se miraron.
–No soy bueno, Teddy.
¡Huyamos!
–Eres un niño muy bueno.
Tu mamá te quiere.
David negó lentamente
con la cabeza.
–Si me quiere, ¿por
qué no puedo hablar con ella?
–No seas tonto, David.
Mamá se siente sola. Por eso te tiene a ti.
–Tiene a papá. Yo no
tengo a nadie, excepto a ti, y me siento solo.
Teddy le dio una palmada
cariñosa en la cabeza.
–Si tan mal te sientes,
sería mejor que volvieras al psiquiatra.
–Odio a ese viejo psiquiatra.
Con él tengo la sensación de no ser real.
Empezó a correr entre
la hierba. El oso saltó de la ventana y lo siguió con la máxima rapidez que le permitían
sus patas achaparradas.
Monica Swinton estaba en el cuarto de
los juguetes. Llamó a su hijo una vez y permaneció inmóvil, indecisa. Todo era silencio.
Lápices esparcidos sobre
el escritorio. Obedeciendo a un repentino impulso, se acercó al escritorio y lo
abrió. Dentro había docenas de hojas de papel. Muchas estaban escritas a lápiz con
la torpe caligrafía de David, cada letra de un color distinto a la anterior. Ninguno
de los mensajes estaba terminado.
MI QUERIDA MAMÁ, CÓMO
ESTÁS, ME QUIERES TANTO QUERIDA MAMÁ, TE QUIERO Y TAMBIÉN A PAPÁ Y EL SOL ESTÁ BRILLANDO
QUERIDíSIMA MAMÁ, TEDDY
ME ESTÁ AYUDANDO A ESCRIBIRTE. TE QUIERO Y TAMBIÉN A TEDDY
QUERIDA MAMÁ, SOY TU
ÚNICO HIJO Y TE QUIERO TANTO QUE A VECES
QUERIDA MAMÁ, TÚ ERES
DE VERDAD MI MAMÁ Y ODIO A TEDDY
QUERIDA MAMÁ, ADIVINA
CUÁNTO TE QUIERO QUERIDA MAMÁ, SOY TU HIJITO NO TEDDY Y TE QUIERO PERO TEDDY
QUERIDA MAMÁ, ESTA CARTA
ES SÓLO PARA TI PARA DECIRTE CUANTÍSIMO…
Monica dejó caer las
hojas de papel y estalló en lágrimas. Con sus alegres e inadecuados colores, las
cartas revolotearon y se posaron en el suelo.
Henry Swinton cogió el expreso de vuelta
a casa, de muy buen humor, y de vez en cuando dirigió la palabra al criado sintético
que se llevaba a casa. El criado contestaba con educación y precisión, aunque sus
respuestas no siempre eran adecuadas según los criterios humanos.
Los Swinton vivían en
uno de los barrios más lujosos de la ciudad, a medio kilómetro sobre el nivel del
suelo. Encerrado entre otros apartamentos, el suyo carecía de ventanas al exterior,
pues nadie quería ver el mundo exterior superpoblado. Henry abrió la puerta con
el escáner retiniano y entró, seguido del criado.
Al instante, Henry se
encontró rodeado por la confortadora ilusión de jardines sumergidos en un verano
eterno. Era asombroso lo que Todograma podía hacer para crear inmensos espejismos
en un espacio reducido. Detrás de las rosas y las glicinas se alzaba su casa. El
engaño era completo: una mansión georgiana parecía darle la bienvenida.
–¿Te gusta? –preguntó
al criado.
–Las rosas tienen parásitos
a veces.
–Estas rosas están garantizadas
contra toda imperfección.
–Siempre es aconsejable
comprar productos garantizados, aunque sean un poco más caros.
–Gracias por la información
–dijo Henry con sequedad. Las formas de vida sintéticas tenían menos de diez años,
y los antiguos androides mecánicos menos de dieciséis. Aún estaban eliminando las
fallas de sus sistemas, año tras año.
Abrió la puerta y llamó
a Monica. Su esposa salió de la sala de estar al instante y le echó los brazos al
cuello, lo besó con pasión en las mejillas y los labios. Henry se quedó asombrado.
Apartó la cabeza para
mirarle la cara y vio que parecía irradiar luz y belleza. Hacía meses que no la
veía tan entusiasmada. La abrazó con más fuerza.
–¿Qué ha pasado, cariño?
–Henry, Henry… Oh, querido.
Estaba tan desesperada… Pero sintonicé el correo de la tarde y… ¡No te lo vas a
creer! ¡Es maravilloso!
–Por el amor de Dios,
mujer, ¿qué es maravilloso?
Vislumbró el encabezamiento
de la fotostática que ella sujetaba, recién salida del receptor mural y todavía
húmeda: Ministerio de la Población. Sintió que el color abandonaba su semblante
a causa de la sorpresa y la esperanza.
–Monica… Oh… ¡No me
digas que ha salido nuestro número!
–Sí, querido, hemos
ganado la lotería de paternidad de esta semana. ¡Podemos concebir un hijo ahora
mismo!
Henry lanzó un grito
de júbilo. Bailaron por la sala. La presión demográfica era tan enorme que la reproducción
era controlada estrictamente. Se requería un permiso del gobierno para tener hijos.
Habían esperado cuatro años a que llegara aquel momento. Proclamaron a los cuatro
vientos su alegría.
Pararon por fin, jadeantes,
y se quedaron en el centro de la sala, riendo de la mutua felicidad. Cuando había
bajado del cuarto de los juguetes, Monica había desoscurecido las ventanas, de modo
que ahora exhibían la perspectiva del jardín. El sol artificial teñía de oro el
césped… y David y Teddy los estaban mirando a través de la ventana.
Al ver sus caras, Henry
y su mujer se pusieron serios.
–¿Qué haremos con ellos?
–preguntó Henry.
–Teddy no causa problemas.
Funciona bien.
–¿David funciona mal?
–Su centro de comunicación
verbal todavía le causa problemas. Creo que tendrá que volver a la fábrica.
–De acuerdo. Veremos
cómo funciona antes de que nazca el niño. Lo cual me recuerda… Tengo una sorpresa
para ti. ¡Ayuda en el momento necesario! Ven al vestíbulo, te enseñaré lo que he
traído.
Mientras los dos adultos
desaparecían de la sala, el niño y el oso se sentaron bajo las rosas.
–Teddy… Supongo que
papá y mamá son reales, ¿verdad?
–Haces unas preguntas
muy tontas, David –contestó Teddy–. Nadie sabe lo que significa “real”. Entremos.
–Antes voy a coger otra
rosa.
Arrancó una flor brillante
y se la llevó a la casa. Podría dejarla sobre la almohada cuando fuera a dormir.
Su belleza y suavidad le recordaban a mamá.
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