Charles Bukowski
No estoy muy seguro del lugar. Algún sitio
en el noroeste de California. Hemingway acababa de terminar una novela, había llegado
de Europa o de no sé dónde, y ahora estaba en el ring pegándose con un tipo. Había
periodistas, críticos, escritores –bueno, toda esa tribu– y también algunas jóvenes
damas sentadas entre las filas de butacas. Me senté en la última fila. La mayor
parte de la gente no estaba mirando a Hem. Sólo hablaban entre sí y se reían.
El sol estaba alto.
Era a primera hora de la tarde. Yo observaba a Ernie. Tenía atrapado a su hombre,
y estaba jugando con él. Se le cruzaba, bailaba, le daba vueltas, lo mareaba. Entonces
lo tumbó. La gente miró. Su oponente logró levantarse al contar ocho. Hem se le
acercó, se paró delante de él, escupió su protector bucal, soltó una carcajada,
y volteó a su oponente de un puñetazo. Era como un asesinato. Ernie se fue hacia
su rincón, se sentó. Inclinó la cabeza hacia atrás y alguien vertió agua sobre su
boca.
Yo me levanté de mi
asiento y bajé caminando despacio por el pasillo central. Llegué al ring, extendí
la mano y le di unos golpecitos a Hemingway en el hombro.
–¿Señor Hemingway?
–¿Sí, qué pasa?
–Me gustaría cruzar
los guantes con usted.
–¿Tienes alguna experiencia
en boxeo?
–No.
–Vete y vuelve cuando
hayas aprendido algo.
–Mire, estoy aquí para
romperle la madre.
Ernie se rio estrepitosamente.
Le dijo al tipo que estaba en el rincón:
–Ponle al muchacho unos
calzones y unos guantes.
El tipo saltó del ring
y yo lo seguí hasta los vestidores.
–¿Estás loco, muchacho?
–me preguntó.
–No sé. Creo que no.
–Toma. Pruébate estos
calzones.
–Bueno.
–Oh, oh… Son demasiado
grandes.
–A la mierda. Están
bien.
–Bueno, deja que te
vende las manos.
–Nada de vendas.
–¿Nada de vendas?
–Nada de vendas.
–¿Y qué tal un protector
para la boca?
–Nada de protectores.
–¿Y vas a pelear con
zapatos?
–Voy a pelear con zapatos.
Encendí un puro y salimos.
Bajé tranquilamente hacia el ring fumando mi puro. Hemingway volvió a subir al ring
y le colocaron los guantes.
No había nadie en mi
esquina. Finalmente alguien vino y me puso unos guantes. Nos llamaron al centro
del ring para darnos las instrucciones.
–Ahora, cuando caigas
a la lona –me dijo el réferi– yo…
–No me voy a caer –le
dije al réferi.
Siguieron otras instrucciones.
–Muy bien, vuelvan a
sus esquinas; y cuando suene la campana, salgan a pelear. Que gane el mejor. Y –se
dirigió hacia mí– será mejor que te quites ese puro de la boca.
Cuando sonó la campana
salí al centro del ring con el puro todavía en la boca. Me chupé toda una bocanada
de humo y se la eché en la cara a Hemingway. La gente rio.
Hem se vino hacia mí,
me lanzó dos ganchos cortos, y falló ambos golpes. Mis pies eran rápidos. Bailaba
en un continuo vaivén, me movía, entraba, salía, a pequeños saltos, tap tap tap
tap tap, cinco veloces golpes de izquierda en la nariz de Papá. Divisé a una chica
en la fila frontal de butacas, una cosa muy bonita, me quedé mirándola y entonces
Hem me lanzó un directo de derecha que me aplastó el cigarro en la boca. Sentí cómo
me quemaba los labios y la mejilla; me sacudí la ceniza, escupí los restos del puro
y le pegué un gancho en el estómago a Ernie. Él respondió con un derechazo corto,
y me pegó con la izquierda en la oreja. Esquivó mi derecha y con una fuerte volea
me lanzó contra las cuerdas. Justo al tiempo de sonar la campana me tumbó con un
sólido derechazo a la barbilla. Me levanté y me fui hasta mi esquina.
Un tipo vino con una
toalla.
–El señor Hemingway
quiere saber si todavía deseas seguir otro asalto.
–Dile al señor Hemingway
que tuvo suerte. El humo se me metió en los ojos. Un asalto más es todo lo que necesito
para finalizar el asunto.
El tipo con la toalla
volvió al otro extremo y pude ver a Hemingway riéndose.
Sonó la campana y salí
derecho. Empecé a atacar, no muy fuerte, pero con buenas combinaciones. Ernie retrocedía,
fallando sus golpes. Por primera vez pude ver la duda en sus ojos.
¿Quién es este muchacho?,
estaría pensando. Mis golpes eran más rápidos, le pegué más duro. Atacaba con todo
mi aliento. Cabeza y cuerpo. Una variedad mixta. Boxeaba como Sugar Ray y pegaba
como Dempsey.
Llevé a Hemingway contra
las cuerdas. No podía caerse. Cada vez que empezaba a caerse, yo lo enderezaba con
un nuevo golpe. Era un asesinato. Muerte en la tarde.
Me eché hacia atrás
y el señor Hemingway cayó hacia adelante, sin sentido y ya frío.
Desaté mis guantes con
los dientes, me los saqué, y salté del ring. Caminé hacia mi vestidor; es decir,
el vestidor del señor Hemingway, y me di una ducha. Bebí una botella de cerveza,
encendí un puro y me senté en el borde de la mesa de masajes. Metieron a Ernie y
lo tendieron en otra mesa. Seguía sin sentido. Yo estaba allí, sentado, desnudo,
observando cómo se preocupaban por Ernie. Había algunas mujeres en la habitación,
pero no les presté la menor atención. Entonces se me acercó un tipo.
–¿Quién eres? –me preguntó–.
¿Cómo te llamas?
–Henry Chinaski.
–Nunca he oído hablar
de ti –dijo.
–Ya oirás.
Toda la gente se acercó.
A Ernie lo abandonaron. Pobre Ernie. Todo el mundo se puso a mi alrededor. También
las mujeres. Estaba rodeado de ladrillos por todas partes menos por una. Sí, una
verdadera hoguera de clase me estaba mirando de arriba a abajo. Parecía una dama
de la alta sociedad, rica, educada, de todo –bonito cuerpo, bonita cara, bonitas
ropas, todas esas cosas–. Y clase, verdaderos rayos de clase.
–¿A qué te dedicas?
–preguntó alguien.
–Coger y beber.
–No, no. Quiero decir
en qué trabajas.
–Soy lavaplatos.
–¿Lavaplatos?
–Sí.
–¿Tienes alguna afición?
–Bueno, no sé si puede
llamarse una afición. Escribo.
–¿Escribes?
–Sí.
–¿Qué?
–Cuentos. Son bastante
buenos.
–¿Has publicado algo?
–No.
–¿Por qué?
–No lo he intentado.
–¿Dónde están tus cuentos?
–Allá arriba –señalé
una vieja maleta de cartón.
–Escucha, soy un crítico
del New York Times. ¿Te importa si me llevo tus cuentos a casa y los leo?
Te los devolveré.
–Por mí de acuerdo,
Culo Sucio, sólo que no sé dónde voy a estar.
La estrella de clase
y alta sociedad se acercó:
–Él estará conmigo.
Luego me dijo:
–Vamos, Henry, vístete.
Es un viaje largo y tenemos cosas que… hablar.
Empecé a vestirme y
entonces Ernie recobró el sentido.
–¿Qué carajo pasó?
–Se encontró con un
buen tipo, señor Hemingway –le dijo alguien.
Acabé de vestirme y
me acerqué a su mesa.
–Eres un buen tipo,
Papá. Pero nadie puede vencer a todo el mundo.
Estreché su mano.
–No te vueles los sesos.
Me fui con mi estrella
de alta sociedad y subimos a un coche amarillo descubierto, de media manzana de
largo. Manejó con el acelerador a fondo, tomando las curvas derrapando y chirriando,
con el rostro bello e impasible. Eso era clase. Si amaba de igual modo que manejaba,
iba a ser un infierno de noche.
El sitio estaba en lo
alto de las colinas, apartado. Un mayordomo abrió la puerta.
–George –le dijo–. Tómate
la noche libre. O, mejor pensado, tómate la semana libre.
Entramos y había un
tipo enorme sentado en una silla, con un vaso de alcohol en la mano.
–Tommy –dijo ella– desaparece.
Fuimos introduciéndonos
por los distintos sectores de la casa.
–¿Quién era ese grandulón?
–Thomas Wolfe –dijo
ella–. Un inútil.
Hizo una parada en la
cocina para recoger una botella de bourbon y dos vasos.
Entonces dijo:
–Vamos.
La seguí hasta el dormitorio.
A la mañana siguiente
nos despertó el teléfono. Era para mí. Ella me alcanzó el auricular y yo me incorporé
en la cama.
–¿Señor Chinaski?
–¿Sí?
–Leí sus historias.
Estaba tan excitado que no he podido dormir en toda la noche. ¡Es usted seguramente
el mayor genio de la década!
–¿Sólo de la década?
–Bueno, tal vez del
siglo.
–Eso está mejor.
–Los editores de Harperis
y Atlantic están ahora aquí conmigo. Puede que no se lo crea, pero cada uno ha aceptado
cinco historias para su futura publicación.
–Me lo creo –dije.
El crítico colgó. Me
tumbé. La estrella y yo hicimos otra vez el amor.
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