Enrique Anderson Imbert
Jaime
y Paula se casaron. Ya durante la luna de miel fue evidente que Paula se moría.
Apenas unos pocos meses de vida le pronosticó el médico. Jaime, para conservar
ese bello rostro, le pidió que se dejara fotografiar. Paula, que estaba
plantando una semilla de girasol en una maceta, lo complació: sentada con la
maceta en la falda sonreía y…
¡Clic!
Poco después, la muerte. Entonces Jaime
hizo ampliar la foto –la cara de Paula era bella como una flor–, le puso
vidrio, marco y la colocó en la mesita de noche.
Una mañana, al despertarse, vio que en la
fotografía había aparecido una manchita. ¿Acaso de humedad? No prestó más
atención. Tres días más tarde: ¿qué era eso? No una mancha que se superpusiese
a la foto sino un brote que dentro de la foto surgía de la maceta. El
sentimiento de rareza se convirtió en miedo cuando en los días siguientes
comprobó que la fotografía vivía como si, en vez de reproducir a la naturaleza,
se reprodujera en la naturaleza. Cada mañana, al despertarse, observaba un
cambio. Era que la planta fotografiada crecía. Creció, creció hasta que al
final un gran girasol cubrió la cara de Paula.
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