Julio Torri
Escribo este relato de la destrucción
de mi ciudad para el Times de Londres. Pertenecí a la Sociedad de Geografía
y Estadística de México, y no tengo otro título para implorar un poco de credulidad
hacia esta narración.
Desde niños nos es familiar
la literatura de terremotos, naufragios y demás calamidades, y así, omitiré todo
pormenor que sea propio del género. No diré, además, sino lo que vi, que fue bien
poco, pues mi salida de la ciudad ocurrió cuando las lavas llegaban a las primeras
casas, por el rumbo de San Antonio Abad.
Declaro, finalmente,
que abandoné a México sin ejecutar ningún acto heroico; y me daría, en consecuencia,
mucho pesar verme mañana en libros de primeras lecturas con algún heroísmo grotesco
a cuestas.
Ante todo, ha causado
profunda extrañeza el comportamiento del viejo Popocatépetl, que tras muchos siglos
de hipocresía bajo los crepúsculos tuvo la chochez de una erupción. En las leyendas
del Valle de México desempeñó siempre el papel de abuelo bonachón y cachozudo que
sonríe a las estrellas, indiferente a las preocupaciones humanas.
–Si hubiera sido el
Ajusco –decían los mexicanos– nada habría de extraordinario. Ni de temible, dada
la preferencia que este enfant terrible de los volcanes americanos muestra
por la vertiente del Pacífico.
La completa ruina de
México se consumó a las siete de la noche del día veintitrés. La prensa diaria,
en ediciones especiales, la había predicho para las cinco de la tarde. El Transigente
la anunció para la una. Lo cierto es que aunque se sabía que las lavas del Popocatépetl
se adelantaban lenta e inevitablemente por la carretera de Tlalpan, no se tuvo la
certidumbre de la catástrofe hasta las dos de la tarde.
A esta hora crucé la
gran Plaza Mayor de México, que ofrecía un espectáculo insólito y grandioso. El
viejo palacio de los virreyes, más sombrío que nunca, estaba ornado espléndidamente
por el fuego del volcán. Las torres de la catedral se alzaban siniestras y rojas
en aquel ambiente de catástrofe.
A medio día se interrumpió
el tráfico de tranvías eléctricos y se cerraron las puertas de algunas tiendas.
Pronto fueron estas asaltadas y saqueadas por el pueblo, en tanto que los limpiabotas
y niños del arroyo hacían funcionar libremente los ascensores de los edificios,
cabalgaban en las estatuas públicas y coronaban de harapos las azoteas y balcones
de los palacios.
La policía cumplió con
su deber hasta los últimos instantes. Millares de gentes fueron conducidas a prisión,
y de seguro el gobernador del Distrito habrá tenido un trabajo excesivo al día siguiente,
en el reino de los muertos.
La destrucción de Pompeya
ilustra poco al lector, pues en circunstancias muy diversas ocurrió la catástrofe
mexicana. Los habitantes de aquella ciudad, a causa de la corrupción de costumbres
en que vivían, no pensaron, a la hora de la lluvia de cenizas, sino en salvarse.
Los mexicanos por el contrario, malacostumbrados de toda su vida, por largos siglos
de espiritualismo nazareno, al aplazamiento indefinido de sus más punzantes deseos,
se entregaron a todos los excesos del instinto. Ante esta frenética posesión de
las cosas largo tiempo codiciadas, cuya fuerza trágica hacía mayor el espectáculo
de la erupción, Horacio hubiera de seguro lamentado lo escueto y áspero de la vida
moderna que sólo curiosidades inútiles y agudos deseos incuba.
En tanto que el pueblo
simple y heroico robaba a todo su sabor, los muelles aristócratas evitaban con el
cloroformo y la morfina una muerte cruel.
En algunos barrios,
como Santa María la Ribera, las gentes de la clase media morían cristianamente.
Los curas confesaban a millares y la religión triunfó en toda la línea.
–La destrucción de México
–oí decir a un sacerdote– será una gran lección para la descarriada Francia.
En el resto de la ciudad,
desaparecieron ante la inminencia del peligro todas las imperfecciones sociales
que ha creado la rutina de los hombres. Los mexicanos vivieron, de este modo, sus
últimas horas en el estado de naturaleza. Contra él nada puede argumentarse por
este breve ensayo, pues sólo un considerable aumento de población prometía.
Nota de la Redacción
del Times. –Aquí termina la relación del superviviente de la catástrofe.
Como informes complementarios, añadiremos que se ha encendido cruda guerra entre
los liberales mexicanos, que quieren hacer de Guadalajara la capital de la República,
y los conservadores, que están por Puebla. México era una bella ciudad: contaba
con una población de quinientos mil habitantes, y estaba situada a 2,265 metros
sobre el nivel del mar. Los mexicanos visten ordinariamente el traje de charro.
Por el cinematógrafo sabemos que este vestido consiste en una sandalia de madera,
llamada huarache, un taparrabo de terciopelo, y un vistoso adorno de plumas en la
cabeza. Los aristócratas sustituyen con el sombrero de copa, el adorno de plumas.
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