Silvina Ocampo
Oscuros cipreses, un puente de madera
al pie del monte Aventino, el cielo más azul sobre las aguas del Tíber, desconocidas
casas plebeyas (sin la redención de los patios), organizaban, perfeccionaban, el
atormentado secreto de un caballero romano.
Sé que amaba, como Virgilio,
los perfumes del laurel y del mirto; llevaba dos ramitas que su mujer le prendía
por las mañanas sobre el pecho. Frecuentemente, en las discusiones políticas, en
el Foro, se le veía arrancar hojitas de esas ramas y llevárselas a la boca; al sentir
ese gusto, que, según él, le recordaba la infancia, adquiría la indulgencia necesaria
para soportar la falta de lógica de sus adversarios. Del mismo modo, al cruzar por
lugares insalubres, cerca de los pantanos con moscas y olor a huevo podrido en las
afueras de la ciudad, respiraba el perfume de esas hojas.
Ninguna precisión, ningún
busto de mármol me guían para describir ese rostro joven y resuelto, embellecido
por el mentón y los labios. Prohibida la tristeza por las cejas rectas, sus ojos
eran bruscamente severos. La simetría, la pureza de las facciones, la mirada atormentada
y sin melancolía pocas veces lograron ennoblecer tanto un rostro.
“Puedo atormentarme,
pero sin tristeza. La tristeza pertenece al tedio que sienten los débiles o los
niños”, solía decir a sus amigos. “La vida nos encierra continuamente en invisibles
prisiones, de las cuales sólo nuestra inteligencia o nuestro espíritu creador pueden
liberarnos. En alguna prisión de mi vida he creído ser feliz; en otras he creído
ser desdichado; en otras, humillado. La vida, como el amor, como el poema, se corrige
fácilmente y es buena para los estudiosos.” Con frecuencia citaba a Plauto: “Para
ignorar el amor, para tenerlo apartado, para abstenerse de él, todos los procedimientos
son buenos. Amor, nunca seas mi amigo. Sin embargo, hay desdichados a quienes maltratas
y que son tus víctimas. Pero yo he decidido consagrarme a la virtud”. Con una sonrisa
escéptica asistía a las fiestas religiosas; todos los años veía a los fieles arrojar
sobre las aguas del Tíber (para aplacarlas) treinta maniquíes vestidos. Protestaba:
“Para aplacar la violencia de las aguas ¿no sería más eficaz y económico arrojar
treinta mujeres verdaderas?”
En algún momento de
su vida las cuestiones políticas, las ocupaciones sociales, los sueños deleitables,
los esplendores de la naturaleza o del arte y hasta los versos más inspirados, llevaban
su pensamiento a un determinado lugar, cuyo paisaje le sugería infiernos de voluptuosidad:
en esas penumbras ardientes, anónimas, estaba su mujer… Vanamente era devota de
Venus Verticordia, y en vano amaba el recuerdo de la casta Sulpicia.
Flavia y su insistente
perfil, su cabellera con ocho trenzas, entrelazadas con ocho cintas, su vestido
ondulante del color de la miel o de las uvas violetas ¿se prostituía? ¿Qué falso
candor ofrecía a otros hombres? ¿Qué inventadas confidencias entregaban sus labios?
En sus temores, Claudio Emilio parecía el protector de sus rivales. Más de una vez,
paseando con amigos, creyó verla salir de casas desconocidas, cerca del puente Sublicio,
el rostro oculto en un manto amarillo o rosado, de un fulgor análogo al del poniente.
Al ser interrogada, ella, sin ruborizarse, le había respondido: “¡Oh, Claudio Emilio!
Tus amigos plagian tus versos, pero yo los reconozco. Dime, ¿te agradaría que los
confundiera? Porque soy hermosa, y también para que las ames, mis amigas plagian
mis túnicas, el color de mi cabello, tan difícil de lograr, las ocho trenzas de
mi peinado. ¿No trataron de imitar el color de mis ojos con ungüentos? Para recibir
tus besos ¿no perdió casi la vista Cornelia con aquella pomada azul que nunca llegó
a ser del color de mis ojos? Durante tres meses, para lograr el brillo alarmante
de mi cabellera, ¿no quedaron calvas las sienes de Helena? ¿Adela no murió de fiebre,
con esa flor que daba a sus labios el color de mis labios? (Para recibir, después
de todo, un solo beso, el de la muerte, y la atención de mis lágrimas obligatorias.)
Reconoces sobre mi pecho, desde lejos, la rosa artificial y la rosa verdadera; sin
equivocarte puedes distinguir el buen poema del malo, ¡pero puedes confundirme en
pleno día con mis amigas!” Para conmoverlo aún más, agregaba: “¡No sabes lo triste
que es estar triste!” El silencio de un rostro amado es elocuente cuando quiere
ser más hermético; los párpados sobre los ojos de Claudio Emilio indicaban grados
de ternura, indicaban a veces a una mujer lo que debía decir: “Cambiaré de amigas”
decía Flavia trenzándose el cabello con lentitud nocturna. “Serán más serias, más
idénticas a mí, pero nunca lograré que no te amen”.
¿En dónde encontraba
Flavia amigas tan parecidas? La misma estatura, el mismo talle, los mismos senos.
¿Les elegía las túnicas? Para amarlas o desecharlas ¿se medía con ellas?
Como los senderos de
un jardín que se alejan o se acercan arbitrariamente, formando modestos laberintos,
muchas escenas, muchos diálogos, se repetían entre Claudio Emilio y Flavia:
–La vida parece hecha
por personas distraídas –decía Claudio Emilio–. Las cosas se repiten, y vuelvo siempre
a la dulzura de tus brazos.
–Es cierto –decía Flavia
aspirando una flor–; se repiten las cosas, pero nunca son iguales y nunca se repiten
bastante. Este atardecer no se repetirá, ni esta flor que me da su perfume, ni este
momento de tus ojos del cual no me cansaría nunca.
–Las cosas se repiten
demasiado: un solo día es igual al resto de la existencia. Una sola amiga es igual
a todas tus amigas. El vuelo de aquel pájaro, que incesantemente se acerca al cielo
de los árboles, lo volveré a ver en este mismo jardín que honra a Diana. Estas palabras
que estamos diciendo ¿no las dijimos ya otro día?
–Para un enamorado,
el encuentro y la separación transforman los minutos, las imágenes, las palabras.
No podemos conservar intacto ni el recuerdo de un momento porque el recuerdo va
siendo recuerdo del recuerdo: de un recuerdo apasionado o indiferente que siempre
es inexacto.
–Se repiten los hechos
con extraña insistencia. Con temor de perderse, las formas se repiten en ellas mismas:
en la hoja del árbol está dibujada la forma de un árbol en miniatura; en el caracol,
la terminación del mar con sus ondas sobre la playa; en una sola ala, imperceptibles
alas infinitas; en el interior de la flor, diminutas flores perfectas. En las caras
se reflejan las caras más contempladas.
–Esa figura que prefirieron
nuestras pupilas, ¿puede, entonces, quedar para siempre en nosotros como un brillante
retrato en colores?
–Puede quedar como quedan
en las manos las formas y el perfume de otras manos. Se repiten las cosas, pero
un día se saben, un día se transforman, un día se expían.
–Un día también se pierden:
es claro que un día llegaría la muerte.
–En el argumento de
una vida hay casi siempre una parte indigna que los hombres o los dioses descuidaron:
la muerte a veces sería oportuna; a veces convendría anticiparla.
Flavia, probablemente
dócil a su destino, cambió de amigas hasta llegar a la que tendría que delatarla.
Pero ¿cuál fue la verdad? ¿En qué forma se descubrió? ¿Cómo palideció Claudio Emilio,
cómo latió su corazón al ver a Flavia en otros brazos? ¿Cómo eran el aposento (o
el jardín), la hora, el perfume de alguna flor perturbadora, inolvidable, el color
delictuoso de una nube, la estación, el silencio? ¿Mandó matar Claudio Emilio al
amante, o mató con sus propias manos, o bien desdeñó ambos procedimientos? ¿Una
muerte no bastaba? Nadie logró saberlo; pero tal vez sólo importa (y sólo es distinto
de lo que ocurre siempre) lo que ocurrió después. Cortésmente, sin aplicaciones,
sobornando a tres o cuatro personas, Claudio Emilio hizo encerrar a Flavia en su
granja del Tíber. Dio órdenes explícitas: había que alimentarla bien, darle ropa
de las más finas telas, buenos vinos, dulces, instrumentos de música y libros; pero
no le sería permitido ver el sol, ni pasear por el campo, debajo de los árboles
que tanto amaba. Incendió su casa de Roma; para que se propagase más pronto el fuego,
eligió un día de tormenta. Salvó a sus hijos y retiró algunos objetos de valor,
algunos retratos. Anunció la muerte de Flavia. Se recogieron en una urna las pretendidas
cenizas, y los retazos de una de sus túnicas (Claudio Emilio los había colocado
cuidadosamente entre los escombros) fueron enterrados con pompa.
Por primera vez Claudio
Emilio pareció triste. Sobre la tumba grabó personalmente un largo epitafio. Hizo
figurar a los más cercanos parientes de la muerta como autores de algunos versos
que él mismo compuso: esta acción fue agradecida por sus padres, pero severamente
reprobada por sus amigos, que juzgaron el epitafio absurdamente extenso y plebeyo.
Dos años después, cuando
el recuerdo de Flavia parecía casi olvidado, Claudio Emilio la sacó de su prisión.
Le costó reconocerla: la falta de sol y de tinturas había oscurecido su pelo, estaba
pálida y sus ojos claros parecían negros, estaba menos delgada (y aún más hermosa,
pensó Claudio Emilio). La vistió con la misma túnica rota que había utilizado como
prueba de su muerte y, secretamente, la llevó en una noche de luna hasta su tumba.
Sin apartar de ella los ojos, aguardó a que leyera el epitafio: sobre una lápida
decorada con instrumentos musicales, figuras de adolescentes y guirnaldas, estaban,
grabados estos versos:
TUS PADRES:
Qué racimos azules, cuántas flores
y dulces venerando tus favores,
te regalan tus hijos. Atesoran
complicadas ofrendas y no lloran.
TU HERMANA MENOR:
¡En qué admirado incendio fuiste de oro
la claridad de arrepentidas llamas!
TU HERMANA MAYOR:
Tus labios tendrán sed como las ramas
que han devorado el sol: por eso lloro,
Por eso el ánfora con agua helada
traigo con una estrella reflejada.
TUS HIJOS:
Oh madre, eternamente la paloma
cantará entre los árboles de Roma;
se extinguirá tu cuerpo mientras dura
del verano la sombra, la dulzura…
TU PRIMA:
Y seguirán cayendo del invierno
las nieves de otros tiempos, sin gobierno.
TU HERMANO:
¡Oh, Flavia, la distancia de la muerte
oculta los misterios de tu suerte!
TU ESPOSO:
Traerán las estaciones, en los brazos,
para ti en vano, frutas, dulces lazos:
como la tierra en sombra augustamente
te alejará tu sueño eternamente.
La antigüedad nos propone tres finales
para esta historia:
En el primero, el más
previsible, Flavia agradece a Claudio Emilio la salvación del honor de sus hijos
y de su familia por haberla ennoblecido prematuramente con los privilegios que sólo
puede otorgar la muerte. “Muchas personas vivientes me envidiarán”, suspira Flavia
con dulzura. “Y también muchos muertos”, le dice Claudio Emilio. “Te has convertido
ya en una venerable aparición. Tu vida transcurrirá pacíficamente, pues no te faltarán
alimento, ni techo, ni reverencias.”
En el segundo, Flavia,
después de leer su epitafio y de alabar algunos versos, de censurar otros, exclama:
“¡Esto se parece mucho a un sueño! Tendré que estar atenta y recordarlo para contártelo
mañana”. “No te preocupes, Flavia. Es un sueño sin despertar y no se lo contarás
a nadie. Tus hijos, tus padres, tus hermanos, tus amigas, el mundo entero cree que
has muerto. Si te acercas a ellos, si les hablas, creerán que eres una aparición,
tendrán miedo de ti y te darán alimento; pero no lograrás reincorporarte a la vida.
El día en que mueras realmente, nadie asistirá a tu muerte, nadie te enterrará.”
Flavia, con una voz
casi inaudible, responde: “Es cierto, todos creen que he muerto, salvo tú: tú eres
el único equivocado”.
En el tercero, después
de leer el epitafio, Flavia, con renovado esplendor, le dice: “¡No soy bastante
seria! ¡No merezco estar muerta!” El fulgor de su cabellera suelta ilumina la noche
y Claudio Emilio pide clemencia a los dioses y amor a Flavia. La lleva a su casa.
Nadie la reconoce y ella asegura ser una mendiga que un demente ha violado, después
de vestirla con las túnicas que robó de una urna sagrada. La locura de Claudio Emilio
es tal vez inevitable; nadie entiende sus explicaciones claras e ingeniosas; en
vano probará las hojas del mirto y del laurel. A orillas del Tíber, entre los cantos
del Fragmen Arboris, se le oye durante tres noches gritar su indignación
en versos que la posteridad ha perdido.
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