Angelina Muñiz-Huberman
Pacientemente, Andrius el pintor, fue
apartando su obra secreta. Durante años se dedicó al color, al trazo, al claroscuro.
En el sótano de su casa de campo la luz tenue, dorada, se infiltraba lo suficiente
para que el mayor esfuerzo fuera el de su imaginación y para que la penumbra fuera
fuente de la nitidez y de la claridad.
Andrius gozaba con su
doble obra: una era la difícil: a escondidas de todos: guardada bajo llave. Mientras
que arriba, en el piso primero, a la luz radiante y a la vista de quien quisiera
asomarse, crecía –también– su obra expuesta: la conocida por los demás.
Andrius había dividido
en dos su vida: con toda serenidad: con toda lucidez: la terrenal y la soterrada:
la angélica y la luciferina.
En ambas se absorbía
como si cada una fuera la única. Como si cada una fuera la presente.
Podía pasar de la una
a la otra sin transición, sin preparación ni ritual previo alguno.
Ambas eran tan naturales
que una se continuaba en la otra negando los opuestos.
Eran el complemento
imperioso, acerado, casi violento, para que cada una de ellas existiera.
En su alma la integración
era precisa. Nada lo separaría de sus obras.
Sin embargo, una era
secreta.
Así estaba propuesto.
Invadía el sol el piso
primero y Andrius abría la puerta y salía al campo, a los árboles, al suave aire
de otoño que desprende el olor de las hojas secas. Se sentaba en el soto a la sombra
apacible para recoger las líneas y las formas entreveladas, los pequeños rasgos
olvidados, las curvas reptantes.
Respiraba en plenitud
y dilataba las aletas de la nariz para mejor absorber la lujuria de las fragancias.
Con la mano acariciaba las texturas de corteza, hierba, pétalo para guardar en su
memoria. Deslizaba la vista sobre la creación y no sabía dónde detenerla: tanta
era la belleza. Escuchaba aún el mínimo sonido y se maravillaba de la armonía de
su entorno. Si estuviera a su lado Álea, saborearía su piel y bebería su saliva.
Cuando llegara.
En el sótano Álea se
desnudaba y Andrius deslizaba los colores de su pincel.
En el piso primero los
lienzos reproducían el ala translúcida de la libélula, el ojo móvil, la pata nerviosa.
O bien cada brizna, cada maleza, cada ortiga, cada heno, cada césped, cada prado
en su desmenuzamiento.
En el sótano el cuerpo
era la tersura.
El cuerpo se derramaba
en oros.
Andrius iba a las ciudades
y transitaba entre los hombres. Era reconocido y sus cuadros adornaban la casa.
Era preferido y solicitado. Ocupaba su lugar y todo estaba en orden.
En las ciudades Andrius
opacaba sus sentidos. Se aturdía. Se confundía. El laberinto de las calles no conducía
a los lugares previstos. Entre hombres y mujeres sus pasos no levantaban eco y perdía
su sombra en lo gris del asfalto. Su cuerpo era un cuerpo en movimiento sin saber
cómo y su piel perdía la sensibilidad. A su lado trepidaban las paredes y el cemento
se desmoronaba. La lluvia no lo empapaba y el sol no lo calentaba. No encontraba
qué hacer y regresaba pronto a su casa en el campo.
A los cuartos abiertos.
Y al sótano con llave.
A su doble pintura.
A su quehacer promiscuo.
Lo esperaban su mujer
y su hijo. Pero él lo que quería era bajar al sótano. Hundirse en el sillón de cuero
y contemplar a Álea: Álea de las mil formas: Álea de las mil partes: Álea de las
mil maravillas. Álea vestida: Álea desnuda: Álea cotidiana: Álea prodigiosa. Álea:
Álea. Álea: otra.
Lo esperaban su mujer
y su hijo y las palabras diarias. Y la buena carne asada para la cena, con papas
al horno y confitura de arándano. Vino tinto. Y copa de coñac frente a la chimenea.
Su perro a los pies, calentándose al fuego crepitante.
Pero Andrius lo que
quiere, lo que se desespera por hacer es bajar al sótano y contemplar a Álea.
La nieve empieza a caer
y en el invierno Álea desaparece. La nieve cae y Andrius pinta de memoria. Imagina.
¿Dónde estará Álea? Andrius la pinta en donde pueda estar: en todas partes y en
ninguna.
Se arrebuja en el sillón,
se tapa con la manta que le ha tejido su mujer y Álea desfila ante él. Álea y todas
las Áleas. Álea hoy. Álea ayer. Álea mañana. Álea hace un siglo, dos siglos, tres
siglos: un milenio. Dos milenios. Tres milenios. Álea eterna.
Álea en silencio: para
él.
El invierno será largo.
Muy largo sin Álea. Lo pasará sentado en el sillón o frente a la chimenea de leños
desmoronables. Cuando quiera desperezarse o sacudir su inercia volverá a tomar el
pincel y la paleta de colores.
Entonces la pintará
a ella: en su infinitud y en su variedad: en todas sus vidas y en todas sus regeneraciones.
En la presencia de su imagen: de sus imágenes. En la pasión y en la obsesión.
Sin ella no hay calor.
En diciembre, en enero, en febrero es la hibernación. El acopio de fuerzas para
su regreso. El sopor inducido.
La pinta vestida de
telas cálidas, lanas espesas, terciopelos púrpura, brocados de hilo de oro. La pinta
con el largo pelo recogido en algo y una gargantilla de perlas. O con el camafeo
de su abuela prendido en el pañuelo de seda que envuelve su cuello. O la viste de
encajes y la coloca de espaldas. O la sienta de perfil, con una mano sosteniendo
el antiguo mantón.
En el invierno Andrius
recurre a los espacios sin límite de su memoria y se esfuerza en representar cada
rasgo del rostro de Álea: cada músculo imperceptible: cada sinuosidad: cada iniciada
arruga: cada vello sutil: cada movimiento atrapado: cada luz: cada relieve: cada
fino vaso sanguíneo: cada palpitar: cada coloración cambiante de la piel.
De los ojos quisiera
rememorar el tono de iluminación preciso y su reflejo en matiz no encontrado. La
apertura de la pupila y su variación inasible. El iris colorido y los pequeños pigmentos
negros. El blanco del globo y su curvatura móvil con restos de capilares enrojecidos.
Las pestañas, gruesas y largas, en fiel protección. El párpado, de tan delicado,
temible; de tan veloz, amable. La poderosa ceja dominante en el hueso alero, espesa,
segura. El ojo abierto y el ojo cerrado. Álea despierta. Álea dormida.
Álea de las mil formas:
Álea de las mil partes: Álea de las mil maravillas. Álea vestida: Álea desnuda:
Álea cotidiana: Álea prodigiosa. Álea: Álea. Álea: otra.
Álea de las mil imágenes.
En el invierno arrastrado
Andrius sale a la nieve y al pequeño lago de hielo. Lleva a su hijo de la mano y
le enseña a esquiar, a patinar. Cree así olvidarse de Álea. Cree así recordarla
mejor. Su presencia se vuelve más fuerte y cambia la mano de su hijo por la de Álea.
Y es con ella con quien camina en la nieve.
Al regreso a su casa
es ella quien le abre la puerta y quien lo lleva abrazado hasta el sótano.
Objetos van y vienen.
El invierno se prolonga.
Luego, en el nacimiento
de los primeros brotes: en el deshielo: en la primavera que se inicia, Andrius se
vivifica. Estira su cuerpo, arquea su columna, casi como el gato, casi como el perro.
Y como el caballo saldría a trotar y a correr por las laderas.
Andrius se interna en
el bosque porque quisiera perderse toda la primavera y al regreso encontrar a Álea,
la desaparecida.
Pero Andrius siempre
recuerda el camino de vuelta. A su pesar.
Alterna y se concentra
en su obra del piso primero: la que todos ven. Los primeros brotes, empujando la
nieve blanda, están ya coloreándose de sus pinturas. Su amor minucioso por los campos
fructifica. Olvidar sus cuadros del sótano es recobrar la inmensidad. (También quisiera
olvidar a Álea.) Es ser parte del todo: ya no resentir la fragmentación. (Álea ¿será
parte o será todo?)
Andrius se mece en un
estado de tibiezas incorporadas. Ahora pinta con suavidad como si la pasión no se
manifestara. Casi se alegra de que Álea no esté cerca. Casi se acomoda a la idea
de no verla más.
(Su mujer y su hijo
pasan al lado.)
La primavera se impone
pronto. El verdor gana la batalla. Luego el mundo no había muerto: la nieve era
un disfraz: un manto apenas. Debajo la vida rebullía y se preparaba. Lista a ocupar
su lugar.
El agua de río se calienta
al sol y el lago es mar ondulado. Ahora Andrius se lleva en la barca a su hijo y
le enseña a pescar. Con paciencia colocan el cebo en el anzuelo y prueban la flexibilidad
de la caña y el largo del hilo. Se maravillan de los varios peces atrapados: escogen
sólo unos para la cena y el resto lo lanzan de regreso a las aguas.
La mujer de Andrius
lava los pescados, raspa las escamas, hace unos pequeños cortes sobre la piel de
plata que rellena de mantequilla, exprime jugo de limones, adorna con perejil y
mete al horno la apetecida cena. Andrius juega con el perro arrojándole una rama
seca.
Pasa la primavera y
Andrius se fatiga. En las noches padece de insomnio y sale a dar largos paseos a
la luz de la luna. Su perro le acompaña. Las sombras se alargan. Las aves nocturnas
sobrevuelan. Canta el mochuelo y responde la lechuza. El búho observa. Baten las
alas los murciélagos.
Álea aparecerá una noche
en el sendero iluminado por la luna y Andrius la llevará al sótano. Al día siguiente
despertarán con el claro sol estival.
Álea ya no se irá.
Andrius busca a Álea
cada noche. La noche que no la busca, bajo el árbol donde se ha sentado a acariciar
al perro, al levantar la vista la ve ahí. Descendida del brillo de las estrellas.
En el sótano todo es
luz de oro. Álea ríe al ver las otras Áleas de los cuadros. ¿Qué va a hacer con
tantas Áleas, Álea? Nada. Reír.
Andrius también ríe.
Y Álea ríe.
Y los dos ríen.
El verano estalla en
fuerzas de la tierra. En todos los brotes y en todos los colores. Los del campo
y los de los cuadros de Andrius.
Álea ya no se ira.
Pero Álea entristece
con la caída de las hojas que cierra el verano.
Y como llegó se va.
Andrius no enfrentará
otro otoño, otro invierno, otra primavera sin Álea.
Su obra está completa.
Su vida también.
Poco a poco languidece
arrebujado en el sillón. Repasa con la vista a Álea de los cuadros. Repasa con el
alma a Álea de las pieles desnudas. A Álea de oro.
Llama a la muerte y
es él quien le dice que su tiempo ha llegado. Felizmente.
Que el placer es confín
inviolable.
Que la beatitud es este
momento.
Que se entrega a Álea
para siempre.
Quien abra la puerta
del sótano encontrará un espacio deshabitado, un sillón viejo de cuero y la obra
secreta de Andrius el pintor desbordada en revelación de cada rincón, de cada esquina,
de cada resquicio.
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