Silvina Ocampo
Se sintió enferma el día de su convalecencia.
Ya no oía los ruidos inusitados del alba: el carrito del lechero, las cortinas metálicas
de las tiendas, los tranvías solitarios que no se detienen a esa hora en las esquinas.
El día estaba ya viejo
en las ventanas de su cuarto cuando se despertaba y oía los ruidos de la mañana.
La casa donde vivía quedaba sobre la pendiente de una calle empedrada que aceleraba
los autos con cambios de velocidad, y esos cambios de velocidad le recordaban un
hotel de Francia situado al pie de una montaña en donde había pasado protestando
los días que ahora le parecían más felices de su vida. El hotel estaba rodeado de
lambercianas y las piñas amontonadas en las ramas eran redondas y grises como muchos
pájaros juntitos. Era un paisaje parecido a los paisajes de la provincia de aquí,
pero donde las plantas eran menos fragantes y sin espinas, como los pescados preparados
por un cocinero hábil. En las provincias existían plantas de olores extraordinarios:
recordaba una planta con olor a sartén venenosa, otra con olor a piso recién encerado,
otra con olor a guaranga.
Estaba sentada contra
la ventana, con la frente apoyada sobre el vidrio que temblaba masajes eléctricos
cada vez que pasaba por la calle un carro de tres o cuatro caballos. No podía hacer
el gesto de cambiar de postura, porque entre cada postura había que hacer un salto
mortal que ponía en movimiento giratorio de terremoto todos los muebles y cuadros
del cuarto… Su cuerpo se había distanciado de ella y sus ojos se disolvían como
si fueran de azúcar, en un punto fijo indefinidamente vago y rodeado como un cielo
de estrellas.
La aliviaba pensar en
un corredor muy ancho de sol, donde una vez se había estirado en un sillón de mimbre
blanco. Era una casa rosada en forma de herradura. Tres corredores rodeaban un patio
de pasto lleno de flores de agapanto muy azules o muy violetas, según el color de
la pared contra la cual se apoyaban entre los arcos de un croquet abandonado. Ella
sentía que había nacido en esa casa repleta de silencio donde andaba por el campo
en una americana con un caballo empacado y enfurecido de galopes en las vueltas
de los caminos. Había nacido en esa casa, aunque solamente la hubieran invitado
por un día. Conocía la casa de memoria antes de haber entrado en ella, la hubiera
podido dibujar con la misma facilidad con la cual había dibujado, un día, en un
cuaderno la cara de su novio antes de conocerlo. Recordaba como un recuerdo anterior
a su vida, que en medio de una inmensa inconsciencia había tenido que atravesar
días de angustias antes de llegar hasta ese rostro donde había encerrado su cariño,
hasta ese corredor tan ancho de sol. Volvió a pensar en el hotel de Francia, porque
el linóleum del cuarto de baño del hotel era igual al de aquella casa de campo.
Movió blandamente sus grandes brazos de nadadora, y sus manos buscaban un libro
sobre la mesa. Hubiera podido nadar, porque nadando se va acostado sobre colchones
espesos de agua, y el sol la hubiera sanado, pero los árboles estaban desnudos contra
el cielo gris y los toldos de las ventanas volaban el viento. Era inútil que sus
manos tomaran el libro. Por la puerta entreabierta se oyeron cantos de cucharas
y platos que anunciaban la llegada de una sopa de tapioca en una bandeja con estrellitas
y con gusto a infancia.
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