Silvina Ocampo
Juan Pack duerme. Todas las noches al
despedirse de su novia y antes de irse de la casa inspeccionaba el enorme armario
del dormitorio, en busca de ladrones. Nunca se quedaba tranquilo, siempre había
el mismo ruido inusitado detrás de las puertas en las persianas mal cerradas. Las
cañerías de la casa hacían gárgaras y sonidos de tripas gigantes en los pisos altos.
Los trenes cercanos desparramaban distancias líquidas, jadeantes, y se interponían
como puertas translúcidas delante de los otros ruidos. Juan Pack duerme con una
invisible raqueta en la mano. Un partido de tennis luminoso dividía en dos el transcurso
del día obscuro de oficina, bañándolo ahora de un sueño blando de infancia. Los
sábados eran días de jugar al tennis, las noches del sábado eran noches de dormir
como un niño.
La novia de Pack duerme
en una casa alta de ocho pisos, rodeada de un mar de ruidos crecientes en la noche
con ese armario grande en el dormitorio, donde se reunían vestidos, abrigos de invierno
y verano, grandes sombreros azules de paja con cintas blancas y rojas. No hay ningún
ladrón dentro del armario, las anchas espaldas de las perchas en filas apretadas
desfilaban de día y de noche. Sólo un vestido es distinto de los otros, distinto
de medida y de forma; es blanco con nidos de abeja en el ruedo, en los puños, en
las mangas. Era el vestido cosido para una fiesta por Eulalia, era el vestido cosido
y cortado por Eulalia hace diez años, cuando la novia de Pack pesaba quince kilos
menos, tenía dieciséis años y no tenía ningún novio. Un anillo ancho ceñía su dedo
izquierdo, un anillo sacado de una torta de boda o en un cracker el día del casamiento
de una de sus primas.
Entonces recordaba que
había tenido que cruzar por casamientos como por muertes; primero fueron las hermanas,
después las amigas, que dejaban las casas vacías al irse. No había creído nunca
que llevaría otro traje de novia, a no ser el que le hacía el tul del mosquitero,
tan lindo al levantarse por las mañanas, sobre su cabeza, en el espejo. Relegada
bien al fondo de su infancia, veía todavía pasar los coches iluminados, con dos
novios mellizos y tiesos expuestos en vidriera: un ramo de flores blancas en la
mano como florero inmóvil sobre una mesa. Se oía todavía gritar: “Matilde”, “Matilde”,
tirando el velo de novia de su hermana mayor el día del casamiento. Pero Matilde,
distante y fría aunque bañada en lágrimas, abrazaba parientes y amigas con las mejillas
estampadas de bocas rojas; resistía los tirones del velo como si se hubiera enganchado
en una puerta y no en las manos suplicantes de su hermana. Y sin embargo todas las
noches habían dormido de la mano y con las camas juntas.
Vivían entonces en Lomas
de Zamora, una casa con corredores lustrosos y sillas trenzadas de paja, macizos
de amapolas y centauras muy azules rodeaban el jardín. Eulalia era costurera, ama
de llaves, de muchas llaves, y tenía tiempo a veces de regar las flores y el pasto.
Sobrevino la venta de la casa; había que instalarse en un departamento en el centro;
nadie en la familia deseaba mudarse pero obedecieron como a un mandato invisible.
“Lomas de Zamora queda muy distante para las chicas, ahora que empiezan a ser grandes”,
repetían el padre y la madre, despidiéndose de la casa. La mudanza fue penosa. Seis
carros no alcanzaron para llevar los muebles; los demás se vendieron en remate.
Al pasar por la casa
poco después vieron enarbolar un cartel que decía: “Edificio para el Colegio de
la Inmaculada Concepción”, lo leyeron de reojo, con miedo de que, visto de frente,
les lastimara la vista. Pero Lucía salvaba su vestido blanco adornado con nidos
de abeja: en los pliegues era seguro que llevaba las amapolas del jardín, las sillitas
verdes de fierro, las cuatro palmeras y las siestas estiradas en los cuartos húmedos
de la casa vieja.
Lucía Treming sueña
dentro del armario vestida hace diez años con el vestido blanco; abre las ventanas
de la casa de Lomas de Zamora; a través de la reja pasa un muchacho alto: es Juan
Pack, pero no se conocen, pasa el límite de la reja sin darse vuelta y ella, sintiéndose
anémica, se sienta en las sillitas verdes de fierro y espera que vuelva a pasar
ese muchacho alto y desconocido que toda la vida le prodigará sonrisas; la hija
de Eulalia corre por el jardín, con una red de cazar mariposas aprisiona la cabeza
de Lucía y la encierra sin luz debajo de la red; su novio la llama desde lejos sin
verla –no se conocen, se miran siempre de lejos.
Pack sueña en el jardín
muy grande de su casa de campo; hay una cancha de tennis recién regada, sin red;
llama al jardinero: “¿Dónde está la red del tennis?”
–“Señor, la red se ha
perdido, pero hay una bromelia detrás del motor de ochenta y cinco caballos”; entra
en la oficina, busca la red en los cajones del escritorio, no la encuentra; entra
al cuarto de Lucía que está durmiendo, abre el enorme armario, por entre los vestidos
se abre paso y camina, camina. No hay vestidos ni cintas ni sombreros, una enorme
red de tennis tejida con telarañas se pega en sus manos desplegándose infinitamente.
“Lucía, Lucía, tus vestidos
se han perdido todos. Mis vestidos sueltos corren y corren por el cuarto.”
Dentro de ese armario
hay un misterio permanente que Pack trata de dilucidar: es el cuartito de guardar
plumeros donde se escondían de chicos jugando “a la operación de apendicitis”, “al
cuarto obscuro”.
El miedo, cuidadosamente
guardado, se asoma con cara de ladrón, lo agarra de la mano, le sonríe grande y
adulto como un monstruo.
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