Silvina Ocampo
Desde hacía quince años Mlle. Dargére
tenía a su cargo una colonia de niños débiles que había sido fundada por una de
sus abuelas. La casa estaba situada a la orilla del mar y ella desde su juventud
había vivido en la parte lateral del asilo, en el último piso de la torre.
En los primeros tiempos
vivía en el primer piso, pero de noche en los vidrios de la ventana se le aparecía
la cabeza de un hombre en llamas. Una cabeza espantosamente roja, pegada al vidrio
como las pinturas de los vitraux. Se mudó al segundo piso: la misma cabeza
la perseguía. Se mudó al tercer piso: la misma cabeza la perseguía; se mudó de todos
los cuartos de la casa con el mismo resultado.
Mlle. Dargére era extremadamente
bonita y los chicos la querían, pero una preocupación constante se le instaló en
el entrecejo en forma de arrugas verticales que estropeaban un poco su belleza.
Sus noches se llenaban de insomnios y en sus desvelos oía los coros de los sueños
de los niños subir, con blancura de camisón, de los dormitorios de veinte camas
en donde depositaba besos cotidianos.
Las mañanas eran diáfanas
a la orilla del mar; los chicos salían todos vestidos con trajes de baño demasiado
largos que se enredaban en las olas. No era la culpa de los trajes, pensaba Mlle.
Dargére apoyada contra la balaustrada de la terraza; los chicos no podían usar sino
trajes hechos a medida, para no quedar ridículos. Tenían un bañero negro que los
mortificaba diariamente con una zambullida dolorosa, que lo resguardaba a él sólo,
cuidadosamente, de las olas. Pero ella no podía oír llorar a los chicos y se acordaba
del suplicio de los baños con bañeros en su infancia, que habían llenado su vida
de sueños eternos de maremotos.
Se bañaba de tarde con
el agua a la altura de las rodillas, cuando la playa estaba desierta; entonces llevaba
a veces un libro que no leía y se acostaba sobre la arena después del baño; era
el único momento del día en que descansaba. Era la madre de ciento cincuenta chicos
pálidos a pesar del sol, flacos a pesar de la alimentación estudiada por los médicos,
histéricos a pesar de la vida sana que llevaban.
Mlle. Dargére derramaba
su prestigio de belleza sobre ellos. Su proximidad los serenaba un poco y los engordaba
más que los alimentos estudiados por los mejores médicos, pero la cabeza del hombre
en llamas seguía de noche en la ventana hasta que llegó a ser una horrible cosa
necesaria que se busca detrás de las cortinas.
Una noche no durmió
un solo minuto; la cabeza estaba ausente, la buscó detrás de las cortinas, y la
desveló esta vez la posibilidad de poder dormir tranquila: la cabeza parecía haberse
perdido para siempre.
A la mañana siguiente,
en los dormitorios, una extraña exasperación retenía a los chicos al borde de las
lágrimas. Llantos contenidos se amontonaban en las bocas. Mlle. Dargére creyó ver
un asilo de ancianos en traje de baño azul marino desfilando hacia la playa. Carolina,
su preferida, la única que tenía un cuerpo capaz de rellenar el traje de baño, se
escapó de entre sus brazos.
La playa esa mañana
se llenó de llantos obscuros y atorados dentro de las olas.
Mlle. Dargére, después
de apoyar su melancolía sobre la balaustrada, que fue como una despedida a la belleza,
subió corriendo hasta el espejo de su cuarto. La cabeza del hombre en llamas se
le apareció del otro lado; vista de tan cerca era una cabeza picada de viruela y
tenía la misma emotividad de los flanes bien hechos. Mlle. Dargére atribuyó el arrebato
de su cara a las quemaduras del sol que se derraman en líquidos hirvientes sobre
las pieles finas. Se puso compresas de óleo calcáreo, pero la imagen de la cabeza
en llamas se había radicado en el espejo.
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