Fredric Brown
Todo empezó como un sencillo caso de asesinato.
Esto ya era bastante malo, porque era el primer asesinato cometido durante los cinco
años que Rod Caquer llevaba de teniente de las Fuerzas de Policía, en el Sector
Tres de Callisto.
Toda la población del
Sector Tres se sentía orgullosa de aquella marca, o por lo menos se había sentido,
hasta que aquel récord había dejado de significar algo.
Pero antes de que aquel
caso se terminara, nadie se habría sentido más contento que Rod Caquer si el asunto
hubiese sido un simple caso de asesinato sin complicaciones cósmicas.
Los sucesos empezaron
a ocurrir cuando el zumbido del aparato hizo que Rod Caquer dirigiera la mirada
hacia la pantalla de su telecomunicador.
La imagen de Barr Maxon,
director del Sector Tres, lo contemplaba severamente.
–Buenos días, director
–dijo Caquer, amablemente –. Me gustó mucho el discurso que pronunció la noche pasada
sobre los…
Maxon lo interrumpió.
–Gracias, Caquer –dijo–.
¿Conoce a Willem Deem?
–¿El propietario de
la tienda de libros y películas? Sí, algo.
–Está muerto –anunció
Maxon–. Parece asesinato. Más vale que vaya en seguida.
Su imagen desapareció
de la pantalla, antes que Caquer pudiera hacer ninguna pregunta. Pero las preguntas
podían esperar. Caquer ya se dirigía a la puerta, mientras se abrochaba el cinto
de su espadín.
¿Un asesinato en Callisto?
No acababa de creerlo, pero si era cierto lo mejor que podía hacer sería llegar
allí cuanto antes. Con toda rapidez, si es que quería poder echar un vistazo al
cuerpo antes de que lo incineraran.
En Callisto, los cadáveres
no pueden preservarse más de una hora después de su muerte, debido a las esporas
de hylra que, en pequeñas cantidades, flotan siempre en el ambiente. Desde luego
son inofensivas para los tejidos vivos, pero aceleran enormemente la putrefacción
en los tejidos animales muertos, de cualquier clase.
El doctor Skidder, médico
forense, atravesaba la puerta de la tienda de libros y películas cuando el teniente
Caquer llegaba, casi sin aliento.
El médico señaló con
el pulgar hacia atrás.
–Más vale que se apresure
si quiere echar una mirada. Se lo llevan por la puerta trasera. Pero he examinado…
Caquer pasó por su lado
corriendo y alcanzó a los sanitarios en la parte de atrás.
–Hola, muchachos, déjenme
echar un vistazo –dijo Caquer mientras levantaba la tela que cubría la cosa depositada
en la camilla.
Después de verlo se
sintió un poco mareado, pero no había ninguna duda de la identidad del cadáver o
de la causa de la muerte. Había tenido la esperanza que aquello podría resultar
en una muerte por accidente, después de todo. Pero el cráneo estaba partido hasta
las cejas, un golpe dado por un hombre fuerte con una pesada espada.
–Deje que nos marchemos,
teniente. Hace casi una hora que lo encontraron.
La nariz de Caquer confirmó
esta observación y volvió a colocar la sábana en su lugar rápidamente y dejó que
los sanitarios se dirigieran a su brillante ambulancia blanca, estacionada delante
de la puerta.
Volvió a entrar en la
tienda, pensativo, y lanzó una mirada a su alrededor. Todo parecía estar en orden.
Las largas estanterías de mercancías envueltas en celofán estaban limpias y arregladas.
La fila de cabinas en un extremo del local, algunas equipadas con visores para los
clientes que deseaban examinar libros, mientras otras disponían de aparatos de proyección
para aquellos que estaban interesados en microfilmes, estaban vacías y ordenadas.
Un pequeño grupo de
curiosos se había reunido en el exterior y Brager, uno de los policías, estaba ocupado
en impedir que entraran al local.
–Oiga, Brager –dijo
Caquer. El patrullero entró a la tienda y cerró la puerta detrás de él.
–Diga, teniente.
–¿Sabe algo de esto?
¿Quién lo encontró, cuándo, etc.?
–Yo lo encontré, hace
casi una hora. Estaba haciendo mi ronda, cuando oí el disparo.
Caquer lo miró, sin
expresión.
–¿El disparo? –repitió.
–Sí. Entré corriendo
y lo encontré muerto sin que se viera a nadie por aquí. Estaba seguro de que nadie
había salido por la puerta principal, de modo que fui a la trasera y tampoco se
veía a nadie. De manera que regresé y llamé por teléfono.
–¿A quién? ¿Por qué
no me llamó a mí directamente?
–Lo siento, teniente,
pero estaba excitado y sin duda marqué el número mal y salió la comunicación con
el director. Le dije que alguien había disparado contra Deem y me ordenó que me
quedase de guardia y que él llamaría al forense, a la ambulancia y a usted.
“¿Lo habría hecho en
aquel orden?”, se preguntó Caquer. Sin duda, ya que él había sido el último en llegar
allí.
Pero puso aquel detalle
a un lado para concentrarse en la cuestión más importante, que Brager había oído
un disparo. Eso era absurdo, a menos que, pero no, aquello era también absurdo.
Si Willem Deem había sido muerto de un tiro, el médico no le habría abierto el cráneo
como parte de su autopsia.
–¿Qué es lo que quiere
decir por un disparo, Brager? –preguntó Caquer–. ¿Un arma explosiva de las de tipo
antiguo?
–Sí –dijo Brager–. ¿No
ha visto el cadáver? Tiene un agujero en el pecho, justo en el corazón. Creo que
es un agujero de bala. Nunca he visto uno antes. No sabía que existiera una pistola
en Callisto. Fueron prohibidas antes que las armas radiónicas.
Caquer asintió lentamente.
–¿No has visto ninguna
otra señal de… ejem… alguna otra herida? –insistió.
–Caramba, no. ¿Por qué
tendría que haber alguna otra herida? Un agujero en el corazón es suficiente para
matar a un hombre, ¿no?
–¿Adónde se fue el doctor
Skidder cuando salió de aquí? –preguntó Caquer–. ¿Dijo algo antes de irse?
–Sí, me dijo que como
usted le pediría su informe se iba a su oficina y que esperaría hasta que usted
fuera allí o lo llamara. ¿Qué quiere que haga yo ahora, teniente?
Caquer pensó un momento.
–Vaya a la casa de al
lado y use su videófono, Brager, yo tengo que comunicar por éste –Caquer ordenó
por fin al policía –. Llame a tres hombres más y los cuatro se dedican a visitar
a todas las casas de la manzana y a preguntar a todo el mundo.
–¿Quiere decir si vieron
a alguien escapar por la puerta trasera, o si oyeron el disparo y todo eso? –preguntó
Brager.
–Sí. También todo lo
que sepan de Deem o de quien pudiera haber tenido un motivo para matarlo.
Brager saludó y se marchó.
Caquer llamó al doctor
Skidder por el videófono.
–Hola, doctor –dijo–.
Suéltelo todo
–Nada más que lo que
había a la vista, Red. Un arma radiónica, desde luego. A corta distancia.
El teniente Red Caquer
trató de dominar sus pensamientos.
–Repita eso, por favor,
doctor.
–¿Qué sucede? –preguntó
Skidder–. ¿Nunca ha visto una muerte por arma radiónica antes? Es posible que no
la haya visto, Red. Pero hace cincuenta años, cuando yo era estudiante, las teníamos
de vez en cuando.
–¿Cómo lo mató?
El doctor Skidder pareció
sorprendido.
–Ah, entonces no alcanzó
a los sanitarios. Creí que habría visto el cuerpo. En el hombro izquierdo tenía
quemada toda la piel y la carne, y el hueso chamuscado. La muerte fue debida a shock;
el rayo no alcanzó ninguna área vital. La quemadura hubiese sido mortal de todos
modos, pero el shock hizo la muerte instantánea.
“Los sueños deben ser
algo parecido a esto”, pensó Caquer. En los sueños pasan cosas que no tienen ningún
significado –se dijo–, pero ahora no estoy soñando, esto es real.
–¿Ninguna otra herida
o señales en el cuerpo? –preguntó lentamente.
–Ninguna. Le sugiero,
Red, que se concentre en la búsqueda del arma. Registre todo el Sector Tres, si
es necesario. Ya sabe cómo son las armas radiónicas, ¿no?
–He visto fotografías
–dijo Caquer–. Dígame, doctor, ¿hacen ruido? Nunca he visto el disparo de una.
El doctor Skidder movió
la cabeza.
–Hay un destello y un
sonido silbante, pero no producen estruendo.
El doctor se le quedó
mirando.
–¿Quiere decir un disparo
de arma explosiva?
–Desde luego que no.
Sólo un débil s-s-s. No se podría oír a más de cinco metros.
Cuando el teniente Caquer
cerró el videófono, se sentó y cerró los ojos, tratando de reunir sus ideas dispersas.
De alguna manera tendría que encontrar la verdad entre tres observaciones contradictorias.
La suya, la del policía y la del doctor.
Brager había sido el
primero en ver el cuerpo y había dicho que tenía un agujero en el corazón. Y que
no había más heridas. Que había escuchado el ruido del disparo.
Caquer pensó, supongamos
que Brager miente. Seguía sin haber lógica. Porque de acuerdo con lo dicho por el
doctor Skidder no había agujero de bala, sino una quemadura por rayo. Skidder había
visto el cuerpo después de Brager.
Alguien podía, por lo
menos en teoría, haber usado un arma radiónica en el intervalo, sobre un cuerpo
ya muerto. Pero…
Pero aquello no explicaba
la herida de la cabeza, ni el hecho de que el médico no había visto el agujero de
bala.
Alguien podía, por lo
menos en teoría, haber golpeado el cráneo con una espada, entre el momento que Skidder
había hecho la autopsia y el instante en que él, Caquer, había visto el cadáver.
Pero…
Pero aquello no explicaba
por qué él no había visto el hombro quemado cuando había levantado la sábana que
cubría el cuerpo en la camilla. Podía haber dejado de observar el agujero de la
bala, pero no era posible que no se hubiera fijado en un hombro en el estado que
lo había descrito el doctor Skidder.
Siguió trabajando en
aquel rompecabezas, hasta que al fin decidió que sólo había una explicación posible.
El médico forense mentía, por la razón que fuese. Ello significaba, desde luego,
que él, Rod Caquer, no se había fijado en el agujero de la bala; pero aquello seguía
siendo posible.
Mientras que la historia
de Skidder no podía ser cierta. El mismo Skidder, durante la autopsia, podía haber
hecho la herida de la cabeza. Y después, podía haber mentido sobre la quemadura
del hombro. Caquer no podía imaginarse por qué –a menos que el hombre estuviera
loco– habría cometido ninguna de las dos cosas. Pero ésa era la única forma en que
podía hacer encajar todas las piezas del problema.
Pero ahora el cuerpo
ya había sido incinerado. Sería su palabra contra la del doctor Skidder…
“Pero, ¡espera!…” los
sanitarios, dos de ellos, tenían que haber visto el cuerpo cuando lo colocaban en
la camilla.
Rápidamente, Caquer
se puso en pie delante del videófono y se comunicó con el hospital.
–Los dos sanitarios
que retiraron un cadáver de la tienda 9364, hace menos de una hora, ¿ya llegaron
al hospital? –preguntó.
–Un momento, teniente…
Sí, uno de ellos acabó su guardia y se fue a su casa. Pero el otro está aquí.
–Que se ponga al aparato.
Red Caquer reconoció
al hombre que se situó delante de la pantalla. Era uno de los enfermeros que le
habían pedido que se apresurara.
–Sí, teniente –dijo
el hombre.
–¿Usted ayudó a poner
el cuerpo en la camilla?
–Desde luego.
–¿Cuál diría usted que
fue la causa de la muerte?
El hombre vestido de
blanco se quedó mirando a la pantalla incrédulamente.
–¿Está bromeando, teniente?
–sonrió –. Hasta un tonto podía ver lo que le había sucedido a aquel tipo.
Caquer arrugó el ceño.
–Sin embargo, hay declaraciones
contradictorias. Quisiera su opinión.
–¿Mi opinión? Cuando
a un hombre le han cortado la cabeza no puede haber diferencias de opinión, teniente.
Caquer se obligó a hablar
tranquilamente.
–El otro hombre que
fue con usted, ¿podrá confirmar eso?
–Desde luego. ¡Por Júpiter!
Tuvimos que colocarlo en la camilla en dos trozos. Primero, nosotros dos colocamos
el cuerpo y luego Walter cogió la cabeza y la colocó al lado del busto. El asesinato
se cometió con una onda desintegradora, ¿no fue así?
–¿Usted comentó el caso
con su compañero? –dijo Caquer –¿No hubo diferencia de opiniones respecto a… uh…
los detalles?
–En realidad, sí que
la hubo. Por eso le pregunté si el arma usada era un desintegrador. Después que
llevamos el cuerpo al incinerador, mi compañero trató de convencerme que el corte
tenía la apariencia de que alguien le hubiese dado varios golpes con un hacha o
algo parecido. Pero era un corte limpio y recto.
–¿Vio alguna señal de
herida en la parte superior del cráneo?
–No. Oiga, teniente,
no tiene muy buen aspecto. ¿Le pasa algo?
Esa era la situación
con la que se enfrentó Rod Caquer y no se le puede culpar por desear que todo hubiese
quedado en un simple caso de asesinato.
Unas cuantas horas antes
le había parecido bastante mal que se hubiesen interrumpido la serie de años en
que no se había registrado ningún asesinato en Callisto. Pero, desde entonces, las
cosas se habían complicado. El aún no lo sabía, pero todavía se iban a complicar
más y aquello era sólo el principio.
Ya eran las ocho de
la tarde y Caquer seguía en su despacho con un ejemplar del formularlo 812 delante
de él, encima de la brillante superficie de duraplástico de su escritorio. En el
formulario había unas cuantas preguntas impresas, aparentemente preguntas muy sencillas.
Nombre del difunto:
Willem Deem.
Ocupación: Propietario
de una tienda de libros y películas.
Residencia: Departamento
825. Sector Tres. Callisto.
Residencia comercial:
Tienda 9364. St. Tres. Callisto.
Hora de la muerte: Aprox.
3 tarde. Hora Oficial Callisto.
Causa de la muerte…
Sí, las cinco primeras
preguntas habían sido contestadas en un abrir y cerrar de ojos. Pero, ¿y la sexta?
Había estado contemplando el impreso durante más de una hora. Una hora de Callisto,
no tan larga como las de la Tierra, pero inacabable cuando se está considerando
una pregunta como aquélla.
Fuese como fuese, tendría
que escribir algo.
En vez de hacerlo, apretó
el botón del videófono y un momento más tarde Jane Gordon lo estaba contemplando
desde la pantalla. Y Rod Caquer le devolvió la mirada, porque era algo que valía
la pena.
–Hola, Jane –dijo –Me
temo que no podré ir esta noche. ¿Me perdonas?
–Desde luego, Rod. ¿Qué
sucede? ¿El asunto de Deem?
Él asintió sombríamente.
–Papeleo. Montañas de
informes impresos que tengo que preparar para el coordinador del distrito.
–Oh, ¿cómo fue asesinado,
Rod?
–El artículo sesenta
y cinco –dijo él con una sonrisa –prohíbe dar detalles de ningún crimen sin resolver
a ninguna persona civil.
–Lástima del artículo
sesenta y cinco. Papá conocía a Willem Deem y ha estado en casa a menudo. Mr. Deem
era prácticamente un amigo nuestro.
–¿Prácticamente? –preguntó
Caquer– ¿Entonces debo entender que no te gustaba, Jane?
–Bien, creo que no.
Era una persona de conversación interesante, pero un tipo sarcástico, Rod. Pienso
que tenía un sentido pervertido del humor. ¿Cómo lo mataron?
–Si te lo digo, ¿me
prometes que no harás más preguntas? –preguntó Caquer.
Los ojos de ella brillaron
esperanzados.
–Desde luego.
–Le dispararon con una
pistola del tipo explosivo y con otra radiónica. Alguien le abrió el cráneo con
una espada, le cortó la cabeza con un hacha y también con una onda desintegradora.
Después que estuvo colocado en la camilla, alguien le volvió a pegar la cabeza,
porque no estaba separada cuando yo la vi. Y cerró el agujero de la bala, y…
–Rod, deja de decir
tonterías –le interrumpió la muchacha –. Si no me lo quieres decir, conforme.
Rod sonrió.
–No te enojes. ¿Cómo
sigue tu padre?
–Mucho mejor. Está durmiendo
ahora, pero muy mejorado. Creo que podrá volver a la universidad la semana que viene.
Rod, pareces cansado. ¿Cuándo tienes que entregar esos informes?
–Veinticuatro horas
después del crimen. Pero…
–Pero, nada. Vente aquí
en seguida. Puedes escribir tu informe por la mañana.
Ella le sonrió y Rod
sucumbió.
–Muy bien, Jane –dijo–.
Pero voy a pasar por el Cuartel de Patrullas. Puse algunos hombres a investigar
en el barrio donde se cometió el crimen y quiero sus informes.
Pero el informe que
lo estaba esperando no lanzaba ninguna luz sobre el asunto. La investigación había
sido completa, pero no había conseguido descubrir ninguna información de importancia.
No se había visto a nadie entrar o salir de la tienda de Deem, antes de la llegada
de Brager, y ninguno de los vecinos de Deem sabía que éste tuviera ningún enemigo.
Nadie había escuchado el disparo.
Rod Caquer gimió y se
metió el informe en el bolsillo. Mientras caminaba hacia la casa de los Gordon,
se preguntó cómo iba a dirigir la investigación. ¿Qué es lo que hacía un detective
en un caso como aquél?
Cierto; cuando él era
un niño que iba a la escuela, allá en la Tierra, había leído novelas de detectives.
Los policías generalmente conseguían atrapar a alguien, descubriendo discrepancias
en sus declaraciones. Casi siempre lo hacían de un modo dramático.
Había Wilder Williams,
el más grande de todos los detectives de novela, que podía mirar a un hombre y deducir
toda su historia por el corte de su traje y la forma de sus manos. Pero Wilder Williams
nunca se había encontrado con una víctima que había sido muerta de tantas formas
diferentes como testigos.
Pasó una tarde agradable
–pero inútil– con Jane Gordon, a quien pidió en matrimonio de nuevo y de nuevo fue
rechazado. Pero ya estaba acostumbrado a eso. Ella estaba un poco más fría que de
costumbre, esa noche, probablemente porque estaba resentida, ya que él no había
querido contarle lo de Willem Deem.
Luego se fue a casa
a dormir.
Desde la ventana de
su departamento, después que hubo apagado la luz, podía ver la monstruosa bola de
Júpiter colgada baja en el cielo, el verdeoscuro cielo de medianoche. Se tendió
en la cama y la miró hasta que podía verla después de cerrar los ojos.
Willem Deem, muerto.
¿Qué iba a hacer con Willem Deem? Sus pensamientos giraban en círculos, hasta que
al fin una idea clara surgió del caos.
Mañana por la mañana
hablaría con el doctor Skidder. Sin mencionar la herida de espada en la cabeza,
le preguntaría si había notado el agujero de bala que Brager decía haber visto sobre
el corazón. Si Skidder aún decía que la quemadura radiónica era la única herida,
llamaría a Brager y dejaría que lo discutiese con el médico.
Y luego… Bien, ya pensaría
en ello cuando llegara el momento. De otro modo nunca conseguiría dormir.
Pensó en Jane y se durmió.
Después de un rato,
soñó. ¿Era aquello un sueño? Si lo era, entonces soñó que se encontraba en la cama,
casi, pero completamente despierto y que había murmullos que le hablaban desde todos
los rincones de su habitación. Susurros que salían de la oscuridad.
¡Susurros!
–Mátalos.
–Los odias, los odias,
los odias.
–Mata, mata, mata.
–El Sector Dos tiene
todos los beneficios y el Sector Tres hace todo el trabajo. Explotan nuestras plantaciones
de corla. Son malos.
–Mátalos, apodérate
de ellos.
–Los odias, los odias,
los odias.
–Los del Sector Dos
son incapaces y usureros. Llevan la mancha de sangre marciana en las venas. Derramar,
derramar sangre de Marte. El Sector Tres debe gobernar Callisto. Tres es el número
afortunado. Estamos destinados para gobernar a Callisto.
–Los odias, los odias,
los odias.
–Mata, mata, mata.
–Sangre marciana de
villanos usureros. Los odias, los odias, los odias.
Susurros.
–Ahora, ahora, ahora.
–Mátalos, mátalos.
–Ciento noventa millas
a través de la llanura. Iremos allí en una hora con los monocoches. Ataque por sorpresa.
Ahora, ahora, ahora.
Y Rod Caquer estaba
levantándose de la cama, vistiéndose apresurada y ciegamente sin encender la luz,
porque eso era un sueño y los sueños suceden en la oscuridad.
Su espada estaba en
la vaina de su cinto y la sacó y probó el filo, y la hoja estaba afilada y dispuesta
a verter la sangre de los enemigos a quienes iba a matar.
Ahora su espada iba
a lucir en arcos de roja muerte, aquella espada que nunca había probado la sangre,
aquella anacrónica espada que era la enseña de su profesión, de su autoridad. Él
nunca había sacado la espada para luchar, aquel corto símbolo de una espada, sólo
de cincuenta centímetros de largo; suficiente, sin embargo, para alcanzar el corazón;
diez centímetros para llegar al corazón.
Los susurros continuaron.
–Los odias, los odias,
los odias.
–Derrama la mala sangre;
mata, mata, mata.
–Ahora, ahora, ahora,
ahora.
Con la espada desenvainada
en su puño crispado, había atravesado silenciosamente la puerta, bajado por la escalera,
por delante de los otros departamentos.
Algunas de las otras
puertas también se abrían. No estaba solo, allí en la oscuridad. Otras figuras se
movían a su lado, en la negrura.
Se deslizó por la puerta
hacia la oscuridad fría de la calle. La oscuridad que debía haber estado brillantemente
iluminada. Esta era otra prueba de que estaba soñando. Las luces de la calle nunca
se apagaban después de anochecer. De las primeras horas de la tarde hasta el amanecer,
nunca estaban apagadas.
Pero Júpiter, aún por
encima del horizonte, proporcionaba suficiente luz para poder ver por dónde caminaba.
Era como un dragón redondo en los cielos y la mancha roja con un maligno ojo.
Los susurros suspiraban
en la noche, murmullos que llegaban de todas partes alrededor de él.
–Mata, mata, mata.
–Los odias, los odias,
los odias.
Los susurros no venían
de las figuras en sombras que lo rodeaban. Todos marchaban hacia delante, silenciosamente,
como él.
Los susurros procedían
de la misma noche, palabras que ahora empezaban a cambiar de tono.
–Espera, esta noche
no, esta noche no –decían. –Vuelve, vuelve, vuelve.
–Regresa a tu casa,
a tu cama, regresa a tu sueño.
Y todas las figuras
alrededor de él estaban de pie, inmóviles, llenas de vacilación igual que él. Y
entonces, casi simultáneamente, habían empezado a obedecer a los susurros. Habían
dado media vuelta y regresado igual que habían venido, y tan silenciosamente…
Rod Caquer se despertó
con un ligero dolor de cabeza y una sensación de inquietud. El sol, pequeño pero
brillante, ya estaba muy alto en el cielo.
Su reloj le dijo que
era un poco más tarde que de costumbre, pero se quedó en la cama unos cuantos minutos
aún, tratando de recordar el loco sueño que había tenido. Los sueños son así, hay
que tratar de recordarlos inmediatamente que uno despierta, antes de estar completamente
despierto, o uno se olvida de ellos completamente.
Había sido un sueño
absurdo. Un sueño loco y sin sentido. ¿Quizás un efecto de atavismo? Una regresión
a los días en que aún las gentes luchaban sin descanso, en los días de las guerras
y odios y de la lucha por la supremacía.
Esto había sucedido
antes de que el Consejo Solar, reuniéndose primero en uno de los planetas habitados
y luego en otro, había conseguido poner orden por medio del arbitraje y luego se
había llegado a la unión. Y ahora la guerra era una cosa del pasado. La parte habitable
del Sistema Solar –Tierra, Venus, Marte y dos de las lunas de Júpiter– estaba toda
bajo un solo gobierno.
Pero en aquellos días
sangrientos del pasado, la gente había sentido lo mismo que él había experimentado
en aquel sueño atávico. Había sido en los días en que la Tierra –unida por el descubrimiento
de los viajes interplanetarios– había conquistado Marte, el único otro planeta ya
ocupado por una raza inteligente, y desde allí había lanzado sus colonias de emigrantes
a dondequiera que el Hombre podía poner el pie.
Algunas de esas colonias
habían deseado la independencia y luego el predominio. Los siglos sangrientos, se
llamaba ahora a aquella época.
Cuando se levantó de
la cama para vestirse, vio algo que lo confundió, sorprendiéndolo. Sus ropas no
estaban cuidadosamente colocadas en el respaldo de la silla al lado de la cama,
como él las había dejado. En cambio estaban tiradas por el suelo, como si se hubiese
desnudado rápida y descuidadamente en la oscuridad.
–¡Por Júpiter! –pensó–.
¿Habré andado dormido esta noche? ¿Se habría realmente levantado de la cama y habría
salido a la calle cuando soñó que lo había hecho? ¿Cuando aquellos susurros le habían
dicho que lo hiciera?
“No puede ser –se dijo–.
Yo no he andado dormido en mi vida y no lo he hecho ahora. Simplemente debo haber
sido descuidado, cuando me desnudé la noche pasada. Estaba preocupado con el caso
Deem. En realidad, no me acuerdo de haber puesto las ropas en aquella silla.”
De modo que vistió su
uniforme rápidamente y se dirigió a su oficina. A la luz de la mañana le fue fácil
completar aquellos informes. En el espacio marcado “Causa de la muerte” escribió:
“El forense informa que fue debido a shock por una herida de arma radiónica”.
Con esto salió del atolladero;
él no había dicho que aquello fuese la causa de la muerte; simplemente que el médico
decía que lo era.
Llamó a un mensajero
y le entregó los informes con instrucciones de llevarlos al avión correo que saldría
dentro de poco. Luego llamó a Barr Maxon.
–He terminado mi informe
en el caso Deem –dijo–. Lo siento, pero aún no hemos encontrado la solución. Se
ha preguntado a todos los vecinos. Hoy voy a interrogar a todos sus amigos.
El director Maxon movió
la cabeza.
–Apresúrese, teniente
–dijo–. Este caso debe ser resuelto. Un asesinato, en nuestros días, es algo suficientemente
malo. Pero no se puede pensar en un crimen sin castigo. Animaría a cometer otros
crímenes.
El teniente Caquer asintió
sombríamente. Ya había pensado en ello. Había que pensar en las consecuencias sociales
de un crimen, y aquello era también su trabajo. Un teniente de policía que dejase
a nadie cometer un asesinato sin ser detenido, en su distrito, no tenía más remedio
que dimitir.
Después que la imagen
del director había desaparecido del videófono, Caquer cogió la lista de los amigos
de Deem, de un cajón de su escritorio, y empezó a estudiarla, principalmente pensando
en decidir a quiénes iba a visitar primero.
Escribió un número “1”
al lado del nombre de Perry Peters, por dos razones. La casa de Peters estaba sólo
a unas cuantas puertas más arriba, y luego él conocía a Perry mejor que a ningún
otro de la lista, con la posible excepción del profesor Jan Gordon. E iba a hacer
aquella visita la última, porque más tarde sería fácil de encontrar a su hija Jane
en casa.
Perry Peters estuvo
contento de ver a Caquer y adivinó inmediatamente el motivo de su visita.
–Hola, Shylock.
–¿Eh? –dijo Rod.
–Shylock, el gran detective.
Se encuentra con un misterio por primera vez en su carrera de policía. ¿O ya lo
has resuelto, Rod?
–Quieres decir Sherlock,
estúpido: Sherlock Holmes. No, aún no lo he resuelto, si es que quieres saberlo.
Mira, Perry, dime todo lo que sepas de Deem. ¿Lo conocías bastante bien, no es así?
Perry Peters se frotó
la barba pensativo y se sentó en su banco de trabajo. Era tan alto y delgado que
podía sentarse allí en vez de tener que saltar para ello.
–Willem era un poco
extraño –dijo–. Desagradaba a mucha gente porque era sarcástico y tenía ideas absurdas
en política. Yo, la verdad es que no estoy seguro que no tuviese razón la mitad
de las veces, pero de todos modos me gustaba porque jugaba muy bien ajedrez.
–¿Esa era su única diversión?
–No. Le gustaba construir
cosas, aparatos principalmente. Algunos de ellos eran muy buenos, aunque él los
hacía como pasatiempo y nunca trató de patentarlos o de venderlos.
–¿Quieres decir que
inventaba aparatos, Perry? ¿Igual que haces tú?
–Bien, no eran tanto
invenciones sino aparatos que aplicaban ideas ya conocidas. Pequeños instrumentos,
la mayor parte, y Deem era mucho mejor en su trabajo de artesano que en ideas originales.
Y, como ya te he dicho, era sólo un pasatiempo.
–¿Nunca te ayudó en
alguna de tus propias invenciones? –preguntó Caquer.
–Desde luego, en ocasiones.
Sin embargo, no tanto en la idea, sino ayudándome a fabricar piezas difíciles –Perry
Peters describió un círculo con la mano que incluía todo el taller alrededor de
él–. Mis herramientas están muy bien para trabajo basto, en comparación. Nada por
debajo de milésimas de exactitud. Pero Willem tiene, tenía, un pequeño torno que
es una maravilla. Corta cualquier cosa y preciso a un cincuentavo de milésima.
–¿Qué enemigos tenía,
Perry?
–Ninguno que yo sepa.
De verdad, Caquer. A mucha gente no les gustaba, pero se trataba de una clase inofensiva
de desagrado. Ya sabes lo que quiero decir, la clase de desagrado que puede hacer
que vayan a otra tienda a comprar, pero no la clase que pueda hacerles desear matarlo.
–¿Y quién, si es que
lo sabes, puede beneficiarse de su muerte?
–Hum… nadie, para así
decirlo –dijo Peters, pensativo –. Su heredero es un sobrino que vive en Venus.
Lo vi una vez y era un muchacho simpático. Pero la herencia no será nada que valga
la pena. No valdrá más allá de unos cuantos miles de créditos.
–Aquí hay una lista
de sus amigos, Perry –dijo Caquer mientras le entregaba un papel–. ¿Quieres mirarla
y decirme si puedes añadir algún nombre? ¿O si puedes hacer alguna sugerencia?
El inventor estudió
la lista y luego la devolvió.
–Me parece que los incluye
a todos –le dijo a Caquer–. Hay un par de ellos que yo no sabía que lo conocieran
lo bastante para merecer estar en la lista. Y también tienes ahí sus mejores clientes,
los que le hacían compras importantes.
El teniente Caquer volvió
a meterse la lista en el bolsillo.
–¿En qué trabajas ahora?
–preguntó a Peters.
–Algo que no puedo terminar,
me temo –dijo el inventor–. Necesitaba la ayuda de Deem, o por lo menos el uso de
su torno, para seguir adelante. –Cogió del banco de trabajo el par de anteojos más
raro que Caquer había visto nunca. Los cristales tenían la forma de arcos de círculo,
en vez de formar unos círculos completos y estaban sujetos en una banda de plástico
flexible, sin duda diseñada para ajustarse apretadamente a la cara, alrededor de
los cristales. En la parte central superior, donde quedaría contra la frente del
que usara aquellas gafas, había una pequeña caja cilíndrica de unos cuatro centímetros
de diámetro.
–¿Y para qué sirve eso?
–preguntó Caquer.
–Para usarlos en las
minas de radita. Las emanaciones de ese mineral, mientras sigue en estado bruto,
destruyen inmediatamente cualquier sustancia transparente que se haya descubierto
o fabricado hasta la fecha. Inclusive el cuarzo. Y también daña los ojos descubiertos.
Los mineros tienen que trabajar con los ojos vendados, como si dijéramos, guiándose
solamente por el tacto.
–¿Y cómo es que la forma
de esos lentes va a impedir que las emanaciones los perjudiquen, Perry? –preguntó.
–Esa pieza en la parte
superior es un pequeño motor. Hace funcionar un par de limpiacristales especialmente
preparados. Son como un par de limpiaparabrisas antiguos. Y es por eso que los cristales
tienen la misma forma del arco de los limpiacristales.
–¿Quieres decir que
los limpiacristales son absorbentes y que contienen alguna clase de líquido que
protege los cristales?
–Sí, excepto que son
hechos de cuarzo en vez de vidrio. Y solamente están protegidos una pequeña fracción
de segundo. Los brazos del limpiacristales van a toda velocidad, tan rápidos que
no se les puede ver cuando se usan las gafas. Los brazos tienen la mitad del tamaño
de los cristales y el que los usa sólo puede ver una parte de los cristales a la
vez… Pero puede ver, aunque poco, y esto representa una mejora del mil por uno en
la extracción de radita.
–Magnífico, Perry –dijo
Caquer–. Y la visión puede mejorarse usando una iluminación superbrillante. ¿Ya
los probaste?
–Sí y funcionan. El
problema está en los brazos; la fricción los calienta y entonces se expanden, agarrotándose
después de un minuto de funcionamiento, poco más o menos. Tengo que ajustarlos en
el torno de Deem, u otro parecido. ¿Crees que podrías conseguir que yo lo pudiera
usar? ¿Digamos un día o dos?
–No veo ninguna dificultad
–le dijo Caquer–. Hablaré a quienquiera que sea nombrado depositario por el director
y ya te lo arreglaré. Más tarde es posible que puedas comprar el torno de los herederos.
¿O crees que al sobrino le interesarán estas cosas?
Perry Peters movió la
cabeza.
–No creo, no distinguiría
un torno de una máquina de taladrar. Te lo agradeceré, Rod, si puedes arreglar que
yo pueda usar esa máquina.
Caquer ya había dado
media vuelta para irse, cuando Perry Peters lo detuvo.
–Espera un minuto –dijo
Peters y luego se detuvo, indeciso–. Creo que me reservaba algo, Rod –dijo el inventor
al fin–. Conozco una cosa sobre Willem que es posible que tenga algo que ver con
su muerte, aunque yo mismo no sé cómo. No lo contaría a no ser que ahora ya esté
muerto, de manera que no puede causarle ninguna clase de dificultades.
–¿Qué es, Perry?
–Libros políticos prohibidos.
Se ganaba algún dinero vendiéndolos. Libros de la Lista, ya sabes lo que quiero
decir.
Caquer silbó suavemente.
–No sabía que los seguían
haciendo. Después que el Consejo lo castiga con penas tan duras, caramba.
–La gente sigue siendo
humana, Rod. Siente curiosidad por saber lo que no debiera, sólo por saber por qué
no deben conocerlo, si es que no tienen otras razones.
–¿Libros de la Lista
Gris o Negra, Perry?
Ahora fue el inventor
quien se mostró sorprendido.
–No te comprendo. ¿Qué
diferencia hay?
–Los libros de la Lista
Prohibida Oficial están divididos en dos grupos. Los realmente peligrosos están
en la Lista Negra. Existen severas penas al que se le encuentre uno y la pena de
muerte para el que lo escriba o imprima. Los menos peligrosos están en la Lista
Gris, como la llaman.
–Yo no sé cuáles eran
los que vendía Deem. Bien, en confianza, una vez leí un par que Deem me prestó y
recuerdo que pensé que era algo bastante aburrido. Teorías políticas subversivas.
–Esos serían de la Lista
Gris –el teniente Caquer parecía aliviado–. Toda la parte teórica está en la Gris.
Los libros de la Lista Negra son los que contienen información práctica peligrosa.
–¿Tales cómo? –el inventor
contempló fijamente a Caquer.
–Instrucciones y fórmulas
para fabricar productos prohibidos –explicó Caquer–. Como el lethite, por ejemplo.
Lethite es un gas venenoso, enormemente mortífero. Con un par de kilos de él se
puede destruir una ciudad, de modo que el Consejo prohibió su fabricación y cualquier
libro que explicase cómo podía fabricarse fue incluido en la Lista Negra. Algún
loco podría conseguir un libro de esos y destruir su propia ciudad.
–¿Pero quién va a ser,
que haga una cosa así?
–Puede estar enfermo
mentalmente o sentir odio por algo –dijo Caquer–. O podría usarlo en pequeña escala
para algún intento criminal. O, ¡por Júpiter!, podría ser el jefe de algún gobierno
local que quisiera apoderarse de otro Estado vecino. El conocimiento de una cosa
así podría quebrantar la paz en todo el Sistema Solar.
Perry Peters asintió
pensativamente.
–Comprendo lo que quieres
decir –dijo al fin –. Bien, sigo sin ver que ello tenga nada que ver con la muerte
de Deem, pero creí que sería mejor decirte este aspecto de su vida. Probablemente
querrás hacer una comprobación de los libros que pueda tener, antes de que el depositario
abra de nuevo el local.
–Desde luego –dijo Caquer–.
Y muchas gracias, Perry. Si me lo permites, usaré tu videófono para que empiecen
ese registro inmediatamente. Si es que hay algún libro de la Lista Negra, nos haremos
cargo de ellos en seguida.
Cuando pudo conseguir
comunicación con su secretaria, ella parecía a la vez asustada y aliviada al verlo.
–Mr. Caquer –dijo–.
He estado tratando de encontrarlo. Algo horrible ha sucedido. Otra muerte.
–¿Otro asesinato? –dijo
Caquer, aturdido.
–Nadie sabe lo que ha
sido –dijo la secretaria–. Una docena de personas lo han visto saltar de una ventana
que estaba solamente a unos diez metros de altura. Y en esta gravedad, eso no podría
haberlo matado, pero ya estaba muerto cuando llegaron a su lado. Y cuatro de los
que lo vieron, lo conocían. Dicen que era…
–Siga, por Dios, ¿quién
era?
–Yo no… teniente Caquer,
ellos dicen, los cuatro a la vez, que era Willem Deem.
Con una sensación de
irrealidad, como si se encontrara en una pesadilla, el teniente Rod Caquer miró
por encima del hombro del médico forense al cuerpo que yacía en la camilla, mientras
los sanitarios los rodeaban impacientes.
–Apresúrese, doctor
–dijo uno de ellos–. El cuerpo no aguantará mucho más y necesitaremos cinco minutos
para llegar al crematorio.
El doctor Skidder asintió
irritado sin alzar la vista y siguió con su examen.
–No hay ni una señal,
Rod –dijo –. Ni rastro de veneno. Ni rastro de nada. Simplemente, se ha muerto.
–¿Podía ser a causa
de la caída?
–No hay ni un arañazo
de la caída. El único diagnóstico que puedo dar es que le ha fallado el corazón.
Bien, muchachos, ya se lo pueden llevar.
–¿Usted también ha terminado,
teniente?
–Sí –dijo Caquer –.
Adelante, Skidder, ¿cuál de los dos era Deem?
Los ojos del doctor
siguieron el cuerpo tapado por una sábana blanca que se llevaban los enfermeros,
y se encogió de hombros.
–Teniente, ése es su
problema –dijo–. Todo lo que puedo hacer es certificar la causa de la muerte.
–Sin embargo, no es
lógico –gimió Caquer–. La ciudad del Sector Tres no es tan grande que pueda existir
un doble de Deem sin que la gente lo sepa. Pero uno de ellos tenía un doble. En
confianza, ¿cuál le pareció que era el original?
El doctor Skidder sacudió
la cabeza sombríamente.
–Willem Deem tenía una
verruga de forma rara en la nariz –dijo–. Los dos cadáveres la tenían, Rod. Y ninguna
de las dos era artificial. Puedo apostar mi reputación profesional sobre este punto.
Pero venga a la oficina conmigo y le diré cuál de los dos era Willem Deem.
–¿Sí? ¿Cómo?
–Tenemos sus huellas
dactilares en el departamento, igual que las de todos nosotros. Y siempre se toman
las huellas dactilares a un cadáver en Callisto, ya que el cuerpo tiene que destruirse
tan rápidamente.
–¿Ha tomado las huellas
de los dos cadáveres? –preguntó Caquer.
–Desde luego. Las tomé
antes de que usted llegara, en ambos casos. Tengo las que corresponden a Willem,
quiero decir al otro cadáver, en mi despacho. Le diré lo que podemos hacer; vaya
a buscar la ficha archivada en el departamento y nos encontraremos en mi oficina.
Caquer suspiró aliviado
mientras asentía. Por lo menos ahora se aclararía una cuestión: a quién pertenecían
los cadáveres.
Y permaneció en aquel
estado, comparativamente de satisfacción, hasta media hora después en que se reunió
con el doctor Skidder y compararon las tres fichas, la que Rod había retirado del
departamento y las pertenecientes a cada uno de los cuerpos.
Las tres eran idénticas.
–Hum –dijo Caquer–.
¿Está seguro que no se ha equivocado con esas impresiones?
–¿Cómo puedo haberme
equivocado? –dijo el doctor Skidder–. Sólo tomé un juego de cada cuerpo, Rod. Y
si ahora las hubiera mezclado mientras las estamos comparando, el resultado sería
el mismo. Las tres impresiones son iguales.
–Pero no lo pueden ser.
Skidder se encogió de
hombros.
–Creo que tendríamos
que poner el caso en manos del director cuanto antes –dijo Rod–. Lo voy a llamar
y arreglaré una entrevista. ¿Conforme?
Media hora más tarde
Caquer explicó toda la historia al director Barr Maxon, con el doctor Skidder a
su lado confirmando los puntos más importantes. La expresión del rostro del director
Maxon hizo que Rod se sintiera satisfecho, muy satisfecho, de poder contar con la
confirmación del doctor Skidder.
–¿Están de acuerdo,
pues –preguntó Maxon– que este caso debe ser puesto en conocimiento del coordinador
de sectores y que debe pedirse que envíe un investigador especial, para hacerse
cargo del mismo?
Un poco tristemente,
Caquer asintió.
–Me duele admitir que
soy incompetente, director, o que parezco serlo –dijo–. Pero éste no es un crimen
ordinario. Lo que está sucediendo es superior a mis fuerzas. Y puede haber algo
aún más siniestro que un asesinato detrás de todo ello.
–Tiene razón, teniente.
Tomaré las medidas necesarias para que la persona indicada salga hoy mismo del Sector
Centro y se ponga en contacto con usted.
–Director –preguntó
Caquer–, ¿puede decirme si se ha inventado alguna vez una máquina o proceso que
permita reproducir un cuerpo humano, incluyendo la mente o sin ella?
Maxon pareció sorprendido
por la pregunta.
–¿Cree que Deem pueda
haber estado trabajando en algo que se volvió contra él? Desde luego, que yo sepa
nunca se ha llegado a un descubrimiento como ése. Nadie ha podido nunca duplicar,
excepto por imitación, ni siquiera un objeto inanimado. ¿Usted no habrá oído hablar
de tal cosa, Skidder?
–¡No –dijo el médico
forense –. Ni siquiera su amigo Perry Peters podría hacer una cosa así, Rod.
Desde la oficina del
director Maxon, Caquer se dirigió a la tienda de Deem. Brager estaba allí de guardia
y lo ayudó a registrar el lugar minuciosamente. Fue una tarea larga y laboriosa,
porque cada libro y cada película tenían que ser examinados completamente.
Los que imprimían libros
ilegales, y Rod lo sabía, eran muy listos en disimular sus productos. Generalmente
los libros prohibidos llevaban las cubiertas y el título, a veces hasta los primeros
capítulos, de alguna novela popular y los rollos de película estaban disimulados
igualmente.
Estaba anocheciendo
cuando terminaron, pero Rod Caquer sabía que habían hecho un examen concienzudo.
No existía ningún libro prohibido en aquella tienda y todas las películas habían
sido pasadas por el proyector.
Otros hombres, a las
órdenes de Rod, habían registrado el departamento de Deem con igual cuidado. Llamó
allí y recibió su informe, completamente negativo.
–No hay ni un folleto
venusino –dijo el policía encargado del registro en el departamento, con lo que
a Rod le pareció un tono de sentimiento.
–¿Han encontrado un
torno, uno pequeño para trabajos de precisión?
–No, no hemos visto
nada parecido. Una de las habitaciones ha sido convertida en un taller, pero no
hay ningún torno. ¿Es eso importante?
Caquer dijo que no.
¿Qué significaba otro misterio, además pequeño, en un caso como aquél?
–Bien, teniente –dijo
Brager, cuando la pantalla se hubo oscurecido –. ¿Qué hacemos ahora?
Caquer suspiró.
–Usted puede marcharse
a casa, Brager –dijo –. Pero primero pase por el departamento y dígales que envíen
un hombre para que se quede de guardia aquí y otro en el apartamento. Yo esperaré
hasta que llegue el relevo.
Cuando Brager se hubo
marchado, Caquer se dejó caer, cansado, en la silla más cercana. Se sentía físicamente
agotado y su cerebro parecía haber dejado de funcionar. Dejó que sus ojos se dirigieran
a las ordenadas estanterías y su cuidadoso arreglo lo molestó.
Si solamente tuviera
una pista, de la clase que fuera… Wilder Williams nunca se había encontrado en un
caso como aquél en el que las únicas pistas eran dos cadáveres idénticos, uno de
los cuales había sido muerto de cinco maneras diferentes y el otro no tenía ninguna
señal de violencia. Aquello no tenía explicación, y ¿por dónde iba él a empezar?
Bien, aún tenía la lista
de las personas que quería visitar y aún le quedaba tiempo de ver por lo menos a
una de ellas, esta tarde.
¿Debía ir a ver a Perry
Peters, para ver qué explicación podía darle de la desaparición del torno? Quizá
podría darle alguna idea de lo que había pasado con aquella máquina. Pero, entonces,
¿qué es lo que tendría que ver el torno en aquel caso? Uno no puede fabricar un
cadáver en un torno.
Quizá sería mejor que
fuera a ver al doctor Gordon.
Llamó al departamento
de los Gordon por videófono y Jane apareció en la pantalla.
–¿Cómo está tu padre,
Jane? –dijo Caquer –. ¿Puedes decirme si podrá hablar conmigo esta noche?
–Oh, sí –dijo la muchacha
–. Se siente mucho mejor y quiere regresar a sus clases mañana. Pero ven cuanto
antes si es que vas a venir. Rod, pareces enfermo, ¿qué es lo que te pasa?
–Nada, excepto que me
siento atontado. Pero creo que estoy normal.
–Estás demacrado. ¿Cuándo
fue la última vez que comiste?
Los ojos de Caquer se
abrieron.
–¡Dios mío! Se me olvidó
todo lo que se refiere a la comida. Dormí hasta tarde y ni siquiera desayuné.
Jane Gordon se rio.
–¡Pobrecillo! Bien,
ven pronto y tendré algo preparado cuando llegues.
–Pero…
–Pero nada. No discutas.
¿Cuándo llegarás?
Un minuto después de
haber cerrado el videófono, el teniente Caquer se levantó para contestar a una llamada,
que había sonado en la puerta cerrada de la tienda.
La abrió
–Hola, Reese –dijo –.
¿Lo envía Brager?
El policía asintió.
–Me dijo que debía estar
aquí, por si acaso. ¿Por qué?
–Vigilancia de rutina,
eso es todo –explicó Caquer –. Dígame, he estado aquí encerrado toda la tarde. ¿Hay
algo de nuevo?
–Un poco de excitación.
Hemos estado arrestando agitadores en la calle todo el día. Pocos. Hay una epidemia
de ellos.
–¡Caramba! ¿Y qué quieren?
–Atacar al Sector Dos,
por alguna razón que no acaba de ser clara. Están incitando al público a enfurecerse
contra el Sector Dos y a eliminarlo. Las razones que dan son completamente absurdas.
Algo se agitó inquieto
en la memoria de Rod Caquer, aunque no pudo localizar qué era. ¿El Sector Dos? ¿Quién
le había estado contando cosas del Sector Dos? Algo sobre usura, juego poco limpio,
sangre marciana, cosas absurdas. Aunque era cierto que mucha de la gente que vivía
allí tenía sangre marciana…
–¿Cuántos agitadores
han sido arrestados?
–Tenemos a siete, dos
más se nos escaparon, pero los agarraremos si empiezan otra vez.
El teniente Caquer fue
caminando, pensativo, hacia el departamento de los Gordon, haciendo esfuerzos para
recordar dónde había oído, recientemente, propaganda contra el Sector Dos. Tenía
que existir alguna razón común para la aparición simultánea de nueve agitadores
en público, todos predicando la misma doctrina.
¿Una organización política
subversiva? No había existido ninguna parecida durante el último siglo. Bajo un
gobierno perfectamente democrático, pieza esencial de una organización estable de
todos los planetas habitados, podía encontrarse algún iluso que no estaba satisfecho,
pero Rod no podía imaginarse ningún grupo organizado en aquella situación.
Parecía tan absurdo
como el caso de Willem Deem. Aquello tampoco era lógico. Las cosas sucedían sin
significado, como en una pesadilla. ¿Pesadilla? ¿Qué era lo que trataba de recordar
sobre una pesadilla? ¿No había tenido él una clase rara de sueño la noche pasada?
¿Qué fue?
Pero, como hacen siempre
las pesadillas, ésta eludió su mente consciente.
De todos modos, mañana
interrogaría, o ayudaría a interrogar, a esos agitadores que estaban arrestados.
Pondría detectives a investigar sus historias y costumbres y no le cabía duda que
podría encontrar un común denominador en alguna parte, que explicara su repentina
actividad.
No podía ser por accidente
que todos ellos empezaran en el mismo día. Era absurdo, tan absurdo como los inexplicables
cadáveres del propietario de la tienda de libros y películas. Quizá porque los dos
casos eran absurdos, su mente tendía a unir los dos hechos. Pero juntos, los dos
no eran más lógicos que separados. Inclusive tenían menos explicación.
¿Por qué no habría aceptado
aquel puesto que le ofrecieron en Ganimedes? Ganimedes era una luna agradable y
bien organizada. No había nadie allí capaz de ser asesinado dos veces en días consecutivos.
Pero Jane Gordon no vivía en Ganimedes; vivía en el Sector Tres y él se dirigía
ahora a verla.
Todo hubiera sido maravilloso,
excepto que él se sentía tan cansado que no podía pensar bien, y que Jane Gordon
insistía en considerarlo un hermano en vez de un pretendiente y que probablemente
iba a perder su empleo. Sería el hazmerreír de todo Callisto, si el investigador
especial enviado del Sector Centro encontraba alguna sencilla explicación para todo
lo que estaba pasando, que a él se le había escapado…
Jane Gordon, que le
pareció más hermosa de lo que nunca había visto, lo recibió en la puerta. Estaba
sonriendo, pero la sonrisa se cambió en una mirada de preocupación cuando él entró
en la habitación brillantemente iluminada.
–¡Rod! –exclamó –. Pareces
enfermo, realmente enfermo. ¿Qué es lo que has hecho además de olvidar comer?
Rod Caquer consiguió
sonreír.
–He estado corriendo
en círculos dentro de callejones sin salida, Jane. ¿Puedo usar tu videófono?
–Desde luego. Tengo
algo de comida preparada para ti. Pondré la mesa mientras llamas. Papá está durmiendo.
Me dijo que lo despertara cuando llegaras, pero esperaré hasta que comas.
Mientras ella se dirigía
a la cocina, Caquer se dejó caer en la silla enfrente del videófono y llamó al Departamento
de Policía. La roja cara de Borgesen, teniente del turno de noche, apareció en la
pantalla.
–Hola, Borg –dijo Caquer
–. Oye, respecto a esos siete oradores que arrestaste ¿has hecho que…?
–Son nueve –interrumpió
Borgesen –Tenemos a los otros dos y quisiera que no estuvieran aquí. Nos van a volver
locos.
–¿Quieres decir que
los otros trataron de hablar en público de nuevo? –preguntó Caquer.
–No. Entraron en el
Departamento y se entregaron, y no podemos echarlos a la calle, porque hay una denuncia
contra ellos. Pero están confesando a todos los que los quieren oír. ¿Y quieres
saber lo que confiesan?
–Me rindo –dijo Rod.
–Que tú los has alquilado,
y que les has ofrecido cien créditos a cada uno de ellos.
–¿Cómo?
Borgesen rio, un poco
más fuerte de lo necesario.
–Los dos que se entregaron
voluntariamente dicen eso y los otros siete. Dios mío, ¿por qué me habré hecho policía?
Una vez tuve la oportunidad de estudiar para maquinista de naves interplanetarias
y tengo que terminar haciendo esto.
–Mira, quizá lo mejor
será que vaya a la oficina y veamos si son capaces de mantener su acusación en mi
cara.
–Probablemente lo harán,
pero eso no quiere decir nada, Rod. Dicen que los has alquilado esta tarde y nosotros
sabemos que estabas en la tienda de Deem con Brager. Rod, esta luna se ha vuelto
loca y yo también. Walter Johnson desapareció. No se le ha visto desde esta mañana.
–¿Cómo? ¿El secretario
confidencial del director? Estás bromeando, Borg –dijo Caquer.
–Ojalá fuera una broma.
Tendrías que estar contento de no tener que hacer guardia en el Departamento. Maxon
nos ha estado dando siete clases distintas de tormento para que encontremos a su
secretario. Y tampoco le gusta el asunto de Deem. Parece que nos echa la culpa de
que dejemos que asesinen a un hombre dos veces. Dime, ¿cuál de los dos era Deem,
Rod? ¿Tienes alguna idea?
Caquer sonrió débilmente.
–Vamos a llamarlos Deem
y Deem 2 hasta que lo sepamos –sugirió –. Creo que los dos eran Deem.
–¿Pero cómo puede un
hombre ser dos?
–¿Cómo puede matarse
a un hombre de cinco modos a la vez? –contestó Caquer–. Cuando me contestes eso,
te explicaré tu pregunta.
–Estás loco –dijo Borgesen
y continuó con una observación algo grotesca–. Creo que hay algo raro en este caso.
Caquer estaba riendo
tan fuertemente que había lágrimas en sus ojos, cuando Jane Gordon entró para decirle
que la mesa estaba lista. Ella lo miró con asombro, pero había preocupación detrás
del asombro.
Caquer la siguió sin
protestar y descubrió que estaba hambriento. Cuando comió alimentos suficientes
para preparar tres comidas corrientes, volvió a sentirse humano. Su dolor de cabeza
persistía, pero ya era algo que palpitaba débilmente en la distancia.
El profesor Gordon estaba
esperando en el salón cuando entraron allí procedentes de la cocina.
–Rod, te pareces a algo
que haya sido arrastrado por el gato –dijo–. Siéntate antes de que te caigas.
Caquer sonrió.
–Eso es porque he comido
demasiado. Jane es una magnífica cocinera.
Se dejó caer en una
silla enfrente de Gordon. Jane Gordon se había acomodado en el brazo de la silla
de su padre, y los ojos de Caquer se recrearon contemplándola. ¿Cómo era posible
que una muchacha con los labios tan suaves y apetecibles como los suyos pudiera
insistir en considerar al matrimonio como algo puramente académico? ¿Cómo era posible
que…?
–No puedo ver en este
momento que ello pueda ser una causa de su muerte, Rod, pero Willem Deem alquilaba
libros políticos –dijo Gordon–. No hago ningún daño en decirlo ahora, ya que el
pobre hombre está muerto.
Casi las mismas palabras,
recordó Caquer, que Perry Peters había usado para decirle la misma cosa.
Caquer asintió.
–Hemos registrado su
tienda y su departamento y no hemos encontrado ninguno, Profesor –dijo–. Desde luego,
usted no sabrá qué clase…
El profesor Gordon sonrió.
–Me temo que sí lo sé,
Rod. En confianza, y espero que no tendrás ningún dictáfono para registrar nuestra
conversación, he leído unos cuantos de esos libros.
–¿Usted? –había real
sorpresa en la voz de Caquer.
–Nunca dejes de tener
en cuenta la curiosidad de un profesor, muchacho. Mucho me temo que la lectura de
libros en la Lista Gris es un vicio más extendido entre los profesores de Universidad,
que entre ninguna otra clase de personas. Oh, ya sé que está mal hacerlo, pero la
lectura de tales libros no puede afectar a una mente serena y juiciosa.
–Y papá ciertamente
disfruta de una mente serena y juiciosa, Rod –dijo Jane, ligeramente desafiante–.
Sólo que… a mí no me dejaba leerlos.
Caquer sonrió. El uso
por el profesor de la palabra “Lista Gris” lo había tranquilizado.
Alquilar libros de la
Lista Gris era solamente una falta leve, después de todo.
–¿Nunca has leído libros
de la Lista Gris, Rod? –preguntó el profesor.
Caquer sacudió la cabeza.
–Entonces, probablemente,
nunca habrás oído hablar del hipnotismo. Algunas de las circunstancias en el caso
Deem. Bien, me he preguntado si se habría usado hipnotismo.
–Me temo que ni siquiera
sé de qué se trata, profesor.
El débil anciano suspiró.
–Eso es porque nunca
has leído libros ilícitos, Rod –dijo Gordon–. El hipnotismo consiste en el control
de una mente por otra y había alcanzado un alto grado de desarrollo antes de que
fuera prohibido. ¿No habrás oído hablar de la Orden Kapreliana o de la Rueda de
Vargas?
Caquer movió la cabeza.
–La historia de este
tema está en los libros de la Lista Gris, en varios de ellos –dijo el profesor–.
El método y cómo se construye una Rueda de Vargas estará en los libros de la Lista
Negra, muy arriba en la lista de la ilegalidad. Desde luego no he leído éstos, pero
conozco la historia.
“Un hombre llamado Mesmer,
allá por el Siglo Dieciocho, fue uno de los primeros que usaron, si es que no fue
el descubridor, del hipnotismo. Por lo menos, estableció las primeras bases científicas
de su práctica. Ya en el Siglo Veinte se sabía mucho en este campo y ya era usado
profusamente en medicina.
“Cien años más tarde
los médicos trataban casi tantos enfermos con hipnotismo como con drogas y cirugía.
Es cierto que hubo algunos casos de abuso, pero fueron relativamente pocos.
“Pero otros cien años
trajeron un gran cambio. El hipnotismo había ido demasiado lejos para la seguridad
pública. Cualquier criminal o político sin escrúpulos que llegaba a conseguir algunos
conocimientos del arte, podía operar con impunidad. Podía engañar al público y conseguir
no ser descubierto.
–¿Quiere decir que realmente
podía hacer que la gente pensara lo que él quería? –preguntó Caquer.
–No solamente eso, sino
que conseguía que hiciesen cuanto él quisiera. Y con el uso de la televisión un
sólo hombre podía visible y directamente hablar a millones de personas.
–Pero, ¿no podía el
gobierno haber dictado leyes para regular la práctica de este arte?
El profesor Gordon sonrió.
–¿Cómo, cuando los legisladores
son buenos y tan sujetos a la influencia del hipnotismo como el resto de los mortales?
Y luego, para complicar las cosas, casi sin posibilidad de arreglo, llegó la invención
de la Rueda de Vargas.
“Ya había sido observado,
en tiempos tan lejanos como el Siglo Diecinueve, que una serie de espejos movibles,
dispuestos de manera especial, podían someter a cualquiera que los mirase a un estado
de sumisión hipnótica. Y la transmisión del pensamiento había ya sido experimentada
en el Siglo Veintiuno. Fue en el siglo siguiente cuando Vargas combinó y perfeccionó
los dos para construir su Rueda. En realidad, era una especie de casco, con una
rueda giratoria de espejos, especialmente construidos, colocada encima.
–¿Y cómo funcionaba?
–preguntó Caquer.
–El portador de un casco
o Rueda de Vargas tenía de inmediato y automáticamente control sobre cualquiera
que le viese directamente en una pantalla de televisión –dijo Gordon–. Los espejos
en la pequeña rueda giratoria producían una hipnosis instantánea, mientras que el
casco, de alguna manera, llevaba los pensamientos del portador a través de la rueda
e implantaba sobre los hipnotizados cualquier pensamiento que deseara transmitir.
“En realidad, el casco,
o la rueda, podían ser ajustadas para producir ciertas ilusiones fijas, sin necesidad
de la intervención del operador. O, en cambio, el control podía ser directo, desde
su mente.
–¡Caramba! –dijo Caquer–.
Una cosa como ésa podría… Ahora comprendo por qué los libros que dan instrucciones
para fabricar una Rueda de Vargas están en la Lista Negra. ¡Por los asteroides!
Un hombre con una de esas ruedas podría…
–Podría conseguirlo
casi todo. Inclusive el matar a un hombre y hacer que la causa de la muerte apareciese
de cinco modos distintos a otros tantos observadores.
Caquer silbó suavemente.
–Y también tratar de
levantar a las turbas con agitadores, aunque no es necesario que sean agitadores,
sino ciudadanos completamente temerosos de la ley.
–¿Agitadores? –preguntó
Jane Gordon–. ¿Qué es eso de los agitadores, Rod? No me he enterado de nada.
Pero Rod ya se estaba
levantando.
–No tengo tiempo de
explicártelo ahora, Jane –dijo–. Te lo diré mañana, pero ahora tengo que dedicarme…
Un momento, profesor, ¿es eso todo lo que sabe respecto a ese asunto de la Rueda
de Vargas?
–Todo lo que sé, muchacho.
Se me había ocurrido como una posibilidad. Solamente llegaron a construirse cinco
o seis, hasta que finalmente el gobierno consiguió apoderarse de ellas y destruirlas,
una a una. Costó millones de vidas hacerlo.
“Cuando finalmente consiguieron
dominar a todos los poseedores, la colonización de los planetas ya se había iniciado
y un Consejo Interplanetario tenía ya control sobre todos los gobiernos. Decidieron
que todo lo que se relacionara con el hipnotismo era peligroso y lo declararon prohibido.
Costó unos cuantos siglos eliminar todo conocimiento de este asunto, pero al fin
tuvieron éxito. La prueba es que tú nunca has oído hablar de ello.
–¿Y qué hay de los aspectos
beneficiosos del hipnotismo –preguntó Jane Gordon–. ¿Se han perdido?
–Desde luego –dijo su
padre–. Pero la ciencia de la medicina había progresado tanto que no constituye
una pérdida demasiado grande. Hoy en día los médicos pueden curar por medios físicos
todo cuanto podía hacerse con el hipnotismo, por medios mentales.
Caquer, que se había
detenido en la puerta, se volvió.
–Profesor, ¿es posible
que alguien haya alquilado un libro de la Lista Negra a Deem, y haya aprendido estos
secretos?
El profesor Gordon se
encogió de hombros.
–Es posible –dijo–.
Deem puede haber tenido algunos libros de la Lista Negra, en ocasiones, pero no
hubiera tratado de venderlos o alquilármelos a mí. De modo que no me habría enterado.
En el Departamento de
Policía, el teniente Caquer encontró al teniente Borgesen al borde de un ataque
de apoplejía.
Éste miró a Caquer.
–¡Tú! –dijo. Y luego
continuó– El mundo se ha vuelto loco. Escucha, Brager descubrió el cuerpo de Willem
Deem, ¿no es así? A las diez de la mañana de ayer. Y se quedó allí de guardia mientras
Skidder y tú y los sanitarios estaban allí, ¿no?
–Sí, ¿por qué? –preguntó
Caquer.
La expresión de Borgesen
mostró cuánto le habían afectado los últimos sucesos.
–Por nada, no pasa nada,
excepto que Brager estuvo en el hospital ayer por la mañana, de las nueve hasta
después de las once, curándose un tobillo dislocado. No es posible que haya estado
en la tienda de Deem a la hora que él dice. Siete doctores, ayudantes y enfermeras
juran que estaba en el hospital a aquella hora.
–Hoy cojeaba cuando
me ayudó a registrar la tienda de Deem –dijo–¿Qué es lo que dice Brager?
–Dice que estuvo allí,
en la tienda de Deem y que descubrió el cuerpo. Nos enteramos por casualidad que
todo sucedió de otro modo, si es que sucedió de alguna manera. Rod, me voy a volver
loco. Pensar que tuve la oportunidad de ser maquinista en un carguero interplanetario
y en cambio acepté este maldito empleo. ¿Has podido saber algo nuevo?
–Puede ser. Pero antes
quiero preguntarte algo, Borg. Respecto a esos nueve chiflados que has arrestado,
¿ha tratado alguien de averiguar…?
–Ah, esos –interrumpió
Borgesen–. Los dejé ir.
Caquer se quedó mirando
la roja faz del teniente de guardia, como si no pudiera creer lo que oía.
–¿Que los has dejado
marchar? –replicó–. Pero no podías hacerlo, legalmente. Había una denuncia contra
ellos. Sin ser juzgados no podías ponerlos en libertad.
–Sin embargo, lo hice
y asumo toda la responsabilidad por ello. Mira, Rod, esos hombres tenían razón,
¿no es eso?
–¿Qué?
–Desde luego. Debemos
despertar al pueblo sobre todo lo que está ocurriendo en el Sector Dos. Esos malditos
de allá necesitan que los pongan en su lugar y nosotros vamos a ser los que lo haremos.
Este sector debe ser el centro de Callisto. ¿No te parece, Rod, que un Callisto
unido podría conquistar a Ganimedes?
–Borg, ¿hubo algo en
la televisión esta noche? ¿Alguien pronunció algún discurso que tú hayas escuchado?
–Claro, ¿no lo has oído
tú? Nuestro amigo Skidder. Debe haber sido mientras te dirigías hacia aquí, porque
todos los receptores se encendieron automáticamente; fue una llamada general.
–Y… ¿hubo alguna sugerencia
específica, Borg, en ese discurso? ¿Sobre el Sector Dos y Ganimedes y todo eso?
–Claro, tenemos reunión
general mañana a las diez, por la mañana. En la plaza. Todos tenemos que ir; te
veré allí, ¿no es así?
–Sí –dijo el teniente
Caquer–. Me temo que me verás allí. Tengo que marcharme, Borg.
Rod Caquer sabía ahora
lo que estaba pasando. Casi lo último que deseaba hacer era seguir allí escuchando
a Borgesen, mientras éste hablaba bajo la influencia de, no podía ser otra cosa,
una Rueda de Vargas. Ninguna otra fuerza podía haber hecho que el teniente Borgesen
hablara como lo acababa de hacer. La idea del profesor Gordon parecía más acertada
a cada momento. Ninguna otra cosa podía haber conseguido aquellos resultados.
Caquer caminó ciegamente
a través de las calles iluminadas por la luz nocturna de Júpiter, pasando por delante
del edificio donde estaba su propio departamento. Tampoco quería entrar allí.
Las calles de la Ciudad
Sector Tres parecían muy animadas para ser una hora tan avanzada de la noche. ¿Qué
hora era? Miró su reloj y silbó suavemente. La noche ya había pasado. Eran las dos
de la madrugada y normalmente las calles habrían estado desiertas.
Pero aquella noche no
lo estaban. La gente andaba por todas partes, sola o en pequeños grupos que iban
juntos en un silencio extraño. Se oía el ruido de sus pisadas, pero ni siquiera
el murmullo de una voz. Ni siquiera…
¡Susurros! Algo en aquellas
calles y las gentes que las poblaban, hizo que Rod Caquer recordase ahora su pesadilla
de la noche anterior. Sólo que ahora sabía que no había sido un sueño. Ni tampoco
había andado dormido, en el sentido ordinario de la palabra.
Se había vestido. Había
salido del edificio. Y las luces de la calle habían estado apagadas, lo que significaba
que los empleados de la compañía de electricidad habían abandonado sus puestos.
Ellos, igual que los otros, estuvieron vagando entre el gentío.
Escuchando a los susurros
de la noche. ¿Y qué era lo que los susurros le habían dicho? Podía recordar parte
de ellos…
–Mata, mata, mata. Los
odias, los odias.
Un estremecimiento corrió
por el espinazo de Caquer cuando se dio cuenta de la importancia del hecho, de que
la pesadilla de la noche anterior había sido una realidad. Esto era algo que hacía
parecer insignificante la muerte del propietario de una tienda de libros y películas.
Esto era algo que estaba
atenazando a una ciudad entera, algo que podía cambiar un mundo, algo que podía
conducir a un increíble terror y destrucción en una escala que no había sido conocida
desde el Siglo Veinticuatro. Todo aquello que había empezado como un simple caso
de asesinato…
En algún lugar más adelante,
Rod Caquer escuchó la voz de un hombre que se dirigía a la multitud. Una voz enloquecida,
llena de fanatismo. Corrió hasta la esquina y la dobló para encontrarse en el exterior
de un grupo de personas que se apretaban alrededor de un hombre que les hablaba
desde lo alto de una plataforma.
–Y les digo que mañana
es el gran día. Ahora que tenemos al director con nosotros ya no será necesario
destituirlo. Hay hombres trabajando en este momento, durante toda la noche, preparándose.
Después de la reunión de todo el pueblo en la plaza mañana por la mañana, haremos…
–¡Alto! –gritó Rod Caquer.
El hombre dejó de hablar y se volvió para mirar a Rod, mientras la multitud se volvía
lentamente, casi al unísono, para mirarlo.
–¡Estás arres…!
Entonces Caquer se dio
cuenta de que aquello era un gesto inútil.
No fueron los hombres
que se dirigían hacia él, que lo convencieron de ello. No tenía miedo de la lucha.
La habría recibido con satisfacción, como un alivio a aquel extraño terror, habría
aceptado con placer la oportunidad de abrirse paso con su espada.
Pero de pie detrás del
orador, estaba un hombre de uniforme: Brager. Y Caquer recordó, entonces, que Borgesen
estaba de guardia en el departamento y que estaba al lado de aquellos locos. ¿Cómo
podía arrestar al agitador cuando Borgesen rehusaría aceptar su denuncia, y qué
iba a conseguir con iniciar un tumulto y causar heridas a gente inocente, gente
que no actuaban por su propia voluntad, sino bajo la poderosa influencia que el
profesor Gordon le había descrito?
Con la mano en el puño
de su espada, se retiró. Nadie lo siguió. Como autómatas, volvieron a mirar al orador,
quien reasumió su arenga, como si nadie lo hubiese interrumpido. Brager, el policía,
no se había movido, ni siquiera había mirado en su dirección. Él solo entre todas
aquellas personas, no se había vuelto contra el desafío de su superior.
El teniente Caquer se
apresuró en la dirección que llevaba cuando había oído al orador. Aquel camino lo
llevaría al centro de la ciudad. Allí encontraría un videófono y podría llamar al
coordinador del sector. Esto era un caso de emergencia, seguramente la influencia
de quienquiera que fuese, que poseía la Rueda de Vargas, no se había extendido más
allá de los límites del Sector Tres.
Encontró un restaurante
nocturno abierto pero desierto, con las luces encendidas pero sin camareros en su
interior, sin cajero detrás del mostrador. Entró en la cabina del videófono y apretó
el botón para llamar al operador de llamadas de larga distancia. La operadora apareció
en la pantalla casi inmediatamente.
–Comuníqueme con el
coordinador de sector, en Ciudad Callisto –dijo Caquer–. Aprisa, por favor.
–Lo siento, señor. Las
comunicaciones fuera de la ciudad han sido suspendidas por orden del contralor de
servicios, hasta nueva orden,
–¿Cuánto durará?
–No está permitido dar
esta información.
Caquer apretó los dientes.
Bien, había una persona que podía ayudarle. Obligó a su voz a que continuara tranquila.
–Entonces con el profesor
Gordon, en los departamentos de la Universidad –dijo a la operadora.
–Bien, señor.
Pero la pantalla siguió
sin iluminarse, aunque la pequeña luz roja que indicaba que el zumbador estaba funcionando
en la casa de los Gordon, estuvo centelleando durante varios minutos.
–No contestan, señor.
Probablemente el profesor
y su hija estaban profundamente dormidos y no oían la llamada. Por un instante Caquer
pensó en la conveniencia de ir hasta allá. Pero la Universidad estaba en el otro
lado de la ciudad, ¿y qué ayuda podrían darle? Ninguna, y el profesor era un anciano
débil y enfermo.
No, tendría que… Volvió
a pulsar el botón del videófono y un instante más tarde estaba hablando con el encargado
de los hangares de la policía.
–Saque el aparato rápido
de persecución –dijo Caquer secamente– y téngalo para dentro de quince minutos que
vendré a buscarlo.
–Lo siento, teniente
–fue la respuesta, igualmente seca–. No se suministra telenergía a ningún aparato,
por orden especial. No saldrá ningún vuelo mientras dure la emergencia.
“Debí suponerlo”, pensó
Caquer. Pero, ¿qué pasaría con el investigador especial que llegaría de la oficina
del coordinador?
–¿Se permite aterrizar
a las naves procedentes del exterior? –preguntó.
–Sí, pero no pueden
volver a despegar sin órdenes especiales –contestó la voz.
–Gracias –dijo Caquer.
Cerró la pantalla y volvió a salir. Ya amanecía. Aún había una posibilidad. El investigador
especial quizá podría ayudarle.
Pero él, Red Caquer,
tendría que encontrarlo, contarle lo ocurrido y sus consecuencias antes de que pudiera
caer, como los otros, bajo la influencia de la Rueda de Vargas. Caquer caminó rápidamente
hacia el espaciopuerto. Quizá la nave había aterrizado y el daño ya estaba hecho.
Volvió a pasar por el
lado de un grupo de personas reunidas frente a un orador. Casi todo el mundo debía
estar bajo la influencia de la rueda a estas horas. Pero, ¿por qué no lo estaba
él? ¿Por qué no estaba también él bajo la maligna influencia?
Ciertamente debía haberse
encontrado en la calle, dirigiéndose al Departamento de Policía, cuando Skidder
había estado emitiendo, pero aquello no lo explicaba todo. Toda esa gente no podía
haber visto u oído la emisión. Algunos de ellos ya debían estar durmiendo a aquella
hora.
Además él, Red Caquer,
había sido afectado, la noche anterior, por los susurros. Debía haber estado bajo
la influencia de la rueda cuando había investigado la muerte, los asesinatos.
Entonces, ¿por qué se
encontraba libre ahora? ¿Era él el único o eran los otros, los que habían escapado,
los que estaban cuerdos y en estado normal?
De lo contrario, si
era el único, ¿por qué estaba libre? ¿O no lo estaba?
¿Podía ser que lo que
estaba haciendo en aquel momento era parte de algún plan realizado bajo las órdenes
de otro?
Era inútil que siguiera
pensando de aquel modo, o acabaría volviéndose loco. Tenía que seguir haciendo lo
que creía que era lo mejor, y esperar que las cosas, y él mismo, eran lo que parecían
ser.
Entonces empezó a correr,
porque delante de él ya se veía el espacio abierto de la estación terminal y una
pequeña espacionave, plateada a la luz del amanecer, estaba descendiendo para aterrizar.
Una pequeña nave rápida del gobierno, debía ser la del investigador especial. Corrió
alrededor de los edificios, pasó por la puerta de la valla y se dirigió a la nave,
que ya había tomado tierra. La puerta se abrió.
Un hombre pequeño, de
movimientos enérgicos salió y cerró la puerta. Vio a Caquer y sonrió.
–¿Usted es Caquer? –preguntó,
tranquilamente–. La oficina del coordinador me envía para investigar un caso en
el que parece que ustedes se encuentran en dificultades. Me llamo…
El teniente Rod Caquer
estaba mirando, horrorizado, al bien conocido rostro del hombre, a la familiar verruga
que tenía en un lado de la nariz, esperando que pronunciase el nombre que ya conocía.
–…Willem Deem. ¿Le parece
que vayamos a su oficina?
El teniente Rod Caquer,
teniente de policía del Sector Tres en Callisto, había soportado más de lo que podía.
¿Cómo se puede investigar el asesinato de un hombre que ha sido muerto dos veces?
¿Qué debe hacer un policía cuando la víctima se presenta, viva y sonriente, para
ayudarle a resolver el caso?
Ni siquiera cuando se
sabe que en realidad no está allí, o si lo está, no es lo que nos dicen nuestros
ojos y que no está diciendo lo que escuchan nuestros oídos.
Hay un punto más allá
del cual la mente humana no puede seguir funcionando normalmente, y cuando se alcanza
ese punto, distintas personas reaccionan de diferentes maneras.
La reacción de Rod Caquer
fue una súbita, ciega y roja cólera que se dirigió, por falta de mejor objetivo,
a la persona del investigador especial, si es que era el investigador y no un fantasma
hipnótico que ni siquiera se encontraba allí.
El puño de Rod Caquer
estableció contacto y encontró una barbilla, lo cual no probaba nada excepto que
si el hombre que había bajado del aparato era una ilusión, lo era tanto para la
vista como para el tacto. El puño de Rod explotó en su mentón como el escape de
un cohete y el hombre se tambaleó y cayó hacia adelante. Aún sonriente, porque no
había tenido tiempo de cambiar la expresión de su rostro.
Se cayó de cara y luego
dio media vuelta, los ojos cerrados pero sonriendo amablemente hacia el cielo que
se iba aclarando rápidamente.
Sintiendo que las rodillas
le temblaban, Caquer se inclinó y puso su mano en el interior de la guerrera del
hombre. El corazón seguía latiendo, desde luego. Por un momento, Caquer había temido
que estuviese muerto a consecuencia del golpe.
Y Caquer cerró los ojos
deliberadamente y tocó el rostro del hombre con su mano, y aún seguía pareciendo
el rostro de Willem Deem y la verruga seguía allí, exactamente igual al tacto que
a la vista.
Dos hombres habían salido
del edificio terminal y cruzaban el campo corriendo, dirigiéndose hacia él. Rod
vio la expresión de sus caras y luego pensó en el pequeño aparato que estaba a pocos
pasos de él. Tenía que escaparse del Sector Tres, para poder contar a alguien lo
que estaba pasando, antes de que fuese demasiado tarde.
Si sólo hubiera sido
mentira lo del corte de la teleenergía. Saltó por encima del cuerpo del hombre a
quien había derribado y entró en el aparato y empezó a manipular los controles.
Pero el aparato no respondió y, no, no le habían mentido respecto al corte de energía.
No le iba a servir de
nada quedarse allí para emprender una pelea que no iba a decidir absolutamente nada.
Salió por la puerta en el otro lado de la nave, huyendo de los hombres que ya llegaban
y corrió hacia la valla.
La valla era metálica
y tenía una carga eléctrica. No podía matar a un hombre, pero era lo suficiente
para mantenerlo sin poder moverse hasta que se cortara la corriente y pudieran detenerlo.
Pero si la telenergía estaba cortada, posiblemente la valla tampoco recibiría corriente.
Era demasiado alta para
saltarla, de modo que se arriesgó. Por suerte no tenía corriente. Pasó por encima
y sus perseguidores se detuvieron y regresaron al lado del hombre caído junto al
aparato del gobierno.
Caquer dejó de correr,
pero siguió caminando. No sabía a dónde iba, pero tenía que seguir adelante. Después
de un rato se dio cuenta de que sus pasos lo llevaban hacia los límites de la ciudad,
en el lado norte, en dirección a Ciudad Callisto.
Se encontraba en un
pequeño parque cerca del límite norte, cuando el significado y la inutilidad de
la dirección que llevaba se le hizo evidente. Y al mismo tiempo, se dio cuenta,
de que le dolía todo el cuerpo, que estaba cansado y que tenía un dolor de cabeza
terrible. Comprendió que no podía seguir, a menos que tuviera un objetivo definido.
Se dejó caer en un banco
del parque y durante un rato descansó con la cabeza entre las manos. No encontraba
solución.
Al fin levantó los ojos
y vio algo que lo fascinó. Era un pequeño molinete de papel de varios colores clavado
con una aguja en una varita. Un juguete de niño, que posiblemente lo habían dejado
hincado en la hierba del parque, olvidándose de él. El molinete seguía girando,
a los impulsos del viento, a veces rápido, a veces lento.
Marchaba en círculos,
igual que su mente. ¿De qué otro modo podía funcionar la mente de un hombre, cuando
no podía distinguir lo que era ilusión de lo que era realidad? Marchaba en círculos,
igual que una Rueda de Vargas.
Círculos.
Pero tenía que haber
algún medio. Un hombre con una Rueda de Vargas no podía ser completamente invencible,
pues de otro modo, ¿cómo pudo el Consejo tener éxito en destruir las pocas que se
habían construido? Posiblemente los poseedores de las ruedas se habrían anulado
el uno al otro hasta cierto punto, pero siempre habría quedado una última rueda
en manos de alguien. En posesión de alguien que quería controlar los destinos del
Sistema Solar.
Pero el Consejo había
detenido la rueda.
Por lo tanto, podía
ser detenida. Pero, ¿cómo? ¿Cómo, cuando no se puede ver? Mejor dicho, cuando la
vista de una colocaba a un hombre tan completamente bajo su poder que ya no podía,
después de la primera visión, saber que estaba allí. Porque, al verla, había conquistado
su mente.
Él tenía que detener
la rueda. Era la única solución. Pero, ¿cómo?
Aquel molinete en el
jardín podía ser la Rueda de Vargas, ajustada de modo que crease la ilusión de que
era el juguete de un niño. O su poseedor, llevando el casco, podía estar ahora delante
de él, observándolo. El poseedor de la rueda podría ser invisible, porque a la mente
de Caquer se le habría ordenado que no lo viera.
Pero si el hombre estaba
allí, entonces es que realmente estaba allí, y si Rod podía alcanzarlo con su espada,
el peligro habría terminado, ¿no es así? Sin duda.
Pero ¿cómo podía encontrarse
una rueda que uno no podía ver? Que no se podía ver, porque…
Y entonces, aún contemplando
el molinete, Caquer vio una posibilidad, algo que podía tener éxito, una probabilidad
entre mil.
Miró rápidamente su
reloj de pulsera y vio que eran ya las nueve y media, lo que quería decir que aún
faltaba media hora para la reunión de la plaza. Y la rueda y su poseedor estarían
allí, con toda seguridad.
Se quedó sin aliento
después de atravesar corriendo unas cuantas manzanas y tuvo que seguir a un paso
rápido, pero aún tenía tiempo para llegar allí antes de que la reunión terminara,
aunque no viera el principio.
Sí, podría llegar allí.
Y entonces, si su idea tenía éxito…
Eran casi las diez cuando
pasó por delante del edificio donde estaba su propio departamento y siguió caminando.
Entró en una casa unas cuantas puertas más allá. El operador del ascensor había
desaparecido, pero Caquer lo hizo funcionar y un minuto más tarde usaba su ganzúa
para entrar en el laboratorio de Perry Peters.
Peters no estaba, desde
luego, pero las gafas sí, los anteojos especiales con el raro efecto de limpiaparabrisas
que hacía que pudiesen usarse en las minas de radita.
Rod Caquer se las colocó
delante de los ojos, se puso la pequeña batería en el bolsillo y apretó el botón
que tenía a un lado. Funcionaban. Podía ver, mientras los brazos limpiacristales
zumbaban rápidamente. Veía confusamente, pero veía. Pero un minuto más tarde, el
aparato se detuvo. Recordaba ahora que Peter había dicho que los ejes se calentaban
y expandían después de un minuto de funcionamiento. Bien, aquello podía tener mucha
importancia. Un minuto podía ser suficiente y los ejes se habrían enfriado cuando
llegase a la Plaza.
Pero necesitaría poder
variar la velocidad. Entre la multitud de piezas que cubrían el banco de trabajo,
encontró un pequeño reóstato y lo intercaló en uno de los hilos que iban de las
gafas a la batería.
Aquello era todo lo
que podía hacer. No tenía tiempo para hacer más pruebas. Se levantó los anteojos
hasta la frente y corrió hacia el ascensor. Un momento más tarde, estaba en la calle
corriendo hacia la plaza, a dos manzanas de distancia.
Cuando llegó vio la
inmensa multitud reunida allí, mirando a los dos grandes balcones del edificio del
Directorio. En el inferior había varias personas a quienes conocía: el doctor Skidder,
Walter Johnson. Hasta el teniente Borgesen esta allí.
En el más alto, el director
Barr Maxon estaba solo, hablando al gentío que se extendía por la plaza. Su voz
sonora lanzaba frases reivindicando el poderío del Imperio. A unos cuantos pasos
de él, entre la gente, Caquer distinguió el cabello blanco del profesor Gordon y
la cabellera dorada de Jane Gordon a su lado. Se preguntó si también estaban bajo
aquel embrujo. No había duda que habían sido engañados o no estarían allí. Comprendió
que sería inútil el tratar de hablarles, explicarles lo que iba a intentar.
El teniente Caquer se
colocó las gafas, momentáneamente ciego porque los brazos cerraban en aquel momento
los arcos de cristal. Pero sus dedos hallaron el reóstato, que estaba en cero, Y
empezaron a moverlo lentamente hacia su máximo.
Y entonces, a medida
que los brazos limpiadores empezaron su loca danza y fueron acelerando, empezó a
ver. Al principio confusamente. A través de los cristales en forma de arco, miró
a su alrededor. En el balcón inferior no observó nada de particular, pero en el
balcón más alto, la figura del director Barr Maxon repentinamente se hizo confusa.
Había un hombre de pie
en el balcón, que llevaba un casco de apariencia extraña, que le cubría hasta los
hombros y en su parte superior había una rueda de unos diez centímetros de diámetro,
compuesta de espejos y prismas.
La rueda aparecía inmóvil,
debido al efecto estroboscópico de los anteojos mecánicos. Por un instante la velocidad
de los limpiacristales estuvo sincronizada con la rotación de la rueda, de modo
que cada imagen sucesiva de la rueda la mostraba en la misma posición, y para los
ojos de Caquer la Rueda de Vargas estaba inmóvil y pudo verla.
Entonces las gafas se
atascaron.
Pero ya no las necesitaba.
Sabía que Barr Maxon,
o quienquiera que fuese el que estaba en aquel balcón, era el poseedor de la Rueda
de Vargas.
En silencio y procurando
no llamar la atención, Caquer corrió por entre los grupos y alcanzó una puerta lateral
del edificio del Directorado.
Había un centinela de
guardia.
–Lo siento, señor, pero
no se permite la…
El guardia trató de
desviar el golpe, demasiado tarde. El plano de la espada del teniente Caquer le
golpeó en un lado de la cabeza y cayó.
El interior del edificio
parecía desierto. Caquer subió corriendo la escalinata que lo llevaría al piso de
aquel balcón y atravesó el gran salón dirigiéndose a la puerta del balcón.
Irrumpió a través de
ella y el director Maxon se volvió. Ya no se veía el casco en su cabeza. Caquer
había perdido las gafas, pero aunque no pudiera verlo, Caquer sabía que el casco
y la rueda estaban en su lugar funcionando y que ésta era su única oportunidad.
Maxon vio el rostro
del teniente Caquer y su espada desenvainada.
Entonces, abruptamente,
la figura de Maxon se desvaneció. Le pareció a Caquer –aunque sabía que aquello
no podía ser– que la figura ante él era la de Jane Gordon, mirándolo suplicante,
hablándole en un tono angustioso.
–Rod, no lo… –empezó
ella a decirle.
Pero él sabía que no
era Jane. Una ilusión, en defensa propia, le había sido proyectada por el operador
de la Rueda de Vargas.
Caquer levantó la espada
y la dejó caer con toda su fuerza.
Hubo un sonido de cristal
roto y el ruido de metal contra metal, cuando su espada cortó a través del casco.
Ahora podía ver que
no era Jane –sólo un hombre muerto en el suelo, con la sangre corriendo a través
de un corte en el extraño y complicado casco, completamente destrozado. Un casco
que ahora será visto por todo el mundo y también por el teniente Caquer.
Del mismo modo que todo
el mundo, incluyendo a Caquer, podía reconocer al hombre que lo había usado.
Sí, era Willem Deem.
Y esta vez, Rod Caquer sabía que verdaderamente era Willem Deem…
–Pensé –dijo Jane Gordon– que te ibas
a marchar a Ciudad Callisto sin ni siquiera despedirte de nosotros.
Rod Caquer tiró su sombrero
en la dirección de una percha.
–Oh, eso –dijo –. No
estoy ni siquiera seguro de que vaya a aceptar el puesto de coordinador de policía
allí. Tengo una semana para decidirme y me quedaré en esta ciudad hasta entonces.
¿Cómo estás, Jane?
–Perfectamente, Rod.
Siéntate. Papá llegará pronto y tiene muchas cosas para preguntarte. ¿Cómo es que
no te hemos visto desde la manifestación en la plaza?
Es gracioso cómo un
hombre puede ser tan tonto, a veces.
Pero era verdad que
él se había declarado tantas veces y había sido rechazado, que quizá toda la culpa
no era suya.
Él sólo pudo quedarse
mirándola.
–Rod, supongo que todos
los hechos no han aparecido en los programas de televisión –dijo ella –. Ya sé que
tendrás que volver a contarlo todo para mi padre, pero mientras lo esperamos, ¿no
quisieras adelantarme alguna cosa?
Rod sonrió.
–No tiene importancia,
realmente, Jane –dijo–. William Deem consiguió hacerse, de algún modo, con un libro
de la Lista Negra y descubrió el modo de fabricar una Rueda de Vargas. De modo que
hizo una y empezó a pensar cómo usarla.
–Su primera idea fue
matar al director Barr Maxon y hacerse pasar por director, ajustando el casco de
modo que aparecería como Maxon. Colocó el cuerpo de Maxon en su propia tienda y
se divirtió mucho con su propio asesinato. Tenía un torcido sentido del humor y
disfrutaba al vernos confundidos.
–¿Pero cómo consiguió
hacer todo el resto? –preguntó la muchacha.
–Se encontraba allí
con la apariencia de Brager y pretendió descubrir su propio cuerpo. Dio una descripción
de la causa de la muerte e hizo que Skidder, yo y los sanitarios viéramos el cuerpo
de Maxon, cada uno de una manera distinta. No es extraño que casi nos volviéramos
locos.
–Pero Brager recordaba
haber estado allí –objetó ella.
–Brager estaba en el
hospital en aquel momento, pero Deem lo vio más tarde e implantó en su mente el
recuerdo de haber descubierto el cuerpo de Deem –explicó Caquer–. Naturalmente Brager
pensó que había estado allí.
“Entonces mató al secretario
confidencial de Maxon, porque habiendo estado tanto tiempo en contacto con Maxon,
el secretario podía haber sospechado algo fuera de lo normal, aunque no hubiera
podido decir lo que era. Éste fue el segundo cadáver de Deem, que a estas alturas
estaba divirtiéndose mucho cuando vio el lío en que estábamos.
Y desde luego nunca
envió a buscar un investigador especial a Ciudad Callisto. Estaba jugando conmigo,
haciéndome creer que iba a encontrar a un detective y haciendo que el detective
fuese Willem Deem otra vez. Casi me volví loco, entonces.
–Pero, ¿cómo fue, Rod,
que no tenías las mismas ideas que los demás? Me refiero a ese asunto de conquistar
Callisto y todo lo demás –preguntó ella–. ¿Estuviste libre de este aspecto de la
hipnosis?
Caquer se encogió de
hombros.
–Quizá fue debido a
que no llegué a ver el discurso de Skidder en la televisión –sugirió–. Desde luego
no se trataba de Skidder sino de Deem bajo otra apariencia, llevando el casco. Y
quizá me excluyó deliberadamente a mí, porque tenía una clase anormal de diversión
al ver mis esfuerzos por resolver las muertes de dos Willem Deem. Es difícil saberlo.
Es posible que yo estuviese ligeramente afectado por la tensión nerviosa y por esa
razón fuese en parte resistente a la hipnosis general.
–¿Crees que realmente
quería gobernar sobre todo Callisto, Rod? –preguntó Jane.
–Nunca sabremos, con
seguridad, hasta dónde quería o esperaba llegar. Al principio estaba experimentando
con los poderes de la hipnosis, por medio de la rueda. La primera noche sacó a la
gente de sus casas y la hizo andar por las calles, y luego la mandó regresar e hizo
que lo olvidaran. Fue una prueba, sin duda.
“Deem era, indudablemente,
psicópata, y no podemos adivinar cuál era su plan completo –continuó Caquer–. ¿Comprendes
cómo funcionaban los anteojos para neutralizar la influencia de la Rueda de Vargas,
Jane?
–Creo que sí. Esa fue
una brillante idea, Rod. Es lo mismo que cuando se toma una película de una rueda
en movimiento, ¿no? Si la cámara se sincroniza con la rotación de la rueda, de modo
que a cada fotografía sucesiva la rueda dé un giro completo, entonces parece que
la rueda esté inmóvil cuando se proyecta la película.
Caquer asintió.
–Exactamente. Tuve suerte
en poder conseguir esos anteojos. Durante un segundo pude ver a un hombre de pie,
en el balcón, llevando un casco; eso era todo lo que necesitaba saber.
–Pero, Rod, cuando apareciste
en el balcón no llevabas ya las gafas. ¿No podía haberte detenido por medio de la
hipnosis?
–Por suerte, no lo hizo.
Supongo que no tuvo tiempo de dominar a mi mente. Sin embargo, me proyectó una ilusión.
No era ni Barr Maxon ni Willem Deem la persona que vi allí en el último instante.
Eras tú, Jane.
–¿Yo?
–Sí, tú misma. Creo
que él sabía que estaba enamorado de ti, y eso fue lo primero que se le ocurrió;
que no me atrevería a usar la espada si yo creía que la dirigía contra ti. Pero
no lo eras, a pesar de la evidencia de mis ojos, de modo que di el golpe.
Se estremeció ligeramente
al recordar la fuerza de voluntad que había necesitado para levantar la espada contra
ella.
–Lo peor de todo fue
que te vi allí de pie, como siempre he deseado verte, con los brazos tendidos hacia
mí y mirándome como si realmente me amaras.
–¿De este modo, Red?
Y esta vez no fue obtuso
para comprender lo que ella quería decir.
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