Salvador Elizondo
La isla prodigiosa
surgió en el horizonte como una crátera colmada de lirios y de rosas. Hacia el
mediodía comencé a escuchar las notas inquietantes de aquel canto mágico.
Había
desoído los prudentes consejos de la diosa y deseaba con toda mi alma descender
allí. No sellé con panal los laberintos de mis orejas ni dejé que mis
esforzados compañeros me amarraran al mástil.
Hice
virar hacia la isla y pronto pude distinguir sus voces con toda claridad. No
decían nada; solamente cantaban. Sus cuerpos relucientes se nos mostraban como
una presa magnífica.
Entonces
decidí saltar sobre la borda y nadar hasta la playa.
Y
yo, oh dioses, que he bajado a las cavernas del Hades y que he cruzado el campo
de asfodelos dos veces, me vi deparado a este destino de un viaje lleno de
peligros.
Cuando
desperté en brazos de aquellos seres que el deseo había hecho aparecer tantas
veces de este lado de mis párpados durante las largas vigías del asedio, era
presa del más agudo espanto. Lancé un grito afilado como una jabalina.
Oh
dioses, yo que iba dispuesto a naufragar en un jardín de delicias, cambié
libertad y patria por el prestigio de la isla infame y legendaria.
Sabedlo,
navegantes: el canto de las sirenas es estúpido y monótono, su conversación
aburrida e incesante; sus cuerpos están cubiertos de escamas, erizados de algas
y sargazo. Su carne huele a pescado.
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