Víctor Roura
Tocaron a la puerta. Dos suaves toquidos.
Fui a abrir.
Era el Pico de Orizaba
en persona.
De golpe, fue una verdadera
sorpresa. No supe cómo reaccionar.
–Pase –dije.
La cortesía, por lo
menos, no la he olvidado. Al entrar, la casa casi se congela.
–Siéntese donde pueda
–dije.
Prefirió seguir de pie.
Me helaba.
–Váyase a poner un abrigo,
una bufanda, unos guantes –dijo, con amabilidad.
Eso hice. Cuando regresé,
la montaña estaba dormida. La desperté. Le dije que ignoraba el favor de su visita.
Bostezó.
–A veces cansa el no
moverse de algún sitio –dijo.
Vi tristeza en sus ojos.
Me encogí de hombros.
–Hay quienes buscan
precisamente la inmovilidad –dije.
El Pico se rio. Toda
la casa retumbó. Caí al suelo. Se dio cuenta de su impertinencia. Bajó los ojos.
Me levanté. Lo miré con desconfianza.
–Suelen salir raíces
debajo de los pies –dijo.
Asentí.
–Cuando uno no se mueve,
la gente se obsesiona por rodearlo. A mí se me han subido sólo para luego mirar
hacia abajo. Observan todo. Respiran la altura y después descienden…
Me supuse actor de película.
–No quiero oír guiones
de Spielberg –dije, acongojado.
La montaña bajó su mirada.
–No hablo con metáforas
–dijo, resentida.
Gesticulé por pereza.
–Quien no se mueve,
por naturaleza fastidia a los demás –dijo, con sabiduría.
Pero, vamos, estaba
yo hablando con una montaña. El frío me hacía encogerme. Crucé mis
brazos y mis manos las metí bajo los sobacos, ¿qué diablos hacía el Pico de Orizaba
en mi casa? Estaba a punto de enloquecer.
–¿Quieres que haga algo
por ti? –pregunté, tiritando.
La montaña sonrió.
–Que ya no me escalen
más, por favor –dijo.
“Vaya tonterías”, pensé.
–Esa petición me parece
imposible –expliqué–. Estás ahí y la gente quiere subírsete. Es normal…
El Pico oía con atención.
–…Como normal es patear
un balón. Porque está ahí. Tú ves una pelota y la pateas. Nomás porque sí. No te
lo explicas.
–¡Momento! –interrumpió
con firmeza.
Me helaba, Dios mío.
–Tú también estás ahí
y nadie te escala –dijo.
Estaba equivocado, el
Pico.
–No, amiguito –le dije–,
a mí también se me quieren subir…
Me vio con ternura,
quizás por el apelativo cariñoso.
–…Los hombres nos escalamos
a diario. Y no estamos para eso. Yo también escalo, lo confieso. A veces, claro.
No muy seguido que digamos. Aunque debiera hacerlo. Digo, seguido. A veces, sí.
Pero prefiero yo a las del sexo opuesto, por supuesto. Sí. A veces. Digo. Escalo…
Mientras titubeaba,
el Pico de Orizaba se dirigió a la puerta de salida. Lo vi irse lentamente, pesadamente,
torpe y fatigosamente.
–…Sí, escalo, a veces,
lo confieso; ¡diantres!, sí, a veces…
Cerré la puerta con
violencia; mas el frío seguía ahí, imperturbable.
Hay visitas que molestan,
de plano.
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