Víctor Roura
El viento hizo que me abrochara la camisa
hasta el cuello. De pronto, me vino un frío incontenible. Afuera empezaba a llover.
–Hazlo –dijo Enia León–,
yo me encargo de lo demás.
Acto seguido, dejó encima
de la mesa un bulto. Junto a su paraguas.
–¡Calma! –casi grité–,
¡no lo saques aquí!
Volteé para ambos lados.
No había nadie más. Las mesas, vacías. Vi en ese momento que entraban a la cafetería
dos hombres de traje y corbata. Reían.
–No te preocupes –dijo
Enia–. Sólo tú sabes qué hay adentro. No te pongas nervioso. El culpable siempre
se delata a sí mismo porque se sabe culpable. Tú no tienes que temer. No has hecho
nada. Ni vas a hacer…
La oía con admiración.
La León era así. Sorprendía a todos por su dureza. “A las cosas hay que llamarlas
por su nombre”, decía. Con ella no había cuentos. Por algo fue una líder insustituible
de la Facultad de Derecho, allá por los años setenta.
–Si no me lo recibe, ¿qué hago? –pregunté.
Se frotó las manos.
El frío endureció un poco más. Me miró con severidad.
–Por favor, deja las
minucias –dijo.
Pero no eran minucias.
Sabía que no lo eran. Sin embargo, callé.
–¿Qué hora es? –interrogó
Enia.
No sabía. Nunca cargo
reloj. Pero nos habíamos quedado de ver a las cinco de la tarde. Cuando mucho, llevábamos
veinte minutos platicando.
–Ni media hora hemos
hecho aquí –le dije.
Sorbió su café. Sonrió.
Enia León no era bonita, pero atraía. Tenía algo que hacía que voltearas a verla
de nuevo. Quizá su porte, quizá su cuidado maquillaje, quizá su esbelto cuerpo.
–Tienes que estar en
punto de las siete –dijo.
Tamborileé en la mesa.
Me llevé mi refresco a la boca.
–¿Sabe él que estaré
ahí? –pregunté.
Hizo una mueca. Me pareció
bellísima. Con fastidio, indicó:
–Si lo supiera, no estaríamos
tú y yo reunidos en este instante. Estaría él también aquí. Yo se lo daría, personalmente.
Por favor, no empieces con tus tonterías.
No eran tonterías. Sabía
que no lo eran. Sin embargo, callé.
–Caminemos, mientras
–sugerí.
Sorbió su café.
–Está lloviendo. No
me gusta mojarme. Nadita –dijo.
–Eso me aliviaría la
tensión –dije.
Me miró con aspereza.
Y para evitarla, volteé hacia cualquier lado. Entonces, vi con claridad cómo uno
de los dos hombres de corbata nos miraba atentamente. Al toparse nuestros ojos,
sentí una descarga eléctrica. De inmediato, volví a ver a Enia. Y Enia sintió mi
descarga porque preguntó con rapidez, pero sin perder la calma, qué me pasaba, qué
había visto. Ella no volteó. Los dos hombres estaban sentados a su espalda, de modo
que sólo yo podía verlos.
–¿Qué pasa, quién está
ahí? –preguntó otra vez.
Una gota de sudor le
bajaba por la frente. O el café estaba demasiado caliente o empezaba a ponerse nerviosa
ella también.
–¿Qué pasa? –preguntó
por tercera vez.
Tomé mi refresco con
las dos manos. Me lo llevé a la boca.
–Hay dos hombres atrás
de ti, sentados –le dije–. No dejan de mirarnos…
Su rostro siguió inamovible.
Imperturbable. Llamó a la mesera. Le pidió otro café.
–Hirviendo, por favor
–dijo.
Miró hacia arriba.
–Ahorita vengo –dijo–,
voy al baño.
Se levantó, dejó su
bolsa en la mesa, dio la media vuelta, pasó por donde estaban sentados los dos hombres,
se metió a los sanitarios. Su cuerpo dejó una estela de bendición en la sala. Los
dos hombres no le quitaron la vista de encima. Luego, al desaparecer ella, uno de
los tipos se acercó a la mesa.
–¿Me da un cigarro,
joven? –pidió.
Le alargué uno. Mi mano
temblaba un poco. La del hombre no, cuando me mostró con celeridad una placa que
no pude ver del todo.
–Deje a Enia León en
paz, joven, por su bien; somos de la policía –dijo, y se fue a su lugar.
El frío brotó intempestivamente
adentro de mi cuerpo. De un sorbo acabé con el refresco. Enia tardaba mucho. Ya
tenía en el baño más de cinco, de diez, de quince minutos. El bulto permanecía en
la mesa. Eran ya casi las seis de la tarde. Afuera llovía ya con estruendo. Me levanté.
Fui al baño. Los dos hombres me miraron retadoramente. Ya adentro, me los imaginé
entrando con fiereza. Uno me agarraba de la cabeza y me la aporreaba contra la pared,
mientras otro descargaba violentas patadas en mi cuerpo. Sudé frío.
Pero no. Nada pasó.
Al salir de los sanitarios,
los dos hombres ya no estaban en su sitio. Ni el bulto estaba en nuestra mesa. Ni
la bolsa de Enia. Ni su paraguas. Vamos, ni su taza de café.
Sólo mi envase de refresco
vacío.
Me senté. Llamé a la
mesera.
–Otro refresco, por
favor –dije, temblando la voz.
Fue por él. Lo trajo.
Me pareció ver que no soportaba el frío.
–Es la lluvia –dije–,
es la lluvia la que da este frío…
La mesera sonrió. Asintió
con la cabeza.
–Sólo espero a mi amiga
que salga del baño, ya demoró bastante –dije.
Me miró con extrañeza.
–¿A quién? –preguntó.
–A mi amiga –repetí.
Volvió a sonreír.
–Pero si usted ha estado
solo toda la tarde –dijo y, sin más, se dio la vuelta.
Esperé en vano. Dieron
las ocho de la noche y Enia nunca apareció. Al pedir la cuenta, sólo me cobraron
dos refrescos.
–¿Y el café de la señorita?
–pregunté.
La mesera sonrió por
quincuagésima vez.
–No sé de qué habla,
joven –dijo–. Usted estuvo toda la tarde solo.
–¡Sabe que no es cierto!
–grité.
La mesera, esta vez,
no sonrió. El miedo se le salía por los ojos.
–Eso me dijeron que
le dijera. Y eso me dijeron que usted dijera. Eso debe usted decir… –dijo, con la
voz entrecortada.
Al salir de la cafetería,
usé el periódico como paraguas. La lluvia arreciaba.
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