Eliseo Diego
El cazador, echado en
el suelo pétreo del valle, sueña. Sueña un león enorme. Irritado comprueba en
el sueño que su bestia apenas tiene forma. En un esfuerzo que estremece su
cuerpo logra diferenciarle las pupilas, las cerdas de la melena, el color de la
piel, las garras. De pronto despierta aterrado al sentir un peso fatal en el
cráneo. El león le clava los colmillos en la garganta y comienza a devorarlo.
El
león, echado entre los huesos de su víctima, sueña. Sueña un cazador que se
acerca. Su rabia le hace aguardarlo sin moverse, esperar a distinguirlo
enteramente antes de lanzarse a destruirlo. Cuando por fin separa las venas
tensas en las manos, despierta y es demasiado tarde. Las manos llevan una
fuerte lanza que le clavan en la garganta rayéndola. El cazador lo desuella,
echa los huesos a un lado, se tiende en la piel, sueña un león enorme.
Los
huesos van cubriendo todo el valle, ascienden por la noche en una alta torre
que no cesa de crecer nunca.
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