Silvina Ocampo
Antes almorzaba en una mesita chica en
el antecomedor y ahora tenía permiso de almorzar en la mesa grande. Por entre las
conversaciones los ojos de Leonor se abrían paso hasta las ventanas en busca de
un pedazo de cielo azul enteramente cubierto, ahora, por las nubes. Iba a llover
y hacía mucho tiempo que esperaba aquel día, porque le habrían prometido llevarla
de visita a una casa que estaba en las afueras, adonde la habían llevado una sola
vez. Allí vivía un señor muy alto como aislado del mundo por su altura. Era un amigo
del padre de Leonor, que tenía una hija, dos mucamas y un jardinero viviendo en
una casa chiquita, con una escalera de caracol. En el jardín había una fuente en
miniatura con dos tritones anudados que echaban agua por la boca, una palmera achatada
contra la pared de la casa de al lado y cuatro rosales en filas dobles de cada lado
del camino. Elena tenía el pelo increíblemente negro, pero la cara tan transparente
que se le había borrado; no quedaba más que el moño blanco, muy bien hecho, de su
pelo y el vestido con cinco alforzas entre las cuales se enganchaban los ojos de
Leonor.
Habían explorado la
casa y lo único que abundaba eran los recovecos. Habían subido hasta la azotea desde
la que se veían vivir las casas vecinas en cortejos de ropas tendidas al sol. Se
habían escondido debajo de la escalera y se habían cansado de que nadie las buscara.
Se habían asomado a la ventana del escritorio del piso bajo en donde dos señores
hablaban, dos señores con las caras severas de sus padres, dos señores ahogados
en seriedad de cuello duro y olor a cigarro. Leonor, conteniendo su risa, apretaba
la nariz contra el vidrio frío y sus ojos tenían que atravesar el paisaje de una
cortina blanca y de una Diana Cazadora para llegar hasta su padre que estaba sentado
en un sofá de cuero marrón. Leonor vio que del bolsillo sacó el ancho pañuelo con
que se secaba la frente los días de mucho calor, pero hacía frío en ese cuarto.
Su padre no se había quitado el sobretodo, y sin embargo, con el mismo gesto de
secarse la frente los días de mucho calor, se pasaba el pañuelo hasta llegar a la
altura de los ojos, en donde se detuvo como alguien que llora.
Un ruido de máquina
de coser envolvía la casa haciéndole un ruedo de silencio y se oía apenas el quejido
que deben de hacer las lágrimas para atravesar los ojos cerrados. El padre de Elena
se levantó y corrió el store de la ventana. Después de un rato volvieron a crecer
las voces como antes. Elena tomó la mano de Leonor, que tenía miedo, y caminaron
hasta el cuarto de juguetes como si tuviesen la orden de jugar; pero no jugaron.
Elena le regaló una medallita que se le perdió tres veces en el suelo al sacarla
del cajón. Se despidieron sin mirarse, con un beso que buscaba mejillas al lado
de las mejillas, sobre el aire.
En el automóvil, de
vuelta, su padre la retó dos veces, y Leonor ya no creyó que hubiera llorado. Por
el costado de los ojos había visto la dureza de la frente arrugada y no podía conciliar
las dos imágenes, una vista a través del paisaje lejano de la cortina, la otra tan
cerca y en una región remota adonde lo llevaba su mal humor, sentado en el asiento
de un automóvil.
Leonor pensaba en Elena.
La mesa se llenaba de risa a la hora del postre. El cielo estaba cada vez más negro,
y caía una lluvia finita de azúcar en polvo. Leonor vio que su padre sacudía la
cabeza pensando que no irían a la casa de Elena ese día, y sentía que un océano
grande como el que le enseñaban en los mapas la tenía alejada del rostro que quería
alcanzar, y que se le había borrado, de Elena.
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