Nathaniel Hawthorne
Un joven, cuyo oficio era el de vendedor
ambulante de tabaco, viajaba de Morristown, donde había realizado amplias transacciones
con el diácono de la colonia de los “tembladores”, hacia la aldea de Parker’s Falls,
sobre el Salmon River. Tenía un lindo carromato, pintado de verde, que ostentaba
una caja de cigarros reproducida sobre ambos paneles laterales, y la imagen de un
jefe indio empuñando una pipa y un tallo dorado de tabaco estampado sobre la parte
trasera. El muchacho conducía una vivaz yegüita; era un joven de excelente carácter,
astuto para los negocios, pero no por ello menos querido por los yanquis, de quienes
he oído decir que prefieren ser afeitados por una navaja muy afilada antes que por
una mellada. Era sobre todo el favorito de las hermosas damiselas que vivían a lo
largo del Connecticut, cuyos favores él acostumbraba a cortejar regalándoles el
mejor tabaco de su provisión, pues sabía muy bien que las campesinas de Nueva Inglaterra
son en general eximias maestras en el arte de fumar en pipa. Además, tal como se
verá en el curso de mi historia, el buhonero era curioso, y hasta cierto punto parlanchín,
siempre con apetito de novedades y ansias de divulgarlas. Después de ingerir un
temprano desayuno en Morristown, el vendedor ambulante de tabaco, cuyo nombre era
Dominicus Pike, había viajado siete millas a través de un bosque solitario, sin
hablar una palabra con nadie como no fuera consigo mismo y con su yegüita zaina.
Y como eran casi las siete de la mañana estaba tan ávido por entablar una charla
matutina como un tendero por leer el diario de la mañana. Pareció presentársele
una oportunidad cuando, luego de encender un cigarro con una lente de aumento, levantó
la vista y descubrió a un hombre que se acercaba caminando sobre la cresta del cerro
a cuyo pie el buhonero había detenido su carromato verde. Dominicus observó al desconocido
mientras éste bajaba la cuesta y notó que llevaba un bulto sobre el hombro, al extremo
de una vara, y que marchaba con paso cansado aunque enérgico. No parecía haberse
puesto en camino con el fresco de la mañana, sino de haber peregrinado durante toda
la noche y de tener el propósito de hacer lo mismo durante todo el día.
–Buenos días, señor
–dijo Dominicus, cuando el extraño estuvo al alcance de su voz–. Lleva usted muy
buen paso. ¿Cuáles son las últimas noticia en Parker’s Falls?
El hombre tironeó de
la ancha ala de su sombrero gris hasta cubrirse los ojos y contestó, con tono un
poco brusco, que no venía de Parker’s Falls, ciudad que el buhonero había mencionado
automáticamente en su pregunta porque era la meta de su propio viaje.
–Pues bien, entonces
–respondió Dominicus Pike–, cuénteme las últimas noticias de la ciudad de donde
viene. No me interesa particularmente Parker’s Falls. Cualquier otro lugar me da
lo mismo.
Al verse así fastidiado,
el viajero, que era el personaje menos agradable con el que uno podía desear encontrarse
en un rincón solitario del bosque, pareció titubear un poco, como si estuviera hurgando
su memoria en busca de noticias, o estudiando la conveniencia de divulgarlas. Por
fin trepó sobre el estribo del carromato y susurró junto al oído de Dominicus, aunque
podría haber gritado a voz en cuello sin que ningún otro mortal lo oyera:
–Recuerdo una noticia
de poca monta –dijo–. Ayer, a las ocho de la noche, un irlandés y un negro asesinaron
al viejo señor Higginbotham, de Kimballton, en su huerto. Lo colgaron de la rama
de un peral de St. Michael, donde nadie podía encontrarlo hasta la mañana siguiente.
Apenas hubo transmitido
esta impresionante información, el extraño reanudó la marcha, con más prisa que
antes, sin ni siquiera volver la cabeza cuando Dominicus lo invitó a fumar un cigarro
español y a contar todos los detalles.
El buhonero silbó a
su yegua y continuó el viaje cuesta arriba, cavilando acerca del trágico destino
del señor Higginbotham, a quien había conocido en el curso de sus actividades comerciales,
habiéndole vendido muchos manojos de cigarros y grandes provisiones de tabaco de
todas las clases imaginables. Estaba un poco sorprendido por la rapidez con que
había circulado la noticia. Kimballton se hallaba casi a sesenta millas de distancia,
en línea recta. El asesinato había sido perpetrado a las ocho de la noche precedente,
y sin embargo la novedad había llegado a oídos de Dominicus a las siete de la mañana
cuando, muy probablemente, la propia familia del pobre señor Higginbotham acababa
de descubrir el cadáver, colgado del peral de St. Michael. El caminante desconocido
debía usar las botas de siete leguas para viajar a ese paso.
“Dicen que las malas
noticias corren de prisa –pensó Dominicus Pike–, pero esta le ha ganado al ferrocarril.
Habría que contratar al fulano para que lleve por expreso el Mensaje del Presidente.”
La dificultad se podía
solucionar dando por supuesto que el narrador había cometido un error de un día
al mencionar la fecha del crimen; de modo que nuestro amigo no titubeó en repetir
la historia en todas las tabernas y , almacenes que halló a lo largo de la ruta,
vendiendo un paquete íntegro de tabaco español en hojas entre por lo menos veinte
auditorios despavoridos. Descubrió que él era invariablemente el primer portador
de la noticia, y lo fastidiaban tanto con preguntas que no pudo dejar de llenar
los huecos hasta convertir su historia en una versión muy respetable del hecho.
También halló una evidencia corroborativa. El señor Higginbotham era comerciante;
y un ex empleado suyo, al que Dominicus relató lo sucedido, atestiguó que al caer
la noche el anciano acostumbraba a volver a su casa atravesando el huerto, con el
dinero y los documentos de valor de su almacén guardados en el bolsillo. El empleado
no se mostró muy apenado por la catástrofe del señor Higginbotham, insinuando algo
que el buhonero había descubierto en sus propios tratos con él, a saber, que era
un viejo tacaño, más agarrado que una prensa de carpintero. Su heredera sería una
linda sobrina que en ese momento se desempeñaba como maestra en Kimballton.
Tan entusiasmado estaba
Dominicus con la divulgación de noticias para el bien público y llevando a cabo
transacciones para el suyo propio, que se demoró por ello en su viaje, y optó por
alojarse en una taberna, aproximadamente cinco millas antes de llegar a Parker’s
Falls. Después de la cena encendió uno de sus mejores cigarros, se sentó en el despacho
de bebidas y repitió la historia del asesinato, la cual se había abultado tan rápidamente
que necesitó media hora para narrarla. En el salón había veinte personas, diecinueve
de las cuales aceptaron el relato como si fuera el evangelio. Pero el vigésimo parroquiano
era un granjero de edad madura que había llegado a caballo poco tiempo antes y que
en ese momento estaba sentado en un rincón, fumando su pipa. Cuando terminó la historia,
se levantó muy pausadamente, arrastró su silla hasta colocarla justo enfrente de
la de Dominicus y lo miró con fijeza a la cara, echando bocanadas de humo del tabaco
más infame que el buhonero había olido en su vida.
–¿Está dispuesto a jurar
–preguntó, con el tono de un juez de campaña que toma una declaración– que el viejo
Higginbotham de Kimballton fue asesinado antenoche en su huerto y que ayer por la
mañana lo encontraron colgado de su viejo peral?
–Yo cuento la historia
tal como me la contaron, señor –respondió Dominicus, dejando caer su cigarro consumido
a medias–. No digo que vi cómo lo mataban. De modo que no puedo jurar que fue asesinado
exactamente en esa forma.
–Pero yo sí puedo jurar
–dijo el granjero– que si al señor Higginbotham lo asesinaron antenoche, yo tomé
esta mañana una copa de bíter con su fantasma. Como es vecino mío, me invitó a entrar
a su almacén, en el momento en que yo pasaba a caballo, y me convidó un trago, y
me encargó que le hiciera un favor en el trayecto. No parecía tener más noticias
que yo acerca de su propio asesinato.
–¡Entonces no puede
ser cierto! –exclamó Dominicus Pike.
–Sospecho que si lo
fuera, él lo habría mencionado –contestó el granjero, y transportó una vez más su
silla al rincón, dejando mudo a Dominicus.
¡Vaya con la triste
resurrección del viejo señor Higginbotham! Al buhonero no le quedó ánimo para volver
a mezclarse en la conversación, pero en cambio se consoló con un vaso de ginebra
y agua y se fue a la cama donde durante toda la noche soñó que estaba colgado del
peral de St. Michael. Para no encontrarse con el viejo granjero (al que detestaba
tanto que habría preferido verlo ahorcado a él en lugar del señor Higginbotham),
Dominicus se levantó con la gris claridad del amanecer, unció la yegüita al carromato
verde, y enfiló al trotecito hacia Parker’s Falls. La fresca brisa, el camino húmedo
de rocío y la apacible madrugada estival le levantaron el ánimo y quizá lo habrían
inducido a repetir la antigua historia si alguien hubiera estado despierto para
oírlo. Pero no encontró ni un carro de bueyes, ni un calesín ligero, ni un jinete,
ni un viandante, hasta que, justamente cuando cruzaba el Salmon River alcanzó a
divisar a un hombre que venía hacia el puente con un bulto a cuestas, colgado al
extremo de una vara.
–Buenos días, señor
–dijo el buhonero, sofrenando su yegua–. Si usted viene de Kimballton o de esa comarca,
quizá pueda decirme la verdad acerca de lo que le sucedió al viejo Higginbotham.
¿Es cierto que hace dos o tres noches un irlandés y un negro asesinaron al anciano?
Dominicus había hablado
con demasiada prisa como para observar, en un principio, que el desconocido llevaba
también en sus venas una fuerte dosis de sangre negra. Al oír esta súbita pregunta
el etíope pareció cambiar de piel, y su tono amarillo se convirtió en un blanco
cadavérico, mientras respondía, temblando y tartamudeando:
–¡No, no! ¡No hubo ningún
hombre de color! Fue un irlandés quien lo colgó anoche, a las ocho. ¡Yo partí a
las siete! Sus parientes todavía no pueden haber ido a buscarlo al huerto.
El hombre de piel amarilla
se interrumpió apenas había empezado a hablar y aunque un momento antes parecía
bastante cansado, continuó su marcha con un ritmo que habría obligado a la yegua
del buhonero a trotar aún más vivamente para seguirlo. Dominicus continuó su camino
detrás de él muy desconcertado. Si el asesinato no había sido cometido hasta la
noche del martes, ¿quién era el profeta que lo había pronosticado, con todos sus
detalles, el martes por la mañana? Si el cadáver del señor Higginbotham aún no había
sido descubierto por su propia familia ¿cómo era posible que el mulato supiera,
a treinta millas de distancia, que aquél estaba colgado en la huerta, sobre todo
si había abandonado Kimballton antes de que ahorcaran a la infortunada víctima?
Estas circunstancias ambiguas, sumadas a la sorpresa y el terror del desconocido,
despertaron en Dominicus la tentación de denunciarlo a gritos como cómplice del
asesinato, pues según parecía, se había perpetrado un verdadero asesinato.
“Pero dejemos que el
pobre diablo se vaya –pensó el buhonero–. No quiero tener su sangre negra sobre
mi cabeza; y con colgar al negro no se descolgaría al señor Higginbotham. ¡Descolgar
al viejo! Sé que es un pecado, pero no me gustaría que resucitara por segunda vez
y me desmintiera.”
Mientras meditaba de
este modo, Dominicus Pike entró en la calle de Parker’s Falls, que, como todo el
mundo sabe, es una aldea tan próspera, como sus tres tejedurías de algodón y un
taller metalúrgico podían indicarlo. Las máquinas estaban paradas y sólo unos pocos
negocios tenían las puertas abiertas cuando él se apeó en el establo de la taberna
y pidió, como primera medida, un morral de avena para su yegua. Naturalmente, su
segunda ocupación consistió en comunicar al posadero la catástrofe del señor Higginbotham.
Sin embargo, le pareció aconsejable no fijar con demasiada precisión la fecha en
que se había producido el trágico acontecimiento y no especificar tampoco si el
asesinato había sido cometido por un irlandés y un mulato o por el hijo de Erín
solamente. Tampoco se declaró responsable personal de la historia ni se la atribuyó
a ningún otro individuo, sino que la describió como una noticia que se había divulgado
en forma general.
La versión corrió por
la ciudad como el fuego por un bosque tupido y se convirtió hasta tal punto en el
tema preponderante de conversación que nadie podría haber identificado su fuente.
El señor Higginbotham era tan conocido en Parker’s Falls como cualquier otro vecino
del lugar, pues era copropietario del taller metalúrgico y un poderoso accionista
de las tejedurías de algodón. Los habitantes de la aldea interpretaron que su propia
fortuna estaba en juego. La conmoción fue tan grande que la Parker’s Falls Gazette
anticipó su fecha de publicación y apareció, con medio pliego de papel en blanco
y una columna de doble cícero enfatizada con mayúsculas y encabezada: ¡ESPANTOSO
ASESINATO DEL SEÑOR HIGGINBOTHAM! Entre otros tétricos detalles, la crónica describía
la marca de la cuerda que rodeaba el cuello del muerto y citaba la cantidad de miles
de dólares que le habían robado. También vertía un abundante sentimentalismo en
torno de la aflicción de la sobrina, que había sufrido un desmayo tras otro desde
el momento en que habían encontrado a su tío colgado del peral de St. Michael, con
sus bolsillos vueltos hacia afuera. El poeta de la aldea también conmemoraba la
pena de la joven en una balada de diecisiete estrofas. Los miembros del Ayuntamiento
celebraron una asamblea y, considerando la estrecha relación que el señor Higginbotham
tenía con la ciudad, decidieron hacer circular anuncios en los que ofrecían una
recompensa de quinientos dólares por la captura de sus asesinos y la recuperación
de la propiedad robada.
Mientras tanto, toda
la población de Parker’s Falls, compuesta por comerciantes, dueñas de pensiones,
obreras, obreros y escolares, se volcó en la calle y desplegó una locuacidad tan
abrumadora que compensaba con creces el silencio de las desmotadoras de algodón,
las cuales acallaron su habitual estrépito en homenaje al difunto. Si el señor Higginbotham
se hubiera preocupado por su celebridad póstuma, su prematuro fantasma habría asistido
con alborozo a semejante revuelo. Nuestro amigo Dominicus, colmado de vanidad, olvidó
las precauciones que se había propuesto adoptar, y luego de trepar sobre la bomba
de agua de la ciudad se declaró portador de la auténtica noticia que había causado
tan descomunal alboroto. Inmediatamente se convirtió en el prócer de la hora, y
apenas había empezado a propalar una nueva edición de la historia, con voz parecida
a la de un predicador de campana, cuando la diligencia del correo entró en la calle
de la aldea. Había viajado durante toda la noche y había debido mudar caballos en
Kimballton, a las tres de la mañana.
–Ahora conoceremos todos
los detalles –vociferó la multitud.
El carruaje enfiló estruendosamente
hacia la plaza de la taberna, seguido por un millar de personas, pues si alguien
había continuado atendiendo sus menesteres hasta entonces, en ese instante los abandonó
a la carrera, para escuchar las noticias. El buhonero, que marchaba a la cabeza
de la multitud, descubrió a dos pasajeros que acababan de despertar de una apacible
siesta para encontrarse rodeados por la turba. Puesto que cada individuo asediaba
a la pareja con distintas preguntas, todas ellas enunciadas simultáneamente, ambos
viajeros se habían quedado mudos, pese a que se trataba de un abogado y de una joven.
–¡El señor Higginbotham!
¡El señor Higginbotham! ¡Cuéntennos los detalles de lo que le sucedió al viejo señor
Higginbotham! –bramaba el gentío–. ¿Cuál fue el veredicto del forense? ¿Detuvieron
a los asesinos? ¿La sobrina del señor Higginbotham se ha repuesto de sus colapsos?
¡El señor Higginbotham! ¡El señor Higginbotham!
El auriga no dijo una
sola palabra, excepto para maldecir desaforadamente al posadero porque no le traía
los caballos de relevo. El abogado que viajaba en la diligencia solía estar generalmente
alerta, aun cuando dormía, de modo que lo primero que hizo, después de descubrir
la causa del tumulto, fue extraer una voluminosa cartera roja. Mientras tanto Dominicus
Pike, que era un joven extraordinariamente cortés, y sospechando, además, que una
lengua femenina narraría la historia con tanta locuacidad como la de un abogado,
había tendido la mano para ayudar a la damisela a apearse del carruaje. Se trataba
de una muchacha delicada y vivaz, ahora totalmente despierta y radiante como un
pimpollo, y tenía unos labios tan lindos y dulces que Dominicus habría escuchado
de ellos casi con tanto gusto una historia de amor como un relato de crímenes.
–Damas y caballeros
–dijo el abogado a los comerciantes, obreros y obreras, puedo asegurarles que algún
error inexplicable o, lo que es más probable, una calumnia premeditada, maliciosamente
urdida para perjudicar el crédito del señor Higginbotham, ha provocado esta singular
conmoción. Pasamos por Kimballton a las tres de esta mañana, y sin duda nos habrían
comunicado la noticia del asesinato si hubiera ocurrido algo así. Pero tengo pruebas
en contrario casi tan sólidas como las que podrían emanar del propio testimonio
oral del señor Higginbotham. Tengo aquí una nota vinculada con un pleito suyo que
se tramita en los tribunales de Connecticut, que me fue entregada por encargo de
ese mismo caballero. Veo que está fechada a las diez de la noche de ayer.
En tanto decía esto,
el abogado exhibía la fecha y la firma de la nota, las que probaban irrefutablemente
que este perverso señor Higginbotham estaba vivo en el momento de suscribir el documento
o cosa que algunos estimaban más verosímil, entre estas dos alternativas dudosas
que dicho caballero estaba tan absorto en sus negocios mundanos que había continuado
atendiéndolos incluso después de su muerte. Pero aún faltaba un testimonio inesperado.
La damisela, luego de escuchar la explicación del abogado, se limitó a tomarse un
momento para estirar su vestido y poner en orden sus rizos, y luego apareció en
la puerta de la taberna haciendo un ademán pudoroso para que la escucharan:
–Buena gente, –dijo–
yo soy la sobrina del señor Higginbotham.
Un murmullo de asombro
circuló por la multitud al verla tan sonrosada y resplandeciente; se trataba de
la misma infeliz sobrina a quien habían supuesto, guiándose por la autoridad de
la Parker’s Falls Gazette, que yacía desvanecida sobre el umbral de la muerte.
Pero algunos personajes astutos habían dudado desde el primer instante que una joven
pudiera estar tan angustiada por el hecho de que su viejo tío rico había muerto
ahorcado.
–Ya ven –continuó la
señorita Higginbotham, sonriendo–, esta extraña historia es completamente infundada
en lo que a mí se refiere; y creo que puedo afirmar que también lo es en lo que
concierne a mi querido tío Higginbotham. Él tiene la gentileza de alojarme en su
casa, aunque yo me pago mis expensas dictando clases en una escuela. Partí de Kimballton
esta mañana para pasar las vacaciones de la semana de fin de cursos en casa de una
amiga, a cinco millas aproximadamente, de Parker’s Falls. Cuando mi generoso tío
me oyó en la escalera, me llamó a la vera de su lecho y me dio dos dólares cincuenta
para pagar el pasaje de la diligencia y otro dólar para mis gastos adicionales.
Luego guardó la cartera bajo su almohada, me estrechó la mano y me aconsejó que
llevara algunos bizcochos en el bolso, para no tener que desayunar en el camino.
En consecuencia, estoy segura de haber dejado a mi amado tío con vida, y confío
en que a mi regreso lo encontraré en las mismas condiciones.
La damisela hizo una
reverencia al concluir su discurso, que había sido tan sensato y elocuente y enunciado
con tanta gracia y decoro que todos la creyeron digna de ser la preceptora de la
mejor academia del Estado. Pero cualquier forastero habría supuesto que el señor
Higginbotham era un personaje aborrecido en Parker’s Falls, y que se había proclamado
una acción de gracias por su asesinato, a juzgar por la excesiva cólera que desplegaron
los vecinos cuando descubrieron su error. Los obreros del taller resolvieron rendir
honores públicos a Dominicus Pike, y sólo vacilaron entre untarlo con alquitrán
y plumas, pasearlo montado sobre un riel, o refrescarlo con una ablución en la bomba
de agua desde cuyas alturas se había proclamado heraldo de la noticia. Por consejo
del abogado, los miembros del Ayuntamiento estudiaron la posibilidad de procesarlo
por un delito menor, el de hacer circular informaciones infundadas con gran perjuicio
para la paz de la comunidad. Lo único que salvó a Dominicus, ya fuera de la ley
de la turba o de una corte de justicia, fue una convincente arenga que la damisela
pronuncio en su defensa.
Después de dirigir a
su benefactora unas pocas palabras de sincero agradecimiento, Dominicus montó sobre
el carromato verde y abandonó la ciudad, bajo una descarga de artillería efectuada
por los escolares, quienes encontraron abundantes municiones en los pozos de arcilla
y barriales vecinos. Precisamente cuando se volvió para cambiar una mirada de despedida
con la sobrina del señor Higginbotham una bola, que tenía la consistencia de un
budín de gachas, le acertó de lleno en la boca, lo que le dio un aspecto muy lamentable.
Toda su figura estaba tan salpicada por esos sucios proyectiles que casi sintió
deseos de regresar y suplicar que lo sometieran a la prometida ablución en la bomba
de la ciudad, pues el baño, pese a su mala intención, habría sido en ese momento
un acto de caridad.
Sin embargo el sol brillaba
con fuerza sobre el pobre Dominicus y el barro, símbolo de todas las manchas del
oprobio inmerecido, se dejó cepillar fácilmente después de seco. Puesto que el buhonero
era un granuja alegre, su corazón no tardó en animarse y no pudo contener una sonora
carcajada cuando recordó el alboroto que había provocado su historia. Los anuncios
de los miembros del Ayuntamiento excitarían los afanes de todos los vagabundos del
Estado; el párrafo de la Parker’s Falls Gazette sería reproducido desde Maine
hasta Florida y quizá merecería un artículo en los diarios de Londres; y muchos
avaros temblarían por sus faltriqueras y su vida al tomar conocimiento de la catástrofe
sufrida por el señor Higginbotham. El buhonero meditó con mucho fervor sobre los
encantos de la joven maestra y juró que cuando lo había defendido del colérico populacho
en Parker’s Falls se parecía a un ángel mucho más que el mismo Daniel Webster, tanto
por su físico como por su elocuencia.
Dominicus se encontraba
ya en el camino de entrada a Kimballton, pues desde el principio había decidido
visitar ese lugar no obstante que los negocios lo habían desviado de la ruta más
directa desde Morristown. A medida que se aproximaba a la escena del supuesto asesinato
continuaba cavilando acerca de lo sucedido y se sentía perplejo ante la configuración
que había asumido el caso. Si no hubiera ocurrido nada que corroborara la versión
del primer viajero, se le podría haber considerado una broma; pero evidentemente
el hombre de tez amarilla estaba familiarizado con la noticia o con el hecho, y
la expresión desanimada y culpable que había adoptado cuando lo interrogó bruscamente
encerraba por lo tanto un misterio. Además, a esta peculiar combinación de sucesos
se sumaba el hecho de que el rumor coincidía exactamente con el carácter y las costumbres
rutinarias del señor Higginbotham, quien era dueño asimismo de un huerto y de un
peral de St. Michael, junto al cual pasaba todas las noches. Las pruebas circunstanciales
parecían ser tan sólidas que Dominicus se preguntó si el autógrafo que había mostrado
el leguleyo, o incluso el testimonio directo de la sobrina, bastaban para contrarrestarlas.
Mediante discretas averiguaciones que hizo a lo largo del trayecto el buhonero descubrió
también que el señor Higginbotham tenía a su servicio a un irlandés de carácter
dudoso, que había contratado por razones, de economía sin pedirle referencias.
–Que me cuelguen –exclamó
Dominicus Pike en voz alta, cuando llegó a lo alto de una colina solitaria– si me
resigno a creer que al viejo Higginbotham no lo han ahorcado sin haberlo visto con
mis propios ojos y sin haberlo oído de su propia boca. Y puesto que es un verdadero
bribón, llevaré al pastor o a algún otro hombre responsable como testigo.
Estaba oscureciendo
cuando llegó a la casilla de peaje del camino de entrada a Kimballton, aproximadamente
a un cuarto de milla de la aldea homónima. Su yegüita lo estaba llevando de prisa
en dirección a un jinete que avanzaba al trote unas pocas decenas de metros más
adelante. El hombre atravesó el portón, le hizo una inclinación de cabeza al cobrador
de peaje y continuó viaje hacia la aldea. Dominicus conocía al empleado y, mientras
cambiaba el dinero, intercambiaron los comentarios de rutina sobre el estado del
tiempo.
–Supongo –dijo el buhonero,
levantando el látigo para hacerlo caer como una pluma sobre el flanco de la yegua–
que no habrá visto al viejo señor Higginbotham desde hace uno o dos días.
–Lo he visto –respondió
el cobrador de peaje–. Pasó por el portón precisamente antes de que llegara usted
y allá va ahora, si es que alcanza a verlo en medio de la penumbra. Esta tarde fue
a Woodfield, donde asistió a un remate del sheriff. El viejo generalmente me estrecha
la mano y charla un rato conmigo, pero esta noche me saludó con la cabeza, como
si quisiera decir “cargue el peaje a mi cuenta”, y siguió trotando, pues cualquiera
sea el lugar adonde va siempre tiene que estar en su casa a las ocho.
–Es lo que me han contado
–asintió Dominicus.
–Nunca vi un hombre
tan pálido y flaco como el caballero –continuó el cobrador de peaje–. Esta noche
me dije para mis adentros que se parecía más a un fantasma o una vieja momia que
a un ser de carne y hueso.
El buhonero forzó la
vista para horadar la media luz y apenas alcanzó a distinguir la silueta del jinete
que ya le había sacado mucha ventaja por el camino de la aldea. Le pareció reconocer
las espaldas del señor Higginbotham, pero en medio de las sombras del crepúsculo
y del polvo que levantaban las patas del caballo la figura parecía vaga e inmaterial,
como si el contorno del misterioso anciano hubiera estado tenuemente plasmado de
penumbras y de luz gris. Un escalofrío recorrió la espalda de Dominicus.
“El señor Higginbotham
ha regresado del otro mundo por el camino de entrada a Kimballton”, pensó.
Sacudió las riendas
y continuó la marcha, manteniéndose aproximadamente a la misma distancia de la vieja
sombra gris, hasta que ésta desapareció en un recodo del camino. Al llegar a este
último punto el buhonero ya no vio al jinete, y en cambio se encontró en el extremo
de la calle de la aldea, no lejos de una serie de tiendas y dos tabernas apiñadas
en torno del campanario de la iglesia. A su izquierda se levantaban un muro de piedra
y un portón, del otro lado de los cuales se divisaba un monte, un huerto y un campo
de labranza, cuya residencia se elevaba junto a la vieja carretera pero había sido
desplazada al fondo por el nuevo camino de entrada a Kimballton. Dominicus conocía
ese lugar y la yegüita se detuvo por instinto; porque él no tenía conciencia de
haberla sofrenado.
–¡Por mi alma, que no
puedo pasar más allá de este portón! –exclamó Dominicus, temblando–. No volveré
a ser el mismo de siempre hasta que haya visto si el señor Higginbotham cuelga del
peral de St. Michael.
Saltó del carromato,
ató la rienda al poste del portón, y corrió por el sendero verde que atravesaba
el monte como si el diablo en persona le estuviera pisando los talones. En ese preciso
instante el reloj de la aldea dio las campanadas de las ocho, y al sonar cada repique
Dominicus pegaba un nuevo salto y corría más rápidamente que antes, hasta que, en
el centro solitario del huerto distinguió vagamente el fatídico peral. Una rama
enorme se desprendía del viejo tronco retorcido para atravesar el sendero y proyectaba
en ese lugar una espesa sombra. ¡Pero algo parecía debatirse debajo de la rama!
El buhonero nunca había
pretendido tener más coraje que el que necesitaba un hombre consagrado a menesteres
tan pacíficos como los suyos, y tampoco pudo explicar luego de dónde sacó valor
en esa horrible emergencia. Lo cierto es que, sin embargo, se adelantó a la carrera,
derribó a un robusto irlandés golpeándolo con la empuñadura de su látigo, y encontró,
no por cierto colgado del peral de St. Michael, sino temblando al pie del mismo,
con una soga alrededor de su cuello, al viejo y mismísimo señor Higginbotham.
–Señor Higginbotham,
–dijo Dominicus con voz trémula– usted es un hombre honesto y yo creeré en su palabra.
¿Ha sido usted ahorcado o no?
Si no habéis elucidado
aún el acertijo, unas pocas palabras explicarán el sencillo sistema mediante el
cual este “acontecimiento futuro” había podido “echar su sombra sobre el pasado”.
Tres hombres habían planeado asesinar y desvalijar al señor Higginbotham. Dos de
ellos, sucesivamente, se asustaron y huyeron, y cada uno hizo postergar el crimen
por una noche con su deserción. El tercero estaba en el trance de perpetrarlo cuando
un héroe, que obedeció ciegamente al llamado del destino, como los protagonistas
de los viejos romances, se presentó en la persona de Dominicus Pike.
Sólo nos resta agregar
que el señor Higginbotham le tomó una gran simpatía al buhonero, que aprobó sus
galanteos con la linda maestra, y que transfirió todos sus bienes a los hijos de
la pareja, reservando para ésta los intereses. A su debida hora el anciano llegó
a la culminación de su carrera con una muerte cristiana, en el lecho, y después
de tan triste episodio Dominicus Pike se mudó de Kimballton y fundó una gran fábrica
de tabaco en mi aldea natal.
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