Agustín Monsreal
De buenas a primeras comenzó a notar a
su mujer algo cambiada, como muy planeadora con él, qué tal te fue, qué tal de trabajo
tuviste, qué dice el patrón, como muy obsequiosa, te compré tu cervecita, te puse
a calentar tantita agua para los pies, como comprensiva: si por cualquier motivo
él se atoraba en el camino y llegaba tarde a casa ay me quedé dormida se disculpaba
ella y se levantaba a darle de cenar, sin fastidio ni reproches, con sonrisas, más
bien, con aniñada complacencia, con lacias miradas de solidaridad: has de venir
tan cansado, pobre, con cariñitos en los cabellos, en las manos, con masajitos en
la espalda. Y él, desconcertado: –Y ora ¿qué te traes?
Y ella, enigmática:
–Oh pues.
Y él, a la expectativa:
cuando una mujer después de once años de matrimonio se pone así de suavecita y adulcedumbrada,
no puede ser nomás porque sí, perturbado, corazón en suspenso: ha pasado una semana
desde que la notó distinta y nada, seguía lo mismo de modosita y hasta más, pero
ni por asomo pedía nada, algo se guardaba en la trastienda, cauto y en guardia:
en cualquier momento le largaba la zarpa encima, alguna premeditación esconde, de
seguro, algún apremio: hoy la sintió como con ánimos de atreverse, le anduvo ronroneando
alrededor un buen rato, módica y morosa, carita sugestiva, expresión casi resuelta,
sólo que en eso llegaron los compadres Zoila y Nico (menos mal que sin excesos,
es decir, sin prole y nada más de pasadita) y se le estropeó, se le asustó la determinación
de delatarse. Y transcurrieron quince días y él sin arriesgarse a insinuar, a preguntar,
a escarbar, y cosa rara: ella muy pegadita, muy apretadita contra él todo el tiempo,
moderadamente excitada, aproximadamente divertida, a veces también como impaciente,
como con miedo también, y él: si será mi imaginación, a lo mejor le retoñó el sentimiento,
a lo mejor le llegó su segundo aire y está obrando de buena fe, si serán mis nervios,
moros con tranchete, pensaba, cinco pies al gato, preferible me olvido, figuraciones
mías, se afirmaba, tres semanas ya.
La curiosidad lo mata.
Y de repente, era domingo por la noche, ronda que ronda como una gatita sinuosa,
ya decía él, se le acercó, le rodeó el cuello con sus brazos gorditos, que algo
se traía, pegó su mejilla olorosa a crema de almendras contra la barba de dos días
y con un chorrito de voz cálida, medio íntima y medio tímida:
–Sabes, mi amor –cosquillitas
con el aliento, con los labios sobre la oreja de él. Y él:
–¿Qué? –fingidamente
indiferente, estremecido vaya a saber si por los mimos o por el temor, vaya a saber
si contento o angustiado. Y ella:
–Pero prométeme que
no te vas a enojar conmigo –su tono entre suplicante y pícaro, con esa inocencia
de las criaturas (pensó él: bueno, papá, te lo digo pero no me pegas), y los brazos
redonditos estrecharon un tantito más y las uñas de alguna de sus manos le comenzaron
a trabajar leves y cándidas ora arriba ora abajo por la nuca, y él, con las agujas
de la aprensión picándole en todo el cuerpo: tantos días, tantos rodeos: no se trataba
de dinero para un vestido o unas cortinas, tantas prevenciones, tantas medidas de
seguridad: no pretendía planear unas vacaciones lindas en Acapulco, tampoco aventuraba
una visita del haragán de su hermano, que viene a saludar qué tal familia y se nos
encaja en casa seis meses por lo menos: ¿entonces?
–Bueno, dímelo de una
vez –recia la voz, urgida, el pulso suspendido, una como espesura de goma atorada
pérfidamente en el garguero.
–Sabes, amor, es que,
mira, no te vayas a enojar, pero es que, yo no tuve la culpa, de veras –se mojaba
los labios, parpadeaba, se tronaba los dedos–, te juro que ni cuenta me di cuando
me descompuse, pensé que, nomás un atraso, tú sabes, ni por aquí me pasó, créeme,
uy qué me iba a pasar, uy que, pero no pongas esa cara, amor, no me mires tan incumplido,
yo qué culpa tengo, no te enfurezcas, no seas así.
La verdad es que él
no estaba enfurecido, estupefacto sí, con la boca incrédula y los ojos saltones
sí, con expresión de imbécil sí.
–Pero, yo, pero, no,
cómo –su cerebro, su garganta, su lengua, sus labios incapaces–. No me, no digas,
no, que.
–Sí –expresó ella, cautamente
y escondió bajo los párpados sus dos chispillas fulgurantes, entre arrepentida y
traviesa, como muy acongojada pero igual como con mucho regocijo, y él, derrumbándose
tremendo y afligido sobre el sillón de mimbre que les regaló la tía Genoveva cuando
se casaron, estrujándose la barba de dos días, rumiando, medio gesticulando, articulando
por fin su protesta:
–No hay que ser, María
de Jesús, no me hagas eso, no fastidies –doblado sobre sí mismo: qué peso encima,
torturado: mundo injusto–. Uno por año, no hay derecho, adonde vamos a parar, me
prometiste que ya te ibas a cuidar, que ibas a ir al Seguro para que te arreglaran.
–Tuve miedo –sincera,
seria, chanzas aparte–: dicen que de esos arreglos le viene a una el cáncer.
–Que ibas a llevar bien
las cuentas.
–Las llevo, yo no tuve
la culpa, fuiste tú.
Y él, disparándose del
sillón, ahora sí de sobra enfurecido, hinchado de tan rabioso, golpeándose el pecho:
–¿Yo? ¿Yo, María de
Jesús? ¿Yo?
Y ella, temerosa pero
como queriéndosele enfrentar:
–Sí, tú, acuérdate,
yo no quería, te dije que era peligroso y tú dijiste qué peligroso ni qué nada,
órale, y ahora, pues, digo, ahí está la cosa, yo no tuve la culpa.
Y él, ah: rugiendo,
ah: tirando zarpazos, ah: tigre azorado, espeluznado por toda la sala:
–Ahora resulta que yo,
claro, siempre yo soy el culpable, y tú qué, tú pudiste haberte negado más, si sabías,
tú pudiste decir que no con más firmeza, ¿por qué no lo hiciste? ¿A ver? ¿Por qué?
Y ella, arrugándose
distraída el cordón de la bata, con las piernas muy juntas, observándose las borlitas
de las zapatillas:
–Pues porque luego tú
te enojas y dices que es mi obligación, y que si yo no te quiero cumplimentar te
vas con otra mujer, que mujeres para hacer eso sobran, y pues, para que no te fueras.
–Pero tú sabes que eso
no es cierto –buscándole la cara, pensando: burra, tonta, sintiendo lástima: pobrecita–.
Tú sabes que no soy capaz.
–Yo no sé nada, a lo
mejor sí.
–Cuidado, no me busques,
María de Jesús –perjudicado en su orgullo, en su dignidad–. No me busques porque
me encuentras.
–Yo no te busco nada,
y compórtate serio, que luego tus hijos se espantan con tus gritos y luego tienen
pesadillas y luego hasta se me enferman del estómago, como tú no los cuidas ni tienes
que llevarlos a la clínica.
Pero ya era tarde, del
otro lado de la pared uno o dos gritos frágiles despertaban mamá pa ven pa mamá
y amenazaban con despertar a los demás.
Y ella, corriendo a
la recámara: –Ya ves, te dije.
Y él, retornando a la
querencia, es decir, al mimbre del sillón: otro hijo, nomás eso nos faltaba, apesadumbrado,
entorpecido, desbaratado: como si con ocho no fuera suficiente, como si tuviéramos
tanto dinero, lastimado, indignado: como si el dinero se lo regalaran a uno, si
viviéramos en la abundancia pues estaba bien, si uno fuera persona pudiente, banquero
o cosa por el estilo, pues estaba bien, pero no, qué va uno a ser.
Y ella, regresando,
pisando quedito:
–Ya se quedaron, no
vayas a empezar otra vez con tu escándalo.
Y él, pensándolo mejor,
vislumbrando una luz en el horizonte: aunque como luego dicen y es verdad, el único
patrimonio de los pobres son los hijos, analizando a fondo, objetivo: y mientras
más haya pues más grande es el patrimonio, y quién quita y alguno de los críos le
sale a uno persona importante, político, o empresario, o futbolista, ya de menos,
entusiasmándose, recuperando el color, el equilibrio, la amplitud de corazón: y
en última instancia donde comen dos comen cuatro y donde comen cuatro comen ocho
y de ahí para una boquita más sí alcanza, además todos los niños traen su torta
bajo el brazo, y si Dios los manda por algo ha de ser, y el nueve siempre ha sido
número de buena suerte, y total.
Y se pone de pie, lento
y perdonador, tigre domesticado, y deja reposar una pesada caricia sobre la cabeza,
sobre la cara de resentimiento de ella, y le sonríe y le gruñe de cerquita:
–A ver, míreme. No sea
tonta, si ya sabe que me gustan harto los escuincles, no sea burra. A ver, míreme.
Y lo mira, pero apenitas,
porque prefiere abrazarlo con todas sus fuerzas, sentir que se hace chiquita y que
puede quedársele como para siempre en un huequito del pecho: bien guardadita, segura,
aternurada.
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