Juan José Saer
Si pude dejar el diario y vivir sin trabajar,
le escribe Tomatis al Matemático que vive en Estocolmo desde hace varios años, ha
sido gracias a la herencia de un tío mío, el único hermano de mi madre, que era
viudo y sin hijos cuando murió, de modo que no tuvo más remedio que dejarnos su
pequeña fortuna, tres o cuatro casas bien ubicadas aquí en la ciudad y una cuenta
en dólares en la Banca Nazionale del Lavoro, le escribe Tomatis. Había sido farmacéutico
y un poco excéntrico, le escribe. Antes de jubilarse ya hacía años que no se ocupaba
de la farmacia: el idóneo y un par de empleadas despachaban y mi tía Amalia, su
mujer, que había hecho los estudios secundarios en la Escuela Comercial, atendía
la caja. Él, mi tío Carlos, del que heredé también el nombre, se quedaba en su casa
a leer en el fondo del patio, bajo los árboles si hacía buen tiempo, o en su estudio
bien caldeado por una chimenea en las tardes de invierno. Sé lo que estarás pensando
después de leer la frase que precede: que me dejó no únicamente su nombre y su fortuna,
sino también ciertas rarezas de comportamiento. ¿Por qué no? Por algunas casas en
perfecto estado y bien ubicadas en el centro de la ciudad y una cuenta en dólares,
acepto los dos o tres inconvenientes que puedan venir en el paquete. Y Tomatis le
escribe al Matemático: desde luego que estoy bromeando, porque se querían mucho
con mi madre, a la que le llevaba varios años y, de toda la familia, yo era el único
con el que se atrevía a hablar de lo que le interesaba en serio, sin temor de ser
considerado un poco chiflado, le escribe.
Si bien sus intereses
filosóficos fueron de lo más variados a lo largo de su vida, en los últimos tiempos
parecieron concentrarse en un solo objeto o tema, que él llamaba, con un poco de
ironía por cierto, le escribe Tomatis al Matemático que vive en Suecia desde hace
varios años, “la exploración interna en busca del hombre no cultural”. A veces comparaba
su actividad a la del arqueólogo o a la del geólogo, y en más de una ocasión le
oí decir, acompañando su afirmación con una risita satisfecha, que pensaba publicar
un opúsculo cuyo título sería: Manual de espeleología interna. Decía que
los niveles inferiores eran difíciles de explorar, y que los hombres podían ser
comparados al planeta en el que vivían, y que en tanto que individuos estaban constituidos,
como la tierra, de cuatro niveles diferentes –corteza, manto, núcleo y semilla–
y que de los dos últimos, igual que como ocurre con el cascote que nos aloja (la
expresión es de mi tío Carlos), sólo conocemos la existencia por algunos efectos
indirectos, gracias a alguna ciencia auxiliar como la sismología por ejemplo. Y
agregaba que se trataba únicamente de una metáfora, aunque también según mi tío
aplicado al globo terrestre ese vocabulario era puramente metafórico, le escribe
Tomatis al Matemático.
Su tratado de espeleología
interna nunca lo redactó, le escribe Tomatis, pero ponía en práctica con frecuencia
sus principios. Era un hombre jovial, le escribe. Caminaba bamboleándose un poco,
como si se desplazara siempre en puntas de pie, lo que le daba el aire de estar
disponiéndose a sorprender a alguien con una aparición inesperada o con alguna broma
inocente. Pero era una forma de caminar que, vista desde el exterior, le daba al
que lo observaba una impresión de bienestar contagioso, aunque tía Amalia sugería
a veces que esa euforia tenue y constante tal vez hubiese podido ser atribuida a
la irresponsabilidad. Como al Gato, le gustaba el vino blanco, y hasta en pleno
invierno lo tomaba bien helado. Su defecto más notorio –aparte del de importarle
lo que se dice un bledo los negocios del mundo– era que tenía teorías para todo,
lo cual es bastante frecuente en los que sienten inclinación por la filosofía, pero
que en él se agravaba a causa de los estudios más o menos científicos que había
hecho para recibirse de farmacéutico. Pero ni opinaba ni aconsejaba, lo cual atenuaba
su defecto y lo hacía menos irritante: se limitaba a proferir, como para sí mismo,
la explicación de cada hecho y la solución de cada problema y, desinteresándose
por completo de lo que podía pensar su interlocutor, pasaba en el acto y con versatilidad
a otra cosa. Pero, si por casualidad percibía alguna preocupación en las personas
que lo rodeaban, era solícito y generoso con ellas.
De su dichoso “hombre
no cultural” puedo afirmar sin demasiada exageración que, por ser el oyente que
tenía más a mano, me tocó beber, como se dice, el cáliz hasta las heces: en los
últimos años era casi su único tema de conversación. A veces me explicaba que lo
que buscaba cuando descendía hacia el fondo de sí mismo, no era un supuesto hombre
de Cromagnon ni algún homínido anterior, africano o javanés, sino algo más arcaico
todavía, demorado en los límites entre vida y materia que debían subsistir en alguna
parte, en el fondo de cada uno de nosotros, el chorro de substancia anterior a la
forma en el que las meras reacciones químicas de los elementos combinados de manera
aleatoria unos con otros, se encaminaban hacia la opción “vida”, “animal”, “hombre”,
“yo”, etcétera, la franja incierta en la que, durante un lapso incalculable, la
repetición del modelo todavía no había comenzado, y de la que debían sin duda quedar
rastros en cada uno de nosotros. Había que pasar, según él, por peligrosas grutas
interiores, de la conciencia a la vida y de la vida a la materia, en un descenso
interminable y trabajoso, durante el cual un simple resbalón podía mandarnos al
más negro y hondo de los abismos.
Cuando hacía buen tiempo,
le escribe Tomatis al Matemático, se sentaba en el fondo del patio, a la sombra,
en una perezosa de madera blanca, con el respaldo no demasiado inclinado, de modo
que el torso y la cabeza formaban con las piernas estiradas horizontalmente un ángulo
obtuso y, apoyando la cabeza en el respaldar de lona a rayas verticales rojas y
blancas, cubría con la palma de la mano el dorso de la otra, a la altura del bajo
vientre, y después de unos segundos de removerse con suavidad para encontrar la
posición definitiva, se quedaba completamente inmóvil. No parecía ni respirar. La
inmovilidad total podía durar diez o quince minutos, y los que no lo conocían solían
pensar que estaba dormido o que todas sus funciones biológicas estaban interrumpidas,
pero de pronto abría los ojos, pestañeando un poco y paseando la mirada vaga y remota
por lo que lo rodeaba, como sin verlo, durante unos segundos, y después, volviéndolos
a cerrar, corregía su posición en el asiento y se quedaba de nuevo inmóvil, le escribe
Tomatis al Matemático que tuvo que irse a vivir a Estocolmo hace unos años, cuando
los militares mataron a su mujer, y anduvieron buscándolo a él con el mismo fin
en la época de la dictadura, aunque él no compartía las ideas políticas de su mujer,
pero por lealtad había decidido discutirlas solamente en privado con ella. Era el
propio Tomatis el que, un poco menos de treinta años antes, le había puesto el sobrenombre
de Matemático, por el que casi todo el mundo lo conocía, cuando se enteró de que,
aunque la metafísica y la lógica no le eran indiferentes, estudiaba en realidad
ingeniería química.
Se quedaba sentado horas
en esa actitud, le escribe Tomatis. Las veces que pude observarlo me imaginaba que,
olvidado de su envoltura mortal, estaría paseando un doble infinitamente pequeño
de sí mismo por las cavernas interiores, en busca de su propio eslabón perdido,
el dichoso “hombre no cultural”. Me parecía verlo atravesar corredores oscuros,
desfiladeros húmedos y rocosos, siempre en declive hacia un fondo inaccesible del
que, por mucho que bajara hacia él, durante horas enteras de exploración, no lograba
nunca reducir la distancia, le escribe. El mundo exterior ya habría dejado de existir
cuando hubiese alcanzado cierta profundidad, desde la que también el “yo” debía
darle la impresión de ser un espejismo olvidado, y la conciencia un sueño incoherente
y vago, los sentimientos, las emociones y las pulsiones, unas convulsiones imperceptibles
y sin motivo, para no hablar de los instintos, semejantes a los deslizamientos de
terreno provocados siempre por las mismas causas, allá en la altura remota, cerca
de la superficie, le escribe Tomatis. Y realizaba ese descenso peligroso con el
único objeto de alcanzar por fin la zona informulada, virgen de todo contacto humano
y que sin embargo según mi tío no únicamente subsiste en el hombre y subsistirá
mientras el hombre dure, sino que es su fundamento, el flujo prehumano que lo empuja
hacia la luz, lo expone un momento en ella y por fin, con la misma energía caprichosa
y neutra, lo arroja al centro mismo de las tinieblas.
Y Tomatis le escribe
al Matemático: en las tardes de otoño y de primavera, y en las de verano si no hacía
demasiado calor, se quedaba sentado en el fondo del patio hasta que anochecía. Algunos
parientes afirmaban que estaba loco, pero los que lo conocían mejor y lo apreciaban
se encogían de hombros y decían que en boca de mi tío Carlos la expresión “búsqueda
del hombre no cultural” era un eufemismo por: “dormir la siesta”. Con un aficionado
a los enigmas, a los problemas y a las charadas como él es difícil expedirse, le
escribe Tomatis. Pero las veces que pude observarlo, su total inmovilidad y la vaguedad
de su mirada cuando abría los ojos me aterraban un poco, le escribe. Y cuando en
el primer vientito del anochecer se levantaba con expresión satisfecha y se iba
a la cocina a ver si la botella de vino blanco que había puesto en la heladera antes
de instalarse en la perezosa ya estaba suficientemente fresca, parecía venir de
más lejos que del fondo del patio, le escribe Tomatis al Matemático. De muchísimo
más lejos, le escribe.
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