Eliseo Diego
Es el viejecito negro
de los velorios, el que se sienta a un rincón, el paraguas enorme entre las
piernas, el sombrero hongo sobre el puño del paraguas, la cara tan compuesta y
melancólica que es la imagen de la oficial tristeza; a quien nadie pregunta con
quién ha venido, porque se supone siempre que es el amigo del otro, y porque
armoniza tan bien con el dolor de la casa aquella su antigua y espléndida
tristeza.
Y
si le dan café, lo toma suspirando pesaroso, como dolido de que el muerto no
participe también del piscolabis. Y si no le dan, se está callado y tranquilo entre
las coronas, hecho un cirio de repuesto.
Y
cuando desaguazan la noche de entre el aire, quedando apenas sus últimos posos,
y echan en su sitio las primeras cenizas del alba, el viejecito se escurre entre
los asistentes, sube, a la puerta, el cuello de su saco, se pierde luego al
cabo de la calle, sepultado bajo los copos cenicientos de la madrugada.
Y
nadie lo recuerda luego, al viejecito invisible de los velorios.
En
todos ha estado, vestido de distintas trazas, desde el principio del mundo. Y
en todos estará, hasta que le toque velar la tierra calva, muerta de su vejez y
de la enfermedad de sus grandes huesos.
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