Marguerite Yourcenar
El trasatlántico flotaba suavemente sobre
las aguas lisas como una medusa abandonada. Un avión hacía piruetas con el insoportable
zumbido de un insecto irritado en el estrecho espacio de cielo encajonado entre
las montañas. Apenas había transcurrido el primer tercio de una bella tarde de verano,
y ya el sol había desaparecido detrás de las áridas estribaciones de los Alpes montenegrinos
sembrados de raquíticos árboles. El mar, tan azul en la mañana en toda su extensión,
adquiría tonos sombríos en el interior de ese largo fiordo sinuoso extrañamente
situado en los atracaderos de los Balcanes. Las formas humildes y encogidas de las
casas, la franqueza saludable del paisaje eran ya eslavas, pero la insensible violencia
de los colores, la altivez desnuda del cielo aún hacían pensar en Oriente y en el
Islam. La mayoría de los pasajeros había bajado a tierra y se identificaban ante
los aduaneros vestidos de blanco y los admirables soldados provistos de una daga
triangular, bellos como el Ángel de los ejércitos. El arqueólogo griego, el pachá
egipcio y el ingeniero francés se habían quedado en la cubierta superior. El ingeniero
había pedido una cerveza, el pachá bebía whisky y el arqueólogo tomaba una limonada.
–Este país me excita
–dijo el ingeniero–. El muelle de Kotor y el de Ragusa son indudablemente las únicas
desembocaduras mediterráneas de ese gran país eslavo que se extiende desde los Balcanes
hasta los Urales, que ignora los límites cambiantes del mapa de Europa y le da resueltamente
la espalda al mar, que no penetra en él sino por los complicados estrechos del Caspio,
de Finlandia, del Puente Euxino o de las costas dálmatas. Y en este vasto continente
humano, la infinita variedad de las razas destruye la unidad misteriosa del conjunto
tanto como la diversidad de las olas rompe la monotonía majestuosa del mar. Pero
lo que me interesa en este momento no es ni la geografía ni la historia, es Kotor.
Las Bocas del Cattaro, como dicen ellos… Kotor, tal y como la vemos desde la cubierta
de este trasatlántico italiano, Kotor la huraña, la bien escondida, con su camino
en zigzag que sube a Cettigné y la Kotor un poco más temible de las leyendas y los
cantares de gesta eslavos. Kotor la infiel, que antaño vivió bajo el yugo de los
musulmanes de Albania a quienes como usted comprenderá, pachá, la poesía épica de
los serbios no siempre hace justicia. Y usted, Loukiadis, que conoce el pasado como
un granjero los más mínimos recodos de su granja, no me diga que no ha oído hablar
de Marko Kraliévitch.
–Soy arqueólogo –respondió
el griego asentando su vaso de limonada–. Mi saber se limita a la piedra esculpida,
y los héroes serbios de usted más bien tallaban en carne viva. Sin embargo, también
a mí me ha interesado ese Marko y he reconocido su huella en un país muy alejado
de la cuna de su leyenda, en suelo netamente griego, a pesar de que la piedad serbia
haya erigido monasterios bastante hermosos…
–En el monte Atos –interrumpió
el ingeniero–. Los gigantescos restos de Marko Kraliévitch descansan en alguna parte
de esta montaña en donde nada cambia desde la Edad Media, excepto quizá la cualidad
de las almas, y en donde seis mil monjes adornados con moños y barbas flotantes
ruegan aún hoy por la salud de sus piadosos protectores, los príncipes de Trebisonda,
cuya raza seguramente se extinguió hace siglos. ¡Cómo tranquiliza pensar que el
olvido es menos rápido, menos total de lo que uno supone, y que aún existe un lugar
en el mundo donde una dinastía del tiempo de las Cruzadas sobrevive en las oraciones
de algunos viejos sacerdotes! Si no me equivoco, Marko murió en una batalla contra
los otomanos, en Bosnia o en país croata, pero su último deseo fue ser inhumado
en ese Sinaí del mundo ortodoxo, y una barca logró transportar ahí su cadáver, pese
a los arrecifes del mar oriental y a las emboscadas de las galeras turcas. Una bella
historia, y que me hace pensar, no sé por qué, en la última travesía de Arturo…
“Existen héroes en Occidente,
pero parecen sujetos por su armadura de principios como los caballeros de la Edad
Media por su caparazón de hierro: en ese salvaje serbio tenemos al héroe desnudo.
Los turcos sobre los que se precipitaba Marko debían tener la impresión de que un
roble de la montaña se derrumbaba sobre ellos. Ya les dije que en aquel tiempo Montenegro
pertenecía al Islam: las bandas serbias eran poco numerosas como para disputar abiertamente
a los Circuncisos la posesión de la Tzernagora, esta Montaña Negra de donde el país
toma su nombre. Marko Kraliévitch entablaba relaciones secretas en un país infiel
con cristianos falsamente conversos, funcionarios descontentos, pachás en peligro
de desgracia y de muerte; le resultaba cada vez más necesario ponerse directamente
en contacto con sus cómplices. Pero su elevada estatura le impedía infiltrarse en
terreno enemigo, disfrazado de mendigo, de músico ciego o de mujer; a pesar de que
este último travestimiento hubiera sido posible por su belleza, lo hubieran reconocido
por la descomunal longitud de su sombra. Tampoco se podía pensar en amarrar una
canoa en un rincón desierto de la ribera: innumerables centinelas, apostados en
los peñascos, oponían su presencia múltiple e infatigable a un Marko solo y ausente.
Pero donde una barca es visible un buen nadador se disimula, y solo los peces conocen
su pista entre dos aguas. Marko encantaba a las olas; nadaba tan bien como Ulises,
su antiguo vecino de Ítaca. También encantaba a las mujeres: los canales complicados
del mar frecuentemente lo conducían a Kotor, al pie de una casa de madera toda carcomida
que jadeaba con el golpe de las olas; la viuda del pachá de Scutari pasaba ahí sus
noches soñando con Marko y las mañanas esperándolo. Friccionaba con aceite su cuerpo
helado por los besos blancos del mar, lo calentaba en su cama a espaldas de sus
sirvientes; le facilitaba las entrevistas nocturnas con sus agentes y sus cómplices.
Al despuntar el día, bajaba a la cocina aún desierta a prepararle sus platillos
favoritos. Él se resignaba a sus senos pesados, a sus piernas espesas, a sus cejas
que se juntaban justo en medio de su frente, a su amor ávido y suspicaz de mujer
madura; contenía su rabia viéndola escupir cuando él se arrodillaba para persignarse.
Una noche, la víspera del día en que Marko se proponía volver a Ragusa a nado, la
viuda bajó como de costumbre a hacerle su comida. Las lágrimas le impidieron cocinar
con tanto esmero como de costumbre; por desgracia subió un plato de cabrito demasiado
cocido. Marko había bebido; su paciencia se había quedado en el fondo del cántaro:
tomó los cabellos de ella entre sus manos pegajosas de salsa y vociferó:
“–Perra del demonio,
¿acaso pretendes hacerme comer vieja cabra centenaria?
“–Era un bello animal
–respondió la viuda–. Y el más joven del rebaño.
“–Estaba correoso como
tu carne de bruja, y tenía el mismo maldito olor –dijo el joven cristiano ebrio–.
¡Ojalá te cuezas como ella en el Infierno!
“Y de un puntapié arrojó
el plato de guisado por la ventana abierta de par en par que daba al mar.
“La viuda lavó silenciosamente
el piso manchado de grasa y su propio rostro abotagado de lágrimas. No se mostró
ni menos tierna ni menos cálida que la víspera, y al alba, cuando el viento del
norte comenzó a soplar la rebelión entre las olas del golfo, aconsejó dulcemente
a Marko que aplazara su partida. Él accedió: en las horas más calurosas del día
se volvió a acostar para la siesta. Al despertar, cuando se estiraba perezosamente
frente a las ventanas, protegido de la mirada de los transeúntes por complicadas
persianas, vio brillar algunas cimitarras: una tropa de soldados turcos rodeaba
la casa, bloqueando todas las salidas. Marko corrió hacia el balcón suspendido muy
arriba sobre el mar: las olas saltarinas rompían en los peñascos con el ruido del
rayo en el cielo. Marko se arrancó la camisa y sumió primero la cabeza en esa tempestad
en la que ninguna barca se hubiera aventurado. Las montañas se balancearon bajo
él, él se balanceó bajo las montañas. La conducta de la viuda provocó que los soldados
catearan la casa sin encontrar ni rastro del joven gigante desaparecido; finalmente,
la camisa desgarrada y la cerca arrollada del balcón los pusieron sobre la verdadera
pista; se abalanzaron a la playa gritando de terror y despecho. A pesar suyo, retrocedían,
cada vez que una ola más feroz reventaba a sus pies; y los arrebatos del viento
les parecían la risa de Marko, y la insolente espuma un escupitajo en sus rostros.
Durante dos horas, Marko nadó sin lograr avanzar ni una brazada; sus enemigos le
apuntaban a la cabeza pero el viento desviaba sus flechas; él desaparecía, luego
reaparecía en la misma roca verde. Por último, la viuda ató sólidamente su chal
a la amplia cintura dócil de un albanés; un hábil pescador de atún que logró aprisionar
a Marko en ese lazo de seda, y el nadador estrangulado a medias tuvo que dejarse
remolcar a la playa. En el transcurso de sus partidas de caza por las montañas de
su país, Marko había visto muchas veces animales hacerse los muertos para impedir
que acabaran con ellos; su instinto lo condujo a imitar esta artimaña: el joven
de tez pálida que los turcos obligaron a volver a la playa estaba rígido y frío
como un cadáver de tres días; sus cabellos sucios de espuma se pegaban a sus sienes
hundidas; sus ojos fijos ya no reflejaban la inmensidad del cielo y de la noche;
sus labios salados por el mar se paralizaron en sus mandíbulas contraídas; sus brazos
abandonados colgaban y el espesor de su pecho impedía escuchar su corazón. Las personas
más importantes de la aldea se inclinaron sobre Marko, a quien las largas barbas
de estos hacían cosquillas en el rostro, luego, levantando todos la cabeza, exclamaron
con una sola y misma voz:
“–¡Alá! Está muerto
como un topo podrido, como un perro aplastado. Echémoslo de nuevo al mar que lava
las inmundicias para que su cuerpo no deshonre nuestro suelo.
“Pero la malvada viuda
se puso a llorar, luego a reír:
“–Hace falta más de
una tempestad para ahogar a Marko –dijo ella–, y más de un nudo para estrangularlo.
Tal cual lo ven, no está muerto. Si lo tiran al mar, encantará a las olas como me
ha encantado a mí, pobre mujer, y ellas lo llevarán a su país. Tomen clavos y martillo;
crucifiquen a ese perro como fue crucificado su dios que no vendrá aquí en su ayuda,
y ya verán si esas rodillas no se retuercen de dolor y si su maldita boca no vomita
gritos.
“Los verdugos tomaron
clavos y martillo de la mesa de un carenero de barcas y traspasaron las manos del
joven serbio y atravesaron sus pies de lado a lado. Pero el cuerpo del torturado
permaneció inerte: ningún estremecimiento sacudía ese rostro aparentemente insensible,
e incluso la sangre no rezumaba de su carne abierta sino por gotas lentas y raras,
porque Marko dominaba sus arterias como dominaba su corazón. Entonces, el hombre
más viejo arrojó el martillo y exclamó lastimoso:
“–¡Que Alá nos perdone
por haber intentado crucificar a un muerto! Atemos una piedra grande al cuello del
cadáver para que el abismo sepulte nuestro error, y que no nos lo devuelva el mar.
“–Hacen falta más de
mil clavos y cien martillos para crucificar a Marko Kraliévitch –dijo la malvada
viuda–. Tomen carbones ardiendo y pónganselos en el pecho, y ya verán si no se retuerce
de dolor como un gran gusano desnudo.
“Los verdugos tomaron
brazas del fogón de un calafate, y trazaron un amplio círculo en el pecho del nadador
helado por el mar. Los carbones ardieron, luego se extinguieron y se pusieron negros
como rosas rojas que mueren. El fuego recortó en el pecho de Marko un gran anillo
carbonoso, semejante a esos redondos trazados en la hierba por las danzas de hechiceros,
pero el muchacho no gemía y ni una sola pestaña le tembló.
“–Alá –dijeron los verdugos–,
hemos pecado, porque sólo Dios tiene derecho a torturar a los muertos. Sus sobrinos
y los hijos de sus tíos vendrán a vengar este ultraje: sepultémoslo en un saco con
algunas piedras grandes para que ni siquiera el mar sepa qué cadáver le damos a
comer.
“Desgraciados –dijo
la viuda–, destrozará todas las telas y arrojará todas las piedras. Mejor hagan
venir a las muchachas de la aldea, y ordénenles bailar formando un círculo sobre
la arena, y ya veremos si el amor no sigue torturándolo.
“Llamaron a las muchachas,
que se pusieron apresuradamente sus vestidos de gala: vinieron con panderetas y
flautas: se dieron la mano para bailar formando un círculo alrededor del cadáver,
y la más hermosa de todas dirigía la danza con un pañuelo rojo en la mano. Sobresalía
entre sus compañeras por la altivez de su cabeza morena y de su cuello blanco; era
como el corzo que brinca, como el halcón que vuela. Marko, inmóvil, se dejaba rozar
por esos pies desnudos, pero su corazón agitado latía de una forma cada vez más
violenta y desordenada, tan fuerte que temía que todos los espectadores terminaran
por escucharlo; y, a pesar suyo, una sonrisa de felicidad casi dolorosa se dibujó
en sus labios, que se movían como para besar. Gracias al lento oscurecimiento del
crepúsculo, los verdugos y la viuda aún no advertían esa señal de vida, pero los
ojos claros de Haishé permanecían siempre fijos en el rostro del joven porque le
parecía hermoso. De pronto, dejó caer su pañuelo rojo para disimular esa sonrisa
y dijo con un tono altanero:
“–No me agrada bailar
ante el rostro descubierto de un cristiano muerto, y por eso le tapé la boca cuya
simple vista me horrorizaba.
“Pero prosiguió sus
danzas, para que la atención de los verdugos se distrajera y llegara la hora de
la oración, en la que se verían forzados a apartarse de la orilla. Por fin, desde
lo alto de un alminar una voz gritó que era hora de adorar a Dios. Los hombres se
dirigieron a la pequeña mezquita áspera y temible; las muchachas cansadas se desgranaron
hacia el pueblo arrastrando sus babuchas. Haishé se fue girando a menudo la cabeza;
solamente la viuda desconfiada se quedó para vigilar el falso cadáver. De pronto,
Marko se incorporó; quitó con la mano derecha el clavo de su mano izquierda, tomó
a la viuda por su cabellera rojiza y le clavó la garganta; luego, quitando con su
mano izquierda el clavo de su mano derecha, le clavó la frente. Enseguida arrancó
las dos espinas de piedra que le traspasaban los pies y las utilizó para sacarle
los ojos. Cuando los verdugos regresaron, en lugar del cuerpo desnudo de un héroe
encontraron en la orilla el cadáver convulso de una vieja. La tempestad se había
calmado; pero las barcas tercas se dieron vanamente a la caza del nadador desaparecido
en el vientre de las olas. Ni qué decir que Marko reconquistó el país y se raptó
a la bella joven que había despertado su sonrisa, pero lo que me impresiona no es
su gloria o su felicidad, es ese eufemismo exquisito, esa sonrisa en los labios
de un torturado para quien el deseo es el más dulce suplicio. Observen: la noche
cae; casi podríamos imaginar en la playa de Kotor al pequeño grupo de verdugos trabajando
a la luz de los carbones ardiendo, la muchacha que baila y el joven que no resiste
la belleza.”
–Es una historia singular
–dijo el arqueólogo–. Pero seguramente la versión que nos ofrece es reciente. Debe
existir otra, más primitiva. Me informaré.
–Haría mal –dijo el
ingeniero–. Se la he ofrecido tal y como me la contaron los campesinos del pueblo
en donde pasé mi último invierno, dedicado a perforar un túnel para el Expreso de
Oriente. No quisiera hablar mal de sus héroes
griegos, Loukiadis: se encerraban en su carpa en un arrebato de desesperación, daban
alaridos de dolor sobre sus amigos muertos; jalaban por los pies el cadáver de sus
enemigos por las ciudades conquistadas, pero créame, a la Ilíada le faltó
una sonrisa de Aquiles.
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