Silvina Ocampo
Hamamelis Virginica, Agua Destilada 86%
y una mujer corría con dos ramas en las manos, una mujer redonda sobre un fondo
amarillo de tormenta. Elena mirando la imagen humedecía el algodón en la Maravilla
Curativa para luego ponérsela en las rodillas: dos hilitos de sangre corrían atándole
la rodilla. Se había caído a propósito, necesitaba ese dolor para poder llorar.
Hamacándose fuerte, fuerte, hasta la altura de las ramas más altas y luego arrastrando
los pies para frenar se había agachado tanto y había soltado tan de golpe los brazos
que, finalmente, logró caerse. Nadie la había oído, las persianas de la casa dormían
a la hora de la siesta. Lloró contra el suelo mordiendo las piedras, lágrimas perdidas
–toda lágrima no compartida le parecía perdida como una penitencia–. Y se había
golpeado para que alguien la sintiera sufrir dentro de las rodillas lastimadas,
como si llevara dos corazones chiquitos, doloridos y arrodillados.
Cecilia y Ester, sus
mejores amigas, eran mellizas, delgadas y descalzas; eran las hijas del jardinero
y vivían en una casa modesta, cubierta de enredaderas de madreselva y de malvas,
con pequeños canteros de flores.
Un día oyó decir al
chauffeur: “Cecilia está tísica. Van tres que mueren en la casa de esa misma
enfermedad”. En seguida corrió y se lo dijo a la niñera, después a su hermana. No
sé qué voluptuosidad dormía en esa palabra de color marfil. “No te acerques mucho
a ella, por las dudas”, le dijeron y agregaron despacito: “Fíjate bien si tose”:
la palabra cambió de color, se puso negra, del color de un secreto horrible, que
mata.
Cecilia llegó para jugar
con ella, al día siguiente con los ojos hundidos; sólo entonces la oyó toser cada
cinco minutos, y era cada vez como si el mundo se abriera en dos para tragarla.
“No te acerques demasiado”, oía que le decían por todos los rincones; “No tomes
agua en el mismo vaso”, pero ávidamente bebió agua en el mismo vaso.
Cuando Cecilia se fue
sola a las cinco de la tarde por los caminos de árboles, Elena corrió al cuarto
de su madre y dijo: “Cecilia está tísica”: esa noticia hizo un cerco asombroso alrededor
de ella y una vez llegada a los oídos de su madre acabó de encerrarla.
Desde aquel día vivió
escondida detrás de las puertas, oía voces crecer, disminuir y desaparecer adentro
de los cuartos: “Es peligroso” decían. “No tienen que jugar juntas. Cecilia no vendrá
más a esta casa”. Así, poco a poco, le prohibieron hablar con Cecilia, indirectamente,
por detrás de las puertas.
Y pasaron los días de
verano con pesadez de mano blanda y sudada, con cantos de mosquitos finos como alfileres.
A la hora de la siesta miraba el jardín dormido entre las rendijas de las persianas.
Las chicharras cantaban sonidos de estrellas: era en los oídos como en los ojos
cuando se ha mirado mucho al sol, de frente; manchas rojas de sol. Veía llegar a
Cecilia desde el portón juntando bellotas que parecían pequeñísimas pipas con las
cuales fingía fumar intercambiándolas, como hombres cuando toman mate. Sintió que
era para ella para quien las estaba juntando, esas bellotas verdes y lisas que contenían
una carne blanca de almendra.
Después de alzar la
cabeza insistentemente como si la persiana fuese de vidrio, se acercó corriendo
hasta la puerta y tocó el timbre; alguien le abrió y dijo palabras que no se oían.
Le entregaban paquetes de dulces y juguetes antes de cerrar la puerta y decirle
que Elena no estaba, que Elena tenía dolor de cabeza o estaba resfriada. Pero volvía
todos los días juntando coquitos y bellotas, mirando la persiana cerrada detrás
de la cual se asomaban los ojos de su amiga. Hasta el día en que no volvió más.
Elena permanecía detrás
de las persianas a la hora de la siesta. El jardinero estaba vestido de negro. Elena
esta vez huía de los secretos detrás de las puertas, corría por los corredores,
hablaba fuerte, cantaba fuerte, golpeaba sillas y mesas al entrar a los cuartos,
para no poder oír secretos. Pero fue todo inútil; por encima de las sillas golpeadas
y de las mesas, por encima de los gritos y de los cantos, Cecilia se había muerto.
Cecilia descalza corriendo por el borde del río se había resfriado, hacía dos semanas,
y se había muerto. Elena guardó el vaso en que bebían el agua prohibida.
Pocos días después Micaela,
la niñera, la llevó a escondidas de visita a casa del jardinero. Elena trató de
reproducir su rostro más triste, sus movimientos más inmóviles; la nerviosidad le
robaba toda tristeza, trataba en vano de llegar al estado de sufrimiento anterior
para no interrumpir el dolor numeroso. Pero cuando llegaron a la casa, la familia
hablaba de manteles bordados, cuellos tejidos, la mejor manera de ganarse la vida,
casamientos, todo interrumpido de risas. Nada parecía haber sucedido dentro de esa
casa. Micaela escuchaba con severidad, como si alguien la hubiera engañado. Esa
visita no podía terminar así; ella no había ido para hablar de manteles ni casamientos,
había ido para reconfortar a los deudos y apiadarse de ellos. Trataba de entrar
una frase triste en la conversación, como los chicos cuando entran a saltar a la
cuerda. Al fin pudo: preguntó si no conservaban ningún retrato de la finada.
Hasta ese instante la
familia entera parecía esperar la llegada de Cecilia de un momento a otro; esperaban
que llegara del almacén, que llegara del río, o de las quintas vecinas. Inmediatamente
hubo un revuelo de accidente, en los cuartos, adentro de los armarios y de los cajones,
en busca de retratos como de medicamentos. Luego un silencio en el que Elena oyó
unos pasos: los pasos descalzos de Cecilia. No, no había ningún retrato, salvo la
fotografía de la cédula de identidad.
Una nube oscurísima
se cernía sobre la casa; la madre trajo la fotografía que ya estaba medio borrada,
sólo se veía claramente el dibujo de la boca. Ester era lo único que quedaba de
ella, habían nacido juntas pero no se parecían nada. Ester, sentada en una silla,
se reía; la madre le gritó: “Andá, laváte la cara” –y volvió con urgencia la conversación
de los manteles–. La madre pasó la mano por sus ojos al despedirse. Micaela la miró
intensamente buscándole lágrimas. Abrió la pequeña puerta y se quedó parada en la
vereda con la manos cruzadas sobre el delantal gris, sonriendo.
Hamamelis Virginica,
Agua Destilada 86%, la mujer corría enloquecida sobre la caja de cartón. Elena se
levantó y se asomó por la persiana, el jardinero vestido de negro se reía con el
otro jardinero. Nadie sabía que Cecilia, como ella, se había muerto, y al fin y
al cabo, quién sabe si esperándola mucho en la persiana no llegaría un día juntando
bellotas; entonces Elena bajaría corriendo con una cuchara de sopa y un frasco de
jarabe para la tos, y se irían corriendo lejos, hasta el cedro donde vivían en una
especie de cueva, entre las ramas, a la hora de la siesta, para siempre.
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