Medardo Fraile
Tras las cortinas se adivinaba ya la luz aún
manchada de sombras, pero serían –pensó– las ocho, la hora de levantarse, como
todos los días de su vida. ¿Por qué? Se removió en la cama y sintió el cuerpo
magullado por la batalla de cada noche, la colcha caída, sábanas arrugadas, las
cenizas de tanta gente soñada y muerta doliéndole en la almohada endurecida,
pero las siete de la mañana le habían parecido siempre temprano, y las nueve
demasiado tarde. Sólo por eso. No había otra razón. ¿Qué prisa tienes? No abras
los ojos, no hay prisa. ¿Quién le hablaba? ¿Oía otra voz o se hablaba a sí
mismo? Sigue ahí, descansa. No abras los ojos. La noche ha sido terrible y te
ha vencido. Sigue durmiendo, abre los ojos hacia ti mismo, mira dentro de ti,
donde aún te late el corazón, donde están las cenizas de los que habitan tus
sueños en las sombras. Pero eran ya las ocho, ¡las ocho! Y abrió los párpados,
y no halló cosa en que poner los ojos, que no fuera recuerdo del olvido.
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