Juan José Saer
Formaban una parejita
joven. Se habían casado no hacía mucho y trabajaban para una editorial catalana,
vendiendo a domicilio libros de arte, diccionarios, enciclopedias, etcétera. A veces
iban los dos de gira; otras veces, uno se quedaba en Madrid, mientras el otro salía
de viaje, o si no, trabajaban zonas diferentes al mismo tiempo, en equipos diferentes,
etcétera. Ganaban bien pero el trabajo era bastante duro, y les resultaba difícil
afincarse, tener hijos, organizarse como una verdadera familia.
Aunque
parezca extraño, el trabajo los dejaba insatisfechos, no desde el punto de vista
financiero o en cuanto a la dignidad profesional, sino en un sentido ético: no estaban
seguros, en ciertos casos, de que incitar a la gente a endeudarse para comprar enciclopedias
interminables y costosas, no era una especie de chantaje. Muchos las compraban creyendo
que un porvenir brillante o un cambio de situación social se manifestarían con la
posesión de esos enormes volúmenes ilustrados, la mayor parte de cuyo contenido
les era indiferente y caducaría tal vez mucho antes de que hubiesen terminado de
pagarlos. Venderle a quien no tiene muchos recursos lo superfluo, haciéndole creer
que le es indispensable, se parece bastante, para ser francos, a una estafa.
Por
razones que se volverán comprensibles en seguida, es mejor no llamarlos por sus
nombres; basta decir que tenían más de veinticinco años y menos de treinta, o sea
que estaban viviendo el último tiempo de la juventud y entraban, como a través de
un túnel a la vez vertiginoso y lento, todavía frescos, en la madurez. Ciertos aspectos
de lo que podemos ser realmente permanecen ignorados en la infancia, y si a veces
se nos revelan, bruscos, en la adolescencia, en muchos casos van mostrándose de
a poco, en distintas etapas de la vida, de tal manera que, en sus postrimerías,
a causa de tantos cambios súbitos o graduales, podemos descubrir que un desconocido,
admirable, repelente o curioso –para el caso es lo mismo– ha usurpado el lugar del
que creíamos ser.
Una
noche –llevaban un año y medio más o menos de casados– ella volvió de un viaje con
cara triste y preocupada y aunque el marido lo notó apenas la vio entrar, únicamente
se decidió a preguntarle lo que le ocurría cuando, en la madrugada, los sollozos
apagados de ella, que estaba acostada a su lado en la oscuridad, lo despertaron.
Y, pidiéndole por favor que no encendiera la luz, la mujer, más desconsolada que
culpable, le hizo la terrible confesión: por una singularidad de su modo de ser,
cuyos motivos a ella misma se le escapaban, siempre la había atraído, desde mucho
antes de conocerlo, la posibilidad de hacer el amor con desconocidos, y si el afecto
sincero que sentía por su marido había ocultado durante cierto tiempo esa singularidad,
esa semana en que había estado sola en un hotel de Ciudad Real, su irresistible
inclinación la había vuelto a atrapar, hostigándola día y noche hasta obligarla
a pasar al acto. El deseo súbito que la arrebató, afirmaba la muchacha, había sido
como un ataque de locura, o como si, de golpe, hubiese pasado del mundo familiar
a otro desconocido en el que únicamente su deseo existía, y todos los vínculos con
su verdadera vida se hubiesen borrado. Antes y después de ese arrebato, en el mundo
verdadero, era el amor por su marido y la vida en común que llevaban lo único que
le importaba, y por esa razón se sentía menos culpable que desconsolada y perpleja.
El
hombre la escuchaba aterrado, y esa noche de asco y aflicción se prolongó en un
mes de pesadilla: recriminaciones y violencias, gritos y llantos, silencios y amenazas,
pasaban de uno al otro, día tras día, en un desgarramiento prolongado. Decidían
separarse para siempre, y unos minutos más tarde copulaban con rabia y desesperación
en la noche insomne y sin fin. En vez de calmarlos, el alcohol los exasperaba, y
sentían que el dolor y la furia nunca dejarían de crecer, hasta que al cabo de algunas
semanas, el rencor, la tristeza y la impotencia, atenuándose, dieron paso a una
calma insensible y gris. Ya no hablaron de separarse pero ella, para pagar de algún
modo el precio de su singularidad, se resignó a responder, sin omitir un solo detalle,
a los interrogatorios interminables acerca de su brusco arrebato a que él la sometía.
Se vio obligada a contestar, una y otra vez, las preguntas más extrañas, relativas
a la duración de su acto, a las posiciones en las que lo había realizado, al cuerpo
del hombre, a la intensidad de su goce, a las frases que intercambiaron, al aspecto
de la pieza donde habían estado, a la iluminación, al orden de los acontecimientos,
a la hora. Mil veces las preguntas salían por entre los labios del hombre, que la
miraba fijo mientras las formulaba, en busca de nuevos y curiosos detalles o de
una sempiterna confirmación, y mil veces ella le respondía con sinceridad exacta
y escrupulosa, sin siquiera pensar en lo que esa sinceridad podía tener de hiriente
para su marido. Y a tanto llegó esa exigencia de verdad que, cuando la tormenta
pareció amainar, y siguieron viviendo en una calma aparente como si no hubiese pasado
nada, ella se creyó en la obligación de decirle que no estaba segura de que en el
futuro el arrebato no se repetiría.
Él
la escuchó en silencio, pero era fácil adivinar en su mirada que ya que no podían
separarse le pediría algo a cambio, lo que en efecto sucedió unos días más tarde:
él, le dijo, la aceptaba como era, pero no quería que las cosas pasaran a sus espaldas
o en su ausencia. Que esos arrebatos de ella, si él los aceptaba, eran un bien común
que poseían y que debían administrar juntos. Perpleja y curiosa, y con cierto alivio
también, porque esa propuesta la liberaba de sus sentimientos de culpa, la mujer
aceptó.
Durante
un año y medio más o menos, cuando viajaban juntos, la misma situación se repetía
de tanto en tanto; en los hoteles de provincia donde se alojaban, no se inscribían
como marido y mujer sino como simples colegas, y dormían en habitaciones separadas
pero contiguas. Después del trabajo, recorrían los establecimientos nocturnos, y
si la mujer se sentía atraída por algún desconocido –ya que su singularidad exigía
que fuese un desconocido y que sirviese para una sola noche– el marido, en su papel
de compañero de trabajo, los observaba a distancia, tomando de a tragos pausados
su alcohol y haciendo tintinear distraídamente los cubitos de hielo contra el vidrio
del vaso. El corazón le latía un poco más fuerte cuando las maniobras comenzaban.
Y si las cosas parecían conducir al desenlace previsto, se alejaba en dirección
al hotel, adelantándose a la pareja y, tendiéndose en la oscuridad de su cuarto
esperaba, alerta y palpitante, que los otros llegaran. Cada ruido que los anunciaba,
el ascensor o, si no había, los pasos en la escalera, en el pasillo, el ruido de
la puerta al abrirse o al cerrarse, aceleraban los latidos, acrecentaban la ansiedad,
reconcentraban la atención. Tendido inmóvil en la negrura, su ser entero estaba
vuelto hacia los ruidos que venían de la habitación de al lado –risas ahogadas,
murmullos, suspiros, quejidos, rechinar de metales y crujidos de madera, roce apagado
de paños o rumor de seda– y que parecían penetrar en él no únicamente a través del
oído, sino de cada milímetro de su cuerpo. Cuando el desconocido se iba, ella venía
a la habitación y, en silencio, sin encender la luz ni intercambiar una sola frase
(ella arañaba apagadamente la puerta y él iba a abrirle en la oscuridad) hacían
el amor y se dormían hasta el día siguiente.
Si
en el marido la inclinación por esas noches idénticas iba en aumento, en la mujer
en cambio, la frecuencia de sus arrebatos e incluso el deseo de que se produjesen
disminuían. Lo que había sido su única libertad, fue transformándose lentamente
en una especie de obligación. Tenía la impresión de haber contraído una deuda infinita,
que nunca terminaría de pagar. Al mismo tiempo, la voluntad de su marido parecía
haber anexado su goce, transformándolo en un apéndice de su propio deseo. Ya no
gozaba durante ese ritual repetido, solamente se limitaba a concentrarse en cada
uno de sus actos para adecuarlo en forma escrupulosa al deseo de su marido. Una
especie de indiferencia se apoderó de ella. Durante cierto tiempo, no logró entender
lo que le pasaba y se dejó llevar por los acontecimientos, pero un día en que oyó
a su marido, en el colmo de la exaltación, proyectar la construcción de un tabique
delgado en su propia casa para que ella pudiese recibir desconocidos y él escuchar
con más claridad desde la pieza de al lado, se dio cuenta de que había llegado el
momento de intentar sobrevivir, así que sin decirle nada, aprovechando que él estaba
de viaje, y dejándole una esquela de adiós, hizo sus valijas y cambió, no únicamente
de ciudad, sino incluso de país, de continente y de nombre.
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