Víctor Roura
1. No sabía cómo decirle que su hija iba
por mal camino.
–Escucha todo el santo
día a Luis Miguel –le dije.
Siguió poniendo en orden
los platos. Pareció no darle importancia a mi sincera preocupación.
–¿Me oíste?
Dijo que sí, pero no
hizo ningún comentario.
–No es posible que tú
le traigas a la casa esos discos –dije, limpiándome los dientes con un palillo.
Detuvo su quehacer.
Con las manos mojadas, volteó malencarada:
–¿Quieres que le compre
a la niña las obras completas de Chopin? –preguntó con una sonrisa burlona.
“No es para tanto”,
pensé.
Le di la espalda y fui
a la sala. Oí sus sollozos. Y sus pasos viniendo hacia mí.
–¿Qué quieres? ¿Que
me vuelva una intelectual como tú? ¿Que lea a Kundera y me lo aprenda de memoria
para poder discutir contigo? ¿Que obligue a mi hija a que escuche a Cri Cri?
“Dios mío”, me dije.
Un pedacito de la carne molida se negaba a salir de los dientes.
–¡Estás como mal de
la cabeza! –casi gritó ella.
–Sólo me preocupa que
escuche a Luis Miguel –dije–. Eso es todo. No te enojes.
Se fue a sentar en el
sillón de enfrente, lejos de mí.
–Además… –dijo.
Le vi sus piernas. Tiré
el palillo al suelo.
–Qué –dije.
–Es difícil que ya sigamos
viéndonos –indicó.
Fui a sentarme junto
a ella.
–Qué pasa…
Esquivó mi mirada.
–Si es por lo de Luis
Miguel, no hay problema. Me da igual. Que siga extraviada tu hija. No hay problema,
de veras…
Pero no era eso.
–Voy a ser modelo de
la Carta Blanca –dijo, muy seria.
Me le quedé viendo.
–Comienzo la próxima
semana. Hay una carrera en el autódromo. Ya no voy a tener tiempo. Estaré ocupada
todo el día. En la mañana en la oficina y por las tardes en eventos artísticos.
Los fines de semana en actividades deportivas…
La oía, nada más.
–Ya me dieron mi vestido.
Me la imagino de go-go
en los pits. No se vería mal.
–Además…
“Dios mío, aún más”,
pensé.
–El domingo voy a aparecer
de Batichica adentro del batimóvil en una exhibición en el hipódromo…
La oía, nada más.
Alzó su mirada. Me vio
fijamente. Era hermosa, sin duda.
–Una especie de anzuelo
–dije.
–Llámale como quieras.
Yo diría, más bien, que es un trabajo de modelaje. Para los fotógrafos y la televisión…
Me la imagino, de nuevo,
moviéndose en los pits.
–La vida no es como
tú la concibes –dijo–, tú no entiendes de muchas cosas.
Se levantó. Fue a la
cocina. Prosiguió lavando los trastes.
–Ya no voy a estar cuando
vengas –gritó–; ahora que, si quieres venir a visitar a mi hija, serás muy bien
recibido…
Fui hasta la tornamesa.
Puse el disco de Luis Miguel.
–Viéndolo bien, no canta
mal el muchacho –dije.
Oí cómo se le cayó un
plato al suelo.
2. El otro día, invitado por el periodista
de deportes Hugo Martínez Zapata, fui al autódromo “Hermanos Rodríguez”. La vi de
lejos. Le quedaba a la perfección el vestido corto. No quise acercarme. Para no
interrumpir su trabajo. Vi cómo se le acercaban los fotógrafos. Le pedían que se
moviera para un lado, para otro, adelante, que se inclinara, que sonriera, que corriera,
que caminara, que se sentara, que diera un beso en la mejilla a tal señor, que se
cruzara de piernas, que volviera a recoger otro papel del suelo sin doblar las rodillas.
Y el fotógrafo detrás de ella, colocado estratégicamente.
Luego, se metía a los
pits.
“Ardua la chamba”, pensé.
Me fui a sentar a la
tribuna. A ver los autos pasar. A mi lado estaban dos modelos de la Chrysler.
–¿Qué tal? –les dije.
No respondieron. Reían
entre ambas. No les importaban los bólidos. No veían la carrera. Hablaban de ellas.
–¿Divertidas? –les pregunté.
No contestaron.
–¿Tienen prohibido hablar
con el público? –interrogué.
Y les mostré mi credencial
de prensa.
Fuimos los tres a tomar
un refresco.
3. A una de las dos la sigo viendo. Ya
se retiró del negocio de la Chrysler. Ahora tiene algunas ofertas para unas películas
con el Caballo Rojas.
No me importa.
La semana pasada cumplió
años y le llevé un disco de regalo.
Le encantó.
No les voy a decir de
quién, porque se me caería la cara de vergüenza.
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