Sakutaro Hagiwara
Un pulpo que agonizaba
de hambre fue encerrado en un acuario muchísimo tiempo. Una pálida luz se
filtraba a través del vidrio y se difundía tristemente en la densa sombra de la
roca. Todo el mundo se olvidó de este lóbrego acuario. Se podía suponer que el
pulpo estaba muerto y sólo se veía el agua podrida iluminada apenas por la luz
del crepúsculo. Pero el pulpo no había muerto. Permanecía escondido detrás de
la roca. Y cuando despertó de su sueño tuvo que sufrir un hambre terrible, día
tras día en esa prisión solitaria, pues no había carnada alguna ni comida para
él. Entonces comenzó a comerse sus propios tentáculos. Primero uno, después
otro. Cuando ya no tenía tentáculos comenzó a devorar poco a poco sus entrañas,
una parte tras otra.
En
esta forma el pulpo terminó comiéndose todo su cuerpo, su piel, su cerebro, su
estómago; absolutamente todo.
Una
mañana llegó un cuidador, miró dentro del acuario y sólo vio el agua sombría y
las algas ondulantes. El pulpo prácticamente había desaparecido.
Pero
el pulpo no había muerto. Aún estaba vivo en ese acuario mustio y abandonado.
Por espacio de siglos, tal vez eternamente, continuaba viva allí una criatura
invisible, presa de una escasez e insatisfacción horrenda.
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