Antón Chéjov
La pequeña ciudad de B***, compuesta de
dos o tres calles torcidas, duerme con sueño profundo. El aire, quieto, está lleno
de silencio. Sólo a lo lejos, en algún lugar seguramente fuera de la ciudad, suena
el débil y ronco tenor del ladrido de un perro. El amanecer está próximo.
Hace tiempo que todo
duerme. Sólo la joven esposa del boticario Chernomordik, propietario de la botica
del lugar, está despierta. Tres veces se ha echado sobre la cama; pero, sin saber
por qué, el sueño huye tercamente de ella. Sentada, en camisón, junto a la ventana
abierta, mira a la calle. Tiene una sensación de ahogo, está aburrida y siente tal
desazón que hasta quisiera llorar. ¿Por qué…? No sabría decirlo, pero un nudo en
la garganta la oprime constantemente… Detrás de ella, unos pasos más allá y vuelto
contra la pared, ronca plácidamente el propio Chernomordik. Una pulga glotona se
ha adherido a la ventanilla de su nariz, pero no la siente y hasta sonríe, porque
está soñando con que toda la ciudad tose y no cesa de comprarle Gotas del rey
de Dinamarca. ¡Ni con pinchazos, cañonazos ni caricias podrían despertarlo!
La botica está situada
al extremo de la ciudad, por lo que la boticaria alcanza a ver el límite del campo.
Así, pues, ve palidecer la parte este del cielo, luego la ve ponerse roja, como
por causa de un gran incendio. Inesperadamente, por detrás de los lejanos arbustos,
asoma tímidamente una luna grande, de ancha y rojiza faz. En general, la luna, cuando
sale de detrás de los arbustos, no se sabe por qué, está muy azarada. De repente,
en medio del silencio nocturno, resuenan unos pasos y un tintineo de espuelas. Se
oyen voces.
“Son oficiales que vuelven
de casa del policía y van a su campamento”, piensa la mujer del boticario.
Poco después, en efecto,
surgen dos figuras vestidas de uniforme militar blanco. Una es grande y gruesa;
otra, más pequeña y delgada. Con un andar perezoso y acompasado, pasan despacio
junto a la verja, conversando en voz alta sobre algo. Al acercarse a la botica,
ambas figuras retrasan aún más el paso y miran a las ventanas.
–Huele a botica –dice
el oficial delgado–. ¡Claro… como que es una botica…! ¡Ah…! ¡Ahora que me acuerdo…
la semana pasada estuve aquí a comprar aceite de ricino! Aquí es donde hay un boticario
con una cara agria y una quijada de asno. ¡Vaya quijada…! Con una como ésa, exactamente,
venció Sansón a los filisteos.
–Sí… –dice con voz de
bajo el gordo–. Ahora la botica está dormida… La boticaria estará también dormida…
Aquí, Obtesov, hay una boticaria muy guapa.
–La he visto. Me gusta
mucho. Diga, doctor: ¿podrá querer a ese de la quijada? ¿Será posible?
–No. Seguramente no
lo quiere –suspira el doctor con expresión de lástima hacia el boticario–. ¡Ahora,
guapita… estarás dormida detrás de esa ventana…! ¿No crees, Obtesov? Estará con
la boquita entreabierta, tendrá calor y sacará un piececito. Seguro que el tonto
boticario no entiende de belleza. Para él, probablemente, una mujer y una botella
de lejía es lo mismo.
–Oiga, doctor… –dice
el oficial, parándose– ¿ Y si entráramos en la botica a comprar algo? Puede que
viéramos a la boticaria.
–¡Qué ocurrencia! ¿Por
la noche?
–¿Y qué…? También por
la noche tienen obligación de despachar. Anda, amigo… Vamos.
–Como quieras.
La boticaria, escondida
tras los visillos, oye un fuerte campanillazo y, con una mirada a su marido, que
continúa roncando y sonriendo dulcemente, se echa encima un vestido, mete los pies
desnudos en los zapatos y corre a la botica.
A través de la puerta
de cristal se distinguen dos sombras. La boticaria aviva la luz de la lámpara y
corre hacia la puerta para abrirla. Ya no se siente aburrida ni desazonada, ya no
tiene ganas de llorar, y sólo el corazón le late con fuerza. El médico, gordinflón
y el delgado Obtesov entran en la botica. Ahora ya puede verlos bien. El gordo y
tripudo médico tiene la tez tostada y es barbudo y torpe de movimientos. Al más
pequeño de éstos le cruje su uniforme y le brota el sudor en el rostro. El oficial
es de tez rosada y sin bigote, afeminado y flexible como una fusta inglesa.
–¿Qué desean? –pregunta
la boticaria, ajustándose el vestido.
–Denos… quince cópecs
de pastillas de menta.
La boticaria, sin apresurarse,
coge del estante un frasco de cristal y empieza a pesar las pastillas. Los compradores,
sin pestañear, miran su espalda. El médico entorna los ojos como un gato satisfecho,
mientras el teniente permanece muy serio.
–Es la primera vez que
veo a una señora despachando en una botica –dice el médico.
–¡Qué tiene de particular!
–contesta la boticaria mirando de soslayo el rosado rostro de Obtesov–. Mi marido
no tiene ayudantes, por lo que siempre lo ayudo yo.
–¡Claro…! Tiene usted
una botiquita muy bonita… ¡Y qué cantidad de frascos distintos…! ¿No le da miedo
moverse entre venenos…? ¡ Brrr…!
La boticaria pega el
paquetito y se lo entrega al médico. Obtesov saca los quince cópecs. Trascurre medio
minuto en silencio… Los dos hombres se miran, dan un paso hacia la puerta y se miran
otra vez.
–Deme diez cópecs de
sosa –dice el médico.
La boticaria, otra vez
con gesto perezoso y sin vida, extiende la mano hacia el estante.
–¿No tendría usted aquí,
en la botica, algo…? –masculla Obtesov haciendo un movimiento con los dedos–. Algo…
que resultara como un símbolo de algún líquido vivificante…? Por ejemplo, agua de
seltz. ¿Tiene usted agua de seltz?
–Sí tengo –contesta
la boticaria.
–¡Bravo…! ¡No es usted
una mujer! ¡Es usted un hada…! ¿Podría darnos tres botellas…?
–La boticaria pega apresurada
el paquete de sosa y desaparece en la oscuridad, tras de la puerta.
–¡Un fruto como éste
no se encontraría ni en la isla de Madeira! ¿No le parece? Pero escuche… ¿no oye
usted un ronquido? Es el propio señor boticario, que duerme.
Pasa un minuto, la boticaria
vuelve y deposita cinco botellas sobre el mostrador. Como acaba de bajar a la cueva,
está encendida y algo agitada.
–¡Chis! –dice Obtesov
cuando al abrir las botellas deja caer el sacacorchos–. No haga tanto ruido, que
se va a despertar su marido.
–¿Y qué importa que
se despierte?
–Es que estará dormido
tan tranquilamente… soñando con usted… ¡A su salud! ¡Bah…! –dice con su voz de bajo
el médico, después de eructar y de beber agua de seltz–. ¡Eso de los maridos es
una historia tan aburrida…! Lo mejor que podrían hacer es estar siempre dormidos.
¡Oh, si a esta agua se le hubiera podido añadir un poco de vino tinto!
–¡Qué cosas tiene! –ríe
la boticaria.
–Sería magnífico. ¡Qué
lástima que en las boticas no se venda nada basado en alcohol! Deberían, sin embargo,
vender el vino como medicamento. Y vinum gallicum rubrum… ¿tiene usted?
–Sí, lo tenemos.
–Muy bien; pues tráiganoslo,
¡qué diablo…! ¡Tráigalo!
–¿Cuánto quieren?
–¡Cuantum satis!
Empecemos por echar una onza de él en el agua, y luego veremos. ¿No es verdad? Primero
con agua, y después, per se.
–El médico y Obtesov
se sientan al lado del mostrador, se quitan los gorros y se ponen a beber vino tinto.
–¡Hay que confesar que
es malísimo! ¡Que es un vinum malissimum!
–Pero con una presencia
así… parece un néctar.
–¡Es usted maravillosa,
señora! Le beso la mano con el pensamiento.
–Yo hubiera dado mucho
por poder hacerlo no con el pensamiento –dice Obtesov–. ¡Palabra de honor que hubiera
dado la vida!
–¡Déjese de tonterías!
–dice la señora Chernomordik, sofocándose y poniendo cara seria.
–Pero ¡qué coqueta es
usted…! –ríe despacio el médico, mirándola con picardía–. Sus ojitos disparan ¡pif!,
¡paf!, y tenemos que felicitarla por su victoria, porque nosotros somos los conquistados.
La boticaria mira los
rostros sonrosados, escucha su charla y no tarda en animarse a su vez. ¡Oh…! Ya
está alegre, ya toma parte en la conversación, ríe y coquetea, y por fin después
de hacerse rogar mucho de los compradores, bebe dos onzas de vino tinto.
–Ustedes, señores oficiales,
deberían venir más a menudo a la ciudad desde el campamento –dice–, porque esto,
si no, es de un aburrimiento atroz. ¡Yo me muero de aburrimiento!
–Lo creo –se espanta
el médico–. ¡Una niña tan bonita! ¡Una maravilla así de la naturaleza, y en un rincón
tan recóndito! ¡Qué maravillosamente bien lo dijo Griboedov! “¡Al rincón recóndito!
¡Al Saratov…!” Ya es hora, sin embargo, de que nos marchemos. Encantados de haberla
conocido… encantadísimos… ¿Qué le debemos?
La boticaria alza los
ojos al techo y mueve los labios durante largo rato.
–Doce rublos y cuarenta
y ocho cópecs –dice.
Obtesov saca del bolsillo
una gruesa cartera, revuelve durante largo tiempo un fajo de billetes y paga.
–Su marido estará durmiendo
tranquilamente… estará soñando… –balbucea al despedirse, mientras estrecha la mano
de la boticaria.
–No me gusta oír tonterías.
–¿Tonterías? Al contrario…
Éstas no son tonterías… Hasta el mismo Shakespeare decía: “Bienaventurado aquel
que de joven fue joven…”
–¡Suelte mi mano!
Por fin, los compradores,
tras larga charla, besan la mano de la boticaria e indecisos, como si se dejaran
algo olvidado, salen de la botica. Ella corre a su dormitorio y se sienta junto
a la ventana. Ve cómo el teniente y el doctor, al salir de la botica, recorren perezosamente
unos veinte pasos. Los ve pararse y ponerse a hablar de algo en voz baja. ¿De qué?
Su corazón late, le laten las sienes también… ¿Por qué…? Ella misma no lo sabe.
Su corazón palpita fuertemente, como si lo que hablaran aquellos dos en voz baja
fuera a decidir su suerte. Al cabo de unos minutos el médico se separa de Obtesov
y se aleja, mientras que Obtesov vuelve. Una y otra vez pasa por delante de la botica…
Tan pronto se detiene junto a la puerta como echa a andar otra vez. Por fin, suena
el discreto tintineo de la campanilla.
La boticaria oye de
pronto la voz de su marido, que dice:
–¿Qué…? ¿Quién está
ahí? Están llamando. ¿Es que no oyes…? ¡Qué desorden!
Se levanta, se pone
la bata y, tambaleándose todavía de sueño y con las zapatillas en chancletas, se
dirige a la botica.
–¿Qué es? ¿ Qué quiere
usted? –pregunta a Obtesov.
–Deme… deme quince cópecs
de pastillas de menta.
Respirando ruidosamente,
bostezando, quedándose dormido al andar y dándose con las rodillas en el mostrador,
el boticario se empina hacia el estante y coge el frasco…
Unos minutos después
la boticaria ve salir a Obtesov de la botica, lo ve dar algunos pasos y arrojar
al camino lleno de polvo las pastillas de menta. Desde una esquina, el doctor le
sale al encuentro. Al encontrarse, ambos gesticulan y desaparecen en la bruma matinal.
–¡Oh, qué desgraciada
soy! –dice la boticaria, mirando con enojo a su marido, que se desviste rápidamente
para volver a echar a dormir–. ¡Que desgraciada soy! –repite.
Y de repente rompe a
llorar con amargas lágrimas Y nadie… nadie sabe…
–Me he dejado olvidados
quince cópecs en el mostrador –masculla el boticario, arropándose en la manta–.
Haz el favor de guardarlos en la mesa.
Y al punto se queda
dormido.
No hay comentarios:
Publicar un comentario