Carlos Drummond de Andrade
En las metrópolis hasta
las operaciones más sencillas, si salen de la rutina, exigen una larga y meditada
preparación. Por lo cual, desde noviembre el diario anunciaba: “Encargue sus pavos
con anticipación a la Granja Castorina: son los más grandes y tiernos”.
La
Dueña-de-Casa consideró un deber tomar en cuenta la advertencia. Llamó por teléfono
a un número siempre ocupado: la ciudad entera poseída por el espíritu de la previsión,
o simplemente por la angurria navideña, encargaba pavos. Después de varias tentativas
logró inscribirse.
El
pavo llegó a su debido tiempo, ni grande ni chico, ni gordo ni flaco, especialmente
silencioso y sin el aire ofendido que tienen los pavos vivos. Llegó con la factura
que certificaba sus kilos y los tasaba en medio millón de cruzeiros. La Dueña-de-Casa
respiró: hay pavos que fallan causando aflicciones y vergüenzas inconmensurables.
Dio una propina al repartidor y sin perder un segundo llevó a la heladera al objeto
de sus desvelos.
Ahí
apareció la eximia Cesarina, de Campo Grande, convocada debido a su pericia en lidiar
con vivientes de pluma y cresta. Le echó a la pieza una mirada experta e inició
los preparativos.
La
Dueña-de-Casa, sin menospreciar la sabiduría, basada en experiencias, de Cesarina,
le sugirió que para los pormenores siguiera la receta que Mario de Andrade había
copiado de una francesa que publicó en sus Cuentos nuevos: el pavo debe
tener dos farofas, una espesa con los menudos, y una seca, doradita, con
bastante mantequilla; el buche se rellenará con la farofa espesa, ciruelas
secas, nueces y una copa de jerez. Así lo hizo.
El
empeño de la Dueña-de-Casa en presentar un pavo bien preparado, se debía a que esa
noche comería con ellos el argentino, muy versado en aves, a quien tenía que retribuir
el envío de un pavo inmenso que incrustado en hielo seco atravesó triunfante el
cielo de tres países y durante un mes alimentó a la familia y a los convidados.
El de ahora era un ave cualquiera, pero el toque literario de la receta le otorgaba
el quid deseado.
Llegada
la cena, las dos parejas se aprontaban para la masticación ritual y el trinchante
iba a funcionar cuando por hábito, una nariz se aproximó a la superficie de oro;
se detuvo, perpleja: el olor no correspondía a la apariencia; era peculiar e inoportuno.
Solicitada su opinión, el argentino sentenció:
–Podrido.
Estaba.
El fenómeno se hacía manifiesto en la región posterior. Las partes nobles, aún inmunes,
exhalaban buen olor pero adentro cundía una lucha sorda, semejante a esas conmociones
nacionales intestinas que nadie percibe pero que el gobierno denuncia.
La
fuente fue rechazada con temor como si de ella pudiera desprenderse un gusano para
desearles Feliz Navidad. Hubo que reanimar a Cesarina eximiéndola de culpa: ya lo
ha dicho por televisión el doctor Arruda, médico de la municipalidad, por lo menos
cinco mil pavos podridos son vendidos para las cenas de Navidad. Nadie advierte
la avería sino después que el ave sale del horno. Sucede.
Se
comió lo demás, con buen humor: a situaciones heroicas, remedios heroicos. Se contó
la historia de nuestro Jacinto de Torres: al ir a servir, el mucamo se resbala y,
¡plaf! el pavo en el piso. La anfitriona, imperturbable, ordena: “Joaquín, llévese
ese pavo y traiga OTRO”. Ahora no se podía hacer lo mismo y había que tirarlo.
Aquí
comienza otra historia. La mucama informa que no hay dónde tirar el pavo. Los camiones
recolectores de basura no aparecían por ahí desde hacía tres días; los depósitos
llenos; el calor nocturno iba en aumento…
El
Dueño-de-Casa deliberó con el argentino y decidieron sacar con urgencia la basura.
La envolvieron en hojas de diario y muy dignos penetraron en la noche con dos paquetes:
el brasileño con el de la carne, el otro con el de la farofa.
Anduvieron
en busca de un terreno baldío, pero no lo había o estaba ocupado por parejitas sin
hogar. Se miraron:
–¡El
mar!
El
mar se extendía frente a ellos, purificador, cómplice. Frente a Cosme y Damián,
antes de que estos, cumpliendo su deber de policías, los interpelasen, fueron murmurando:
“Comida para los pobres”. En la playa, los columpios y los toboganes estaban llenos
de muchachas que salían de la Misa de Gallo. Se sentaron en un banco y consideraron
fríamente la situación.
–Si
arrojamos el pavo, creerán que es un feto o una macumba, la gente se junta,
nos llevan presos.
–¿Y
entonces, che?
Disimuladamente
se agacharon, dejaron los paquetes debajo del banco, y se alejaron despacito. Las
radios vociferaban: “Noche de Paz”.
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