Víctor Roura
Hace unos cuantos días, en la casa de
usted, o sea la mía, llegó una mudanza. Supuse que era el nuevo vecino. Hicieron
un ruidaral que no pude entenderle ni papa a los Simpson. Por fin, el departamento
6 sería ocupado. Llevaba vacío casi cinco meses. Antes vivían ahí una señorita que
quería ser modelo y su señora madre, que ya lo era. A partir de las doce de la noche,
uno ya sabía que ambas mujeres estaban ahogadas en anís. La hija a veces bajaba
a invitarme. Un anís nunca cae mal, aunque sea a deshoras. El problema era que,
estando ya arrellanado en el sofá, tanto madre como hija empezaban a modelar. Se
metían a la recámara. Primero salía una, pongamos que con un vestido de noche. Su
andar, pese al anís, era correcto. Un pie exactamente atrás del otro, las caderas
oscilaban con desesperante lentitud, de un lado a otro, nunca estaban en el mismo
sitio. Acababa yo mareado. Por el anís, claro. Las mujeres estaban en su trabajo.
Les fascinaba el modelaje. Así estaban, una y otra vez. Pasaban delante de mí interminablemente.
Les encantaba ser admiradas, mientras yo daba cuenta de su rico anís. Pero una noche
me aburrió el asunto.
–¿No pueden sentarse
a platicar conmigo? –pregunté, malhumorado.
La hija se puso a llorar.
Llevaba consigo una minifalda al estilo Alejandra Guzmán. La madre, que en esos
momentos llevaba puesto un traje de Issey Miyake, que le quedaba ajustadísimo, fue
más digna.
–Señor, lo creíamos
sensible, háganos el favor de pasar a retirarse –dijo, quebrada un poco la voz.
Me levanté y bajé a
mi apartamento, llevándome bajo el saco la botella de anís. Ya nunca más fui invitado
a aquellas sesiones. Un mes después se mudaron a otra parte. Jamás se despidieron.
Confieso que en ocasiones
extraño las noches de anís.
Pero ahí estaba el nuevo
vecino, haciendo un ruido de los mil demonios. Apagué el televisor. Puse un disco,
el Fandangos in Space, de Carmen. Le subí todo el volumen. Serían las diez
y media de la noche del domingo de hace dos semanas. Al rato, oí las mismas canciones
provenientes del departamento recién ocupado.
Le bajé al volumen.
Sí. Habían puesto el
mismo disco.
Lo quité de la tornamesa.
Busqué el The Rise and Fall, de Madness. Escuchaba la rola “Primrose Hill”,
cuando oí de nuevo el mismo disco que salía de las bocinas del vecino recién desempacado.
O vecina. Qué sé yo. Fui por otro acetato. Pensé que sería difícil que conocieran
a la banda de Don Harrison. Puse su disco, sin título, que data de 1976. Iba ya
en el segundo lado, en la cuarta pieza (“A Bit of Love”), cuando oí el mismo maldito
álbum en la casa recién apropiada. Me quedé un rato sin hacer nada.
Vi el reloj.
Ya era la medianoche.
Una hora para ya no andar jugando a la guerrita de discos. Sin embargo, coloqué
en la tornamesa el Magic is a Child, de Nektar. No pasaron ni cinco minutos
y ya estaba escuchando, como en un eco, ese mismo disco en el departamento de arriba.
No sé usted qué hubiera
hecho, pero yo andaba como león enjaulado, iba de un lado a otro de la sala, sin
saber qué hacer. De un lado a otro, como las caderas de las modelos que a esas horas
tal vez ya habían finalizado una botella de anís. Quizás lo correcto hubiera sido
subir para ver quién había llegado al edificio, estrecharle la mano y felicitarlo,
ejem, por sus gustos musicales.
Pero no.
Preferí poner toda la
noche, o la madrugada, como usted elija, disco tras disco. En alguno fallaría el
nuevo vecino. O nuevos vecinos. Qué se yo. Desfilaron por la aguja The Amazing Rhythm
Aces, Mahogany Rush, Robin Trower, Horslips, Ian Hunter, Tin Huey, Wreckless Eric,
Zanki, un pirata de Frank Zappa y, Santo Dios, ¡todos los tenía! Disco que ponía,
disco que se repetía un piso arriba de mí.
Para volverse locos.
El último que puse (el
Thruthdare Doubledare, de Bronski Beat) dejé de oírlo yo mismo a las nueve
y media de la mañana del lunes, porque, simplemente, me ganó el sueño.
Desperté unas tres horas
después, apagué el modular, coloqué el disco en su lugar, me di un regaderazo y
fui a una reunión editorial.
Desde entonces, escucho
mis discos a bajo volumen.
Para no despertar sospechas.
Ni réplicas.
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