Julio Cortázar
Debemos a la doctora Margaret L. Tyler
las imágenes más hermosas del presente relato. Su admirable poema, Síntomas orientadores
hacia los remedios más comunes del vértigo y cefaleas apareció en la revista
Homeopatía (publicada por la Asociación Médica Homeopática Argentina), año
XIV, n. 32, abril de 1946, páginas 33 y ss.
Asimismo agradecemos a Ireneo Fernando
Cruz el habernos iniciado, durante un viaje a San Juan, en el conocimiento de las
mancuspias.
Cuidamos las mancuspias hasta bastante
tarde, ahora con el calor del verano se llenan de caprichos y versatilidades, las
más atrasadas reclaman alimentación especial y les llevamos avena malteada en grandes
fuentes de loza; las mayores están mudando el pelaje del lomo, de manera que es
preciso ponerlas aparte, atarles una manta de abrigo y cuidar que no se junten de
noche con las mancuspias que duermen en jaulas y reciben alimento cada ocho horas.
No nos sentimos bien.
Esto viene desde la mañana, tal vez por el viento caliente que soplaba al amanecer,
antes de que naciera este sol alquitranado que dio en la casa todo el día. Nos cuesta
atender a los animales enfermos –esto se hace a las once– y revisar las crías después
de la siesta. Nos parece cada vez más penoso andar, seguir la rutina; sospechamos
que una sola noche de desatención sería funesta para las mancuspias, la ruina irreparable
de nuestra vida. Andamos entonces sin reflexionar, cumpliendo uno tras otro los
actos que el hábito escalona, deteniéndonos apenas para comer (hay trozos de pan
en la mesa y sobre la repisa del living) o mirarnos en el espejo que duplica el
dormitorio. De noche caemos repentinamente en la cama, y la tendencia a cepillarnos
los dientes antes de dormir cede a la fatiga, alcanza apenas a sustituirse por un
gesto hacia la lámpara o los remedios. Afuera se oye andar y andar en círculo a
las mancuspias adultas.
No nos sentimos bien.
Uno de nosotros es Aconitum, es decir que debe medicamentarse con aconitum
en diluciones altas si, por ejemplo, el miedo le ocasiona vértigo. Aconitum es
una violenta tormenta, que pasa pronto. De qué otro modo describir el contraataque
a una ansiedad que nace de cualquier insignificancia, de la nada. Una mujer se enfrenta
repentinamente con un perro y comienza a sentirse violentamente mareada. Entonces
aconitum, y al poco rato sólo queda un mareo dulce, con tendencia a marchar hacia
atrás (esto nos ocurrió, pero era un caso Bryonia, lo mismo que sentir que
nos hundíamos con, o a través de la cama).
El otro, en cambio,
es marcadamente Nux Vómica. Después de llevar la avena malteada a las mancuspias,
tal vez por agacharse demasiado al llenar la escudilla, siente de golpe como si
le girara el cerebro, no que todo gire en torno –el vértigo en sí– sino que la visión
es la que gira, dentro de él la conciencia gira como un giróscopo en su aro, y afuera
todo está tremendamente inmóvil, sólo que huyendo e inasible. Hemos pensado si no
será más bien un cuadro de Phosphorus, porque además lo aterra el perfume
de las flores (o el de las mancuspias pequeñas, que huelen débilmente a lila) y
coincide físicamente con el cuadro fosfórico: es alto, delgado, anhela bebidas frías,
helados y sal.
De noche no es tanto,
nos ayudan la fatiga y el silencio –porque el rondar de las mancuspias esconde dulcemente
este silencio de la pampa– y a veces dormimos hasta el amanecer y nos despierta
un esperanzado sentimiento de mejoría. Si uno de nosotros salta de la cama antes
que el otro, puede ocurrir con todo que asistamos consternados a la repetición de
un fenómeno Camphara monobromata, pues cree que marcha en una dirección cuando
en realidad lo está haciendo en la opuesta. Es terrible, vamos con toda seguridad
hacia el baño, y de improviso sentimos en la cara la piel desnuda del espejo alto.
Casi siempre lo tomamos a broma, porque hay que pensar en el trabajo que espera
y de nada serviría desanimarnos tan pronto. Se buscan los glóbulos, se cumplen sin
comentarios ni desalientos las instrucciones del doctor Harbín. (Tal vez en secreto
seamos un poco Natrum muriaticum. Típicamente, un natrum llora, pero nadie
debe observarlo. Es triste, es reservado; le gusta la sal).
¿Quién puede pensar
en tantas vanidades si la tarea espera en los corrales, en el invernadero y en el
tambo? Ya andan Leonor y el Chango alborotando fuera, y cuando salimos con los termómetros
y las bateas para el baño, los dos se precipitan al trabajo como queriendo cansarse
pronto, organizando su haraganeo de la tarde. Lo sabemos muy bien, por eso nos alegra
tener salud para cumplir nosotros mismos con cada cosa. Mientras no pase de esto
y no aparezcan las cefaleas, podemos seguir. Ahora es febrero, en mayo estarán vendidas
las mancuspias y nosotros a salvo por todo el invierno. Se puede continuar todavía.
Las mancuspias nos entretienen
mucho, en parte porque están llenas de sagacidad y malevolencia, en parte porque
su cría es un trabajo sutil, necesitado de una precisión incesante y minuciosa.
No tenemos por qué abundar, pero esto es un ejemplo: uno de nosotros saca las mancuspias
madres de las jaulas de invernadero –son las 6.30 a.m.– y las reúne en el corral
de pastos secos. Las deja retozar veinte minutos, mientras el otro retira los pichones
de las casillas numeradas donde cada uno tiene su historia clínica, verifica rápidamente
la temperatura rectal, devuelve a su casilla los que exceden los 37° C, y por una
manga de hojalata trae el resto a reunirse con sus madres para la lactancia. Tal
vez sea éste el momento más hermoso de la mañana, nos conmueve el alborozo de las
pequeñas mancuspias y sus madres, su rumoroso parloteo sostenido. Apoyados en la
baranda del corral olvidamos la figura del mediodía que se acerca, de la dura tarde
inaplazable. Por momentos tenemos un poco de miedo a mirar hacia el suelo del corral
–un cuadro Onosmodium marcadísimo–, pero pasa y la luz nos salva del síntoma
complementario, de la cefalea que se agrava con la oscuridad.
A las ocho es hora del
baño, uno de nosotros va echando puñados de sales Krüschen y afrecho en las bateas,
la otra dirige al Chango que trae cubos de agua tibia. A las mancuspias madres no
les agrada el baño, hay que tomarlas con cuidado de las orejas y las patas, sujetándolas
como conejos, y sumergirlas muchas veces en la batea. Las mancuspias se desesperan
y erizan, eso es lo que queremos para que las sales penetren hasta la piel tan delicada.
A Leonor le toca dar
de comer a las madres, y lo hace muy bien; nunca vimos que errara en la distribución
de porciones. Se les da avena malteada, y dos veces por semana leche con vino blanco.
Desconfiamos un poco del Chango, nos parece que se bebe el vino; sería mejor guardar
la bordalesa adentro, pero la casa es chica y luego ese olor dulzón que rezuma en
las horas del sol alto.
Tal vez esto que decimos
fuera monótono e inútil si no estuviese cambiando lentamente dentro de su repetición;
en los últimos días –ahora que entramos en el periodo crítico del destete– uno de
nosotros ha debido reconocer, con qué amargo asentimiento, el avance de un cuadro
Silica. Empieza en el momento mismo en que nos domina el sueño, es un perder
la estabilidad, un salto adentro, un vértigo que trepa por la columna vertebral
hacia el interior de la cabeza; como el mismo trepar reptante (no hay otra descripción)
de las pequeñas mancuspias por los postes de los corrales. Entonces, de repente,
sobre el pozo negro del sueño donde ya caíamos deliciosamente, somos ese poste duro
y ácido al que trepan jugando las mancuspias. Y es peor cerrando los ojos. Así se
va el sueño, nadie duerme con ojos abiertos, nos morimos de cansancio pero basta
un leve abandono para sentir el vértigo que repta, un vaivén en el cráneo, como
si la cabeza estuviera llena de cosas vivas que giran a su alrededor. Como mancuspias.
Y es tan ridículo, se
ha probado que a los enfermos silica les falta sílice, arena. Y nosotros
aquí, rodeados de médanos, en un pequeño valle amenazado de médanos inmensos, faltándonos
arena cuando íbamos a dormirnos.
Contra la probabilidad
de que esto avance, hemos preferido perder algún tiempo dosificándonos severamente;
advertimos a las doce horas que la reacción es favorable, y la tarde de trabajo
sucede sin obstáculos, apenas, quizá, un leve desacomodo de las cosas, de pronto
como si los objetos se pararan delante nuestro, irguiéndose sin moverse; una sensación
de arista viva en cada plano. Sospechamos un viraje a Dulcamara, pero no
es fácil estar seguros.
En el aire flotan leves
las pelusas de las mancuspias adultas, después de la siesta vamos con tijeras y
unas bolsas de caucho al corral alambrado donde el Chango las reúne para la esquila.
Ya en febrero hace fresco de noche, las mancuspias necesitan el pelo porque duermen
estiradas y carecen de la protección que se dan a sí mismos los animales que se
ovillan replegando las patas. Sin embargo, pierden el pelo del lomo, pelechan despacio
y a pleno aire, el viento alza del corral una fina niebla de pelos que cosquillean
en la nariz y nos hostigan hasta dentro de la casa. Entonces reunimos a las mancuspias
y les tusamos el lomo a media altura, cuidando no privarlas de calor; cuando cae
ese pelo, demasiado corto para flotar en el aire, va formando un polvillo amarillento
que Leonor moja con la manguera y junta diariamente en una bola de pasta que se
tira al pozo.
Uno de nosotros tiene
entretanto que aparear los machos con las mancuspias jóvenes, pesar los pichones
mientras el Chango lee en voz alta los pesos del día anterior, verificar el adelanto
de cada mancuspia y apartar a las atrasadas para someterlas a la sobrealimentación.
Esto nos lleva hasta el anochecer; sólo falta la avena de la segunda comida que
Leonor reparte en un momento, y encerrar a las mancuspias madres mientras las pequeñas
chillan y se obstinan en seguir a su lado. Es el Chango quien se ocupa del aparte,
ya nosotros estamos en la veranda controlando. A las ocho se cierran las puertas
y ventanas; a las ocho nos quedamos solos adentro.
Antes era un momento
dulce, el recuento de episodios y de esperanzas. Pero desde que no nos sentimos
bien parece como si esta hora fuese más pesada. Vanamente nos engañamos con el arreglo
del botiquín –es frecuente que el orden alfabético de los remedios se altere por
descuido–; siempre al final nos vamos quedando callados en la mesa, leyendo el manual
de Álvarez de Toledo (Estúdiate a ti mismo) o el de Humphreys (Mentor
Homeopático). Uno de nosotros ha tenido con intermitencias una fase Pulsatilla,
vale decir que tiende a mostrarse voluble, llorona, exigente, irritable. Esto
aflora al anochecer, y coincide con el cuadro Petroleum que afecta al otro,
un estado en el que todo –cosas, voces, recuerdos– pasan por encima de él, entumeciéndolo
y envarándolo. Así es que no hay choque, apenas un sufrir paralelo y tolerable.
Después, a veces, viene el sueño.
Tampoco quisiéramos
poner en estas notas un énfasis progresivo, un crecer articulándose hasta el estallido
patético de la gran orquesta, tras la cual decrecen las voces y se reingresa a una
calma de hartazgo. A veces estas cosas que inscribimos ya nos han ocurrido (como
la gran cefalea Glonoinum el día en que nació la segunda camada de mancuspias),
a veces es ahora o por la mañana. Creemos necesario documentar estas fases para
que el doctor Harbín las agregue a nuestra historia clínica cuando volvamos a Buenos
Aires. No somos hábiles, sabemos que de pronto nos salimos del tema, pero el doctor
Harbín prefiere conocer los detalles circundantes de los cuadros. Ese roce contra
la ventana del baño que oímos de noche puede ser importante. Puede ser un síntoma
Cannabis indica; ya se sabe que un cannabis indica tiene sensaciones exaltadas,
con exageración de tiempo y distancia. Puede ser una mancuspia que se ha escapado
y viene como todas a la luz.
Al principio éramos
optimistas, todavía no hemos perdido la esperanza de ganar una buena suma con la
venta de las crías jóvenes. Nos levantamos temprano, midiendo el creciente valor
del tiempo en la fase final, y al principio casi no nos afecta la fuga del Chango
y Leonor. Sin preaviso, sin cumplir para nada el estatuto, se nos han ido anoche
los muy hijos de puta, llevándose el caballo y el sulky, la manta de uno de nosotros,
el farol de carburo, el último número de Mundo Argentino. Por el silencio
en los corrales sospechamos su ausencia, hay que apurarse a soltar las crías para
la lactancia, preparar los baños, la avena malteada. Todo el tiempo pensamos que
no se debe pensar en lo ocurrido, trabajamos sin admitir que ahora estamos solos,
sin caballo para salvar las seis leguas hasta Puan, con provisiones para una semana,
y rondados por linyeras inútiles ahora que en las otras poblaciones se ha difundido
el rumor estúpido de que criamos mancuspias y nadie se arrima por miedo a enfermedades.
Sólo trabajando y con salud podemos tolerar una conjuración que nos agobia hacia
mediodía, en el alto del almuerzo (uno de nosotros prepara bruscamente una lata
de lenguas y otra de arvejas, fríe jamón con huevos), que rechaza la idea de no
dormir la siesta, nos encierra en la sombra del dormitorio con más dureza que las
puertas a doble cerrojo. Recién ahora recordamos con claridad el mal dormir de la
noche, ese vértigo curioso, transparente, si se nos permite inventar esta expresión.
Al despertar, al levantarnos, mirando hacia adelante, cualquier objeto –pongamos,
por ejemplo, el ropero– es visto rotando a velocidad variable y desviándose en forma
inconstante hacia un costado (lado derecho); mientras al mismo tiempo, a través
del remolino, se observa el mismo ropero parado firmemente y sin moverse. No hay
que pensar mucho para distinguir allí un cuadro Cydamen, de modo que el tratamiento
actúa en pocos minutos y nos equilibra para la marcha y el trabajo. Mucho peor es
advertir en plena siesta (cuando las cosas son tan ellas mismas, cuando el sol las
repliega duramente en sus aristas) que en el corral de las mancuspias grandes hay
agitación y parloteo, una renuncia súbita e inquietante al reposo que las engorda.
No queremos salir, el sol alto sería la cefalea, cómo admitir ahora la posibilidad
de cefalea cuando todo depende de nuestro trabajo. Pero habrá que hacerlo, crece
la inquietud de las mancuspias y es imposible seguir en la casa cuando de los corrales
llega un rumor nunca oído, entonces nos lanzamos fuera protegidos por cascos de
corcho, nos separamos después de un precipitado conciliábulo, uno de nosotros corre
a las jaulas de las madres en tanto que el otro verifica los cierres de portones,
el nivel del agua en el tanque australiano, la posible irrupción de una zorra o
un gato montés. Apenas llegamos a la entrada de los corrales y ya nos enceguece
el sol, como albinos vacilamos entre las llamaradas blancas, quisiéramos continuar
el trabajo pero es tarde, el cuadro Belladona nos arrasa hasta precipitarnos
agotados en la hondura sombría del galpón. Congestionados, cara roja y caliente;
pupilas dilatadas. Pulsación violenta en cerebro y carótidas. Violentas punzadas
y lanzazos. Cefalea como sacudidas. A cada paso sacudida hacia abajo como si hubiera
un peso en el occipital. Cuchilladas y punzadas. Dolor de estallido; como si se
empujara el cerebro; peor agachándose, como si el cerebro cayera hacia afuera, como
si fuera empujado hacia adelante, o los ojos estuvieran por salirse. (Como esto,
como aquello; pero nunca como es de veras). Peor con los ruidos, sacudidas,
movimiento, luz. Y de pronto cesa, la sombra y la frescura se la lleva en un instante,
nos deja una maravillada gratitud, un deseo de correr y sacudir la cabeza, asombrarse
de que un minuto antes… Pero está el trabajo, y ahora sospechamos que la inquietud
de las mancuspias obedece a falta de agua fresca, a la ausencia de Leonor y el Chango
–son tan sensibles que han de sentir de algún modo esa ausencia–, y un poco a que
extrañan el cambio en las labores de la mañana, nuestra torpeza, nuestro apuro.
Como no es día de esquila,
uno de nosotros se ocupa del apareo prefijado y del control de peso; es fácil advertir
que de ayer a hoy las crías han desmejorado bruscamente. Las madres comen mal, huelen
prolongadamente la avena malteada antes de dignarse morder la tibia pasta alimenticia.
Cumplimos silenciosos las últimas tareas, ahora la venida de la noche tiene otro
sentido que no queremos examinar, ya no nos separamos como antes de un orden establecido
y funcionando, de Leonor y el Chango y las mancuspias en sus sitios. Cerrar las
puertas de la casa es dejar a solas un mundo sin legislación, librado a los sucesos
de la noche y el alba. Entramos temerosos y prolijos, demorando el momento, incapaces
de aplazarlo y por eso furtivos y esquivándonos, con toda la noche que espera como
un ojo.
Por suerte tenemos sueño,
la insolación y el trabajo pueden más que una inquietud incomunicada, nos vamos
quedando dormidos sobre los restos fríos que masticamos penosamente, los recortes
de huevo frito y pan mojado en leche. Algo rasca otra vez en la ventana del baño,
en el techo parecen oírse corrimientos furtivos; no sopla viento, es noche de luna
llena y los gallos cantarían antes de medianoche, si tuviéramos gallos. Vamos a
la cama sin hablar, distribuyéndonos casi a tientas la última dosis del tratamiento.
Con la luz apagada –pero no está bien dicho, no hay luz apagada, simplemente falta
la luz, la casa es un fondo de tiniebla y por fuera todo luna llena– queremos decirnos
algo y es apenas un preguntarse por mañana, por la forma de conseguir el alimento,
llegar al pueblo. Y nos dormimos. Una hora, no más, el hilo ceniciento que tira
la ventana apenas se ha movido hacia la cama. De pronto estamos sentados a oscuras,
oyendo a oscuras porque se oye mejor. Algo les pasa a las mancuspias, el rumor es
ahora un clamoreo rabioso o aterrado, se distingue el aullido afilado de las hembras
y el ulular más bronco de los machos, se interrumpen de pronto y por la casa se
mueve como una ráfaga de silencio, entonces otra vez el clamoreo crece contra
la noche y la distancia. No pensamos en salir, demasiado es estar oyéndolas, uno
de nosotros duda si los alaridos son fuera o aquí porque hay momentos en que nacen
como desde dentro, y a lo largo de esa hora entramos en un cuadro Aconitttm donde
todo se confunde y nada es menos cierto que su contrario. Sí, las cefaleas vienen
con tal violencia que apenas se las puede describir. Sensación de desgarro, de quemazón
en el cerebro, en el cuero cabelludo, con miedo, con fiebre, con angustia. Plenitud
y pesadez en la frente, como si allí hubiera un peso que presionara hacia afuera:
como si todo fuera arrancado por la frente. Aconitum es repentino; salvaje; peor
por vientos fríos; con inquietud, angustia, miedo. Las mancuspias rondan la casa,
inútil repetirnos que están en los corrales, que los candados resisten.
No advertimos el amanecer,
hacia las cinco nos abate un sueño sin reposo del que salen nuestras manos a hora
fija para llevar los glóbulos a la boca. Hace rato que golpean en la puerta del
living, los golpes crecen con rabia hasta que uno de nosotros deja que las zapatillas
se pongan sus pies y se arrastren hasta la llave. Es la policía con la noticia del
arresto del Chango; nos traen de vuelta el sulky, allá sospecharon el robo y el
abandono. Hay que firmar una declaración, todo está bien, el sol alto y un gran
silencio en los corrales. Los policías miran los corrales, uno se tapa la nariz
con el pañuelo, hace como que tose. Decimos pronto lo que quieren, firmamos, y se
van casi corriendo, pasan lejos de los corrales y los miran, también a nosotros
nos han mirado, aventurando una ojeada al interior (sale un aire estancado por la
puerta), y se van casi corriendo. Es muy curioso que estos brutos no quieran espiar
más, huyen como apestados, ya pasan al galope por el camino del costado.
Uno de nosotros parece
decidir personalmente que el otro irá enseguida a buscar alimento con el sulky,
mientras se cumple la tarea matinal. Subimos sin ganas, el caballo está cansado
porque lo han traído sin respiro, vamos saliendo de a poco y mirando atrás. Todo
está en orden, entonces no eran las mancuspias las que hacían ruidos en la casa,
habrá que fumigar las ratas del tejado, asombra el ruido que una sola rata puede
hacer de noche. Abrimos los corrales, juntamos las madres pero apenas queda avena
malteada y las mancuspias pelean ferozmente, se arrancan pedazos de lomo y de cuello,
les salta la sangre y hay que separarlas a látigo y gritos. Después de eso la lactancia
de las crías es penosa e imperfecta, se advierte que los pichones están hambrientos,
algunos vacilan al correr o se apoyan en los alambrados. Hay un macho muerto a la
entrada de su jaula, inexplicablemente. Y el caballo se resiste a trotar, ya estamos
a diez cuadras de la casa y todavía al paso, con la cabeza caída y resollando. Desanimados
emprendemos la vuelta, llegamos para ver cómo los últimos restos de alimento se
pierden en un revuelo de pelea.
Volvemos sin obstinarnos
a la veranda. En el primer peldaño hay un pichón de mancuspia muñéndose. Lo alzamos,
lo ponemos en un canasto con paja, quisiéramos saber qué tiene pero se muere con
la muerte oscura de los animales. Y los candados estaban intactos, no se sabe cómo
pudo escapar esta mancuspia, si su muerte es la escapatoria o si ha escapado porque
se estaba muriendo. Le echamos diez glóbulos de Nux Vómica en el pico, se
quedan ahí como perlitas, ya no puede tragar. Desde donde estamos se ve a un macho
caído sobre las manos; intenta alzarse con una sacudida, pero vuelve a caer como
si rezara.
Nos parece oír gritos,
tan cerca nuestro que miramos hasta debajo de las sillas de paja de la veranda;
el doctor Harbín nos ha prevenido contra las reacciones animales que atacan de mañana,
no habíamos pensado que pudiera ser una cefalea así. Dolor occipital, de tanto en
tanto un grito: cuadro de Apis, dolores como picaduras de abejas. Doblamos
la cabeza hacia atrás, o la hundimos contra la almohada (en algún momento hemos
llegado a la cama). Sin sed, pero sudando; orina escasa, gritos penetrantes. Como
magullados, sensibles al tacto; en un momento nos dimos la mano y fue terrible.
Hasta que cesa, paulatina, dejándonos el temor de una repetición con variante animal,
como ya una vez: tras de la abeja, el cuadro de la serpiente. Son las dos y media.
Preferimos completar
estos informes mientras dura la luz y estamos bien. Uno de nosotros debería ir ahora
al pueblo, si pasa la siesta se nos hará muy tarde para volver, y quedarnos solos
toda la noche en la casa, quizá sin poder medicamentarnos… La siesta se estanca
silenciosa, hace calor en las piezas, si vamos hasta la veranda nos rechaza el color
de tiza de la tierra, los galpones, los tejados. Han muerto otras mancuspias pero
el resto calla, sólo de cerca se las oiría jadear.
Uno de nosotros cree
que alcanzaremos a venderlas, que debemos ir al pueblo. El otro hace estos apuntes
y ya no cree en mucho. Que pase el calor, que sea de noche. Salimos casi a las siete,
todavía hay unos puñados de alimento en el galpón, sacudiendo las bolsas cae un
polvillo de avena que juntamos preciosamente. Ellas lo olfatean y la agitación en
las jaulas es violenta. No nos atrevemos a soltarlas, es mejor poner una cucharada
de pasta en cada jaula, así parece que están más satisfechas, que es más justo.
Ni siquiera sacamos las mancuspias muertas, no nos explicamos cómo hay diez jaulas
vacías, cómo parte de las crías anda mezclada con los machos en el corral. Se ve
apenas, ahora anochece de golpe y el Chango nos robó el farol de carburo.
Parece como si en el
camino, contra el monte de sauces, hubiera gente. Sería el momento de llamar para
que alguien fuese al pueblo; todavía hay tiempo. A veces pensamos si no nos espían,
la gente es tan ignorante y nos tiene tan entre ojos. Preferimos no pensar y cerramos
la puerta con delicia, replegados a la casa donde todo es más nuestro. Quisiéramos
consultar los manuales para precavernos de un nuevo Apis, o del otro animal
todavía peor; dejamos la cena y leemos en voz alta, casi sin oír. Algunas frases
suben sobre las otras, y afuera es igual, algunas mancuspias aúllan más alto que
el resto, perduran y repiten un ulular lancinante. “Crotalus cascavella tiene
alucinaciones peculiares…” Uno de nosotros repite la mención, nos alegra comprender
tan bien el latín, crótalo cascabel, pero es decir lo mismo porque cascabel equivale
a crótalo. Quizá el manual no quiere impresionar a los enfermos comunes con la mención
directa del animal. Y sin embargo, lo nombra, esta terrible serpiente… “cuyo veneno
actúa con espantosa intensidad”. Tenemos que forzar la voz para oírnos entre el
clamor de las mancuspias, otra vez las sentimos cerca de la casa, en los techos,
rascando las ventanas, contra los dinteles. De alguna manera no es ya raro, por
la tarde vimos tantas jaulas abiertas, pero la casa está cerrada y la luz en el
comedor nos envuelve en una fría protección mientras nos ilustramos a gritos. Todo
está claro en el manual, un lenguaje directo para enfermos sin prejuicios, la descripción
del cuadro: cefalea y gran excitación, causadas por comenzar a dormir. (Pero por
suerte no tenemos sueño). El cráneo comprime el cerebro como un casco de acero –bien
dicho–. Algo viviente camina en círculo dentro de la cabeza. (Entonces la casa es
nuestra cabeza, la sentimos rondada, cada ventana es una oreja contra el aullar
de las mancuspias ahí afuera). Cabeza y pecho comprimidos por una armadura de hierro.
Un hierro al rojo hundido en el vértex. No estamos seguros sobre el vértex, hace
un momento que la luz vacila, cede poco a poco, nos olvidamos de poner en marcha
el molino por la tarde. Cuando ya no se puede leer encendemos una vela junto al
manual para terminar de enterarnos de los síntomas, es mejor saber por si más tarde
–dolores lancinantes agudos en sien derecha, esta terrible serpiente cuyo veneno
actúa con espantosa intensidad (ya leímos eso, es difícil alumbrar el manual con
una vela), algo viviente camina en círculo dentro de la cabeza, también lo leímos
y es así, algo viviente camina en círculo. No estamos inquietos, peor es afuera,
si hay afuera. Por sobre el manual nos estamos mirando, y si uno de nosotros alude
con un gesto al aullar que crece más y más, volvemos a la lectura como seguros de
que todo eso está ahora ahí, donde algo viviente camina en círculo aullando contra
las ventanas, contra los oídos, el aullar de las mancuspias muriéndose de hambre.
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