domingo, 13 de febrero de 2022

Al pozo con Bruno Cano

Rolando Hinojosa

 

¿Cómo que no lo sepulta?

Ya me oyeron.

Sí, le oímos, pero usted tiene que sepultarlo. Si no hay más.

Allá él; yo no lo sepulto. Que lo sepulte otro… Ustedes. La iglesia no lo sepultará.

¿La iglesia o usted, don Pedro?

Yo; la iglesia; lo mismo da.

Qué lo mismo ni qué nada. Es usted, ¿qué no?

Sí, yo; pero no me vengan a decir que no tengo razón… Miren que echarme de la madre.

Sí, don Pedro, pero si alguien puede perdonar debería ser usted. El cura.

Sí, sí, el cura. Pero también soy hombre.

¿Y quién lo duda? Ándele, sepúltelo y luego nos echamos un trago.

No sé.

Ándele. Anímese, don Pedro. Si usted y don Bruno fueron buenos amigos. Además, la cosa fue de borrachera…

No sé.

¿Qué le cuesta? Aquí, Lisandro y yo lo llevamos al cementerio, ¿verdad? ¿Qué tal? ¿Hace? Diga que sí, don Pedro.

Mire, don Pedro, ni a la iglesia lo traemos. De que Salinas lo llevamos derechito al camposanto y allí usted nos lo entierra con sus rezos y todo.

¿Pero de seguro que no lo traen a la iglesia?

Descuide.

Palabra.

Bueno, se lo llevan de que Salinas y dentro de un cuarto de hora voy al cementerio. ¿Han visto a Jehú? Lo necesito para el responso.

Ese debe andar por ahí tirando piedras a los pájaros o haciendo un mandado. Déjelo, don Pedro, yo lo hallo.

Ya saben, ni una palabra. Dentro de un cuarto de hora y al pozo… mira que echarle de la madre a todo un sacerdote de la santa madre iglesia.

Agradecidos, don Pedro. No se preocupe y gracias, ¿eh?

Los dos hombres se volvieron al centro del pueblo sin cruzar una palabra entre sí ni con la gente que les saludaba. Llegaron a la cantina de Germán Salinas y anunciaron: Ya se hizo. Hay entierro. Llamen a los Vega; que traigan la carroza más grande. Cuélenle; avísenle a todo mundo.

Don Bruno Cano, nativo de Cerralvo, Nuevo León, y vecino de Flora, Texas, de estado civil viudo y sin progenie ni sucesión, murió, según el médico, de un ataque al corazón. De un infarto que lo rindió tan lacio como títere de cuerda. Los que verdaderamente lo conocían decían que murió de envidia y por andar choteando al prójimo.

La noche que murió Cano, él y otro compañero, Melitón Burnias, habían acordado a escarbar un lotecito que le pertenecía a doña Panchita Zuárez, sobandera, partera al pasito, y remendona fina de jovencitas no muy usadas y todavía en servible estado de merecer. La tía Panchita, según la gente de Flora, tenía un tesoro escondido en su patio. Esta relación, el nombre dado a los tesoros, estaba escondida desde los tiempos de Escandón, según unos; desde los tiempos del general Santa Anna, según otros; y todavía otros, más cercanos, desde el tiempo de la Revolución… tesoro que fue ocultado por unos ansiosos comerciantes recién emigrados, etc. La cosa es que Bruno Cano y Burnias, entre copa y copa, acordaron en cavar la tierra, como tantos otros, en busca del tesoro mentado. Melitón Burnias juraba que tenía unos rezos infalibles para esos asuntos.

Es difícil imaginar dos hombres tan dispares: Cano, gordito, color de rosa, tacaño certificado, comerciante y dueño del matadero de reses, “La barca de oro”; en fin, una de las primeras luces del pueblo. Burnias, no; Burnias era algo sordo, flaco, chaparrito, de oficio desconocido y más seco que cagarruta de cabra en agosto. También era pobre y de mala suerte. Cuando Tila, la mayor, se largó con Práxedis Cervera, éste volvió con Tila y, juntos, pusieron a Burnias de patitas en la calle. El hombre, dicen, encogió los hombros y se fue a dormir al campo de sandías. Esa misma noche, claro, hubo granizo. Melitón Burnias, sin embargo, no era codicioso y sería por eso, tal vez, que Bruno Cano lo escogió como socio en la búsqueda de la relación.

Estaban los dos tomando en que Salinas cuando les sorprendió las once de la noche. Al sonar el reloj cuco los dos se fueron a recoger los talaches, palas, y otras herramientas para cavar el lotecito de doña Panchita.

Serían, acaso, como las tres de la mañana y estaban Bruno Cano, dentro del pozo echando tierra arriba, y el sordo de Burnias afuera, desparramándola lo mejor que podía, cuando se oyó un ¡tonc! Bruno escarbó más, y otra vez ¡tonc!, luego otro, y otro más.

¿Melitón, Melitón, no oíste? Creo que vamos cerca.

¿Que si no oí? ¿Que si no oí qué?

Te digo que vamos cerca.

Ah, sí, pues entonces, ¿qué rezo yo?

¿Qué?

¿Que qué rezo yo?

¿Cómo que qué resolló?

¿Que resolló algo?

¿Que resolló algo dices?

¿Que resolló? ¡Ay, Diosito mío!

Diciendo esto, Burnias voló; abandonó la pala y a su socio; empezó a gritar, convencido, tal vez, que un fantasma que resollaba venía por él. Corrió por patios llevándose cercas, resbalando en charcos, atravesando callejones, despertando perros, y dando saltos como coneja clueca hasta llegar rendido al campo de sandía donde se echó a rezar en voz alta.

Bruno Cano, entretanto, se había quedado con el aire en la boca. (¿Qué resolló?) (¿Un fantasma?) Así que pudo se puso a gritar y a llorar: ¡Sáquenme! ¡Sáquenme de aquí! ¡Que me matan! ¡Sáquenmeeeeeeeeeeee! ¡Con una chingada! ¡Ay yay yay, Diosito santo! ¡Que me saquen! ¡Ayúdenme! ¡Con una chingada! ¡Ay, yay yay, Diosito mío! ¡Sáquenme!

En esto, y ya iban para las cinco, don Pedro Zamudio, cura de Flora, iba cruzando el solar de doña Panchita rumbo a la iglesia cuando oyó los alaridos de Bruno. Levantando la sotana para que no se le estropeara tanto, se dirigió al pozo y así, en la oscuridad, le preguntó al que estaba en el pozo:

¿Qué pasa? ¿Qué hace usted allí?

¿Es usted don Pedro? Soy yo, Cano. Sáqueme.

¿Pues qué anda haciendo usted por esta vecindad?

Sáqueme primero. Más al luego le cuento.

¿Se golpeó cuando se cayó?

No me caí… ayúdeme.

Sí, hijo, sí; ¿pero entonces cómo vino a dar allí? ¿Seguro que no está lastimado?

Segurísimo, señor cura, pero sáqueme ya con una… perdón.

¿Qué ibas a decir, hijo?

Nada, padrecito, nada; sáqueme.

No creo que pueda yo solo; estás algo gordo.

¿Gordo? ¡Gorda su madre!

¿Mi quééééééééé?

Sáqueme ya con una chingada. ¡Ándele!

¡Pues que lo saque su madre!

¡Chingue la suya!

Don Pedro se persignó, se hincó cerca del pozo, y se puso a orar aquello de “…recoge a este pecador en tu seno” cuando Bruno Cano le mentó de la madre otra vez. Tan clarita fue la mentada que hasta los pájaros dejaron de trinar. Don Pedro, a su vez, sacó el rosario y empezó con la misa de los muertos; esto puso a Cano color de hormiga y estalló con otro chingue a su madre tan redondo y tan sentido como el primero. Estaba para soltar otro cuando don Pedro se levantó extendiendo los brazos en cruz y entonando lo de “tomad a este pecador en tu regazo”. Entonces Bruno Cano dejó de hablar y sólo se oían unos soplidos como fuelles. Se acabó el rezo y don Pedro asomó la cabeza al pozo y preguntó: “¿No ve? Con los rezos se allega a la paz. Ya va amaneciendo. Dentro de poco vendrán por usted.”

Bruno no le puso cuidado. Ni lo oyó siquiera. Bruno Cano había echado el bofe entre uno de los misterios del rosario y una de las madres. Entregando, así, su alma al Señor, al Diablo, o a su madre; a escoger.

Como es de suponer, no menos de treinta personas habían observado la escena. Habíanse quedado a una respetable distancia mientras uno rezaba y el otro maldecía.

Pero, como quiera que sea, lo sepultaron y en campo sagrado. Para el pesar de don Pedro Zamudio, el entierro estuvo muy concurrido. La cosa duró cerca de siete horas. Hubo doce oradores, cuatro coros (uno de varoncitos y uno de chicas, otro de mujeres de la Vela Perpetua, y el cuarto de hombres del Sagrado Corazón de Jesús; todos de blanco). Los Vega trajeron el cuerpo de Bruno en la carroza morada con la cortina gris a fleco. Además de don Pedro, fuimos los doce monaguillos cada uno vestido en casulla negra y blanca bien almidonada. La gente de los otros pueblos del Valle pronto se dio cuenta que algo había en Flora y se dejó venir en troque, en rides, en bicicleta, y unos de Klail hasta alquilaron un Greyhound que ya venía repleto de gente procedente de Bascom.

Aparecieron  tres dulceros y empezaron a vender raspas para combatir aquel sol que derretía las calles de chapopote. La concurrencia, y yéndose por lo bajo, no era menos de cuatro mil almas. Unos, de seguro, ni sabían a quién enterraban; los más ni conocieron a Cano; lo que pasa es que a la gente le gusta la bulla y no pierde ripio para salir de casa.

Don Pedro tuvo que aguantarse y rezó no menos de trescientos Padrenuestros entre Aves y Salves. Cuando se puso a llorar (de coraje, de histeria, de hambre, vaya usted a saber), la gente, compadecida, rezó por don Pedro. Los oradores repitieron las elegías varias veces y los de la raspa, cada uno, tuvieron que comprar otras tres barras de hielo de cien libras para dar abasto a toda la gente. En casos ni sirope echaban ya. La gente se comía el hielo con o sin agua. De su parte, los coros pronto disiparon su repertorio; para no desperdiciar la oportunidad, se echaron el Tantum Ergo que no venía al caso y, menos, el “Ven, Buen Pastor, Redentor Celestial” que se oía sólo en Pascuas. Por fin los cuatro coros se juntaron y entonces la cosa se puso más fina.

A pesar del calorón, el polvo, el empujar, y la multitud agolpada y remolinándose, no hubo mayor desorden: un pleito que otro, sí, pero sin navajas. Lo que sí se contó fueron los que cayeron: hubo no menos de treinta y cuatro desmayados, y fue, en fin, un entierro como Dios manda.

El que no asistió fue Melitón Burnias. Como decía después: “Ese día yo andaba ocupadísimo.”

La gente casi ni le ponía atención.

 

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