Silvina Ocampo
Sucedió lentamente pero lo advertí de
modo subrepticio. A veces observamos extraños signos en la naturaleza, pero con
tanta distracción que no les asignamos ningún valor. Las hormigas trataban de abandonar
la ciudad. Los infinitos caminos en zigzag que formaban se dirigían hacia afuera
de la ciudad, y ninguno hacia adentro. Con otros insectos sucedía algo similar aunque
menos evidente. Las arañas habían abandonado sus telarañas, las orugas las hojas,
dejando largos regueros de baba. Al principio la ausencia de insectos debió alegrar
a la gente por insólito que les pareciera. “Al fin nos vemos libres de estas plagas”,
exclamaban.
Los pájaros, a pesar
de la estación (era verano), empezaron a emigrar en grandes bandadas que oscurecían
el sol. Algunos pájaros cautivos rompieron los barrotes de las jaulas para emprender
vuelo y evadirse, otros cayeron muertos, heridos por el esfuerzo.
Cuando fue el turno
de los gatos, me sobrecogí. Se alejaban en fila india, manteniendo la misma distancia
el uno del otro; se hubiera dicho que era cuestión de vida o de muerte observar
la exacta medida que los unía o que los alejaba. A la distancia pude verlos alineados
como las cuentas de un rosario. Cuando fue el turno de los perros, cuya huida resultó
bastante desorganizada, me dio risa, una risa nerviosa: grupos de ocho, de nueve,
de diferentes razas y tamaños, corrían carreras desenfrenadas hasta llegar a una
meta para buscar otra inmediatamente con igual o mayor frenesí. Muchos caballos
de tiro o de silla rompieron a patadas las caballerizas para abalanzarse en dirección
a las montañas; los que pastaban sueltos ganaron rápidamente los valles. Se oía
sus fugas con ruido de tormenta. Al estrellarse contra las piedras murieron algunos
padrillos. Aun las vacas con terneros al pie parecían ágiles. Los toros, casi mitológicos,
como si un dios los llamara, se precipitaban. Los peces saltaban. Las limpias orillas
del río, donde brillaba la arena dorada, plagadas de pescados, olían a podredumbre.
–Algo horrible va a
suceder en esta ciudad –yo repetía–. Los niños, tan apegados a sus padres y a sus
casas, fueron los últimos en huir. Muy precavidos, dentro de pañuelos llevaron alimentos.
Algunos escalaron las más altas montañas y bajaron a los valles de manzanos donde,
junto a los arroyos, se guarecían del calor, felices, mientras las madres enloquecidas
rezaban para que volvieran, gastaban dinero en cirios y esperanza en promesas y
sacrificios.
Yo atribuía todo esto
a mi estado febril, pero secretamente exclamaba: “A esta gente el alma se le pasea
por el cuerpo”.
Cuando me enviaron en
busca de los niños acepté con gusto la misión. Helicópteros y automóviles, dedicados
a la propaganda y al salvataje, fueron puestos a mis órdenes con sus conductores.
Me alejé, presintiendo que me despedía de mi ciudad para siempre. Sobre las azoteas
de las casas, las ropas tendidas parecían personas y las verdaderas personas ropas
tendidas; les dije adiós. Dije adiós al vestido azul de Filomena, al corpiño de
Carmen, a la camisa a rayas de Damián, a la salida de baño de Fermina.
Una hora después la
ciudad entera ardía bajo las llamas y nadie allá adentro se salvó. Pero los niños
que habían huido leyeron esta noticia en los diarios y los que no sabían leer la
repetían de memoria, por haberla oído leer a las personas mayores.
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