Antonio José Sequera
Alrededor de una
hoguera, un grupo de cowboys comenta la jornada del día. La brisa trae ese aroma
estival de las reses que tanto gusta a los coyotes. Alguien propone jugar a las
cartas y un mazo de éstas surge de una alforja.
Tras
varias partidas, uno de los cowboys se levanta indignado y señalando con el dedo,
como el tío Sam, a otro de los presentes, le increpa con desprecio:
–¡Eres
un tramposo: te vi sacar ese as de la manga!
–¡No
–respondió el increpado–: ningún tramposo. Soy prestidigitador!
–¡Peor!
–rugió el otro, extrayendo del cinto su colt.
Una
detonación despertó al ganado de sus quimeras alpinas. Un alarido espantó a las
lechuzas y puso en guardia a las cascabeles. Un as de corazones se precipitó a las
brasas, causando un chisporroteante estampida escarlata.
–¿Cómo
saldremos de este cadáver? –quiso saber uno de los testigos.
–No
hay problema, yo me encargo de eso –largó el prestidigitador. Y con un pase mágico
envió el cuerpo, aún tibio, a reunirse con conejos, pañuelos y flores, en el limbo
de los magos.
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