Truman Capote
Ayer por la tarde, el
autobús de las seis atropello a Miss Bobbit. No sé muy bien qué decir al respecto;
a fin de cuentas, ella sólo tenía diez años y sin embargo los de este pueblo no
la olvidaremos. Y es que nunca hizo algo común y corriente, al menos no desde la
primera vez que la vimos, y eso fue hace un año. Miss Bobbit y su madre llegaron
justamente en el autobús de las seis, el que viene de Mobile. Era el cumpleaños
de mi primo Billy Bob y casi todos los chicos del pueblo estaban en casa, desparramados
en el porche, tomando helados de tutti-frutti y pastel de chocolate, cuando el autobús
apareció bramando por la Curva del Muerto. Era el verano aquel en que no llovía
nunca; una oxidada sequía lo envolvía todo; a veces, el polvo que se levantaba al
pasar un coche se sostenía inmóvil en el aire durante una hora o más. La tía El
decía que si no asfaltaban pronto el camino se mudaría a la costa, pero hacía mucho
tiempo que decía eso. En fin, estábamos sentados en el porche, el tutti-frutti derritiéndose
en nuestros platos, y de repente, justo cuando deseábamos que sucediera algo, algo
sucedió. Miss Bobbit apareció entre el polvo rojo del camino: una niñita delgada,
con un vestido de fiesta almidonado de color amarillo limón, que caminaba con un
insolente aire de persona adulta, una mano en la cadera y la otra en el mango de
una delicada sombrilla. Su madre la seguía al fondo, cargando dos maletas de cartón
y un gramófono de manivela.
Era
una mujer enjuta y desaliñada, de ojos taciturnos y sonrisa ávida.
Nos
quedamos tan pasmados que un enjambre de avispas empezó a zumbar sin que las niñas
hicieran su habitual escándalo. Su atención estaba demasiado fija en la llegada
de Miss Bobbit y su madre, que para entonces ya habían alcanzado el pórtico.
–Perdonen
ustedes –gritó Miss Bobbit, con una voz a un tiempo sedosa e infantil, como un bonito
lazo, una voz inmaculada, precisa, de actriz de cine o maestra de escuela–, ¿podríamos
hablar con los adultos de la casa?
Evidentemente
se refería a la tía El y, hasta cierto punto, a mí. De cualquier forma, Billy Bob
y los demás chicos menores de catorce nos siguieron al pórtico. Por sus caras se
diría que jamás habían visto a una chica. Seguramente no a una como Miss Bobbit.
Como dijo la tía El, ¿dónde se había visto una niña que usara maquillaje? El pintalabios
daba a su boca un brillo naranja, su pelo casi parecía una peluca de tantos rizos,
el contorno de sus ojos había sido remarcado con esmero; todo lo cual no impedía
que tuviera una frágil dignidad; era una dama y, más aún, te miraba a los ojos con
masculina franqueza.
–Soy
Miss Lily Jane Bobbit, de Memphis, Tennessee –dijo con solemnidad.
Los
chicos se miraron las puntas de los pies y, desde el porche, Cora McCall, a quien
Billy Bob cortejaba por entonces, inició la fanfarria de risas de las chicas.
–Niñas
de pueblo –dijo Miss Bobbit; sonrió comprensivamente y giró la sombrilla, altiva–.
Mi madre –por toda la presentación, aquella mujer simplona asintió con la cabeza–,
mi madre y yo hemos alquilado unas habitaciones. ¿Serían tan amables de señalarnos
la casa? Pertenece a una tal Mrs. Sawyer.
Sí,
cómo no, dijo la tía El, es ahí enfrente.
Aquí
no hay otra casa de huéspedes que esa construcción alta y oscura con dos docenas
de pararrayos repartidos en el techo: las tormentas le dan pánico a Mrs. Sawyer.
Billy
Bob, colorado como una manzana, dijo, ya que hace tanto calor, señora, ¿no le gustaría
descansar un momentito y tomar un poco de tutti-frutti? Por supuesto, dijo la tía
El. Pero Miss Bobbit negó con la cabeza.
–El
tutti-frutti engorda demasiado, merci de todos modos. –Y cruzó la calle,
la madre casi arrastraba los paquetes entre la polvareda. Entonces Miss Bobbit se
volvió con expresión adusta; sus ojos, de un color dorado girasol, se ensombrecieron
y miraron de lado, como si tratara de recordar un poema–. Mi madre tiene una enfermedad
en la lengua, por eso tengo que hablar por ella –informó con rapidez, y suspiró–.
Mi madre es una excelente modista, ha hecho vestidos para la alta sociedad de muchos
pueblos y ciudades, incluyendo Memphis y Tallahassee. Seguramente habrán visto y
admirado el vestido que llevo. Cada una de sus puntadas es obra de mi madre; puede
copiar cualquier patrón, y acaba de ganar un premio de veinticinco dólares de la
revista Ladies Home. También sabe tejer, hacer ganchillo y bordar. Si desean
cualquier trabajo de costura, por favor acudan a mi madre. Díganselo a sus amigos
y familiares. Gracias. –Y desapareció tras el suave crujir de su vestido.
Cora
McCall y las chicas tiraban de sus lazos en el pelo, nerviosas, molestas: rostros
colorados llenos de suspicacia. Soy Miss Bobbit, dijo Cora, torciendo la cara en
una imitación alevosa, y yo la princesa Isabel, sí, ésa soy yo, ja, ja, ja. ¡Qué
vestido!, dijo Cora, más cursi no podría ser; toda mi ropa es de Atlanta; además
tengo un par de zapatos de Nueva York, por no hablar del anillo de plata con turquesa
que me trajeron de Ciudad de México. La tía El dijo que no debían ser así con una
chica como ella, que además era nueva en el pueblo, pero ellas continuaron como
en un aquelarre, apoyadas por los chicos más idiotas, los que siempre estaban con
las chicas, y dijeron cosas que ruborizaron tanto a la tía El que aseguró que los
mandaría a casa y hablaría con sus papás, pero antes de que pudiera cumplir su amenaza,
la propia Miss Bobbit intervino en el asunto: se puso a recorrer el porche de Mrs.
Sawyer vestida de una manera nueva y sorprendente.
Los
chicos mayores, como Billy Bob y Preacher Star, que habían estado callados mientras
las chicas se burlaban de Miss Bobbit, y habían observado la casa de enfrente con
rostros borrosos, ambiguos, se incorporaron y fueron al pórtico. Cora McCall suspiró
y frunció los labios. Los demás nos sentamos en los escalones. De cualquier forma,
Miss Bobbit nos ignoró totalmente. El jardín de Mrs. Sawyer tiene moreras que dan
sombra, y está sembrado de césped y arbustos fragantes. A veces, después de llover,
el olor de los arbustos llega hasta nuestra casa. En el centro del jardín hay un
reloj de sol que Mrs. Sawyer colocó en 1912 en memoria de su toro Solar, que murió
después de beberse un bote de pintura.
Miss
Bobbit salió al jardín cargando el gramófono y lo colocó en el reloj de sol. Le
dio cuerda y puso un disco; se escuchó “El conde de Luxemburgo”. Para entonces ya
casi había oscurecido, era la hora de las luciérnagas, azul como un cristal opaco;
los pájaros atravesaban el cielo en apretados arcos y se refugiaban en los pliegues
de los árboles. Antes de las tormentas, las hojas y las flores parecían arder con
luz y colores propios. Miss Bobbit, ataviada con una diminuta falda blanca, semejante
a la borla de una polvera, y brillantes lazos de oropel dorado en el pelo, se recortó
contra el fondo oscuro que parecía un decorado a propósito para resaltar su brillo.
Arqueó los brazos sobre la cabeza, las manos flojas como lirios, y se puso de puntas.
Estuvo así un buen rato y la tía El dijo, qué habilidad. Luego giró y giró hasta
que la tía El dijo, caray, sólo de mirarla me mareo. Se detenía sólo para darle
cuerda al gramófono. La luna despuntó sobre los cerros, sonó la última campana para
la cena, los chicos regresaron a sus casas y Miss Bobbit siguió en la oscuridad,
girando como una peonza.
Durante
un tiempo no volvimos a verla. Preacher Star venía cada día a casa y se quedaba
hasta la hora de cenar. Preacher es un chico escuálido, con abundante pelo rojo
cortado a cepillo; son doce entre hermanos y hermanas y hasta ellos le temen, pues
tiene un genio terrible y es famoso en estos lares por sus malignos ojos verdes:
el cuatro de julio dejó a Ollie Overton tan maltrecho que la familia de Ollie tuvo
que mandar a su hijo al hospital de Pensacola, y una vez le arrancó media oreja
a una mula de un mordisco, la masticó y la escupió al suelo. También dominaba a
Billy Bob antes de que éste diera el estirón; le metía plantas espinosas por el
cuello, le echaba pimienta en los ojos, le rompía los deberes. Pero ahora son los
mejores amigos del pueblo: hablan igual, caminan igual y a veces desaparecen juntos
días enteros, Dios sabe dónde. No se apartaron de la casa, sin embargo, los días
que Miss Bobbit no se dejó ver.
Rondaban
cerca del jardín, disparando con resorteras a los gorriones de los postes telefónicos.
A veces Billy Bob se ponía a tocar el ukelele, y los dos cantaban con tal estruendo
que el tío Billy Bob, que es juez de este condado, decía que ya los oía cantar camino
de la cárcel: mándame una carta, mándamela por correo, a la cárcel de Birmingham
donde estaré. Miss Bobbit no los escuchaba; al menos jamás se asomaba.
Un
día que Mrs. Sawyer fue a pedir un poco de azúcar, vino hablando de sus nuevas inquilinas
hasta por los codos. ¿A que no saben?, dijo, entrecerrando sus brillantes ojos de
gallina, el marido era un criminal; la propia niña me lo dijo. No le da la menor
vergüenza, ni pizca. Dice que su padre era el más cariñoso y el que tenía la voz
más dulce de todo Tennessee… Y yo le pregunté, ¿y él dónde está, cariño?, y así
de sopetón me dijo, ah, en la cárcel, no sabemos nada de él. Se le hiela a una la
sangre, ¿no? Creo que su madre… creo que su madre es medio extranjera: nunca dice
una palabra, a veces se queda mirando como si no entendiera. ¿Y a que no saben?
Comen todo crudo. Huevos crudos, nabos crudos, zanahorias, nada de carne. Por razones
de salud, dice la niña, pero caramba, desde el martes pasado está en la cama con
fiebre.
Esa
misma tarde la tía El salió a regar las rosas. No encontró nada. Eran rosas especiales
y tenía pensado enviarlas a la exposición floral de Mobile. Naturalmente, se puso
algo histérica. Llamó al alguacil y le dijo, venga ahora mismo, alguacil, alguien
se ha llevado las Lady Anne que he estado cuidando con toda mi alma desde principios
de primavera. Cuando el coche del alguacil se estacionó frente a la puerta, los
vecinos salieron de sus porches y Mrs. Sawyer atravesó la calle a toda prisa, con
la cara blanca de tantas capas de crema. ¡Caray!, dijo, muy decepcionada al ver
que no habían matado a nadie, ¡caray!, dijo, si nadie les ha robado las rosas. Su
Billy Bob se las llevó a la pequeña Bobbit. La tía El guardó silencio; se limitó
a caminar hasta el melocotonero y cortar una rama. ¡Aaah, Billy Bob!, recorrió la
calle gritando su nombre hasta que lo encontró en el garaje de Speedy. Estaba con
Preacher, viendo cómo Speedy desmontaba un motor. La tía El lo cogió del pelo y
se lo llevó arrastrando a casa, propinándole azotes, pero no lo pudo obligar a pedir
perdón ni lo hizo llorar. Cuando terminaron con él, Billy Bob corrió al patio trasero,
subió a la rama más alta de un nogal y dijo que nunca más bajaría. Entonces llegó
su padre; era la hora de cenar. Su padre se asomó a la ventana y lo llamó: no estamos
enfadados contigo, hijo, baja a cenar. Pero Billy Bob no se movió. La tía El salió
al patio y se apoyó contra el árbol; habló en un tono tan suave como la luz que
había en torno. Lo siento, hijo, no quería pegarte tanto. He hecho una cena muy
rica, ensalada de patatas, jamón cocido y huevos picantes. Lárgate, dijo Billy Bob,
no quiero cenar, te odio más que a nadie. Su padre dijo, ¡vaya forma de hablarle
a tu madre!, y ella empezó a llorar. Se quedó bajo el árbol y siguió llorando, secándose
los ojos con la falda. Yo no te odio, hijo… Si no te quisiera no te habría pegado.
Las hojas del nogal empezaron a temblar; Billy Bob se deslizó despacio hasta el
suelo. La tía le acarició el pelo con fuerza y lo abrazó. Ay, mamá, dijo él, ay,
mamá.
Después
de la cena, Billy Bob vino a verme y se tendió a los pies de mi cama. Tenía un olor
agridulce, típico de adolescente, y me dio lástima, parecía tan afligido; tan preocupado
estaba que casi se le cerraban los ojos. Se supone que hay que mandar flores a los
enfermos, dijo con énfasis. Fue entonces cuando oímos el gramófono, un sonido distante,
melodioso. Una mariposa nocturna entró por la ventana y giró en el aire, tan tenue
como la música.
Estaba
oscuro y no podíamos saber si Miss Bobbit bailaba. Billy Bob se dobló en la cama
como una navaja, aparentemente presa de dolor. Pero su rostro se despejó de repente,
sus adolescentes ojos mugrientos se encendieron como velas. Es tan bonita, murmuró,
la cosa más bonita que he visto en mi vida, al carajo, voy a cortar todas las rosas
de China.
También
Preacher hubiera cortado todas las flores de China. Estaba tan loco por ella como
Billy Bob. Pero Miss Bobbit los ignoraba. El único contacto que tuvimos con ella
fue una nota dirigida a la tía El agradeciéndole las flores. Todos los días se sentaba
en el porche, siempre vestida de manera impresionante, y bordaba, se hacía tirabuzones
o leía el diccionario Webster. Era formal pero relativamente amigable; si le decías
“buenos días” te decía “buenos días”. De cualquier forma, los chicos no parecían
capaces de infundirse suficiente valor para acercarse a ella. Acostumbraba mirarlos
como si no existieran, incluso cuando hacían el machote por la calle para llamar
su atención. Luchaban, imitaban a Tarzán, ejecutaban arriesgadas piruetas en las
bicis. Daba pena verlos. Muchas chicas del pueblo pasaban por la casa de Mrs. Sawyer
dos o tres veces en menos de una hora sólo para echarle un vistazo. Entre quienes
hacían esto estaban: Cora McCall, Mary Murphy Jones, Janice Ackerman. Miss Bobbit
tampoco mostraba ningún interés por ellas.
Cora
ya no le hablaba a Billy Bob, y lo mismo se podía decir de Janice respecto a Preacher,
pues incluso le escribió una carta con tinta roja en papel ribeteado de encaje donde
le decía que su vileza estaba más allá de las palabras y de los seres humanos, que
daba por roto su compromiso y que podía pasar a buscar la ardilla disecada que le
había regalado.
Preacher
dejó claro que deseaba comportarse como un caballero; paró a Janice cuando pasaba
por nuestra casa y dijo que bueno, si quería se podía quedar con esa ardilla vieja.
Luego no pudo entender por qué Janice empezó a llorar y salió corriendo de aquella
manera.
Un
día los chicos estaban haciendo más locuras que de costumbre. Billy Bob deambulaba
con el uniforme caqui que su padre había traído de la guerra mundial y Preacher,
desnudo de cintura para arriba, se había pintado una mujer desnuda en el pecho con
un viejo pintalabios de la tía El. Eran dos payasos perfectos, pero Miss Bobbit
se limitó a bostezar, reclinada en un columpio. Ya estaba entrada la tarde y no
había nadie en la calle, a excepción de una niña de color, regordeta como un bombón,
que canturreaba llevando un balde de zarzamoras. Los chicos la rodearon como mosquitos,
se cogieron de las manos y dijeron que no la dejarían ir hasta que no pagara la
tarifa. No tengo tarifa, dijo ella, ¿qué tarifa, señor? Una fiesta en el granero,
dijo Preacher, apretando los dientes, una fantástica fiesta en el granero. Ella
se estremeció y dijo que no pensaba ir a ninguna fiesta en ningún granero. En eso
Billy Bob tomó el balde con las zarzamoras y ella se agachó en un inútil gesto para
recuperarlo, lanzando angustiosos chillidos como un cerdo. Preacher, que puede ser
malo como un demonio, la mandó de una patada en el trasero entre las zarzamoras
y el polvo, donde quedó tendida como un fardo.
En
eso llegó Miss Bobbit amenazadora, moviendo el dedo como un metrónomo. Como una
maestra de escuela, batió palmas, dio una patada en el suelo, y luego dijo:
–Es
sabido que los caballeros han sido puestos sobre la faz de la tierra para proteger
a las damas. ¿Creen acaso que los chicos se comportan así en ciudades como Memphis,
Nueva York, Londres, Hollywood o París?
Los
chicos retrocedieron, y se metieron las manos en los bolsillos. Miss Bobbit ayudó
a levantarse a la chica de color, le sacudió el polvo, le secó los ojos, le dio
un pañuelo y le dijo que se sonara.
–Muy
bonito –dijo–, es increíble que una dama no pueda pasear sin peligro a la luz del
día.
Luego
ellas dos fueron a sentarse en el porche de Mrs. Sawyer. Durante todo el año siguiente
Miss Bobbit y aquel bebé elefante, que se llamaba Rosalba Cat, jamás estuvieron
lejos la una de la otra. Al principio Mrs. Sawyer armó un escándalo de que Rosalba
estuviera tanto tiempo en la casa. Le dijo a la tía El que era excesivo tener a
una negra repantigada en su porche, a la vista de todos. Pero Miss Bobbit tenía
algo mágico; todo lo que hacía lo llevaba a cabo hasta el final, de un modo tan
directo y tan solemne que no había más remedio que aceptarlo. Por ejemplo, los comerciantes
del pueblo solían mofarse al decirle Miss Bobbit, pero poco a poco se convirtió
en Miss Bobbit, y ahora, cuando ella pasaba haciendo girar su sombrilla, la saludaban
con una ligera reverencia. Miss Bobbit dijo a todo el mundo que Rosalba era su hermana,
lo cual suscitó más de una broma; pero, como la mayoría de sus ideas, paulatinamente
se volvió algo natural, y cuando oíamos que se decían hermana Rosalba o hermana
Bobbit ya nadie se echaba a reír. De cualquier forma, la hermana Rosalba y la hermana
Bobbit hicieron varias cosas extrañas. Si no, ahí está lo de los perros. Resulta
que hay muchos perros en el pueblo: terriers cazarratones, perdigueros, sabuesos
que al calor de la tarde recorren las calles desiertas en jaurías adormiladas que
van de seis a una docena, y sólo aguardan la luna y la oscuridad, las horas solitarias
en que no dejan de aullar: alguien se muere, alguien se ha muerto.
Miss
Bobbit se quejó con el alguacil. Dijo que, para empezar, tenía el sueño ligero,
y además un grupo de perros –siempre eran los mismos– aullaba adrede bajo su ventana.
A decir verdad ni siquiera creía que fueran perros sino, como creía su hermana Rosalba,
alguna clase de demonio. Obviamente el alguacil no hizo nada. Y ella tomó cartas
en el asunto. Una mañana, después de una noche especialmente ruidosa, fue vista
en el pueblo en compañía de Rosalba, quien llevaba un cesto de flores lleno de piedras.
Cada vez que veían un perro se detenían y Miss Bobbit lo examinaba. A veces negaba
con la cabeza, pero casi siempre decía:
–Sí,
éste es uno de ellos, hermana Rosalba. –Y la hermana Rosalba cogía una piedra y
la lanzaba con certera puntería, golpeando al perro justo entre los ojos.
Otra
cosa tuvo que ver con Mr. Henderson, que vive en una habitación detrás de la casa
de Mrs. Sawyer. Mr. Henderson, un hombre de unos setenta años, pequeño y rudo, fue
perforador de pozos petroleros en Oklahoma. Como muchos ancianos está obsesionado
por las funciones del cuerpo. Además, es un borracho perdido. En una ocasión la
borrachera le duró dos semanas; cada vez que oía moverse a Miss Bobbit y la hermana
Rosalba, corría escaleras arriba y gritaba a Mrs. Sawyer que había enanos en las
paredes, que trataban de quitarle su provisión de papel higiénico. Ya le habían
robado el equivalente a quince centavos de papel, dijo. Una tarde las chicas estaban
sentadas en el jardín y Henderson se detuvo frente a ellas, vestido sin más prendas
que un camisón. ¿Conque quieren robarme todo el papel?, exclamó, ya les enseñaré,
enanas… ¡Socorro, estas putas enanas van a escaparse con todo el papel del pueblo!
Billy Bob y Preacher contuvieron a Mr. Henderson hasta que llegaron unos adultos
y empezaron a atarlo. Miss Bobbit, que había mostrado una admirable serenidad, les
dijo que no sabían hacer un nudo adecuado y ella misma se encargó del asunto. Hizo
tan buen trabajo que impidió la circulación en las manos y los pies de Mr. Henderson,
y pasó un mes antes de que volviera a caminar.
Fue
poco después de esto cuando Miss Bobbit vino a visitarnos. Llegó un domingo; yo
estaba solo en casa porque la familia había ido a la iglesia.
–Los
olores de la iglesia son tan desagradables –dijo, inclinándose con las manos recogidas
delicadamente–. No vaya a creer que soy pagana, Mr. C., he tenido suficientes experiencias
para saber que hay un Dios y que hay un diablo; pero al diablo no se le amansa yendo
a la iglesia a que nos digan lo pecador, estúpido y malvado que es. No, hay que
amar al diablo como se ama a Jesús; es muy poderoso y si uno confía en él te devuelve
el favor. Ya me ha hecho algunos, en la escuela de baile en Memphis… siempre le
pido al diablo que me consiga el primer papel en la función anual. Es puro sentido
común; Jesús no se molestaría en ayudarme en un baile. Por cierto, hace poco invoqué
al diablo; es el único que puede ayudarme a salir de este pueblo; no es que yo considere
que vivo aquí, no exactamente, siempre pienso en otro sitio, en un sitio donde no
hay más que el baile, donde toda la gente baila por la calle y todo es tan hermoso
como los niños en sus cumpleaños. Mi adorable padre dijo que yo vivía en las nubes,
pero si él hubiera vivido más en las nubes ya sería tan rico como quería ser. El
problema de mi padre era que no amaba al diablo, dejaba que el diablo lo amara a
él. Pero yo lo tengo muy claro; sé que con frecuencia la segunda opción resulta
ser la mejor. Para nosotros la segunda opción era mudarnos a este pueblo, y como
aquí no puedo empezar mi carrera, la segunda opción para mí es iniciar un negocio
paralelo. Y eso acabo de hacer. Soy agente exclusiva de suscripción del más impresionante
catálogo de revistas, incluyendo Reader’s Digest, Popular Mechanics,
Dime Detective y Child’s Life. Para ser sincera, Mr. C, no he venido
aquí a venderle nada. Sucede que tengo una idea; se me ha ocurrido que esos dos
chicos que no salen de aquí… después de todo son hombres, ¿no?… ¿cree que podrían
ser mis ayudantes?
Billy
Bob y Preacher trabajaron de firme para Miss Bobbit, y también para la hermana Rosalba,
representante de una línea de cosméticos llamada Gota de Rocío. El trabajo consistía
en repartir las compras a los clientes. Por la noche Billy Bob estaba tan cansado
que apenas podía masticar la cena. La tía El decía que era una vergüenza y una lástima,
y finalmente un día en que Billy Bob regresó con media insolación dijo, se acabó,
Billy Bob no volverá a trabajar con Miss Bobbit. Pero Billy Bob empezó a insultarla
y no paró hasta que su padre lo encerró en su cuarto y él dijo que se iba a suicidar.
Una cocinera que tuvimos le había dicho que un plato de col revuelta con melaza
era tan mortal como un disparo. Y eso fue lo que comió. Me muero, decía, revolviéndose
a un lado y a otro de la cama, me muero y a nadie le importa.
Miss
Bobbit fue a verlo y le dijo que se estuviera quieto.
–No
te pasa nada, muchacho. No tienes más que dolor de estómago.
Entonces
hizo algo que alarmó a la tía El: le levantó las mantas a Billy Bob y le dio una
friega de alcohol de pies a cabeza. Cuando la tía El le dijo que no creía que fuera
una cosa apropiada para una muchachita, respondió:
–No
sé si es apropiada o no, pero sin duda es muy refrescante.
Después
de esto, la tía El hizo cuanto pudo para impedir que Billy Bob volviera a trabajar.
Pero su padre dijo que lo dejaran solo, tenían que dejar que el chico decidiera
su vida.
Miss
Bobbit era muy honrada con el dinero; pagaba a Billy Bob y a Preacher sus comisiones
exactas y jamás aceptó sus continuas invitaciones a la cafetería o al cine.
–Más
vale que ahorren el dinero –les dijo–, si es que quieren ir a la universidad; ninguno
de los dos tiene seso suficiente para ganar una beca, ni siquiera una de futbolistas.
Y fue
por un asunto de dinero por lo que Billy Bob y Preacher tuvieron un fuerte altercado.
La verdadera causa, por supuesto, era otra: ambos estaban terriblemente celosos
de Miss Bobbit. El caso es que un día Preacher –y tuvo el descaro de hacerlo delante
de Billy Bob– le dijo a Miss Bobbit que más valía que revisara sus cuentas porque
tenía razones para sospechar que Billy Bob no le daba todo el dinero que recaudaba.
Es una mentira cochina, dijo Billy Bob, y con un limpio izquierdazo lanzó a Preacher
fuera del porche de Mrs. Sawyer y le saltó encima sobre un seto de berros; pero
una vez que Preacher lo tuvo cerca, Billy Bob perdió toda ventaja. Preacher hasta
le metió barro en los ojos. Mientras, Mrs. Sawyer graznaba como un águila, asomada
a una ventana del piso de arriba, y la hermana Rosalba, contenta como unas pascuas,
gritaba ambiguamente:
–¡Mátalo,
mátalo, mátalo!
Sólo
Miss Bobbit parecía saber lo que hacía. Conectó la manguera de regar el césped y
propinó a los chicos un chorro enérgico, en plena cara. Preacher se incorporó a
duras penas, jadeando. Cariño, dijo, sacudiéndose como un perro mojado, cariño,
tienes que decidirte.
–¿Decidir
qué? –preguntó Miss Bobbit de inmediato con un bufido.
–No
querrás que nos matemos, ¿verdad? –jadeó Preacher–. Tienes que decidir quién es
tu verdadero novio.
–¡Qué
novio ni qué ocho cuartos! –dijo Miss Bobbit–. Debí suponer que no podía mezclarme
con chicos de pueblo. ¿Qué clase de hombres de negocios pretenden ser? Escúchame
bien, Preacher Star: no necesito un novio, y si lo quisiera no serías tú. ¡Pero
si ni siquiera te pones de pie cuando una dama entra en la habitación!
Preacher
escupió en el suelo, caminó hacia Billy Bob y con un ostentoso aspaviento dijo como
si nada hubiera pasado:
–Vamos,
al diablo con ella, lo único que quiere es causar problemas entre dos buenos amigos.
Por
un momento pareció que Billy Bob se le uniría en una pacífica camaradería; sin embargo,
se dio cuenta de lo que pasaba y dio un paso atrás con evidente resolución. Se encararon
durante todo un minuto, su misma cercanía pareció cobrar un matiz inquietante: sólo
se puede odiar tanto cuando también se ama. La cara de Preacher reflejaba todo esto,
pero lo único que podía hacer era irse. Sí, Preacher, ese día, por primera vez en
tu vida, te veías perdido; de verdad que me caíste bien cuando te alejaste por el
camino, tan flaco, abatido y desvalido.
Preacher
y Billy Bob no se reconciliaron, y no porque no quisieran, simplemente no parecía
haber modo de retomar una amistad de la que tampoco podían librarse: cada uno estaba
siempre pendiente de lo que hacía el otro. Cuando Preacher encontró un nuevo amigo
íntimo, Billy Bob se pasó varios días caminando sin rumbo fijo, recogía cosas sólo
para tirarlas o de repente hacía cosas raras, como meter el dedo en un ventilador
eléctrico.
A veces
Preacher se detenía en el pórtico y hablaba con la tía El. Supongo que lo hacía
sólo para molestar a Billy Bob, pero seguía siendo amable con todos nosotros y por
Navidad nos regaló una enorme caja de cacahuates sin cáscara. También dejó un regalo
para Billy Bob. Resultó ser un libro de Sherlock Holmes; en la primera página estaba
escrito: “La amistad no crece como la hiedra en la pared”. Es lo más cursi que he
oído en mi vida, dijo Billy Bob, ¡Dios mío, qué estupidez! Pero luego, y aunque
era un frío día de invierno, fue al patio trasero, trepó al nogal y se acuclilló
sobre las azules ramas de diciembre.
Sin
embargo, la mayor parte del tiempo estaba contento, pues Miss Bobbit estaba ahí
y ahora siempre era amable con él. Ella y la hermana Rosalba lo trataban como a
un hombre, es decir, dejaban que él lo hiciera todo. Además, le permitían ganar
en el bridge de tres manos, nunca cuestionaban sus mentiras ni lo desanimaban en
sus ambiciones. Fue un intervalo feliz. Pero los problemas resurgieron con la vuelta
al colegio. Miss Bobbit se negó a ir.
–Es
ridículo –dijo cuando Mr. Copland, director de la escuela, fue a ver qué sucedía–,
realmente ridículo; sé leer y escribir y ciertas personas de este pueblo tienen
motivos de sobra para saber que sé contar dinero. No, Mr. Copland, piénselo un momento
y se dará cuenta de que ninguno de los dos tenemos ni el tiempo ni la energía; a
fin de cuentas sería cuestión de ver quién se rinde primero, usted o yo; por otro
lado, ¿qué puede enseñarme? Si supiera algo de baile sería otra cosa, pero, en las
actuales circunstancias, sugiero que nos olvidemos del asunto.
Copland
estaba más que dispuesto a hacerlo, pero el resto del pueblo pensó que ella merecía
unos buenos azotes. Horace Deasley escribió un artículo en el periódico titulado:
“Una situación trágica.” Desde su punto de vista era una tragedia que una niña pudiera
desafiar lo que por alguna razón denominaba “la Constitución de los Estados Unidos”.
El artículo terminaba con una pregunta: ¿Podrá salirse con la suya? Pudo, y también
la hermana Rosalba (sólo que ella era negra y a nadie le importaba). Billy Bob no
fue tan afortunado; para él era época de clases, aunque, dado el provecho que sacó,
igual podía haberse quedado en casa. En el primer boletín de notas obtuvo tres cates,
un récord en cierto modo. Billy Bob es un chico listo. Supongo que sencillamente
no podía vivir tantas horas sin Miss Bobbit; lejos de ella siempre parecía medio
dormido. Además, no dejaba de pelearse: cuando no tenía un ojo morado, tenía la
boca partida o cojeaba. Jamás hablaba de estas peleas, pero Miss Bobbit era lo suficientemente
astuta como para saber la causa.
–Eres
un encanto, ya lo sé. Y te aprecio, Billy Bob, pero no te pelees por mí. Claro que
dicen cosas horribles de mí, pero ¿sabes qué significa, Billy Bob? Es una especie
de elogio. En el fondo creen que soy maravillosa.
Y tenía
razón: si no te admiran nadie se tomará la molestia de estar en contra. Pero en
realidad sólo tuvimos idea de lo maravillosa que era cuando apareció un hombre llamado
Manny Fox. Esto sucedió a fines de febrero. Las primeras noticias que tuvimos de
Manny Fox fueron unos alegres carteles colocados en las tiendas: Manny Fox presenta:
La bailarina del abanico sin abanico, y luego, en letra más pequeña: También un
sensacional concurso de aficionados entre los propios vecinos. Primer premio: una
prueba de pantalla en Hollywood. Todo esto sucedería el jueves siguiente. Las entradas
costaban un dólar, una verdadera fortuna por estos alrededores, pero no es común
que tengamos espectáculos de carne y hueso, de modo que todo el mundo desembolsó
su dinero y habló con entusiasmo de la función. A lo largo de la semana, los vaqueros
de la cafetería hablaron de cosas obscenas, sobre todo de la bailarina del abanico
sin el abanico, que resultó ser la esposa de Manny Fox.
Los
Fox se alojaron en el campamento Chucklewood de la carretera, pero pasaban el día
entero recorriendo el pueblo en un viejo Packard, con el nombre completo de Manny
Fox impreso en cada una de las cuatro puertas. Su esposa era una pelirroja de labios
y párpados húmedos, rostro expresivo y vocabulario soez; aunque era bastante alta,
se veía algo frágil comparada con Manny Fox, pues el tipo parecía un tonel.
Establecieron
su cuartel general en los billares. Todas las tardes se les podía ver allí, bebiendo
cerveza y bromeando con los haraganes del pueblo. Según se vería, los negocios de
Manny Fox no se limitaban al teatro. También dirigía una especie de agencia de colocaciones:
como quien no quiere la cosa, informó que por ciento cincuenta dólares podía conseguirle
a cualquier muchacho aventurero del condado un trabajo de primera categoría en los
barcos fruteros que navegaban de Nueva Orleáns a Sudamérica. La oportunidad de la
vida, según él. Aquí no llegan a dos los chicos que han tocado alguna vez más de
cinco dólares; sin embargo, una buena docena se las arregló para conseguir el dinero.
Ada Willingham sacó todo lo que había ahorrado para comprarle a su marido una lápida
en forma de ángel y se lo dio a su hijo, y el padre de Acey Trump vendió una parte
de su cosecha de algodón.
¡Y
la noche de la función! Aquella noche nos olvidamos de todo, de los velorios y de
los platos en el fregadero. La tía El dijo que parecía que íbamos a la ópera, todos
tan vestidos, tan sonrosados, tan fragantes. El Odeón no había estado tan lleno
desde que subastaron aquel juego de plata de ley. Casi todos tenían un familiar
concursante, de modo que había mucho nerviosismo en juego. Nosotros, la única concursante
que conocíamos realmente bien era Miss Bobbit. Billy Bob no podía estarse quieto;
no paró de decirnos que no debíamos aplaudir a nadie más que a ella. La tía El dijo
que eso era una grosería, lo cual hizo que Billy Bob volviera a sulfurarse, y cuando
su padre nos trajo bolsas con palomitas de maíz, se negó a comerlas porque se le
engrasarían las manos, y otra cosa, por favor, no hagan ruido ni mastiquen durante
la actuación de Miss Bobbit.
Su
participación en el concurso había sido una sorpresa de última hora. Era lógico
que concursara, y algunas señales debieron habernos puesto sobre aviso; por ejemplo,
el hecho de que no saliera de casa de Mrs. Sawyer ¿en cuántos días?, y el gramófono
encendido hasta muy entrada la noche, su sombra dando vueltas entre cortinas y la
mirada maliciosa y presumida de la hermana Rosalba cada vez que le preguntaban por
la salud de la hermana Bobbit. El caso es que su nombre estaba en el programa, en
segundo lugar, aunque tardó mucho en aparecer. Primero salió Manny Fox, el pelo
engominado y una mirada socarrona. Contó chistes bastante peculiares, acompañando
sus carcajadas con un aplauso. La tía El dijo que si volvía a contar otro chiste
como ése se iría en el acto: pero lo contó y ella se quedó. Salieron once concursantes
antes que Miss Bobbit; entre ellos Eustacia Bernstein, que imitaba a estrellas de
cine de modo que todas se parecían a Eustacia, y el extraordinario Buster Ridley,
un anciano de tierra adentro, orejudo y desharrapado, que interpretó Waltzing Matilda
al serrucho. Hasta ese momento era el éxito de la función, aunque no se podían distinguir
las preferencias del público, pues todos aplaudían generosamente, todos menos Preacher
Star, que estaba dos filas delante de nosotros y recibía cada actuación con un ¡Buuu!
tan sonoro como un rebuzno. La tía El dijo que no volvería a dirigirle la palabra.
Preacher sólo aplaudió a Miss Bobbit. El diablo, sin duda, estaba de parte de ella.
Pero se lo merecía.
Miss
Bobbit salió a escena: grandes parpadeos, un meneo de caderas y sacudiendo los rizos.
Enseguida supimos que no iba a ser uno de sus números clásicos. Cruzó el escenario
taconeando y levantándose con delicadeza la falda azul celeste. Es lo más hermoso
que he visto nunca, dijo Billy Bob, dándose una palmada en el muslo. La tía El se
vio obligada a aceptar que Miss Bobbit estaba realmente encantadora. Cuando empezó
a girar, el auditorio entero irrumpió en una espontánea ovación, y ella volvió a
empezar, murmurándole “más rápido” a la pobre Miss Adelaida que estaba al piano,
mostrando lo mejor que había aprendido en la escuela dominical.
–Nací
en China y me crie en Japón… –era la primera vez que la oíamos cantar; tenía una
voz áspera, de papel secante–, aléjate de mi lata si no te gusta el melocotón, ¡o-jo,
o-jo!
La
tía El carraspeó. Volvió a carraspear cuando Miss Bobbit se inclinó para mostrar
su ropa interior de encajes azules, con lo cual recibió la mayoría de los silbidos
que los muchachos habían estado guardándose para la bailarina del abanico sin abanico,
lo que no estuvo mal, según se vería, pues resultó que aquella dama se limitó a
cumplir su rutina en bañador, al ritmo de Una manzana para el profesor y gritos
de fuera, fuera. Pero el triunfo definitivo de Miss Bobbit no consistió en mostrar
su trasero. Miss Adelaida atacó las teclas más graves, iniciando una ominosa tormenta,
y entonces la hermana Rosalba irrumpió en el escenario portando un cirio romano
encendido; se lo dio a Miss Bobbit, que estaba haciendo un split completo; cuando
llegó al suelo, el cirio estalló en círculos rojos, blancos y azules y tuvimos que
ponernos de pie porque se puso a cantar el himno nacional a pleno pulmón. La tía
El diría después que era lo más extraordinario que había visto en la escena americana.
No
había duda de que se merecía una prueba de pantalla en Hollywood, y puesto que ganó
el concurso, parecía que la iba a obtener. Manny Fox le dijo: Cariño, tienes auténtica
madera de estrella. Y se largó del pueblo al día siguiente, sin dejar otra cosa
que agradables promesas. Estén pendientes del correo, amigos, tendrán noticias mías.
Eso dijo a los muchachos que le habían dado dinero y lo mismo le dijo a Miss Bobbit.
Aquí se hacen tres repartos diarios, de modo que aquel grupo se reunía cada vez
en la oficina de correos; gente jovial cada vez menos alegre. ¡Cómo les temblaban
las manos cuando caía una carta en su buzón! Pasaron los días y un silencio terrible
se apoderó de ellos; todos sabían lo que pensaban los demás, pero nadie se atrevía
a decirlo, ni siquiera Miss Bobbit. Sin embargo, Mrs. Patterson, la esposa del cartero,
no se anduvo con rodeos: ese hombre es un estafador, dijo, ya lo sabía yo desde
un principio, y si vuelven a asomar la cara por aquí un día más me pego un tiro.
Finalmente,
dos semanas después, Miss Bobbit fue quien rompió el hielo. Sus ojos se veían más
vacíos de lo que nadie hubiera podido imaginar, pero un día, después del último
reparto de correo, volvió a mostrar su antiguo brío:
–Muy
bien, muchachos, ha llegado la hora del linchamiento –dijo, y se llevó a casa a
toda la tropa.
Ésa
fue la primera reunión del club La Horca Para Manny Fox, organización que perdura
hasta el día de hoy (con un carácter más social) a pesar de que hace mucho que cogieron
a Manny Fox y, por así decir, lo colgaron. A Miss Bobbit se le reconoció ampliamente
el papel que jugó en el asunto. En el lapso de una semana escribió más de trescientas
descripciones de Manny Fox, que envió a los alguaciles de todo el Sur; también causó
gran sensación escribiendo cartas a los periódicos de las principales ciudades.
A raíz de esta campaña, a cuatro de los muchachos estafados se les ofreció un buen
empleo en la compañía United Fruit, y a fines de esa primavera Manny Fox fue arrestado
en Uphigh, Arkansas, donde seguía con sus acostumbrados embustes. Miss Bobbit fue
condecorada con el premio por “Una Buena Acción” otorgado por la asociación femenina
Los Rayos del Sol de América. Por alguna razón, quiso dejar en claro que esto no
la emocionaba gran cosa:
–Estoy
en desacuerdo con la organización –dijo–; tanto bombo y platillo me huele un poco
a chamusquina y además no es femenino. Y, a fin de cuentas, ¿qué es una buena acción?
No se dejen engañar; una buena acción es algo que se hace porque se quiere algo
a cambio.
Sería
reconfortante poder decir que estaba equivocada y que finalmente obtuvo una justa
recompensa por afecto y amor. Sin embargo, no fue así. Hace cosa de una semana los
muchachos involucrados en el fraude recibieron cheques de Manny Fox cubriendo sus
pérdidas, y Miss Bobbit irrumpió resueltamente y con rudeza en una reunión del club
de la Horca (que ahora sólo es un pretexto para beber cerveza y jugar póquer los
jueves por la noche).
–Miren,
chicos –dijo, en el tono de quien pone los puntos sobre las íes–, ninguno de ustedes
pensaba que volvería a ver ese dinero. Ahora que lo tienen, deben invertirlo en
algo práctico: en mí, por ejemplo.
La
propuesta consistía en reunir el dinero para financiar su viaje a Hollywood; a cambio,
recibirían el diez por ciento de las ganancias que tuviera en vida; serían ricos
en cuanto fuera una estrella, y eso no iba a tardar mucho.
–Serán
ricos –dijo–, al menos para los criterios de este pueblo.
Nadie
quería hacerlo, pero cuando Miss Bobbit te miraba, ¿qué se podía decir?
Ha
llovido copiosamente desde el lunes, una lluvia de verano atravesada por el sol
y de noche por la oscuridad, llena de ruidos, hojas que caen, chimeneas que chorrean
agua, postigos insomnes. Billy Bob está muy alerta; aunque no ha llorado, hace todo
de un modo frío y tiene la lengua más tiesa que un badajo. No le fue fácil aceptar
la partida de Miss Bobbit, pues ella significaba algo más que tener trece años y
estar perdidamente enamorado. Ella era su parte extraña: el árbol de nogal, el gusto
por los libros, querer a alguien lo suficiente para dejarse lastimar, las cosas
que tenía miedo de mostrar a los demás. En la oscuridad, la música fluía gota a
gota entre la lluvia: habrá noches en que la oiremos como si realmente estuviera
ahí, y por las tardes, en el momento en que las sombras se confunden, creeremos
que pasa frente a nosotros, desplegándose sobre el césped como una cinta.
Ella
le sonrió a Billy Bob, incluso le dio un beso.
–No
me voy a morir –le dijo–. Vendrás conmigo y escalaremos una montaña, y viviremos
allí, tú y yo, y la hermana Rosalba.
Pero
Billy Bob sabía que las cosas nunca serían así, y cuando la música atravesaba la
oscuridad se tapaba la cara con la almohada.
Pero
ayer mostró una sonrisa extraña. Era el día en que ella se iba. El cielo se despejó
por la tarde, impregnando el aire con toda la dulzura de las glicinas. Las flores
amarillas de la tía El, sus Lady Ann, habían vuelto a florecer y ella hizo algo
extraordinario: le dijo a Billy Bob que podía cortar unas y dárselas a Miss Bobbit
como despedida.
Miss
Bobbit estuvo toda la tarde sentada en el porche, rodeada de gente que se detenía
a desearle buen viaje. Parecía que iba de primera comunión, con un vestido y una
sombrilla blanca. La hermana Rosalba le había dado un pañuelo, pero se lo tuvo que
pedir prestado porque no podía dejar de sollozar. Otra niña trajo un pollo al horno,
supuestamente para el camino (el único problema fue que se olvidó de sacarle las
entrañas antes de cocinarlo). La madre de Miss Bobbit dijo que a ella no le importaba,
que el pollo era el pollo, palabras memorables, pues fue la única opinión que le
oímos. Sólo hubo una nota discordante. Preacher Star había estado merodeando en
la esquina durante horas; a veces en la parada del autobús, lanzando una moneda
al aire, a veces escondido tras un árbol, como si no quisiera que nadie lo viera.
Todos se pusieron nerviosos. Unos veinte minutos antes de que llegara el autobús
se presentó en el pórtico de nuestra casa. Billy Bob seguía en el jardín cortando
rosas; para entonces ya tenía suficientes para encender una hoguera, y su aroma
era tan denso como el viento. Preacher se le quedó mirando hasta que el otro se
volvió. En cuanto se vieron empezó de nuevo a llover; caía fina como brisa de mar,
coloreada por un arco iris. Sin decir palabra, Preacher se acercó y ayudó a Billy
Bob a separar las rosas en dos grandes ramos: las llevaron juntos a la parada. Del
otro lado de la calle se oía un zumbido constante de conversación, pero en cuanto
Miss Bobbit vio a los dos muchachos, sus rostros enmascarados por las flores como
lunas amarillas, bajó corriendo los escalones, con los brazos extendidos.
Vimos
lo que iba a suceder, y nuestras voces resonaron como truenos en la lluvia, pero
ella no nos oía y siguió corriendo hacia aquellas lunas de rosas. Fue entonces cuando
la atropelló el autobús de las seis.
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