Jacques Ferron
El arcángel Zag no se
encontraba en el cielo cuando ocurrió la famosa batalla que enfrentó a Lucifer
con San Miguel; se hallaba en la Tierra. Cuando se enteró de la noticia,
consideró que emprender ese viaje había sido fruto de una inspiración y decidió
prolongar su estancia. Es por esa razón por la que todavía en fechas recientes
vivía entre nosotros, refugiado en una cabaña a orillas del camino de Chambly,
cerca del pantano que entonces servía de frontera y de tiradero a las
parroquias de Saint-Hubert y de Saint-Antoine de Longueuil. Los profanos lo
tomaban por un viejo anarquista, un vagabundo retirado, uno de esos marginados
simpáticos que imprimen su encanto a los suburbios. En cuanto a los clérigos,
ni siquiera sospechaban su presencia; Zag los evitaba, desconfiaba de ellos
como del diablo. Con excepción de uno solo: el hermano Benoît, de la orden de
los franciscanos de Coteau-Rouge, que con frecuencia venía a verlo y al que
acogía con placer. El hermano Benoît traía estampitas y baratijas devotas que Zag,
por atención a él y también por precaución frente a la policía que siempre
puede molestar a un indigente, utilizaba para decorar su cuchitril. Pero su
complacencia se limitaba a eso. Un día dijo al hermano Benoît: “¿Por qué tratas
de convertirme? Yo, en cambio, no intento hacer de ti un ángel”. No quería oír
hablar ni del bien ni del mal, ni del cielo ni del infierno; detestaba esas
divisiones. Así que el hermano Benoît cesó de sermonearlo; pero no por ello
dejó de visitarlo, por simple cariño y por amabilidad, como buen franciscano
que era.
Ahora
bien, Zag que después de todo no era un terrícola, un día salió en la madrugada
y se dirigió hacia Longueuil por el camino de Chambly. En el primer crucero
tomó hacia la izquierda y se encontró en el camino de Coteau-Rouge, rumbo a
Saint-Josaphat. A decir verdad no sabía bien a dónde se dirigía. Iba como
borracho, zigzagueando; sus pies a veces se despegaban del suelo y así avanzaba
un buen tramo del camino. De no ser porque a ratos volaba, tenía toda la pinta de
un vagabundo. Sin embargo la hora avanzaba, el suburbio despertaba, tres o
cuatro gallos clandestinos cantaban haciendo caso omiso de los reglamentos
municipales y la gente empezaba a aglomerarse en las esquinas de las calles
para esperar el malhadado autobús amarillo que se llevaría a esta gente todavía
exhausta por el trabajo de la víspera. Justamente ese autobús, pura chatarra
ruidosa, se abalanzaba sobre Zag que, brincando por encima, lo evitó.
Estupefacto, el chofer se pasó el siguiente alto, injuriado por aquellos a
quienes había dejado plantados y cuyas protestas desembriagaron al arcángel. Se
avergonzó de sí mismo y regresó a su cabaña como un humilde hombre. Pero al día
siguiente por la mañana, otra vez estaba todo emocionado, alocado como un pájaro
en vísperas de una migración. En esta ocasión se lanzó a campo traviesa y
bordeando el pantano no tardó en llegar cerca del convento de los franciscanos.
El tiempo era agradable y hermoso. Se recostó sobre la hierba. A lo lejos veía
los humos rosas y grises de la ciudad, los arcos del puente y la cima del
Mont-Royal. No obstante, un arbusto le estorbaba la vista. Zag le dijo: “Deja
que se te caigan las hojas”. El arbusto obedeció con tal diligencia que una
gallina, encaramada en medio del follaje, dejó caer sus plumas al mismo tiempo.
La gallina observaba azorada a Zag, quien no menos sorprendido contemplaba al
volátil encuerado. Ambos acabaron por recobrar el sentido, la gallina para
protestar, el arcángel para reír: y entre más reía este, la otra se enojaba
más. Cuando Zag se humedeció debidamente la garganta, dijo: “No te preocupes,
querida, ahora arreglo todo. Sólo que no podría prometerte colocar las plumas
exactamente donde las tenías; puedo equivocarme y poner en el ala una de la
rabadilla, o una del pescuezo en la rabadilla”. Pero la gallina exigió que la
reemplumara como antes.
–En
ese caso –dijo Zag–, ve a buscarme virutas de madera seca.
La
gallina se las trajo.
–Ahora
un alambre.
También
se lo trajo.
–Finalmente
–dijo Zag–, ve a la cocina del convento; allí encontrarás fósforos.
La
gallina se fue a la cocina del convento, encontró los fósforos y se los llevó.
Entonces Zag atrapó a la gallina, la atravesó a lo largo, encendió el fuego y
la rostizó. El hermano Benoît, que estaba en la cocina del convento meditando
frente a una marmita de garbanzos y arenques, pues era viernes, atraído había
seguido al volátil desplumado.
–¡Ah,
hermano Benoît –exclamo Zag–, llegaste en el mejor momento! Tengo que
consultarte un problema de teología.
El
hermano Benoît se recostó sobre la hierba.
–¿Qué
le aconsejarías a un arcángel –preguntó Zag–, a un arcángel exiliado en la Tierra
que empieza a perder su densidad y a saltar en el aire como un chiflado?
El
hermano Benoît respondió:
–No
tiene más que una cosa: regresar al cielo.
–Muy
bien –dijo Zag–, pero figúrate que ese arcángel estaba ausente cuando la pelea
Lucifer-San Miguel: ¿crees que pueda estar seguro de que habría tomado el
partido de éste y no de aquél?
El
hermano Benoît preguntó…
–Cuando
ese arcángel estaba en la Tierra, ¿buscó a los orgullosos, a los poderosos, a
los mandatarios y otros potentados?
–No
–respondió Zag.
Y
mientras discurrían, tendió una pierna de gallina al hermano Benoît. El
franciscano en ayunas le hincó el diente y le pareció sabrosa. En su
satisfacción declaró:
–¡Que
suba al cielo!
–Entonces
adiós, amigo mío –dijo el arcángel Zag.
Y
los harapos del pobre hombre, los andrajos de vagabundo cayeron en medio de las
hojas del arbusto y de las plumas quemadas de la gallina. El hermano Benoît
corrió hacia el convento y contó al padre superior la maravillosa historia.
–¿Qué
es eso?
–Es
un hueso de gallina.
–¿Y
qué día es hoy, hermano?
–Viernes
–tuvo que admitir el pobre Benoît.
Y
fue así como un gran milagro culminó con una confesión. Un ángel, por más
arcángel que sea, no puede permanecer en la tierra sin contraer en ella alguna
malicia.
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