Emilia Pardo Bazán
Bajo el sol –que ya empieza a hacer de
las suyas, porque estamos en junio–, los tres operarios trabajan, sin volver la
cara a la derecha ni a la izquierda. Con movimiento isócrono, exhalando a cada piquetazo
el mismo ¡a hum! de esfuerzo y de ansia, van arrancando pellones de tierra de la
trinchera, tierra densa, compacta, rojiza, que forma en torno de ellos montones
movedizos, en los cuales se sepultan sus desnudos pies. Porque todos tres están
descalzos, lo mismo las mujeres que el rapaz desmedrado y consumido, que representa
once años a lo sumo, aunque ha cumplido trece. La boina, una vieja de su padre,
se la cala hasta las sienes, y aumenta sus trazas de mezquindad, lo ruin de su aspecto.
Es el primer día que
trabaja a jornal, y está algo engreído, porque un real diario parece poca cosa,
pero al cabo de la semana son ¡seis reales!, y la madre le ha dicho que los espera,
que le hacen mucha falta.
Hablando, hablando,
a la hora del desayuno se lo ha contado a las compañeras, una mujer ya anciana,
aguardentosa de voz, seca de calcañares, amarimachada, que fuma tagarnina, y una
mozallona dura de carnes, tuerta del derecho, con magnífico pelo rubio todo empolvado
y salpicado de motas de tierra, a causa de la labor.
–Somos nueve hermanos
pequeños –ha dicho el jornalerillo–, y por lo de ahora, ninguno, no siendo yo, lo
puede ganar. Ya el zapatero de la Ramela me tomaba de aprendiz; solamente que, ¡ay
carambo!, me quería tener tres años lo menos sin me dar una perra… Aquí, desde luego
se gana.
–En casa éramos doce
–corrobora la tuerta, con tono de indefinible vanidad–, y mi madre baldada, y yo
cuidando de la patulea, porque fui la más grande. ¡Me hicieron pasar mucho! Peleaba
con ellos desde l’amanecere. A fe, más quiero arrancar terrones. Había un chiquillo
de siete años que era el pecado. Estando yo dormida me metió un palo de punta por
este ojo y me lo echó fuera…
Y la vieja, entre dos
chupadas, declaró sentenciosamente:
–El que con chiquillos
se acuesta… Yo, ende viendo uno (que sea ajeno, que sea mi nieto), le levanto la
ropa y le pego un buen azote…
No era verdad; el vecindario
de aquel pobre barrio extramuros sabía que la bruja de la voz carrascuda, aun cuando
tuviese el cuerpo muy lastrado de líquido, no se metía en realidad con nadie; pero
andaba siempre alabándose de abofetear al uno y de destripar al otro. Y la tuerta,
con expresión de malicia, guiñó su ojo viudo, sonriendo al escuchimizado rapaz.
Desde que sonó la hora
cesaron las confidencias. La taciturnidad del trabajo monótono pesaba sobre los
espíritus, adormilándolos, como si el aire que sus pulmones absorbían afanosamente
en el trajín les barriese las ideas del seso. Su faena mecánica les atontaba quitándoles
del pensamiento cuanto no fuese la repetición incesante, espaciada por la acción
de alzar y bajar la piqueta, del golpe que había de socavar aquella trinchera formidable,
desmontando tierra y más tierra, que llevaban los carros ni sabían los jornaleros
adónde. ¿Qué les importaba, además?
El rapaz, Raimundo,
trabajaba, lo mismo que las dos mujeres, por cuenta de un contratista, hombre agenciador,
que hacía el negocio de proporcionar gente a los que tenían obras en planta, cobrando
los jornales a peseta y abonándolos a real. ¡Vaya! Para eso, con él, seguros estaban
de tener choyo todo el año.
No sospechaban, y si
lo sospechasen no les importaría, que aquella tierra se destinaba a rellenar un
parque en una quinta próxima. Nutrirían con sus jugos, en vez de ortigas y cardos,
las plumeadas araucarias, las palmeras elegantes, las fragantes magnolias, las camelias
indiferentes a todo en su charolado orgullo. La trinchera, abierta por la construcción
del nuevo camino que a la estación conduce, es alta y muestra las zonas de color
de las capas del terreno. El trabajo de excavación ha abierto en ella una cava,
que ya ofrece sombra cuando el calor arrecia, en aquella hondonada que limitan dos
taludes y que no refresca el abanicar del aire de la ría. Y los jornaleros truecan
chanzas cuando se enteran de que ya los cobija el desmonte.
Luego, a darle a la
piqueta, a darle duro. ¡A hum! El rapaz se siente desfallecer de cansancio. Es fuerte
el trabajo así, el primer día, sobre todo el primer día. Los brazos parece que se
los han apaleado, de tanto como le van doliendo. Las compañeras se ríen.
–¡Mocoso! ¿Pensaste
que era como jugar a la billarda?
El amor propio, el pundonor
le reaniman. Alza la piqueta con más ánimos. Se acuerda del contratista, de la ojeada
de desprecio con que le dijo al concederle jornal:
–Te tomo…, no sé por
qué; no vas a valer; estás esmirriado; eres un papulito que siquiera puedes con
la herramienta…
¿Esmirriado? Ahora se
vería si las otras, las femias, hacían más… La tuerta notó el arrechucho del novato,
y le dijo, maternal, bondadosota:
–No te mates, hombre,
que igual ha de ser. El negocio no está en dar tanto piquetazo, sino en arrincar
de cada golpe buena pella.
Y señalaba el hacinamiento
a su lado, donde cada fragmento de terrón era doble de los que hacía caer Raimundo.
Él suspiró, sin responder, volviendo a la carga.
Un automóvil pasó, haciendo
retemblar la tierra. No vieron sino la rotación deslumbrante de sus ruedas amarillas.
Flotó en el aire un tufo de bencina, exasperado por el calor. Aún no se había disipado,
cuando asomó por la carretera un cura de aldea, caballero en un borrico. Tan despacio
avanzaba, que el jinete tuvo tiempo de observar sobre las cabezas de los tres jornaleros
algo que le llamó la atención. Era una enorme masa de tierra, suspendida, por decirlo
así, en el aire. La cueva, ahondada por la continua mordedura afanosa de las piquetas,
no tenía ya más cubierta que aquella saliente costra, conmovida sin tregua, de desplome
fatal, inevitable. Y en la imaginación del párroco se precisó la catástrofe, enlazada
al recuerdo de una frase leída por la mañana, entre sorbo y sorbo de chocolate,
en el diario integrista: “Socavan y socavan la sociedad, y se les vendrá encima
cuando menos lo piensen”. Refrenó a su rucio, cerró el paraguas de alpaca oscura
y sin apearse arrimóse al socavón, gritando:
–¡Eh! ¡Vosotros! Que
se os viene encima esa tierra. ¿Estades ciegos?
La alcoholizada le contestó
pintoresca reata de injurias sobre el tema de la profesión. La moza tuerta sólo
refunfuñó:
–¡Nos deje en paz! Vusté
no nos hace el trabajo.
Raimundo, por su parte,
ni se volvió. Enfaenado, cayéndole una gota de cada pelo, sin aire ya para sus chicos
pulmones, se puede creer que ni oiría. El zumbido de la piqueta, su retumbo mate
contra la pared borrosa, era lo único que vagamente percibía, envuelto en el jadear
de su anhelante pecho. ¡Cuándo serían las doce, señaladas por el paso del tren,
para dejarse caer al suelo de golpe y mascar, ya medio dormido de cansancio, el
corrusco de pan de maíz!
El cura, no obstante,
seguía vociferando caritativos insultos.
–¡Bárbaros! ¡Brutanes!
¡Ni media hora tarde eso en venirse!
Y como la vieja se lanzase
fuera del excave para replicar furiosa, se oyó un estrépito sordo, apagado; se alzó
una nube de polvo rojo, y en seguida, un silencio siniestro, interrumpido por el
rodar de los últimos terrones que caían de lo alto. De pronto, un escarabajeo, un
pataleo, un trajín de fiera soterrada y que violenta las paredes de su entierro.
Era la moza rubia, que vigorosamente perneaba, cabeceaba para salir de entre la
masa de tierra de la impensada sepultura.
Acudieron al párroco
y la bruja; la ayudaron; se le vio sacar primero la rodilla, después una pierna,
al fin el tronco, y la faz lívida, con la respiración cortada; el único ojo, loco
de espanto. Nadie pensó sino en ella. El rapaz no resollaba; al principio le olvidaron.
Cuando se empezó a solevantar la tierra, porque acudieron vecinos de las casucas
y tabernas desparramadas por el camino real, costó trabajo descubrirle; lo más fuerte
del desplome había recaído sobre el pecho. Tenía los ojos inyectados de sangre,
la boca y las orejas tapiadas con barro bermejo. Los pies parecían incrustados en
la tierra, otra vez compacta.
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