Tennessee Williams
Estaba cansado y me sentía fracasado:
el sitio parecía un agujero silencioso en el que una persona podría ocultarse de
un mundo que parecía totalmente en contra de ella; y finalmente, Brodzki quiso que
su hijo fuera a la universidad; esos fueron los motivos por los que me convertí
en empleado de la librería. La mañana que llegué al trabajo había recorrido las
calles durante varias horas con aire atolondrado. En el escaparate de la librería
aquel cartel primorosamente escrito, SE NECESITA EMPLEADO, atrajo mi atención. Entré
y encontré al propietario, un hombre lúgubre de aspecto judío, al fondo de la tienda,
sentado detrás de una mesa de despacho enorme con libros amontonados encima. Me
miró de modo penetrante. Lo que lo indujo a contratarme me resulta difícil de imaginar.
Yo tenía la cara demacrada y el cuerpo consumido debido al insomnio, difícilmente
podría haber ofrecido un aspecto muy atractivo. Quizá algo mío le hizo saber el
hecho de que yo trabajaría con aplicación y fidelidad a cambio de sólo la tranquila
y sombría seguridad que su pequeña librería me podía ofrecer.
En todo caso, conseguí
el trabajo y lo encontré muy parecido a lo que quería. Mi vida era gris, pero su
grisura quedó compensada, si era compensación lo que necesitaba, con la fortuna
de ser testigo de un drama que no era menos intenso, estoy seguro, que cualquiera
de los contenidos en los miles de volúmenes que atestaban las polvorientas estanterías
de la librería.
En aquella época el
hijo de Brodzki tenía dieciocho años. Era del tipo de jóvenes judíos rusos espirituales,
místicos, de cuerpo escuálido, piel oscura, rasgos delicados, proporcionados. Nunca
lo llegué a conocer bien. Nadie lo hizo, pues era huidizo como un animalillo salvaje;
el tipo de persona a la que le es completamente imposible acercarse a cualquier
distancia socialmente aceptable. Este relato es sobre él; su padre murió a los dos
meses de darme el empleo.
El joven Brodzki estaba
tremendamente enamorado, y la chica no era judía. Por eso el viejo señor Brodzki
quería que el chico fuera a la universidad. Como la mayoría de los otros judíos
de su generación, se oponía desesperadamente al matrimonio de su hijo con una cristiana,
y parecía que los dos, si los dejaban en paz, derivarían inevitablemente hacia el
matrimonio. El chico estaba con ella todo el tiempo. Nunca estaba con nadie más.
Se habían criado juntos; jugado toda su infancia en la misma escalera de incendios
trasera; crecieron, se podría decir, el uno para el otro.
No eran completamente
semejantes. Existían, claro, las habituales diferencias raciales; la diferencia
de la sangre gala con la sangre hebrea, que casi es la diferencia entre el sol y
la luna. Pero había más que eso. Había una absoluta antítesis de temperamentos.
Él era, como he dicho, tímido, espiritual y místico; ella era algo así como una
fuerza salvaje; llena de vitalidad animal, de vida y entusiasmo.
A pesar de eso, se querían
enormemente desde la infancia. Él había estado solo, supongo, y ella había estado
desatendida.
Cuando la vi por primera
vez era una chica de aspecto encantador. Su cuerpo parecía una expresión perfecta
de su espíritu. Despedía luz y calor. Pero lo más encantador de todo lo suyo era
la voz. A menudo, por las tardes, ella le cantaba, y con tal encanto irresistible
que yo nunca podía dejar de escucharla, cualquiera que fuesen mis ocupaciones o
pensamientos.
Poco después de que
yo hubiera reemplazado al joven Brodzki como empleado de su padre y al chico lo
mandasen a la universidad, el anciano enfermó. La señora Brodzki mandó rápidamente
por su hijo, pero antes de que este hubiese tenido tiempo de volver, las velas del
candelabro de los siete brazos estaban encendidas, y se entonaban cantos mortuorios
en la casa de la familia de encima de la librería. La señora Brodzki no sería tan
enérgica como lo había sido su marido. El chico se negó a volver a la universidad,
y en menos de un mes él y la chica estaban casados y vivían juntos en las habitaciones
del piso alto. Entonces empezó el trágico drama del que, durante quince años, fui
espectador.
El conflicto entre sus
caracteres fue de inmediato tan evidente como lo había sido la devoción del uno
por el otro.
La chica nunca había
tenido nada. Probablemente durante su infancia muchas veces había necesitado comida
y ropas adecuadas. Habría quedado satisfecha, pensaría uno, con su posición como
esposa del dueño de una librería que iba bastante bien. Pero ella era una cosilla
excesivamente enérgica y ambiciosa. Quería más, mucho más, de lo que le podía proporcionar
la modesta librería. Empezó a animar a su marido para que la vendiera y se dedicara
a un negocio más lucrativo. No conseguía ver lo imposible que sería eso. Desde que
lo conocía podía ver que aquel muchacho soñador no encajaría en ningún sitio mejor
que una librería. Él, sin embargo, lo veía con claridad. El cambio era algo a lo
que temía. Adoraba la sombría oscuridad de aquella pequeña librería; la adoraba
tan apasionadamente como la había adorado yo. Por eso fue, aunque él no fuera amistoso,
por lo que llegamos a sentir una intensa simpatía el uno por el otro. Aborrecíamos
del mismo modo las calles ruidosas que empezaban al otro lado de la puerta de la
librería.
La chica andaba detrás
de él incesantemente; no lo dejaba en paz; concentraba toda su inmensa energía en
la lucha con él. Pero el chico encontró en la herencia de su raza la energía para
resistírsele. Y lo que sucedió casi al cabo de un año fue esto. Por lo que fuera,
ella conoció a un agente de teatro de variedades. El tipo apreció los encantos de
su voz y habló a la chica de las posibilidades que tendría en el mundo teatral.
Le dijo muchas cosas, supongo, y al final dejó tan completamente fascinada a la
chica con las expectativas, que ella decidió abandonar a su marido.
Supongo que yo no tenía
lo bastante claro el modo en que el joven amaba a su mujer. Era más que la habitual
relación de dependencia propia de los judíos. Su amor por ella era la esencia de
su vida. Había un enorme peligro en aquel amor. Cuando se pierde la amada, se pierde
la vida. Ésta se hace trizas. Y eso fue lo que le pasó a la vida del joven Brodzki
cuando su mujer se marchó con la compañía de variedades.
Debería describir el
modo en que ella lo dejó.
Una mañana, después
de haber hablado, supongo, con el agente de teatro de variedades, ella irrumpió
en la librería y llamó a su marido, que estaba desembalando un nuevo envío de libros.
La chica tenía una nota histérica, frenética, en la voz, y se apretaba la garganta
con una mano como si algo la estuviera asfixiando.
Por el modo en que habló
con su marido se habría pensado que mantenían una violenta disputa. Pero la disputa
había surgido de un cielo despejado; un cielo, cuando menos, que no estaba más nublado
de lo habitual.
Ella le dijo:
–Ya he tirado de la
cuerda todo lo posible. Ya no puedo soportar esto más. Te lo he dicho muchas veces,
pero es inútil. Ahora tengo una oportunidad maravillosa; y no voy a dejarla pasar.
Me voy a Europa con un espectáculo de variedades.
El chico al principio
no le dijo nada; tenía aspecto de que lo había abandonado toda vida. La siguió,
mirándola fijamente sin entender nada, mientras ella se apresuraba escalera arriba
hacia las habitaciones donde vivían. Curiosamente, recuerdo que el chico agarraba
en las manos un libro encuadernado rojo del que habíamos vendido varios centenares
de ejemplares aquella temporada, impertinentemente titulado Idiotas enamorados,
y que, a pesar de la auténtica tragedia de la situación, yo contuve con dificultad
una sonrisa ante la grotesca correspondencia de aquel título con la expresión aturdida,
desamparada de la cara de él.
Cuando ella volvió a
bajar pareció que, al fin, el chico había conseguido entender lo que estaba pasando.
–¿Te marchas? –preguntó
sordamente.
Ella contestó que se
iba. Entonces él se buscó dentro del bolsillo y tendió a su mujer una pesada llave
negra. Era la llave de la puerta delantera de la librería.
–Será mejor que la guardes
–le dijo, todavía con una completa tranquilidad–, porque algún día la necesitarás.
Tu amor no es mucho menor que el mío como para que puedas alejarte de él. Volverás
en algún momento, y yo estaré esperando.
Ella lo agarró por los
hombros, lo besó, y luego, jadeando con fuerza, salió de la librería. En el sombrío
interior nos quedamos siguiéndola con la mirada. Juntos, seguimos mirando la calle
que los dos aborrecíamos y temíamos; la calle, rebosante de vida e iluminada por
el sol, que parecía regocijarse maliciosamente por haberse llevado en su concurrido
torrente todo lo que tenía algún valor para el hombre de mi lado.
Durante los meses y
los años que siguieron fui testigo de algo que parecía peor que la muerte.
Como dije, la chica
había sido la esencia, la vida de él. Cuando se marchó, el chico quedó destrozado.
Al principio creí que se sumiría en una completa y violenta locura. Recorría aturdido
los retorcidos pasillos de entre los estantes de libros, quejándose y frotando las
manos arriba y abajo a los lados de su chaqueta. Los clientes lo miraban y se apresuraban
a salir de la librería. Traté de convencerlo de que se quedara en el piso de arriba.
Pero él no quería. No soportaba estar allí, supongo; las habitaciones en las que
vivía estaban llenas del recuerdo de ella. Durante varias noches se quedó conmigo
en la habitación que ocupaba yo al fondo de la librería. No dormía. Me mantenía
constantemente despierto con un murmullo continuo; unas palabras que le dirigía
a ella. Más que otra cosa, decían:
–Tú me quieres… en algún
momento volverás.
Viendo que no lo superaba,
mandé por su madre, que había ido a vivir con unos parientes. Ella lo tranquilizó
un poco. Y no mucho después de eso el chico se dedicó a leer.
Se entregó a la lectura
como otro hombre se hubiera entregado a la bebida o las drogas. Leía para escapar
de la realidad. Y al final la lectura consiguió su objetivo con una efectividad
espantosa.
Sentado a la gran mesa
cercana al fondo de la librería, leía el día entero, hasta que los ojos se le cerraban
de cansancio. Su madre y yo intentábamos que se levantara, que fuera a atender a
los clientes, a desembalar y distribuir los libros, no porque se necesitase su ayuda,
sino porque considerábamos que estar ocupado le sentaría bien. Parecía dispuesto
a hacer todo lo que podía. Pero se había vuelto tan inútil y torpe como un niño
pequeño. La lectura constante le había nublado la conciencia, haciéndolo increíblemente
embotado. Las preguntas más simples que le dirigían los clientes lo desconcertaban.
No conseguía recordar los títulos de los libros que le pedían. Paseaba la vista
alrededor de un modo absurdo, desorientado, como si acabase de salir de un profundo
sueño
Yo había esperado –pues
había llegado a sentir por él una intensa piedad y simpatía– que aquel estado sólo
fuera temporal. Según pasaban los meses y los años, sin embargo, no daba signos
de que fuera a pasar. Aparentemente era un hombre perdido; una vela consumida. No
existía esperanza de volverlo a revivir nunca. No, a menos que ella volviera a él.
E incluso en ese caso –incluso si ella regresaba–, tal vez fuese demasiado tarde.
Casi quince años después
de irse al extranjero con la compañía de variedades, la joven señora Brodzki volvió
a la librería. Era a mediados de diciembre; la oscuridad había caído, pero la gente,
de compras para Navidad, todavía pululaba por las aceras de la ciudad. Su aliento
empañaba el escaparate de la librería, lo recuerdo, con una escarcha brillante.
La librería estaba cerrada
y todas las luces apagadas a no ser la bombilla colgada encima de la mesa del fondo,
donde estaba leyendo Brodzki. Yo me encontraba parado junto a la puerta, interesado
por el espectáculo de los que pasaban. Un coche con un apuesto chofer se detuvo
en el bordillo y una mujer, envuelta en pieles, surgió del compartimento trasero.
Una farola de la calle se alzaba directamente encima del coche, conque cuando la
mujer volvió su cara hacia la librería supe de inmediato que era ella.
Con una extraña sensación
de terror me retiré de la puerta, medio escondiéndome entre las oscuras estanterías.
Ella se acercó a la puerta, abriéndose paso impacientemente entre la multitud de
compradores. En apariencia no había cambiado; en la cara y los movimientos del cuerpo,
intensamente iluminados por la farola, estaba tan intensamente viva como antes.
¿Por qué había vuelto?, me pregunté. ¿Se había cumplido la profecía de su marido
y al cabo de quince años había descubierto que su amor por él era demasiado fuerte
para rehuirlo?
Iba a obligarme a mí
mismo, con la menor gana posible, a volver a la puerta y abrirla, cuando sonó una
llave en la cerradura. Todavía la tenía; ¡la llave que le había dado él aquella
mañana de quince años atrás!
***
En un momento la puerta estaba abierta
y ella se encontraba en el interior de la librería en penumbra. La oí respirar profundamente.
Paseó la vista a su alrededor con ojos brillantes, pero por algún motivo no llegó
a distinguirme mientras yo estaba estúpidamente acurrucado en un rincón entre las
estanterías de libros. Pude notar que estaba terriblemente nerviosa. Se agarraba
la garganta con una mano enguantada, igual que había hecho la mañana en que se marchó;
como si alguien la estrangulara.
En los quince años transcurridos
desde que se marchara, el local había cambiando tan poco, de hecho, que debía de
resultarle sumamente difícil creer que aquellos años habían pasado de verdad. De
pronto debían de parecerle completamente increíbles, como un sueño fantástico. La
penumbra, las extrañas sombras de las mesas y los estantes, el olor a papel, el
sonido amortiguado de la calle abarrotada; todo eso debía de resultarle tan agobiante
como en aquellas tardes de invierno, quince años antes, cuando solía bajar de las
habitaciones del piso alto para ayudarlo a cerrar la librería.
Debía de tener la sensación
de que retrocedía, literalmente, en el tiempo.
Apretándose un diminuto
pañuelo en los labios, parecía hacer esfuerzos por contenerse. Avanzó silenciosamente.
Entonces ya debía de haber visto que él estaba sentado a la mesa. Sólo le resultaba
visible la coronilla; lo demás quedaba oculto por un libro enorme. El pelo, espeso,
de un negro azulado y despeinado, le brillaba intensamente bajo el foco eléctrico.
Se me ocurrió, con repentino horror, que ella podría encontrar que físicamente él
casi no había cambiado. En aquellos quince años su marido no había envejecido de
modo perceptible; carecía además de vida, habría parecido, para hacerse mayor.
Me dije que debería
adelantarme y prepararla para lo que se iba a encontrar. Pero algo me impidió moverme
de mi escondite de entre los estantes de libros. La observé mientras avanzaba hacia
la mesa y me pareció notar la intensidad de su emoción. Una intensidad que parecía
atravesarme; y de modo insoportable.
Muchas veces me pregunto
en qué estaría pensando ella cuando se detuvo delante de la mesa, bajando la vista
hacia el hombre al que había amado apasionadamente cuando era su marido quince años
atrás. Perfectamente podría sentirse desconcertada, entonces, ante el extraño ensimismamiento
con el que leía él, sin que aparentemente hubiera tomado conciencia del sonido de
su entrada y de sus pasos; del crujido de estos en las vetustas tablas del suelo.
A lo mejor, con todo, ella estaba rebosante de alegría, y de una especie de terror,
como para preguntarse nada.
Con voz aguda, temblorosa,
dijo el nombre de él:
–Jacob.
Con un espasmo, él alzó
la cabeza y miró en su dirección con ojos que parpadeaban, que bizqueaban. Los momentos
pasaron despacio, insoportablemente lentos, mientras yo los veía mirarse uno al
otro.
Había esperado que ella
se echase a llorar y se lanzara hacia su marido; lo cual, seguramente habría sido
lo natural que hiciera. Pero la falta de vida, la ausencia absoluta de reconocimiento
de los ojos de él, debían haberla contenido. ¿En qué estaría pensando? ¿Supondría
que él se negaba deliberadamente a reconocerla? ¿O imaginaba que los quince años
la habían cambiado hasta el punto de que él no la reconocía?
Cuando yo pensaba que
el propio aire debía romperse debido a la tensión, él habló.
Le dijo, con aquella
voz sin expresión, temblorosa, que se había convertido en la suya habitual, estas
palabras:
–¿Quiere un libro?
Ella se llevó la mano
enguantada a la garganta y soltó un leve jadeo. Me alegró tenerla de espaldas y
no poder verle la cara. Los angustiosos momentos pasaban muy despacio mientras los
dos continuaban mirándose uno al otro. Al final, ella debió de llegar a una conclusión;
decidió que los quince años le habían afectado mucho más a ella que a él, y que
le resultaba irreconocible. En cualquier caso, pareció que ella se recuperaba. El
cuerpo se le relajó algo y se quitó la mano de la garganta.
–¿Quiere un libro? –repitió
él.
Ella tartamudeó:
–No… bueno… quería un
libro, pero he olvidado su título.
Enfrentada a aquellos
ojos que miraban fijamente, debía de haber encontrado completamente imposible decir
directamente:
–Soy Lila. He vuelto
contigo.
Debía haber recurrido
a aquel pretexto de que había venido por un libro, como un modo de revelarle quién
era con una franqueza menos embarazosa.
Sentándose en un taburete,
cerca de la parte delantera de la mesa, dijo:
–Deje que le cuente
el argumento. A lo mejor lo ha leído y puede decirme el título. Es sobre un chico
y una chica que habían sido compañeros constantes desde la infancia. Querían estar
juntos siempre. Pero el chico era judío y la chica cristiana. Y el padre del chico
se oponía tajantemente a que su hijo se casara con alguien que no fuera de su propia
raza. Mandó al chico a la universidad. Pero al poco tiempo, el padre murió y el
chico volvió y se casó con la chica. Vivían juntos en unas habitaciones de encima
de una pequeña librería que el padre le había dejado al chico. Habrían seguido juntos
perfectamente felices a no ser por una cosa; la librería proporcionaba poco más
de lo mínimo para vivir, y la chica era ambiciosa. Ella adoraba al chico, pero su
descontento aumentó y continuamente metía prisa a su marido para que se dedicara
a algún negocio más rentable. Pero el chico era muy diferente a la chica. La quería
tanto que haría lo que fuese por ella; pero era incapaz, por lo que fuera, de renunciar
a la librería que había pertenecido a sus padres. ¿Entiendes? El chico era soñador,
sentimental, un judío raro. Y la chica nunca conseguía ver las cosas desde su punto
de vista. La familia de ella, que había muerto y la había dejado con una tía viuda,
era de origen francés. Debido a ello, la chica había heredado una gran energía,
sentido práctico y amor hacia el mundo. Al cabo de un tiempo, la chica recibió la
oferta del agente de una compañía de variedades para que hiciera gala de su talento
musical sobre un escenario. Cegada por la brillante perspectiva de una carrera teatral,
ella decidió aceptar la propuesta del agente de la compañía de variedades. Volvió
a la librería y le dijo a su marido que lo iba a dejar. Él fue demasiado orgulloso
para hacer el menor esfuerzo por retenerla, y en lugar de eso le entregó una llave
de la librería y le dijo que algún día ella volvería; y que siempre la estaría esperando.
Aquella noche ella embarcó rumbo a Inglaterra con el espectáculo de variedades.
Tuvo éxito enorme en los escenarios de Londres. Se convirtió en una cantante famosa
y recorrió todos los países más importantes de Europa. Llevaba una vida desenfrenada
y arrebatadora, y durante extensos periodos ni siquiera pensó en el judío soñador
que había sido su leal marido, ni tampoco en la pequeña y polvorienta librería donde
habían vivido juntos. Pero la llave de aquella librería, que le había dado su marido,
permanecía en su poder. No podía obligarse, por lo que fuera, a deshacerse de ella.
La llave parecía apegarse a ella, casi con una voluntad propia. Era una llave de
aspecto raro, antigua, pesada, larga y negra. Sus amigos se reían de ella porque
siempre la llevaba encima y la chica se reía con ellos. Pero poco a poco empezó
a darse cuenta del motivo por el que la conservaba. El encanto de las cosas nuevas
con las que había llenado su vida empezó a desvanecerse y dispersarse, como una
niebla, y la chica veía, brillando entre ellas, la auténtica y profunda belleza
de las cosas que había dejado atrás. El recuerdo de su marido y de su vida juntos
en la pequeña librería cada vez acudía a su mente con más intensidad y de modo más
obsesivo. Finalmente ella comprendió que quería volver; que quería entrar en la
librería con la llave conservada durante quince años, y encontrar que su marido
todavía la esperaba, como prometió que haría.
La mujer se había levantado
del taburete; el cuerpo le temblaba y se agarraba a la mesa como apoyo.
Hubo momentos de quietud,
de una calma completa. Cuando la mujer volvió a hablar había una nota de terror
en su voz. Debía de haber empezado a darse cuenta de lo que había pasado; de en
qué se había convertido el hombre que había sido su marido.
–¿No recuerdas… tienes
que recordarla… la historia de Lila y Jacob?
Ella escudriñaba desesperadamente
la cara de su marido, pero en la cara no había nada más que desconcierto.
–Hay algo que me suena
en la historia. Creo que la he leído en alguna parte. Me recuerda a algo de Tolstói.
Desde mi refugio entre
las estanterías de libros oí un fuerte sonido metálico que debía ser el de la llave
al caer al suelo. Y luego oí las largas zancadas de ella entre la confusión de mesas
y estanterías. Debía de estar dándose prisa, presa de un ciego frenesí, para salir
de aquel sitio. Cerré los ojos, sin atreverme a verle la cara y el horror que debía
expresar, hasta que la puerta se cerró detrás de ella. Cuando los abrí, el hombre
del fondo de la habitación tenía oculta la cara otra vez detrás del enorme libro,
y había reanudado la lectura con su aterradora tranquilidad de costumbre. Su mujer
había vuelto a él y se había ido de nuevo. Todo era tan fantásticamente igual que
podría creerse que había ocurrido en sueños. Pero yo veía, caída en el suelo, la
pesada llave negra de la librería.
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