Juan Carlos Ghiano
Es el único café del pueblo,
en la cuadra de casa; a él vamos todas las tardes y todas las noches: son las únicas
reuniones del pueblo.
Se
entra por una puerta de vidrios verdes; el piso de tablas anchas se ha oscurecido
debajo de las mesas de hierro y del rectángulo del billar. Siempre hay nueve mesas,
cinco a la izquierda, contra la pared, debajo del espejo; cuatro a la derecha, del
lado de la puerta. Los parroquianos llegan a la misma hora, beben lo mismo, conversan
las mismas cosas; la última, contra el rincón, se sientan hombres con mujeres vergonzosas,
pintadas y con flores en el pelo. Bajo la lámpara central de pantalla verde, la
mesa de billar, los tacos y las bolas de marfil; el pizarrón ha desaparecido del
muro. Siempre hay muchos carteles, de cigarrillos, salidas de buques, anuncios de
circos. Me los sé todos de memoria.
Allí
lo vi por vez primera, la tardecita del 7 de abril.
Yo
estaba con dos amigos; en otra mesa jugaban un tute, en la esquina esperaba una
rubia. Entró solo, arrastrando los pasos sobre el aserrín grueso que cubría el piso.
Había lloviznado toda la tarde; cuando abrió la puerta, vi las hojas secas pegadas
a la vereda y el empedrado brilloso.
Sin
sacarse el sombrero, secándose las manos mojadas, se acercó al mostrador y pidió
un café y una caña; las bebió de golpe.
¿De
dónde vendría el hombre? Nuevo en el poblado, y solo. Se van y vienen, el pueblo
siempre igual.
Me
acuerdo bien. A las ocho menos cinco miró el reloj que cuelga sobre la estantería
de las botellas, se limpió la boca con el dorso de la mano, volvió a pedir caña
y la bebió con frío. Eran las ocho: había vuelto a mirar el reloj.
El
mozo le preguntó:
–¿Espera
a alguien?
Esos
hombres no contestan.
Apenas
pasadas las ocho, dejó caer un peso en el mostrador y salió. Desde la puerta había
vuelto a mirar la hora.
Ninguno lo conocía, hombres solos por los
pueblos, las tardes de lluvia, hombres que no se ven más.
Salimos
a las ocho y cuarto, como siempre, cada uno a su casa.
Cruzado
en la esquina, boca abajo, herido de cuchillo en la espalda, allí estaba,
el cuerpo sobre la vereda y la cabeza colgando en la cuneta; el traje azul se le
pegaba al cuerpo, los zapatos eran negros y las medias blancas, de las que antes
se ponían a los muertos, el sombrero al ladito nomás.
El farol temblaba en el cielo ceniza caído
sobre el pueblo.
Cuando
vino la policía, dieron vuelta al cadáver, dejándolo cara a la llovizna. La corbata
roja se le había ensuciado en el barro; tenía los brazos doblados, las manos como
para agarrarse en algo. El agua no acababa de limpiarle la cara y los ojos abiertos,
la piel tensa que se ponía azulada, el pelo renegrido cargado de gomina.
En
los bolsillos del saco encontraron seis billetes de cinco, tres de un peso, unos
níqueles; ni papeles, ni tarjetas, ni pañuelos con inicial. Nadie en el
pueblo sabía su nombre, en ninguna fonda ni pensión.
Me
fui a comer sin olvidarlo, hombre visto en dos lugares, el café de todos los días
y la esquina de mi casa.
A
las diez volví a la esquina. Un perro lanudo lamía con insistencia los coágulos
de sangre; de pronto se marchó. Lo estaba guiando el roce de unas plumas mojadas.
Sí, el ángel amarillo de la esquina.
Me
santigüé, y la noche estaba conmigo.
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