Paul Auster
Le oí este cuento a Auggie Wren. Dado
que Auggie no queda demasiado bien en él, por lo menos no todo lo bien que a él
le habría gustado, me pidió que no utilizara su verdadero nombre. Aparte de eso,
toda la historia de la cartera perdida, la anciana ciega y la comida de Navidad
es exactamente como él me la contó.
Auggie y yo nos conocemos
desde hace casi once años. Él trabaja detrás del mostrador de una tienda en la calle
Court, en el centro de Brooklyn, y como es la única tienda que tiene los puritos
holandeses que a mí me gusta fumar, entro allí bastante a menudo. Durante mucho
tiempo apenas pensé en Auggie Wren. Era el extraño hombrecito que llevaba una sudadera
azul con capucha y me vendía puros y revistas, el personaje pícaro y chistoso que
siempre tenía algo gracioso que decir acerca del tiempo, de los Mets o de los políticos
de Washington, y nada más.
Pero luego, un día,
hace varios años, él estaba leyendo una revista en la tienda cuando casualmente
tropezó con la reseña de un libro mío. Supo que era yo porque la reseña iba acompañada
de una fotografía, y a partir de entonces las cosas cambiaron entre nosotros. Yo
ya no era simplemente un cliente más para Auggie, me había convertido en una persona
distinguida. A la mayoría de la gente le importan un comino los libros y los escritores,
pero resultó que Auggie se consideraba un artista. Ahora que había descubierto el
secreto de quién era yo, me adoptó como a un aliado, un confidente, un camarada.
A decir verdad, a mí me resultaba bastante embarazoso. Luego, casi inevitablemente,
llegó el momento en que me preguntó si estaría yo dispuesto a ver sus fotografías.
Dado su entusiasmo y buena voluntad, no parecía que hubiera manera de rechazarlo.
Dios sabe qué esperaba
yo. Como mínimo, no era lo que Auggie me enseñó al día siguiente. En una pequeña
trastienda sin ventanas abrió una caja de cartón y sacó doce álbumes de fotos, negros
e idénticos. Dijo que aquélla era la obra de su vida, y no tardaba más de cinco
minutos al día en hacerla. Todas las mañanas durante los últimos doce años se había
detenido en la esquina de la Avenida Atlantic y la calle Clinton exactamente a las
siete y había hecho una sola fotografía en color de exactamente la misma vista.
El proyecto ascendía ya a más de cuatro mil fotografías. Cada álbum representaba
un año diferente y todas las fotografías estaban dispuestas en secuencia, desde
el 1 de enero hasta el 31 de diciembre, con las fechas cuidadosamente anotadas debajo
de cada una.
Mientras hojeaba los
álbumes y empezaba a estudiar la obra de Auggie, no sabía qué pensar. Mi primera
impresión fue que se trataba de la cosa más extraña y desconcertante que había visto
nunca. Todas las fotografías eran iguales. Todo el proyecto era un curioso ataque
de repetición que te dejaba aturdido, la misma calle y los mismos edificios una
y otra vez, un implacable delirio de imágenes redundantes. No se me ocurría qué
podía decirle a Auggie; así que continué pasando las páginas, asintiendo con la
cabeza con fingida apreciación. Auggie parecía sereno, mientras me miraba con una
amplia sonrisa en la cara, pero cuando yo llevaba ya varios minutos observando las
fotografías, de repente me interrumpió y me dijo:
–Vas demasiado deprisa.
Nunca lo entenderás si no vas más despacio.
Tenía razón, por supuesto.
Si no te tomas tiempo para mirar, nunca conseguirás ver nada. Cogí otro álbum y
me obligué a ir más pausadamente. Presté más atención a los detalles, me fijé en
los cambios en las condiciones meteorológicas, observé las variaciones en el ángulo
de la luz a medida que avanzaban las estaciones. Finalmente pude detectar sutiles
diferencias en el flujo del tráfico, prever el ritmo de los diferentes días (la
actividad de las mañanas laborales, la relativa tranquilidad de los fines de semana,
el contraste entre los sábados y los domingos). Y luego, poco a poco, empecé a reconocer
las caras de la gente en segundo plano, los transeúntes camino de su trabajo, las
mismas personas en el mismo lugar todas las mañanas, viviendo un instante de sus
vidas en el objetivo de la cámara de Auggie.
Una vez que llegué a
conocerlos, empecé a estudiar sus posturas, la diferencia en su porte de una mañana
a la siguiente, tratando de descubrir sus estados de ánimo por estos indicios superficiales,
como si pudiera imaginar historias para ellos, como si pudiera penetrar en los invisibles
dramas encerrados dentro de sus cuerpos. Cogí otro álbum. Ya no estaba aburrido
ni desconcertado como al principio. Me di cuenta de que Auggie estaba fotografiando
el tiempo, el tiempo natural y el tiempo humano, y lo hacía plantándose en una minúscula
esquina del mundo y deseando que fuera suya, montando guardia en el espacio que
había elegido para sí. Mirándome mientras yo examinaba su trabajo, Auggie continuaba
sonriendo con gusto. Luego, casi como si hubiera estado leyendo mis pensamientos,
empezó a recitar un verso de Shakespeare.
–Mañana y mañana y mañana
–murmuró entre dientes–, el tiempo avanza con pasos menudos y cautelosos.
Comprendí entonces que
sabía exactamente lo que estaba haciendo.
Eso fue hace más de
dos mil fotografías. Desde ese día Auggie y yo hemos comentado su obra muchas veces,
pero hasta la semana pasada no me enteré de cómo había adquirido su cámara y empezado
a tomar fotos. Ése era el tema de la historia que me contó, y todavía estoy esforzándome
por entenderla.
A principios de esa
misma semana me había llamado un hombre del New York Times y me había preguntado
si querría escribir un cuento que aparecería en el periódico el día de Navidad.
Mi primer impulso fue decir que no, pero el hombre era muy persuasivo y amable,
y al final de la conversación le dije que lo intentaría. En cuanto colgué el teléfono,
sin embargo, caí en un profundo pánico. ¿Qué sabía yo sobre la Navidad?, me pregunté.
¿Qué sabía yo de escribir cuentos por encargo?
Pasé los siguientes
días desesperado; guerreando con los fantasmas de Dickens, O. Henry y otros maestros
del espíritu de la Natividad. Las propias palabras “cuento de Navidad” tenían desagradables
connotaciones para mí, en su evocación de espantosas efusiones de hipócrita sensiblería
y melaza. Ni siquiera los mejores cuentos de Navidad eran otra cosa que sueños de
deseos, cuentos de hadas para adultos, y por nada del mundo me permitiría escribir
algo así. Sin embargo, ¿cómo podía nadie proponerse escribir un cuento de Navidad
que no fuera sentimental? Era una contradicción de términos, una imposibilidad,
una paradoja. Sería como tratar de imaginar un caballo de carreras sin patas o un
gorrión sin alas.
No conseguía nada. El
jueves salí a dar un largo paseo, confiando en que el aire me despejaría la cabeza.
Justo después del mediodía entré en la tienda para reponer mis existencias, y allí
estaba Auggie, de pie detrás del mostrador, como siempre. Me preguntó cómo estaba.
Sin proponérmelo realmente, me encontré descargando mis preocupaciones sobre él.
–¿Un cuento de Navidad?
–dijo él cuando yo hube terminado–. ¿Sólo es eso? Si me invitas a comer, amigo mío,
te contaré el mejor cuento de Navidad que hayas oído nunca. Y te garantizo que hasta
la última palabra es verdad.
Fuimos a Jack’s, un
restaurante angosto y ruidoso que tiene buenos emparedados de pastrami y fotografías
de antiguos equipos de los Dodgers colgadas de las paredes. Encontramos una mesa
al fondo, pedimos nuestro almuerzo y luego Auggie se lanzó a contarme su historia.
–Fue en el verano del
setenta y dos –dijo. Una mañana entró un chico y empezó a robar cosas de la tienda.
Tendría unos diecinueve o veinte años, y creo que no he visto en mi vida un ratero
de tiendas más patético. Estaba de pie al lado del exhibidor de periódicos de la
pared del fondo, metiéndose libros en los bolsillos del impermeable. Había mucha
gente junto al mostrador en aquel momento, así que al principio no lo vi. Pero cuando
me di cuenta de lo que estaba haciendo, empecé a gritar. Echó a correr como una
liebre, y cuando yo conseguí salir de detrás del mostrador, él ya iba como una exhalación
por la avenida Atlantic. Lo perseguí más o menos media manzana, y luego renuncié.
Se le había caído algo, y como yo no tenía ganas de seguir corriendo me agaché para
ver lo que era.
“Resultó que era su
cartera. No había nada de dinero, pero sí su licencia de manejo junto con tres o
cuatro fotografías. Supongo que podría haber llamado a la poli para que lo arrestara.
Tenía su nombre y dirección en la licencia, pero me dio pena. No era más que un
pobre desgraciado, y cuando miré las fotos que llevaba en la cartera, no fui capaz
de enfadarme con él. Robert Goodwin. Así se llamaba. Recuerdo que en una de las
fotos estaba de pie rodeando con el brazo a su madre o abuela. En otra estaba sentado
a los nueve o diez años, vestido con un uniforme de beisbol y con una gran sonrisa.
No tuve valor. Me figuré que probablemente era drogadicto. Un pobre chavo de Brooklyn
sin mucha suerte, y, además, ¿qué importaban un par de libros de bolsillo?
Así que me quedé con
la cartera. De vez en cuando sentía el impulso de devolvérsela, pero lo posponía
una y otra vez y nunca hacía nada al respecto. Luego llega la Navidad y yo me encuentro
sin nada que hacer. Generalmente el jefe me invita a pasar el día en su casa, pero
ese año él y su familia estaban en Florida visitando a unos parientes. Así que estoy
sentado en mi departamento esa mañana, compadeciéndome un poco de mí mismo, y entonces
veo la cartera de Robert Goodwin sobre un estante de la cocina. Pienso qué diablos,
por qué no hacer algo bueno por una vez, así que me pongo el abrigo y salgo para
devolver la cartera personalmente.
La dirección estaba
en Boerum Hill, en las casas subvencionadas. Aquel día helaba, y recuerdo que me
perdí varias veces tratando de encontrar el edificio. Allí todo parece igual, y
recorres una y otra vez la misma calle pensando que estás en otro sitio. Finalmente
encuentro el apartamento que busco y llamo al timbre. No pasa nada. Deduzco que
no hay nadie, pero lo intento otra vez para asegurarme. Espero un poco más y, justo
cuando estoy a punto de marcharme, oigo que alguien viene hacia la puerta arrastrando
los pies. Una voz de vieja pregunta quién es, y yo contesto que estoy buscando a
Robert Goodwin.
“–¿Eres tú, Robert?
–dice la vieja, y luego descorre unos quince cerrojos y abre la puerta.
“Debe tener por lo menos
ochenta años, quizá noventa, y lo primero que noto es que es ciega.
“–Sabía que vendrías,
Robert –dice–. Sabía que no te olvidarías de tu abuela Ethel en Navidad.”
Y luego abre los brazos
como si estuviera a punto de abrazarme.
Yo no tenía mucho tiempo
para pensar, ¿comprendes? Tenía que decir algo deprisa y corriendo, y antes de que
pudiera darme cuenta de lo que estaba ocurriendo, oí que las palabras salían de
mi boca.
“–Está bien, abuela
Ethel –dije–. He vuelto para verte el día de Navidad.”
No me preguntes por
qué lo hice. No tengo ni idea. Puede que no quisiera decepcionarla o algo así, no
lo sé. Simplemente salió así y de pronto, aquella anciana me abrazaba delante de
la puerta y yo la abrazaba a ella.
No llegué a decirle
que era su nieto. No exactamente, por lo menos, pero eso era lo que parecía. Sin
embargo, no estaba intentando engañarla. Era como un juego que los dos habíamos
decidido jugar, sin tener que discutir las reglas. Quiero decir que aquella mujer
sabía que yo no era su nieto Robert. Estaba vieja y chocha, pero no tanto como para
no notar la diferencia entre un extraño y su propio nieto. Pero la hacía feliz fingir,
y puesto que yo no tenía nada mejor que hacer, me alegré de seguirle la corriente.
Así que entramos en
el departamento y pasamos el día juntos. Aquello era un verdadero basurero, podría
añadir, pero ¿qué otra cosa se puede esperar de una ciega que se ocupa ella misma
de la casa? Cada vez que me preguntaba cómo estaba yo le mentía. Le dije que había
encontrado un buen trabajo en una tienda, le dije que estaba a punto de casarme,
le conté cien cuentos chinos, y ella hizo como que se los creía todos.
–Eso es estupendo, Robert
–decía, asintiendo con la cabeza y sonriendo. Siempre supe que las cosas te saldrían
bien.
Al cabo de un rato,
empecé a tener hambre. No parecía haber mucha comida en la casa, así que me fui
a una tienda del barrio y llevé un montón de cosas. Un pollo precocido, sopa de
verduras, un recipiente de ensalada de papa, pastel de chocolate, toda clase de
cosas. Ethel tenía un par de botellas de vino guardadas en su dormitorio, así que
entre los dos conseguimos preparar una comida de Navidad bastante decente. Recuerdo
que los dos nos pusimos un poco alegres con el vino, y cuando terminamos de comer
fuimos a sentarnos en el cuarto de estar, donde las butacas eran más cómodas. Yo
tenía que hacer pis, así que me disculpé y fui al cuarto de baño que había en el
pasillo. Fue entonces cuando las cosas dieron otro giro. Ya era bastante disparatado
que hiciera el numerito de ser el nieto de Ethel, pero lo que hice luego fue una
verdadera locura, y nunca me he perdonado por ello.
Entro en el cuarto de
baño y, apiladas contra la pared al lado de la ducha, veo un montón de seis o siete
cámaras. De treinta y cinco milímetros, completamente nuevas, aún en sus cajas,
mercancía de primera calidad. Deduzco que eso es obra del verdadero Robert, un sitio
donde almacenar botín reciente. Yo no había hecho una foto en mi vida, y ciertamente
nunca había robado nada, pero en cuanto veo esas cámaras en el cuarto de baño, decido
que quiero una para mí. Así de sencillo. Y, sin pararme a pensarlo, me meto una
de las cajas bajo el brazo y vuelvo al cuarto de estar.
No debí ausentarme más
de unos minutos, pero en ese tiempo la abuela Ethel se había quedado dormida en
su butaca. Demasiado Chianti, supongo. Entré en la cocina para fregar los platos
y ella siguió durmiendo a pesar del ruido, roncando como un bebé. No parecía lógico
molestarla, así que decidí marcharme. Ni siquiera podía escribirle una nota de despedida,
puesto que era ciega y todo eso, así que simplemente me fui. Dejé la cartera de
su nieto en la mesa, cogí la cámara otra vez y salí del apartamento. Y ése es el
final de la historia.
–¿Volviste alguna vez?
–le pregunté.
–Una sola –contestó.
Unos tres o cuatro meses después. Me sentía tan mal por haber robado la cámara que
ni siquiera la había usado aún. Finalmente tomé la decisión de devolverla, pero
la abuela Ethel ya no estaba allí. No sé qué le había pasado, pero en el departamento
vivía otra persona y no sabía decirme dónde estaba ella.
–Probablemente había
muerto.
–Sí, probablemente.
–Lo cual quiere decir
que pasó su última Navidad contigo.
–Supongo que sí. Nunca
se me había ocurrido pensarlo.
–Fue una buena obra,
Auggie. Hiciste algo muy bonito por ella.
–Le mentí y luego le
robé. No veo cómo puedes llamarle a eso una buena obra.
–La hiciste feliz. Y
además la cámara era robada. No es como si la persona a quien se la quitaste fuese
su verdadero propietario.
–Todo por el arte, ¿eh,
Paul?
–Yo no diría eso. Pero
por lo menos le has dado un buen uso a la cámara.
–Y ahora tienes un cuento
de Navidad, ¿no?
–Sí –dije–. Supongo
que sí.
Hice una pausa durante
un momento, mirando a Auggie mientras una sonrisa malévola se extendía por su cara.
Yo no podía estar seguro, pero la expresión de sus ojos en aquel momento era tan
misteriosa, tan llena del resplandor de algún placer interior, que repentinamente
se me ocurrió que se había inventado toda la historia. Estuve a punto de preguntarle
si se había quedado conmigo, pero luego comprendí que nunca me lo diría. Me había
embaucado, y eso era lo único que importaba. Mientras haya una persona que se la
crea, no hay ninguna historia que no pueda ser verdad.
–Eres un as, Auggie
–dije–. Gracias por ayudarme.
–Siempre que quieras
–contestó él, mirándome aún con aquella luz maniaca en los ojos. Después de todo,
si no puedes compartir tus secretos con los amigos, ¿qué clase de amigo eres?
–Supongo que estoy en
deuda contigo.
–No, no. Simplemente
escríbela como yo te la he contado y no me deberás nada.
–Excepto el almuerzo.
–Eso es. Excepto el
almuerzo.
Devolví la sonrisa de
Auggie con otra mía y luego llamé al camarero y pedí la cuenta.
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