Virginia Woolf
La mansión del vizconde del siglo XVIII
había sido transformada en un club del siglo XX. Y era agradable, después de cenar
en la gran estancia con columnas y candelabros, bajo el esplendor de la luz, salir
a la terraza que daba al parque. Los árboles eran frondosos, y si hubiera habido
luna se hubiesen podido ver las banderolas de color rosa y crema puestas en los
castaños. Pero era una noche sin luna; muy cálida, tras un hermoso día de verano.
Los invitados del señor
y la señora Ivimey tomaban café y fumaban en la terraza. Como si quisieran aliviarlos
de la necesidad de hablar, como si quisieran entretenerlos sin que tuvieran que
hacer esfuerzo alguno por su parte, haces de luz recorrían el cielo. Corrían tiempos
de paz entonces; las fuerzas aéreas hacían prácticas; buscaban aviones enemigos
en el cielo. Después de detenerse para examinar un punto sospechoso, la luz giró,
como las aspas de un molino, o bien como las antenas de un prodigioso insecto, y
reveló aquí un cadavérico muro de piedra; allá un castaño en flor; y de repente
la luz incidió directamente en la terraza, y, durante un segundo, brilló un disco
blanco, que quizá fuera el espejo dentro del bolso de una señora.
–¡Miren! –exclamó la
señora Ivimey.
La luz se fue. Volvieron
a quedar en la oscuridad.
La señora Ivimey añadió:
–¡Nunca adivinarán lo
que esto me ha hecho ver!
Como es natural, intentaron
adivinarlo.
–No, no, no –protestaba
la señora Ivimey. Nadie pudo adivinarlo. Sólo ella lo sabía; y sólo ella podía saberlo,
debido a que era la bisnieta del hombre en cuestión. Y este hombre le había contado
la historia. ¿Qué historia? Si ellos querían, intentaría contársela. Quedaba aún
tiempo, antes de que el teatro comenzara.
–Pero, realmente, no
sé cómo empezar –dijo la señora Ivimey–. ¿Fue en 1820…? Este año debía correr, más
o menos, cuando mi bisabuelo era un muchacho. Ya no soy joven –no, pero era muy
hermosa y de buen porte– y mi bisabuelo era un hombre muy viejo, cuando yo me encontraba
en la niñez, que fue cuando me contó la historia. Era un viejo muy apuesto, con
su mata de cabello blanco y sus ojos azules. De muchacho tuvo que ser muy guapo.
Pero extraño. Lo cual no deja de ser lógico –explicó la señora Ivimey– teniendo
en cuenta la manera en que vivían. Se apellidaban Comber. Habían venido a menos.
Habían sido hidalgos; habían tenido tierras en Yorkshire. Pero, cuando mi bisabuelo
era joven, casi un muchacho, sólo quedaba la torre. La casa había desaparecido,
y sólo quedaba una casucha de campesinos en medio de los campos. La vimos hace diez
años, sí, la visitamos. Tuvimos que dejar el automóvil y cruzar los campos a pie.
No hay camino hasta la casa. Está aislada, y la hierba crece hasta la misma puerta…
Había gallinas picoteando, entrando y saliendo de los cuartos. Todo estaba ruinoso.
Recuerdo que, de repente, de la torre cayó una piedra. –Hizo una pausa–. Allí vivían
–prosiguió– el viejo, la mujer y el muchacho. La mujer no era la esposa del viejo,
ni la madre del muchacho. Era, simplemente, una doméstica, una muchacha que el viejo
se llevó a vivir con él cuando enviudó. Esto quizá fuera una razón más para que
nadie los visitara, una razón más que explica que todo fuera quedando en estado
ruinoso. Pero recuerdo el escudo de armas sobre la puerta; y los libros, libros
viejos, cubiertos de moho. En los libros aprendió cuanto sabía. Leía y leía, me
dijo, libros viejos, con mapas plegados entre las páginas. Los subió a lo alto de
la torre; todavía se conserva la cuerda, y los peldaños rotos. Todavía hay una silla
desfondada, junto a la ventana, y la ventana abierta, batiendo, con los vidrios
rotos, y un panorama de millas y millas de páramo.
Hizo una pausa, como
si se encontrara en lo alto de la torre, mirando por la ventana que batía.
–Pero no pudimos –dijo–
encontrar el telescopio.
En el comedor, a sus
espaldas, el sonido de platos entrechocando aumentó. Pero la señora Ivimey, en la
terraza, parecía intrigada por no haber podido encontrar el telescopio en la vieja
casa.
–¿Y por qué buscabas
un telescopio? –le preguntó alguien.
Riendo, la señora Ivimey
repuso:
–¿Por qué? Pues porque
si no hubiera habido un telescopio, yo no estaría ahora sentada aquí.
Y ciertamente ahora
estaba sentada allí, mujer de media edad y buen porte, con algo azul sobre los hombros.
Volvió a hablar.
–Tuvo que ser allí,
porque me contó que todas las noches, cuando los viejos ya se habían acostado, se
sentaba ante la ventana, para mirar las estrellas con el telescopio. Júpiter, Aldebarán,
Casiopea.
Agitó la mano hacia
las estrellas que comenzaban a aparecer sobre las copas de los árboles. La noche
se estaba oscureciendo. Y el foco parecía más luminoso, barriendo el cielo, deteniéndose
aquí y allá para contemplar las estrellas.
–Y allí estaban –prosiguió–
las estrellas. Y se preguntó, mi bisabuelo, aquel muchacho: ¿Qué son? ¿Para qué
están? ¿Quién soy yo? Como solemos hacer cuando estamos solos, sin nadie con quien
hablar, mirando las estrellas.
Guardó silencio. Todos
miraron las estrellas que estaban surgiendo de la oscuridad, encima de los árboles.
Las estrellas parecían muy permanentes, muy inmutables. El rugido de Londres se
alejó. Cien años parecían nada. Tenían la impresión de que el muchacho contemplaba
las estrellas con ellos. Tenían la impresión de estar con él, en la torre, mirando
las estrellas, encima de los páramos.
Entonces una voz a sus
espaldas dijo:
–Efectivamente. Viernes.
Todos se volvieron,
rebulleron, se sintieron situados de nuevo en la terraza.
La señora Ivimey murmuró:
–Sí, pero no había nadie
que pudiera decírselo a él.
La pareja se levantó
y se fue.
–Estaba solo –prosiguió
la señora Ivimey–. Era un hermoso día de verano. Un día de junio. Uno de esos días
de verano perfectos, en que todo, en el calor, parece estarse quieto. Estaban las
gallinas picoteando en el patio de la casa de campo; el viejo caballo pateando en
el establo; el viejo dormitando junto al vaso. La mujer fregando platos en la cocina.
Quizá de la torre cayó una piedra. Parecía que el día nunca fuera a terminar. Y
el muchacho no tenía a nadie con quién hablar, y nada, absolutamente nada que hacer.
El mundo entero se extendía ante él. El páramo subía y bajaba; el cielo se unía
al páramo; verde y azul, verde y azul, para siempre, eternamente.
En la penumbra, podían
ver que la señora Ivimey se apoyaba en la baranda, con la barbilla en las manos,
como si contemplara el páramo desde lo alto de una torre.
–Nada, salvo páramo
y cielo, páramo y cielo, siempre, siempre –murmuró.
Entonces la señora Ivimey
efectuó un movimiento como si colocara algo en la debida posición.
–Pero, ¿qué aspecto
tenía la tierra, vista a través del telescopio? –preguntó.
Efectuó otro rápido
y leve movimiento con los dedos, como si diera la vuelta a algo.
–Lo enfocó –dijo–. Lo
enfocó hacia la tierra. Lo enfocó en la oscura masa de un bosque, en el horizonte.
Lo enfocó de manera que pudiera ver… cada árbol… cada árbol aisladamente… y los
pájaros… alzándose y descendiendo… y la columna de humo… allá… entre los árboles…
Y después… más bajo… más bajo… (la señora Ivimey bajó la vista)… allí había una
casa… una casa entre los árboles… una casa de campo… se veían los ladrillos por
separado, cada uno de ellos… y los toneles a uno y otro lado de la puerta… con flores
azules, rosadas, hortensias quizá… –Hizo una pausa… –Y entonces de la casa salió
una muchacha… que llevaba algo azul en la cabeza… y se quedó allí… dando de comer
a los pájaros… palomas… que acudían revoloteando a su alrededor… Y entonces… mira…
Un hombre… ¡Un hombre! Apareció por la esquina de la casa. ¡Cogió a la muchacha
en sus brazos! Se besaron… se besaron.
La señora Ivimey abrió
los brazos y los cerró como si estuviera besando a alguien.
–Era la primera vez
que el muchacho veía a un hombre besar a una mujer –a través del telescopio–, a
millas y millas de distancia, en el páramo.
Alejó de sí algo, probablemente
el telescopio. Y quedó sentada, con la espalda muy erguida.
–Y el muchacho bajó
corriendo la escalera. Corrió a través de los campos. Corrió por senderos, por la
carretera, a través del bosque. Corriendo recorrió millas y millas, y en el preciso
instante en que las estrellas comenzaban a aparecer sobre los árboles, llegó a la
casa… cubierto de polvo, chorreando sudor…
Se calló como si estuviera
viendo al muchacho.
–Y entonces, y entonces…
¿qué hizo? ¿Qué dijo? ¿Y la chica…? –así apremiaron los presentes a la señora Ivimey.
Un haz de luz quedó
proyectado sobre la señora Ivimey, como si alguien hubiera enfocado sobre ella la
lente de un telescopio (eran las fuerzas aéreas, buscando aviones enemigos). Se
había puesto en pie. Llevaba algo azul en la cabeza. Había alzado una mano como
si estuviera ante una puerta, pasmada.
–Bueno, la muchacha…
Era… –dudó, como si se dispusiera a decir “era yo”. Pero recordó; y se corrigió.
–Era mi bisabuela –dijo.
Se volvió en busca de
su echarpe. Se encontraba en una silla, detrás de ella.
–Pero, ¿y el otro hombre?
¿El hombre que salió de la esquina? –le preguntaron.
–¿Aquel hombre? Oh,
aquel hombre –murmuró la señora Ivimey, interrumpiéndose un instante para modificar
la posición del echarpe (el foco había abandonado la terraza)– supongo que desapareció.
–La luz –añadió mientras
cogía sus cosas– sólo incide aquí y allá.
El foco acababa de pasar.
Ahora daba en el llano terreno de Buckingham Palace. Y había llegado el momento
de ir al teatro.
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