Víctor Roura
Después de comprar unos libros en El Sótano
de Avenida Juárez, le propuse a Belinda Solaris caminar por la Alameda.
–Jamás –dijo, cambiando
su voz.
Como viera turbación
en mis ojos, aclaró en un susurro:
–Estuve enamorada de
un Santa Clos…
Me solté de su brazo.
La sujeté de los hombros.
–Déjate de bromas, por
favor –le dije.
Pero no lo era. Sus
ojos enrojecieron.
–Fue una relación corta
–indicó, quizás tres meses. No lo he vuelto a ver. De eso hace tres años. Tal vez
continúe ahí. No sé…
Me pareció una locura.
Me arrepentí de haberle regalado El péndulo de Foucault, de Umberto Eco.
Hubiera bastado con Un cuento de Navidad, de Charles Dickens.
Dimos una vuelta por
la calle de López.
–No te lo había contado
–dijo.
Y había hecho muy bien.
Vi el libro que ella me obsequió. Nueva inestabilidad, de Severo Sarduy.
Como para leerlo en el 2000. A ver si me lo cambia el poeta José Antonio Montero.
De pronto, me di cuenta de que la Solaris venía hablando sola, muy bajito. Seguramente
me perdí algo. Qué diablos.
–…Caminaba con mi amiga
Chela, eran como las once de la noche, no recuerdo, casi la media noche, cuando
lo vi. Era un Santa Clos imponente. Estaba bailando una pieza de U2. Tenía buen
ritmo. Yo le dije a Chela: “Mira mira a ese Santa cómo baila”. Toda la gente se
paraba nomás para verlo. Era muy simpático. Su sonrisa atraía…
–A los Santa Closes
nunca les ves su sonrisa –la interrumpí–, sus inmensas barbas blancas lo impiden.
Se detuvo la Solaris,
severamente indignada.
–A Octavio sí se le
veía –dijo, alzando la voz.
Me dio pena. Yo con
Severo Sarduy y ella con Umberto Eco. Sentí que todas las personas se nos quedaban
viendo. La jalé.
–Sigue caminando –le
ordené.
Así lo hizo.
–Lo vi largamente –continuó
su charla, como si nada–, hasta que nos invitó a Chela y a mí a bailar arriba de
su carrito. Y nos subimos. A eso íbamos, a divertirnos, ¿no? La gente se nos quedó
viendo. Era el Santa Clos que más público tenía…
–¿Qué libro llevabas
aquella noche? –le pregunté, interrumpiéndola.
Se detuvo con ferocidad.
–Pero qué pesado eres,
no pensé que fueras así –dijo.
Hice como que no oí.
Seguí caminando. Al rato, ella se me emparejó. Y continuó su plática, como si nada.
–Terminamos de bailar
y nos tomamos dos fotos con Santa. Sentí que me abrazaba muy fuerte, pero no le
dije nada. Esperamos unos minutos para vernos en el retrato, mientras Santa posó
varias veces más…
Me iba sacando de onda
la noche navideña, no sé por qué.
–…No te voy a decir
cómo fue, pero dos horas después ya estábamos Chela y yo y Santa con dos de sus
amigos en un cabaret. Fue muy divertido. Ya sin su barba me gustó más. Era muy joven.
–¿Tú o él? –pregunté,
mirando pasar a dos turistas que comían un helado.
Se volvió a detener
la Solaris.
–Pero qué pesado eres
–dijo.
No hice caso. Me seguí
de largo. Al rato se me emparejó y siguió su narración:
–Te lo cuento porque
sé que tú no tienes prejuicios en las cosas del amor. No por otra cosa. Además,
eso fue hace ya mucho tiempo…
–¿Por eso tu hijo se
llama Noel? –interrogué.
Esta vez fue más lejos.
Me jaló bruscamente de los dedos. Y se alejó corriendo. Tal vez llorando. Hubiera
deseado que en lugar del jalón me hubiese aventado el ladrillo de Eco. La vi correr.
Di media vuelta y me encaminé rumbo a la Alameda.
Eso estaba atascado
de gente.
Iba con pasos lentos.
Un Santa Clos bailaba el Cu-cu de la Sonora Dinamita. Más adelante, otro danzaba
al compás de Rod Stewart. Me le quedé viendo. No pude apreciar ninguna sonrisa,
pero sin duda era simpático este Santa Clos. La gente se arremolinaba para verlo.
No resistí la tentación. Me acerqué junto a él para retratarme. Hice a un lado el
bochorno. La gente reía. Pero yo vi a la luna. Me desentendí del todo.
De pronto sentí que
me abrazaba con dureza. “Qué me pasa”, pensé, pero no dije nada. Y ya con la fotografía
en mis manos, me fui rumbo a Balderas. Tomé asiento en una de las bancas de la Plaza
de la Solidaridad. La foto la guardé adentro de Severo Sarduy. Algo me latía que
ese Santa era diferente. Me levanté. Volví a tomar el camino de retorno y lo miré
de nuevo. Ahora estaba bailando una pieza de los Rolling Stones. Me vio y me guiñó
un ojo. Y le vi su sonrisa, a pesar de su inmensa barba blanca. Me cae. Capté todo.
Me acerqué a su fotógrafo.
Le dije que por favor me anotara el nombre de Santa Clos en el reverso del retrato.
Me vio, intrigado. Pero lo hizo. El Papá Noel se llamaba Teresa Martínez de la Ocaralla.
No voy a decir cómo,
pero dos horas después Santa y yo estábamos en un bar hablando de soledades y de
angustias económicas.
Al tercer día llamé
a Belinda Solaris para confesarle que me había enamorado de un Santa Clos. No terminó
de oírme.
–A otra con ese cuento
–dijo, y colgó.
Supongo que furiosa.
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