Tomás Mojarro
Miro que me mira con esos ojos suyos a
los que el odio hace desconocidos para mí. Ahora miro cómo me está mirando mi hijo.
Dice:
–A Sidronio Mojarro
yo lo maté.
Y sigue mirándome en
tal forma que de pronto se me viene al pensamiento: Si ahora esos ojos lloraran,
las lágrimas brotarían espumosas. Oigo cuando dice:
–Yo fui el que le desbarató
la cara con una piedra.
Afuera una guitarra
comienza a hacer escándalo porque alguien la rasguña. Comienza a subir hasta aquí
esa tonada desforme, desbaratada, que parece arrojada a la fuerza y todavía sin
peinar. Luego van llegando las palabras una detrás de otra, como alineadas por orden
de estatura:
Señores pongan cuidado
Loqueles voya cantaar…
El hombre que estaba detrás del escritorio
se levantó y fue hacia la ventana. Miró hacia abajo, hacia la plaza. Ahora arroja
el cigarro y se regresa a su silla detrás del escritorio. Dice:
–Mientras haya pendejos
en este pueblo, no habrá esperanzas de que el ciego Celedonio se nos muera de hambre.
Y suelta un chorrito
de risa desganada. A mí se me figura que su boca se levantó las faldas solamente
para lucir los tres dientes de oro que alguien guardó en esa gaveta.
Entonces el silencio
se apelmaza contra el aire del cuarto donde estamos los tres hombres que estamos
dándole vueltas al mismo asunto. Creo que tenía ganas de decir algo cuando mi hijo
se me adelanta. Oigo:
–Yo solo. El puñete
y los piedrazos en la cabeza.
Y yo lo miro como tratando
de mirar sus palabras. Mis ojos en su cara con la mía torcida en otra dirección.
Entonces miro cuando mete una de sus manos adentro de una de las bolsas de su pantalón.
Luego la saca para meterla en otra y en todas, hasta que sube su mano y de una de
las bolsas de su camisa desentierra una caja de cigarros.
Yo estoy mirando la
forma como ladea la caja y cómo apronta la otra mano para recibir uno de los cigarros.
Se le caen varios al suelo y él se agacha a recogerlos. Pienso: –No tiene suficiente
práctica. Estoy seguro de que el muy hijo de la tal aquí mismo agarró el vicio.
Porque ese mal ejemplo no lo tomó de mí. De pronto se me trepa este viejo coraje
mío a la cabeza. Trato de decirle –No hay que ser irrespetuoso con su padre, hijo
de un tal, y miro cuando uno de los policías se le acerca a la boca un cerillo acabado
de encender. Entonces él lo mira para luego acercar el cigarro y darle una fumada
para que la brasa se enraice en el tabaco. Después de eso el policía tiró el cerillo
y caminó con rumbo a la puerta. Yo oigo la voz de mi hijo cuando dice:
–Todo por causa de mi
padre. Eso es todo lo que tengo que declarar.
Y vuelve a fumar arrojando
todo el humo por las narices. Yo trato de decirle algo. Algo así como: –Hombre,
cuando menos respete a su padre. No porque estemos donde estamos me va usted a echar
el humo en las barbas. Mal hijo, criatura perversa, desnaturalizado hijo, hijo de
la tiznada tan desnaturalizado.
Pero cuando creo que
voy a decírselo me dice el presidente:
–Ahora le toca a usted.
Comiéncele.
Desde abajo, desde la
plaza llega la tonada y suben las palabras estas de que:
El yaen trándoen agonía
Con su tréinta descargada
Mírenco mómian dejado
Lósquia tacáron a Jalpa
Lósquia tacáron a Jalpa…
Ahora estoy oyéndolo cuando se pone a
hablar. Oigo sus palabras y las voy sintiendo como ser abrojos contra mi espalda.
Palabras temblorosas y húmedas como vómitos. Oigo que dice:
–Porque yo no shoy Diosh
para dar y quitar vidash a mi antojo…
Y comienza escupiendo
esa palabrería que yo le conozco tan bien. Sigo mirando esa cara suya a medias desfigurándose
de algo como miedo revuelto con esperanza de algo. Cara vieja un poco asquerosa
y otro poco rascuache. Las palabras se le atoran entre las clavijas amarillosas
que tiene encajadas donde van encajados los dientes. Entonces me doy cuenta; pienso:
–Con razón, con razón se le nota más el defecto cuando habla. Pero si ahora le faltan
varios dientes… dientes de los que creo que el presidente me podría dar razón. Oigo
que sigue diciendo mientras hace muecas tristes con su cara de animal maniado:
–Shólo Diosh, Sheñor
preshidente… shólo shu Shantísima Voluntad…
Y yo trato de decir
algo; algo fuera de su lugar, pero por lo que mejor me detengo cuando quisiera decirle:
–Ah, pero cómo de veras
es usted hijo de la tiznada. Pero me aguanto de decírselo mientras lo sigo oyendo:
–Qué pecado, sheñor.
Qué grandíshimo pecado cometieron mish antepashados para que mi cashtigo fuera tocarme
un hijo como este que me vino a tocar…
Y yo miro su modo de
pelar los ojos y parpadear aventando lágrimas como cerotes. Saca un paliacate rojo
y comienza a secarse lágrimas y mocos por todo el pellejo de la cara. Se me viene
al pensamiento:
–Y nuevo; nuevecito
el paliacate éste. Cómo se ve que quedó usted empuyado en el asunto, viejo hijo
de su reverenda madre.
Eso se me viene al pensamiento
mientras me doy cuenta de que el hombre que está sentado detrás del escritorio comienza
a impacientarse. Sigo oyendo a mi padre:
–Para qué, Sheñor… para
qué me martirizha. Qué másh martirio que el shentirshe padre de un monshtruo como
eshte que la Shantíshima Voluntad…
Y yo lo miro manoteando
y pelando los dientes mientras suerbe tragos de mocos.
Luego encaja la cabeza
en el paliacate que tiene entre las manos. Desde aquí donde estoy alcanzo a mirar
que la pelusera de su cabeza está poniéndose rala. Mi padre mueve la cabeza de un
lado para otro y el estómago hacia adentro y hacia afuera. El señor que está sentado
detrás del escritorio se levanta como si el coraje le picara las sentaderas. Todo
porque mi padre está llore y llore.
Yo miré cómo al rato
vinieron dos policías y agarraron a mi padre por los sobacos. Entonces él comenzó
a destaparse la cara mientras se oyó cuando dijo:
–Mi conshuelo esh que
Diosh pondrá a cada quien en el lugar que le corresponde. Pero qué pecado cometieron
mish antepashados…
Llegaron diciéndome: “Investigaremos.”
Y yo le contesté: “Muy bueno está eso de que desquiten su sueldo.” Y los de la Secreta
preguntaron y fumaron y se miraron unos a otros mientras volvían a fumar y a hacer
preguntas fumando y mirándose unos a otros.
Pero un día supe algo
que ellos no habían sabido. Vino diciéndomelo una mujer que venía diciéndome algo
así como que le urgía devolver a alguien un billete de veinte pesos. Así: un billete
de veinte pesos. Y que yo podía hacerlo venir a ese alguien a la hora que me diera
la gana. Entonces sí que le comencé a tomar sabor al asunto. Entonces me deshice
de ellos en la forma que mejor pude.
Los de la Secreta se
retiraron fumando mientras se miraban las caras unos a otros. Y yo quedé con el
asunto entre mis manos y mi conciencia. Entre mi modo de pensar y mi modo de ver
las cosas. Un asunto que estoy resolviendo a mi modo de ser porque va de por medio
mi conciencia. Ahora estoy hecho bolas en este asunto mientras que los de la Secreta
llegan a Zacatecas y se miran entre sí antes de apagar sus cigarros y contestar
preguntas para luego salir de allí mirándose unos a otros contentos con el dinero
que alguien les dio para comprar más cigarros.
Pero mientras tanto,
este asunto mío y de mi conciencia que los de la Secreta no hubieran comprendido
en ese modo suyo que tienen de hacer justicia…
Ahora dejo de limpiar
la mesa y me quedo mirando el papel húmedo que tengo en una de mis manos. Papel
doblado en el que sólo se pueden leer trozos de renglones. Ahora leo esto:
Como presidente del citado Municipio el
C.Apolon
por nombre Abraham Frausto (a) “Jiricua grande”,
bre Isaac Frausto (a) “Jiricua chica” presunt
egún el acta que los C. C. Agentes de la
que habiéndose trasladado al lug
ciones de cómo sucedió el crim
Entonces alguien trata de quitarme el
papel de la mano mientras oigo que me dice:
–No compadre Apolonio,
préstalo. Yo fui el pendejo que tiró el mezcal y a mí me toca limpiar tu escritorio…
Yo estoy muy alegre
y por eso es que suelto una carcajada.
(Sol amarilloso y amargo sobre la conciencia
que se resfrió. Talachazo y talachazo contra la tierra cuando el sudor brota acedo
por causa de la dolencia. Dolencia criando raíces que crían uñas entre las costillas
donde algo trata de hincarse y llorar y desangrarse y soltarse pidiendo perdón.
Hincarse dónde, pedir
a quién, cómo llorar si lo enfermo entra en la respiración hasta que la misma respiración
se vuelve dolencia.
Madre, Dios Santo, Santo
Niño de Plateros. Talachazo y talachazo contra lo amargo de la conciencia que se
resfrió.
Comencé a mirar el bulto
de mi madre cuando comencé a subir la cuesta que va a terminar en la puerta de la
casa. Seguí caminando para mirarla entre más más clara conforme iba subiendo la
cuesta. Al rato llegué hasta verme parado en puro enfrente de donde ella cosía su
costura hecha bolita sobre sus antiparras. A esa hora ya estaba oscureciendo. A
mí se me figuró que mi madre cosía a tientas la costura aquella.
Dije: “Madre”, y ella
levantó los ojos y después la cabeza. Entonces se copinó las antiparras y me miró
como preguntándome con esos ojos suyos tan desteñidos y tan secos y tan a medio
cerrar como son los ojos de mi madre.
Volví a repetir: “Madre”,
y ella siguió mirándome con esos sus ojos que se le secaron cuando dejaron de manar
lágrimas. Eso por causa de que Dios le mandó mal repartida su parte de lágrimas
con la de dolencia.
Y yo miré esos ojos
tan completamente pacíficos a fuerza de tanto batallar mirando todo lo que miraron
antes de volverse tan secos y tan a medio cerrar. Dije por decir algo, por no decir
lo que hubiera querido:
–Ya estoy de vuelta.
Y seguí caminando hacia
lo oscuro del cuarto sin hablar de lo que quería, con mi carga todavía entera sobre
mi conciencia. Sin hablar otra cosa que: “Ya estoy de vuelta” a la mujer de los
ojos medio apagados, que viene siendo mi madre.)
“Dice mi padre: No haga ruido. Y yo dejo
de quebrar la ramita de huizache que estaba quebrando. El huizache desparrama un
olor fresco y humedecido desde sus flores redondas y amarillas.
Se oye un ruido arrastrándose
bajo el zacate. Pienso: Culebra o ardilla o algo por el estilo arrastrándose sobre
ese ruido. A esta hora las sombras se esconden de la luz de la luna. Me imagino
que son las dos o tres de la madrugada.
Y de pronto me duele
el pensar que no tarda en venir el Sidronio ese que dentro de un rato tendrá que
ser difunto por causa de mi padre y del cuchillo que siento entre las pretinas de
mis calzones. Levanto la cabeza y miro el arenal de estrellas que brilla sobre mis
ojos. Pienso: Parecen algo como… Y no puedo encontrar una comparación para el arenal
de estrellas que ahora estoy mirando con mucha atención. Ahora que estoy esforzándome
con toda mi voluntad por poner toda mi atención sólo en mirar el parpadeo de las
estrellas.”
(Cuando comencé a cenar, el aire comenzó
a revolverse como agua de machigües que alguien zangoloteara. Se tiñó apestándose
por el humo quemado.
Yo dije: “Madre, la
tortilla”, y ella siguió mirando el aire con esa forma suya de mirar el aire como
si fuera de adobes o las paredes como ser de aire.
Dije: “Se está quemando”,
y entonces ella parpadeó para darse cuenta y estirar la mano para sacar la tortilla
hecha carbón. Dije: “Ya no tengo hambre”, y ella me contestó: “Acá tengo más tortillas.”
Pero de todas maneras yo no tenía ganas de seguir cenando luego que retiré el plato
lleno hasta la mitad con aquella comida. Oí cuando me decía: “Tienes que comer algo”,
y yo no le contesté nada. De pronto ya no pude aguantarme. “¿Qué hago aquí madre,
tuve que decirle, qué tengo que hacer con este maldito tumor que me apachurra las
costillas…? Ayúdeme usted, madre, mamacita…” Y al decir lo que dije sentí un par
de manos que temblaban arriba de la cabeza que yo tenía encajada entre las manos
que tenía encajadas entre las piernas.)
“Estas fregadas estrellas se me figuran…
Y no encuentro algo a lo que las estrellas puedan parecerse.
Junto a mí está mi padre.
Ahora callado después de que me estuvo sermoneando toda la noche. Eso después de
que se le había antojado desatarme.
Me había maneado las
zancas y después amarrado al mezquite de junto a la casa. Luego cortó una vara de
hozote y me golpeó hasta creer que me había desmayatado, pero yo sólo estaba mordiéndome
uno de los hombros.
Después de eso se metió
al cuarto donde estaba mi madre. Esta madre mía, como no creo que haya otra sobre
la tierra. Este padre que me tocó, que de haber uno igual sobre la tierra ya hace
tiempo que estaría engusanándose entre la misma tierra que lo formó en la forma
de ser que es mi padre.
Ya pardeando la tarde
fue y me desató para luego seguir preguntándome si había yo comprendido esa virtud
que viene siendo la virtud de la obediencia.
Ahora lo tengo junto
a mí debajo del mismo huizache. Dice:
–Estosh hijosh de la
abominación. Frutosh malvadosh del relajamiento…
Yo me quedo sin hablar
nada. Él vuelve a decir:
–Porque el fuego divino
caerá shobre shush cabezhas. Shí, mi hijo, shobre la cabezha de lash nuevas Shodomash
y Gomorrash. Y la ira Divina shembrará shobre la tierra legionesh y legionesh de
eshtatuash de shal…
Yo pienso: Su madre
en brama, lástima de usted que, según sé, en el seminario iba para papa y salió
camote. O camotero, que a eso se dedica desde que yo lo conozco. Pero no digo nada.
El ruido vuelve a arrastrarse
debajo del zacatal. Ardilla o lagartija o algo parecido. Estoy volteando la cabeza
hacia arriba para mirar de nuevo cómo relumbran las estrellas. Se me figuran… se
me figuran… Y no puede ocurrírseme algo parecido a lo que parecen las estrellas.
Oigo a mi padre:
–Mi hijo sherá el instrumento
de shu Shantíshimo Deshignio. Contra los Shidroniosh que bailan shobre la iniquidad;
que shiembran la shizhaña del eshcándalo. Yo digo:
–Sí, padre.
Y siento que las corvas
me tiemblan como si ya estuviéramos en tiempo de fríos.”
(En lo oscuro de la noche mi padre diciendo
que la detenga con mis manos. Y yo poniendo contra el borde del cazo ardiendo las
palmas de mis manos queriendo detener esta miel pálida y derretida como lumbre escurriendo
por entre mis dedos cuando yo trato de gritar por las dolencias cuando al mirar
los ojos de mi padre me doy cuenta de que seguiré deteniendo esta lumbre ardiendo
contra el ardor de las palmas de mis manos que están rojas de dolencias cuando yo
quiero gritar la dolencia de mis manos que los ojos de mi padre me obligan a detener
contra el cobre caliente.
Madre, madre, mis manos.
Mis manos, madre, mis manos.
Y él viéndome al decir
cómo la obediencia tiende su camino pedregoso hasta las puertas de la Gloria Celestial.
Y él diciéndome que al salirse el agua se quemarán los camotes y así nadie querrá
comprarlos. Y este cazo hirviendo de lumbre ardiendo de dolencias estilando sangre
de camotes a medio quemar porque yo no detengo el agua que escurre por las orillas
coloradas de lumbre.
Mis manos, madre, mis
manos coloradas. Madre, madre, mis manos. Mis manos, madre, mis manos.
Y yo volteando a ver
a mi padre que me habla de la obediencia cuando miro que mi padre es un demonio
que me grita porque la sangre sigue escurriendo del cazo y así la sangre nunca cocerá
el cuerpo de Sidronio Mojarro. Pero mis manos y mi padre demonio y el cuerpo difunto
contra lo colorado de mis manos despellejadas con la lumbre que arde entre mi carne
viva y colorada de dolencias.
Madre, mi padre. Madre,
mis manos. Ese cuerpo quemándose, chorreándose, gritándome el demonio sobre mi conciencia,
madre, mamacita, qué hacemos. Qué hay que hacer, madre. Por caridad ayúdeme, mamacita…
Y abrí los ojos y cerré
la boca cuando sentí el temblor de sus manos contra mi pesadilla. Miro hacia el
techo y me doy cuenta de que mi madre me mira desde la luz que tiene en una de las
manos. Me mira con sus ojos sin sueño y siempre desvelados. Estos ojos de los que
yo no pudiera decir: “Tienen esto o aquello”, aparte de ese pacífico mirar de lo
que se volvió mudo o paralítico para ahora tener que mirar la dolencia de su hijo.
Le digo:
–Acuéstese, madre.
Y ella me contesta:
–Duermes boca arriba,
Isá. Tienes las manos sobre el corazón. Eso llama a las pesadillas. Ahora duérmete
de lado. ¿Me oyes, Isá?
Y yo volteo la cara
y la miro hecha bolita sobre mi pena. Le digo:
–Está bien, como usted
quiera…
Y vuelvo el cuerpo hacia
el lado de las costillas. Entonces ella apaga la luz y yo la siento mirarme a través
de la oscuridad. Pienso: “Ayúdeme, madre, míreme y suerba tantito dolor del que
me engusana las tripas. Míreme, mamacita, míreme, que es lo único que puede hacer
por el bien de su hijo enfermo. Míreme solamente, ya que en este maldito bimbalete
de un lado está el dolor de su hijo y del otro el bien de ése que viene siendo padre
mío y esposo de usted.”
Ella está junto a mí.
Una bolita de sufrimiento que trata de empalmar un pedazo de mi dolencia a la suya
entera. Pienso: “Rezando a sus santos. A su santo Crucifijo de Jalpa. A todos sus
santos, ella que los tiene tan junto a su tembloroso dolor.”)
“Al ruido de las risas nos agazapamos.
Risas y pisadas y de nuevo risas. Luego se distinguen sus bultos. Uno tratando de
tumbarse y tumbar al otro sobre el zacate. El bulto de la mujer suelta la risa y
rasguña las costillas del bulto del hombre. Yo alcanzo a oír lo que dicen al pasar
por el camino, cerca de donde estamos agazapados. Él dice:
–Ya, güerinche, mi güerinchita,
ya estuvo suave de tanteadas…
Y ella se ríe antes
de decir:
–Espérate, mi hijito,
a mi casa, con un tal…
Y de nuevo suelta la
risa y rasguña las costillas del que ahora ya no se ríe ni sacándole la risa por
las costillas. Mientras pasan las risas y los pasos oigo a mi padre rechinando los
dientes. Luego me dice:
–Depravashión y lujuria
que claman cashtigo. Cuando eshe shea el Shantísimo deshignio del que todo lo ve.
Ahora el turno de eshe sheñor que she llama…
Yo sigo con mi temblor
de piernas cuando mi padre sigue con su sermón como masticar un huevo podrido. Yo,
mientras, respirando este olor a flores de huizache como si el olor éste fuera capaz
de curarme. Nos habíamos levantado y ahora se acerca por el camino. Dice mi padre:
–También del mishmo
lugar. Del mentado baile de losh Valdivia.
Y vuelve a oírse su
rechinido de dientes. Estoy mirando que los bultos vienen horquetados sobre los
bultos de sus burros. Se oye una voz ronca y otra delgadita. Una tan ronca y cascada
que parece salir desde un gañote lleno de cuarteaduras. La otra voz delgada como
pito de calabaza. Yo las reconozco. Son las voces de dos músicos que tocan en la
música de los “Coyotes”. Las dos voces bien borrachas. Dice una:
–Quiéralo, es su hermanito.
Y la otra voz:
–No, no señor, me dispensa,
pero yo no tengo hermano tuerto.
Bien borrachos los dos.
Un par de viejos bamboleándose sobre los burros mientras mi padre sigue con su rechinido
de dientes. Luego casi junto a nosotros:
–Arrime su animal, cieguito.
No se crea de su hermano. Emparéjesenos. Los dos lo queremos, cieguito, los dos.
–No señor, yo no quiero
a ese güevón que no es mi hermano. Allí viene bien detrás de nosotros.
Entonces en mero enfrente
de donde estamos nosotros miro el tambalear de los viejos borrachos. Miro que detrás
viene otro bulto sobre el de su animal. Igual de borracho y sin hablar nada el viejo
ése. Se oye al ronco:
–Quiéralo y no le haga
dejaciones. ¿Pos luego? Si es su hermanito…
–No, no lo quiero. Me
va a perdonar, don Lucas, pero no lo quiero…
Entonces de pronto habla
el tercero:
–Pos no me quieras,
hijo de la chingada. De la parte de chingada que a ti te va tocando…
Y se corta de los otros
agarrando por medio barbecho con todo y burro. A mi padre le brillan los ojos cuando
nos volvemos a poner de pie. Entonces dice casi gritando y luego casi en secreto:
–Eshe, mi hijo. A leguash
she dishtingue el andado de Shidronio Mojarr. Tenga valor, mi hijo, que llegó la
hora.
Y yo pienso: Para que
fuera a darle valor a mi abuela por parte de usted. Y rápido y a deshora se me viene
la comparación. Las estrellas parpadeando como gallinas que se espulgan gorupos
con el pico. Como perras desesperadas a fuerza de rascarse la picazón de las pulgas.
A deshora la comparación
a esta hora en la que las piernas me tiemblan con más escándalo. Cimbrar de cuerpo
por causa de los golpes que repica el corazón contra las costillas.
El bulto se acerca por
medio camino. Bulto tambaleante éste que viene a ser Sidronio Mojarro. Entonces
mi padre se le planta a medio camino para que al rato ya estén plática y plática
los dos bultos.
Uno de ellos estaba
ladeándose y comenzando a orinar mientras el cigarro se le tambalea entre los labios.
Mi padre lo empezó a jalar hacia donde estoy yo. Yo miro cómo Sidronio trata de
mojarle el pantalón a mi padre mientras esculco las faldas de mi camisa.
Esta boca mía reseca.
Este amargar de corazón cuando el corazón se está dando vuelo con sus repiques.
Mi padre estaba abrazando al otro bulto. Dice algo como: “pantalones mojados”, y
sueltan la risa los dos. Risa que uno de ellos aventó con todo y cigarro. Luego
le pega una palmada a mi padre cuando mi padre voltea la cara mirándome en esa forma
suya de mirar que apergolla mi voluntad contra la suya. Entonces respiro con todas
mis fuerzas y aprieto la mano lo más fuerte que puedo apretar esta cacha de hueso
de este cuchillo que me prestó mi padre.
Pienso algo como: Dios,
o Madre de Dios, Dios Santo, o algo parecido, cuando con todas mis fuerzas aviento
la mano con todo y arma contra el bulto de la espalda de este retazo de quejido
que vino sobrando de lo que era Sidronio Mojarro.
(Le dije: “Ya me voy”,
y ella me contestó: “Casi no almorzaste, Isá.” Y yo tuve que hablar de nuevo. “No
tengo apetito”, le dije antes de mirarla acercándose y agarrándome las canillas
de los brazos mientras empalmaba su vista a la mía. Y yo miré cómo sus ojos comenzaron
a empaparse con ese especie de sudor amarillo que de tenerlo tan escondido yo creo
que ella misma lo creía agotado. Esta lástima tan honda y tan pesada por mirar que
los ojos de mi madre me miran y se ruedan de lágrimas. Yo le dije:
–No llore, madre, que
es peor para mí. No llore, por vida suya…
Y ella me contestó con
esa voz cansada de cuando se habla desde las lágrimas:
–Para los dos, Isá.
Una forma de descanso. Porque ahora le voy a ayudar a mi hijo.
Esta madre mía, estos
sus ojos como abriéndose a medias de un cuento contado cuando ahora me acuerdo que
había olvidado cómo los contaba entre lágrimas.)
Se arrodilló en la arena
y comenzó desatando el nudo. Después recorrió la soga y el cuerpo aquel quedó libe
del lazo con que lo habían arrastrado hasta la arena de aquel arroyo. El viejo señaló
algo mientras decía: “Tráigala.” Y el muchacho contestó: “Ya no, padre.” Entonces,
el viejo recogió la soga y dobló una parte para luego levantarla y después dejarla
caer contra los hombros del muchacho. Uno comenzó golpeando, y otro defendiéndose
de rodillas junto al cadáver.
El muchacho se defendía
con los brazos hasta que el viejo dejó de golpear para decirle: “Tráigala.” Y el
muchacho caminó y fue levantando aquella piedra para enseguida traerla junto al
cadáver. El viejo ordenó: “Obedeshca.” Y el muchacho lo miró como espantado y preguntando
con la boca a medio abrir mientras el viejo repetía: “Obedeshca, que no vayan a
reconocerlo.” Y el muchacho siguió mirando aquella cara pacíficamente enmielada
con ácido. Entonces leventó la piedra.
Se oyó el primer golpe
y el muchacho aquel comenzó a llorar. Siguió llorando mientras golpeaba. Llanto
contenido, constreñido, retenido, un poco convulso y otro poco decidido a seguir
llorando mientras seguía con sus golpes. Golpes que sonaban como aplastados contra
una calabaza o un tronco de hozote a medias comenzado a podrirse.
Lloraba, jadeaba, golpeaba
con furiosa y reprimida furia deformando sus llantos con escupidas a causa de lo
que saltó contra su rostro al segundo o tercero de los golpes.
Dijo el viejo aquel:
“Ya eshtuvo bien. Ya cumplió mi hijo. Ahora she va a shu casha y eshpera quedar
como eshto que tiene junto a shus huarachesh shi esh que por causha de ushted alguien
she llega a dar cuenta del trabajito eshte que grashiash a Diosh…”
“Cuánto, cuánto era
tu capital. Dizque en el otro lado el dinero se gana a puños. Pero en esta bolsa
nada. Y tú siempre cargándolo encima, según díceres. Ni en esta otra. Eso decía
la gente. Ni aquí, con una chin… hombre, me lo imaginaba. Acá, en esta bolsa de
la chamarra. Acá vino a estar la tatema de centavos. Este ojo mío, que no me hizo
quedar mal cuando se clavó en los cuatro o cinco miles que acarreaste de por allá.
Estos, éste, sólo este montoncito de papeles. Todo para venir a presumirlos primero
y después acabártelos en tequila y en indias patas rajadas. La Arribeña, La Jolina,
Las Fonderas y Las Bombas, que de tanto oír sus apodos hasta uno como yo llega a
aprendérselos. Gastarlos en estas indias. Eso si yo lo hubiera consentido. Pendejo,
pendejito, viejas sebosas y tequila del que prepara mi tocayo. Abran con un bodoque
de cagada. Hay que saber dónde se puede hallar diversión con este capitalito. Y
yo sé que en Aguascalientes sí que se va a lucir esta nidada de pesos que venía
calentándose en un paliacate dentro de una bolsa de tu chamarra norteña.
Sea por Dios, Sidronio
Mojarro. Todo sea por Él y por el taruguismo de algunos prójimos nuestros…”
(Cuando miré aquellas
lágrimas suyas ya no pude aguantar por más tiempo la hinchazón de la conciencia.
Fue como si aquellas lágrimas me hubieran exprimido el pus cuando hablé con una
voz como ser desconocida para mí porque alguien me la hubiera prestado para usarla
en esta ocasión. Le dije:
–Si viera, madre, si
alguien pudiera asomarse a mi dolencia… Ah, Santo Niño de Plateros, ya no puedo
con esta carga. Qué hago, madre, ayúdeme o me volveré loco de un de repente. Madre,
ah, Santo Niño de Plateros…
Eso dije porque no pude
quedarme callado o seguir diciendo más cosas. Ella me soltó las canillas y la oí
sorber un poquito de aire por la boca. Me dijo:
–Sí, ya te dije que
voy a ayudarte, Isá. Ayudarte. Tu madre te va a ayudar…
Y me enseñó un billete
que sacó del seno. Dijo:
–Esta vez vamos al pueblo.
No a tu trabajo. Al pueblo. Este dinero es de tu padre. Me lo dio antes de irse.
Para mí el billete. Pero yo sólo se lo estaba guardando. Ahora voy a hacer que lo
traigan para entregarle su dinero. Tú solamente le cuentas al Presidente lo que
te sucedió con tu padre. Vámonos, Isá, que tenemos prisa. Porque hay que devolverle
este dinero a su dueño…
Y yo miraba entre su
mano aquel billete de veinte pesos. Entonces comenzamos a caminar mientras yo miraba
que mi madre arrugaba aquel billete para luego extenderlo y desarrugarlo antes de
volverlo a hacer bola entre la palma de las manos.)
–Ya, por vida tuya.
Ya no me peguesh, por tu mamashita…
–Dímelo, Abrán, dímelo
y te dejo en paz.
–Ya nada tengo que deshir.
Por vida tuya, Apolonio, los tresh dientesh que me quedan…
–Cómo sucedió. Tú que
lo viste, dímelo. ¡Dímelo y te dejo en paz!
–Ya te lo dijo mi muchacho.
No, Apolonio, por tu ma…
–A el tú lo golpeabas
también. Me enseñó tamaños moretes…
–Para corregirlo, Apolonio.
Shólo porque mi obligación de padre…
–Y que a tu mujer la
mediomatabas a golpes y a fuerza de tenerla sin comer.
–Calumniash, shólo calumniash.
Por el amor de Diosh…
–Cuéntamelo todo.
–Mi muchacho. Mi muchachito
que shalió mala yerba y le quitó la vida a un prójimo.
–Sidronio traía en la
bolsa cinco mil pesos…
–Y yo qué tengo que
ver con esho… Apol…
–Dónde están, dímelo.
Para su padre que quedó en la miseria. Ese dinero no es tuyo. Dime dónde está y
se lo daremos al viejito, su padre.
–Él esh mi muchacho.
Pero cashtígalo shi obró mal. Pero a mí, que Diosh esh teshtigo que no metí lash
manosh…
–¿Ni siquiera en las
bolsas del difunto? Acuérdate, Abrán, acuérdate. Te doy toda esta noche para que
recuerdes dónde quedó el dinero que legítimamente le pertenece al padre de Sidronio
Mojarro…
–Si viera usted, madre,
lo que he descansado…
–…
–Contésteme, madre,
dígame que usted también…
–Vámonos.
–Dígame por qué lo hizo.
Por qué les dijo dónde se escondía mi padre.
–Para devolverle sus
centavos.
–Haga la lucha por descansar.
Usted también, madre, trate de descansar…
–Vámonos.
–Del camino que tuvimos
que caminar… Descansar los dos, usted y su hijo…
–Vámonos.
–Tenemos que hacerlo
después de tantas fatigas. Pero no llore, madre. En estos últimos días se le ha
revenido el llanto. Y yo creo que eso está bien. Es una forma de que usted descanse…
que creo que ya se le había olvidado. Pero ahora no llore, que en la casa usted
podrá descansar en esa forma todo lo que le venga en gana…
Le dijo: levántate,
Abrán, y el otro se levantó y juntos salieron de aquel calabozo para enseguida salir
de la presidencia. Luego agarraron por media calle mientras uno fumaba y el otro
hacía preguntas con los ojos. Uno de ellos habló: “A dónde vamosh, Apolonio.” Y
Apolonio contestó: “Al camposanto.” Y siguieron camino por media calle. Se oyó el
ladrido de un perro cuando comenzaron a cantar los gallos. El viejo seguía preguntando
con el azoro de sus ojos desvelados.
Dijo Apolonio: “Allí
vas a mirar a tu hijo. Tuve que darle su aplaque por la acción tan cochina que cometió
tu muchacho.” El otro suspiró: “Diosh esh teshtigo. Siempre tratando de condushirlo
por el camino recto.” El otro soltó a medias una risita y el viejo lo miró de reojo
como tratando de mirársela. Pero Apolonio seguía a fume y fume y a escupe y escupe
gargajos contra el empedrado de la calle.
Siguieron caminando.
A veces suspiraba el viejo para en seguida decir algo como: “Remordimiento”, o “Voluntad
Divina”. Comenzó a temblarle la voz. Dijo: “De verash, Apolonio…” Y la lengua se
le arrastró primero en el paladar y después en los labios. “Qué vash a hasher conmigo…”
Y trató de regresarse para que el otro lo afianzara por uno de los brazos.
–No tengas miedo. Sólo
vas a mirar a tu muchachito. –Se rio–. A ver si así te decides a recordar la parte
que te tocó en el asunto…
Entonces terminaron
de salir del pueblo para comenzar metiéndose al camposanto. Rodearon varias sepulturas.
A esa hora el aire venía desde el pueblo y desde el canto desvelado de los gallos.
Las cruces blancas de cal dibujaban cruces negras de sombra lunar en el zacate.
Siguieron rodeando sepulturas mientras uno de ellos volvía a fumar y el otro comenzaba
buscando con los ojos algo que pudiera ser un cadáver. De pronto uno de ellos se
detuvo deteniendo al otro. Dijo: “Lo pensaste. Lo pensaste toda la noche. Ahora
dímelo o de aquí me salgo solo.” El otro quiso tartamudear algo mientras se le doblaban
las piernas como a punto de arrodillarse. Dijo: “Por amor de Diosh, Apolo…” El otro
lo dejó arrodillarse y entre las faldas de la camisa desenterró una pistola escuadra.
Dijo: “Dímelo”, y el otro le abrazó las mangas del pantalón mientras movía los labios
como tratando de desenterrarse las raíces o de encontrar la salida. Dijo: “Eshtá
bien, te lo voy a deshir todo. Pero no me perjudiquesh, Polonio, por vida tuyita,
no me vayash a perjudicar en eshta forma…”
Del pueblo llegó como
tamo de ladridos. Aire oloroso a madrugada y a cantos de gallos. Aire que llegó
moviendo el zacate como si entre el zacate buscara huevos de gallina. Dijo el viejo
que movía los ojos como para vomitarlos:
–Shí, esh shierto, Polonio.
Fue culpa mía lo que hisho mi muchacho. Ya te lo dijo él, y esh muy shierto…
–Sí, claro. Por eso
es que a estas horas tu muchachito está libre y mi conciencia tranquila. Eso no
lo hubieran entendido los de la Secreta. ¿Ves, Abrán, cómo yo hago las cosas según
y conforme a mi propia conciencia?
Y el viejo suspiró:
–Si no eresh malo, Polonio. Esho yo ya lo shabía…
–¡Dímelo con una tiznada!
–sus facciones se alebrestaron–. ¡Dime dónde está ese dinero. Eso nada más; el dinero.
Dónde lo fuiste a esconder, con siete tiznadas!
El cuerpo del otro se
volvió a desguanzar. Dijo: Ya me eché la culpa de lo que shushedió. Ahora llévame
al calabosho. Apolonio, shácame de aquí ahora que me he declarado culpable.
Y el otro contestó:
Eso me importa un carajo. El dinero. Te agarré a ti por el dinero. A tu muchacho
para qué lo quería preso siendo tú quien se llevó el dinero.
Las facciones del rostro
aquel se ablandaron, como si de pronto hubiera encontrado la espina que lo molestara.
–¡Ah, Polonio, conque
esho era! Dinero. Dinero para ti y no para el padre del muerto. Dinero y no conshienshia
ni jushtishia. Esho ya esh otro cantar. Yo que de verash creía…
El otro lo zangoloteó
para ponerlo en pie: “Dónde, dímelo, cabrón…”
El otro sonrió: “Cómo
esh bueno lo bueno, ¿verdad?” Y el otro dijo casi gritando: “El dinero”, mientras
el viejo seguía sonriendo: “Je-je, qué bonito esh lo bonito, ¿verdad?
Y riéndose recibió el
primer cachazo junto a una oreja. Lanzó una especie de pujido y siguió riéndose
mientras recibía el siguiente golpe a media cabeza.
–Ah, que Polonio eshte.
Je-je, puesh no quiere el dinero… je, je…
Y el otro dejó de jadear
y se detuvo. Arrojó la colilla del cigarro. Dijo: “Mita y mita, Abrán, como dos
hermanitos.” Y trató de sonreír. “No, Polonio, hermanito, shigue con tush cachashosh.
Je-je, láshtima, ¿verdad? Ni pa Diosh ni pal Diablo. Je-je, hermani…” Y pujó al
recibir otro de los golpes que ahora le caían en plena cara. Entonces se derrumbó
entre el zacate y comenzó arrojando atole rojiespeso por los labios de las bocas
que abría la cacha de la pistola aquella. La mueca seguía sonriendo mientras el
viejo trataba de pujar y levantar los brazos mientras sonreía con su mueca de burla
rabiosa. El otro resoplaba golpeando y comenzando a sudar. Entonces se detuvo y
arrojó el arma contra el zacate para luego ponerse de rodillas.
–Dímelo, Abrán, todavía
puedes. Dónde, haz un esfuerzo. No seas pendejo, Abrán. De los dos, los cinco mil
pesos. Esa pistola se la compré la otra semana al contado, Abrán. ¿Sabes? Todo lo
que trajo del norte y todo lo que yo le di por el arma. No seas pendejo, Abrán,
mita y mita como hermani… ¡qué, qué tratas de decir; dímelo con setenta mil tiznadas!
Y el otro forzaba a
medias su mueca desfigurada como tratando de reírse. Se oyó: “Je, je, Polo…” Y el
otro tentaleó mientras lo miraba hasta que su mano encontró la pistola. Entonces
la afocó contra aquella cabeza a medio romper que tenía enfrente. El otro hizo:
“Jéééé…” de un modo que apenas se entendió que su intención fue reírse. Apolonio
soltó el balazo para que el cadáver aquel se estremeciera dándose vuelta como si
soñara pesadillas. Pasó un pájaro haciendo: “Jéééé…” Y se volvió pulga en lo pardiazul
del cielo que comenzaba a abotagarse de sol.
Apolonio se levantó
recogiendo el sombrero que se le había caído un rato antes. Antes de ponérselo guardó
el arma y comenzó a persignarse mientras murmuraba:
–Ah, Abrán, que güevos
los tuyos… cómo de veras fuiste un hijo de la tiznada…
Eso mientras se persignaba.
Después se encasquetó el sombrero y se limpió el sudor de la frente con la manga
de su camisa.
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