Stefan Zweig
Un día, cuando el diligente y apuesto
camarero Francois se inclinó sobre el hombro de la bella condesa polaca Ostrovska,
sucedió algo extraño. Sólo duró un segundo y no fue un estremecimiento o un sobresalto,
un temblor o una emoción. Y, sin embargo, fue uno de esos segundos que abarcan miles
de horas y de días llenos de júbilo y tormento, como el vigor vehemente de los grandes
y fragorosos robles con todas sus ramas que se mecen y sus copas que se inclinan
está contenido en un solo granito de semilla. En ese segundo no sucedió nada visible.
Francois, el dúctil camarero del gran hotel de la Riviera se inclinó aún más, para
presentar con mayor comodidad la fuente al cuchillo indeciso de la condesa. Pero
su rostro descansó ese momento a pocos centímetros de las ondas dulcemente rizadas
y perfumadas de su cabeza, y, cuando instintivamente alzó la mirada devota, sus
ojos turbados vieron la suave y luminosa línea blanca con la que su cuello surgía
de esa marea oscura y se perdía en el vestido rojo oscuro abullonado. Una llamarada
color púrpura lo invadió. Y el cuchillo vibró suavemente en la fuente, presa de
un imperceptible temblor. Aunque en ese segundo Francois intuyó las graves consecuencias
de este repentino hechizo, dominó hábilmente su agitación y siguió sirviendo con
el entusiasmo reservado y un poco galante de un garzón de buen gusto. Alargó la
fuente con movimiento medido al acompañante habitual de la condesa, un aristócrata
maduro dotado de una imperturbable elegancia, que relataba cosas indiferentes con
entonación refinadamente acentuada y en un francés cristalino. Luego se apartó de
la mesa sin alterar su mirada y su gesto.
Estos minutos fueron
el comienzo de un estado de ensueño muy extraño y ferviente, de un sentimiento tan
impetuoso y exaltado que apenas le corresponde el término grave y noble de amor.
Era ese amor, de fidelidad canina y desprovisto de deseos, que los seres humanos
generalmente no experimentan en la flor de su vida, que sólo sienten las personas
muy jóvenes o muy ancianas. Un amor sin reflexión, que sólo sueña y no piensa. Olvidó
por completo ese injusto y, sin embargo, inalterable desprecio que incluso personas
inteligentes y circunspectas manifiestan hacia seres humanos que visten el frac
de camarero; no especuló sobre posibilidades y casualidades, sino que aumentó en
su sangre esa extraña inclinación hasta que su profundidad escapó a toda burla y
crítica. Su ternura no era la de las miradas secretamente alusivas y al acecho,
la temeridad de los gestos atrevidos que de repente se desata, la pasión sin sentido
de labios sedientos y manos temblorosas; era una aplicación silenciosa, un prevalecer
de aquellos pequeños servicios que son tanto más excelsos y sagrados en su modestia
cuanto que permanecen a sabiendas ocultos. Después de la cena alisaba las arrugas
del mantel delante de la silla de la condesa con dedos tan tiernos y dulces como
quien acaricia las manos queridas y plácidas de una mujer; colocaba las cosas en
su proximidad con simetría devota, como si las dispusiera para una fiesta. Con el
mayor cuidado llevaba las copas que habían tocado sus labios a su estrecha y poco
aireada buhardilla y de noche las dejaba relucir a la luz perlada de la luna como
si fueran joyas preciosas. Constantemente era, desde cualquier rincón, el secreto
observador de sus movimientos y actividades. Bebía sus palabras como quien paladea
lascivamente un vino dulce y de perfume embriagador. y recogía las palabras y las
órdenes ávido como los niños la rápida pelota en el juego. Así su alma embelesada
introdujo en su pobre e indiferente vida un brillo cambiante y opulento. Nunca se
le ocurrió la sabia necesidad de trasponer todo el episodio a las palabras frías
y destructivas de la realidad de que el miserable camarero Francois amaba a una
condesa exótica y eternamente inalcanzable. Porque él no la sentía como realidad,
sino como algo excelso, muy lejano, que bastaba con su reflejo de la vida. Amaba
el imperioso orgullo de sus órdenes, el ángulo dominante de sus cejas negras que
casi se tocaban, el pliegue indómito alrededor de la boca fina, la gracia segura
de sus gestos. La sumisión le parecía a Francois algo natural y sentía como dicha
la proximidad humillante del servicio modesto, porque gracias a ella podía entrar
tan a menudo en el círculo seductor que rodeaba a su amada.
Así despertó de repente
en la vida de un hombre sencillo un sueño, como una flor de jardín noble y cuidadosamente
criada, que florece en una carretera donde el polvo de los caminantes ahoga todos
los brotes. Era el vértigo de un ser sencillo, un sueño embriagador y narcótico
en medio de una vida fría y monótona. Y los sueños de seres como él son como barcas
sin timón, que van a la deriva presas de una voluptuosidad fluctuante sobre aguas
silenciosas y espejeantes, hasta que de pronto su quilla choca con una sacudida
seca en una orilla desconocida.
La realidad, sin embargo, es más fuerte
y sólida que todos los sueños. Una noche el corpulento portero procedente del Waadtland
le dijo a Francois al pasar: “La Ostrovska se marcha mañana en el tren de las ocho”.
Y luego añadió otros nombres sin importancia que él apenas escuchó. Porque esas
palabras se habían transformado en su cerebro en un confuso remolino tumultuoso.
Varias veces se pasó los dedos mecánicamente por la frente afligida, como si quisiera
apartar un sedimento pesado, que allí reposaba y obnubilaba la razón. Dio unos pasos
titubeantes. Inseguro y atemorizado cruzó delante de un alto espejo de marco dorado,
del que le salió al encuentro un rostro mortalmente pálido y extraño. Los pensamientos
no acudían a su mente, estaban por así decir aprisionados tras un muro oscuro y
nebuloso. Casi inconsciente, descendió, agarrándose a la balaustrada, la amplia
escalera hacia el jardín sumido en sombras, en el que los altos pinos se erguían
solitarios como pensamientos sombríos. Su silueta intranquila dio unos inciertos
pasos más, como el vuelo bajo y tambaleante de un ave nocturna enorme y oscura,
y por fin se dejó caer en un banco, apoyando la cabeza en su frío respaldo. El silencio
era absoluto. A su espalda, entre los arbustos redondeados, relucía el mar. Luces
suaves y trémulas chispeaban sobre su superficie, y en el silencio se perdía la
monótona cantinela murmurante de lejanos rompientes.
Y de pronto todo estaba
claro, muy claro. Tan dolorosamente claro que Francois casi sonrió. Todo había acabado,
sencillamente. La condesa Ostrovska se marcha a casa y el camarero Francois queda
atrás en su puesto. ¿Acaso era tan raro? ¿No se marchaban al cabo de dos, tres o
cuatro semanas todos los extranjeros que venían? Qué tontería no haberlo pensado
antes. Porque todo estaba tan claro como para reír o llorar. Y sus pensamientos
bullían y bullían. Mañana por la noche, en el tren de las ocho en dirección a Varsovia.
A Varsovia… horas y horas a través de bosques y valles, a través de colinas y montañas,
a través de estepas y ríos y dinámicas ciudades. ¡Varsovia! ¡Qué lejos quedaba!
No podía siquiera imaginar, aunque sí sentir en lo más profundo, esa palabra orgullosa
y amenazadora, dura y lejana: Varsovia. Y él…
Durante un segundo aleteó
una pequeña y fantástica esperanza. Podía seguirla. Y buscar empleo allí como criado,
escribiente, cochero, esclavo; estar allí en la calle como mendigo, todo menos estar
tan horriblemente lejos; al menos respirar el aliento de la misma ciudad, verla
quizá pasar, ver su sombra, al menos, su vestido y su cabello negro. Ya surgían
precipitadas visiones. Pero el momento era duro e implacable. Francois vio lo inalcanzable
desnudo y claro. Calculó: cien o doscientos francos ahorrados, en el mejor de los
casos. No bastaban ni para la mitad del camino. Y entonces ¿qué? Como a través de
un velo desgarrado vio de pronto su vida, presintió lo pobre, miserable y fea que
indefectiblemente sería de ahora en adelante. Años vacíos ejerciendo su profesión
de camarero, torturado por un insensato deseo, esa ridiculez iba a ser su futuro.
Lo recorrió un escalofrío. Y de pronto todas las cadenas de pensamientos confluyeron
arrebatadas e imparables. Había únicamente una posibilidad.
Las copas de los árboles
se mecían en una brisa apenas perceptible. La noche oscura y negra se alzaba amenazadora
ante él. Entonces se alzó, seguro y sereno, del banco y se dirigió por la grava
crujiente hacia el gran edificio que dormía en blanco silencio. Debajo de una de
sus ventanas hizo un alto. Estaba ciega y sin un signo brillante de luz en el que
se hubiera podido encender el deseo soñador. Ahora su sangre circulaba con latidos
tranquilos, y se alejó como alguien al que ya nada confunde y engaña. En su cuarto
se echó sin agitación alguna sobre la cama y durmió con un sueño denso y sin imágenes
hasta la señal matutina del despertar.
Al día siguiente, su
comportamiento se ciñó por completo a los límites de la deliberación meticulosamente
definida y de la calma forzada. Con fría indiferencia cumplió con sus obligaciones,
y sus gestos tenían una seguridad tan absoluta y tan despreocupada, que nadie hubiera
imaginado detrás de la máscara falaz la amarga decisión. Poco antes de la hora de
la cena, acudió con sus pequeños ahorros a la floristería más selecta y compró flores
exquisitas que en su espléndido colorido le sugerían palabras: tulipanes del color
del oro fogoso, que eran como la pasión; crisantemos blancos de amplia corola, como
sueños luminosos y exóticos; finas orquídeas, las imágenes estilizadas del deseo,
y unas soberbias rosas embriagadoras. Y luego compró un valioso jarrón de cristal
con destellos opalescentes. Los pocos francos que aún le quedaban se los regaló
al pasar, con un gesto rápido y distraído, a un niño que pedía limosna. Luego volvió
al hotel. Con solemnidad melancólica colocó el jarrón con las flores delante del
cubierto de la condesa, que dispuso por última vez con voluptuoso y minucioso esmero.
Llegó el momento de
la cena. Francois sirvió la mesa como siempre: reservado, silencioso y competente,
sin alzar los ojos. Sólo al final envolvió la silueta cimbreante y orgullosa de
la condesa con una mirada infinita, que ella no percibió. Nunca le había parecido
tan bella como en esta mirada última y libre de todo deseo. Luego se apartó con
serenidad de la mesa, sin gesto alguno de despedida, y abandonó la sala. Como un
huésped ante el que se inclinan los criados, atravesó los pasillos y descendió la
elegante escalera de recepción hasta la calle: era evidente que en ese momento dejaba
atrás su pasado. Delante del hotel se detuvo un segundo, indeciso; entonces empezó
a caminar, bordeando iluminadas villas y amplios jardines, siempre adelante como
un paseante ensimismado, sin saber adónde se dirigía.
Así vagó inciertamente hasta el anochecer
en un estado de enajenación ensoñada. Ya no pensaba más en las cosas. Ni en las
pasadas ni en las inevitables. Ya no le daba vueltas a la idea de la muerte, como
sin duda en los últimos momentos el suicida circunspecto sopesa en la mano el brillante
y amenazador revólver de profundo ojo y lo vuelve a dejar en la mesa. Hacía tiempo
que se había sentenciado a sí mismo. Por su mente sólo pasaban imágenes en raudo
vuelo, como golondrinas de viaje. Primero, los días de la juventud hasta aquella
fatal hora de clase cuando una estúpida aventura lo propulsó violentamente desde
la perspectiva de un futuro prometedor a la confusión del mundo. Luego los viajes
incesantes, las dificultades por el sueldo, los proyectos, una y otra vez fracasados,
hasta que la gran oleada negra, que llamamos el destino, quebró su orgullo y lo
dejó abandonado en un puesto indigno. Muchos recuerdos multicolores pasaron revoloteando
por su mente. Por fin relució el suave reflejo de los últimos días en sus sueños
despiertos; y de nuevo abrieron violentamente la oscura puerta de la realidad que
debía traspasar. Recordó que deseaba morir en ese mismo día.
Durante un rato recapacitó
sobre los muchos caminos que conducen a la muerte, y comparó su respectiva amargura
y su definitiva prontitud. Hasta que lo traspasó un pensamiento. En su sombría cavilación
se le ocurrió un funesto símbolo: así como la condesa había arrasado inconsciente
y destructivamente su vida, así debía arrollar también su cuerpo. Ella misma lo
llevaría a cabo. Ella misma consumaría su obra. Y ahora sus pensamientos se aceleraron
con increíble seguridad. En algo menos de una hora, a las ocho, salía el expreso
que la llevaba a su encuentro. Se arrojaría debajo de sus ruedas, se dejaría destrozar
por la misma fuerza arrebatadora que le arrancaba a la mujer de sus sueños. Se desangraría
debajo de sus pies. Los pensamientos galopaban y se perseguían jubilosos. Francois
ya conocía el lugar. Más arriba, al borde del bosque, donde las copas frondosas
de los árboles oscurecían la última vista sobre la cercana bahía. Miró el reloj:
los segundos y los latidos de su sangre casi marcaban el mismo ritmo. Era hora de
ponerse en camino. Y ahora, de repente, sus pasos cansinos se volvieron elásticos
y decididos, con ese ritmo duro y precipitado que el sueño mata en su avance. Agitado
se precipitó en el esplendoroso crepúsculo del anochecer meridional hacia el lugar
en el que, entre lejanas colinas cubiertas de bosque, el cielo aparecía incrustado
como una línea color púrpura. Y corrió hasta llegar a las vías del tren, que relucían
como dos líneas plateadas y le mostraban el camino. Lo condujeron por una ruta sinuosa
hacia la altura, a través de perfumados y profundos valles, cuyos velos de niebla
atenuaban plateados la luz cansina de la luna; lo condujeron ascendiendo a las colinas,
desde las que se veía lo lejos que el mar vasto y nocturno refulgía con sus brillantes
luces costeras. Y le mostraron por fin el profundo bosque mecido por el inquieto
viento, que sumergió las vías en las sombras que se cernían.
Ya era tarde cuando
Francois llegó con respiración entrecortada a la ladera oscura del bosque. Los árboles
lo rodeaban lúgubres y negros. Sólo arriba, entre las copas transparentes, asomaba
la luz temblorosa y pálida de la luna entre las ramas, que se quejaban cuando la
ligera brisa de la noche las tomaba en sus brazos. De vez en cuando resonaban extrañas
llamadas de lejanos pájaros nocturnos en el apretado silencio. Los pensamientos
se le paralizaron por completo en esa aprensiva soledad. Francois sólo esperaba,
esperaba y miraba fijamente si allá abajo, en la curva de la primera serpentina
ascendente, asomaba la luz roja del tren. De vez en cuando consultaba nervioso el
reloj y contaba los segundos. Luego volvía a prestar atención al lejano grito del
tren. Pero era imaginación suya. El silencio era total. El tiempo parecía haberse
congelado.
Por fin brilló allá
abajo la luz. En ese segundo Francois sintió una sacudida en el corazón, aunque
no hubiera podido decir si de temor o de alegría. Con un movimiento impetuoso se
tiró sobre las vías. Al principio sólo sintió un instante el agradable frío de los
raíles de hierro en su sien. Luego aguzó el oído. El tren aún estaba lejos. Podía
tardar algunos minutos. Ahora no se oía nada excepto el susurro de los árboles en
el viento. Los pensamientos saltaban confusos. Y, de pronto, uno que permaneció
clavado como una dolorosa flecha en su corazón: que él moría por ella y que ella
nunca lo sabría. Que ni la más pequeña ola de su vida encrespada había tocado la
de ella. Que ella nunca sabría que una vida ajena había venerado la suya y se había
destrozado contra ella.
Apenas perceptible y
muy lejano se oía jadear por el aire casi quieto el golpeteo rítmico de la máquina
que remontaba la pendiente. Pero el pensamiento seguía quemando con igual fuerza
y atormentaba los últimos minutos del moribundo. El tren se aproximaba más y más
con su estrépito metálico. Y entonces Francois abrió una vez más los ojos. Sobre
él se extendía un cielo mudo de un azul casi negro y las copas intranquilas de unos
árboles. Y sobre el bosque resplandecía una estrella blanca. Una estrella solitaria
sobre el bosque… Los raíles empezaron a vibrar suavemente y a zumbar bajo su cabeza.
Pero el pensamiento ardía como fuego en su corazón y en la mirada que abarcaba toda
la intensidad y la desesperación de su amor. Todo el deseo y esta última dolorosa
pregunta se volcaron en la estrella blanca y reluciente, que miraba benignamente
sobre él. El tren se aproximaba más y más. Y el moribundo envolvió una vez más con
una última e inefable mirada la estrella sobre el bosque. Luego cerró los ojos.
Los raíles temblaron y vibraron, la marcha estrepitosa del presuroso tren se acercaba
más y más y el bosque resonaba como grandes y martilleantes campanas. La tierra
pareció tambalearse. Aún un aturdidor chirrido, un estruendo arremolinado, luego
un estridente pitido, el grito de animal asustado del silbato del tren y la queja
disonante de un freno inútil.
La bella condesa Ostrovska ocupaba en
el tren un compartimiento reservado. Desde el inicio del viaje leía una novela francesa,
mecida suavemente por el balanceo del vagón. El aire del estrecho habitáculo era
sofocante y estaba cargado del denso perfume de muchas flores a punto de marchitarse.
En las magníficas cestas de despedida los racimos de lilas blancas ya dejaban caer
la cabeza, cansinas como frutas excesivamente maduras, las flores colgaban flácidas
de sus tallos, y los cálices pesados y dilatados de las rosas parecían consumirse
en la nube caliente de los aromas embriagadores. Un atosigante bochorno calentaba
las pesadas oleadas de perfume, suspendidas perezosas incluso en la presteza acelerada
del tren.
De pronto, la condesa
dejó caer el libro con dedos fatigados. Ni ella misma sabía por qué. Una sensación
misteriosa la invadió. Sintió una presión sorda y dolorosa. Un dolor repentino,
inexplicable y angustioso se apoderó de su corazón. Creyó que iba a asfixiarse en
el vaho turbador y cálido de las flores. Y ese aterrador dolor no cedía, sentía
cada vibración de las ruedas veloces, la ciega marcha hacia delante la martirizaba
indeciblemente La asaltó un deseo fulminante de parar el impulso acelerado del tren,
de detenerlo ante el oscuro dolor hacia el que se precipitaba. Nunca en su vida
había sentido su corazón atenazado por algo tan horrible, invisible y cruel como
en esos segundos de dolor inconcebible y miedo inexplicable. Y esa sensación se
hizo más y más acuciante, y más apretada la presión alrededor de su garganta. Como
una plegaria surgió en ella el deseo de que el tren parara.
Ahí, de repente, un
estridente silbato, el grito salvaje de aviso del tren y el quejido de los frenos
con su lamentable chirrido. Y el ritmo ralentizado de las ruedas aladas, más y más
lento, luego un tartamudeo mecánico y un golpe brusco.
Con dificultad se acercó
a la ventanilla para aspirar a bocanadas el aire fresco. El cristal descendió ruidosamente.
Afuera siluetas negras, corriendo… Palabras al vuelo de múltiples voces: un suicida…
Bajo las ruedas… Muerto… En pleno campo…
La condesa se estremece.
Instintivamente su mirada se alza hacia el cielo alto y silencioso y hacia los árboles
negros mecidos por el viento. Y sobre ellos una estrella solitaria sobre el bosque.
La condesa siente su mirada como una lágrima refulgente. La contempla y de pronto
siente una tristeza como nunca la ha sentido. Una tristeza llena de fuego y deseo,
como nunca existió en su vida…
El tren reanuda lentamente
su marcha. La condesa se reclina en la esquina de su butaca y lágrimas silenciosas
se deslizan por sus mejillas. La angustia sorda ha desaparecido, ya sólo siente
un profundo y extraño dolor, cuyo origen busca explicarse en vano. Un dolor como
el que tienen los niños asustados, cuando despiertan en la noche oscura e impenetrable
y sienten que están por completo solos…
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