Arkadi y Boris Strugatski
El Tortuga se detuvo delante del
paso a desnivel. La barrera estaba bajada y sobre ésta vacilaba la llama rojiza
del fanal. A los costados se perdían en la oscuridad las rejas del recinto.
–Estación de biología
–dijo Berkut–. Descendamos.
Poliessov apagó el motor.
En cuanto descendieron, el fanal sobre el paso a desnivel se apagó. De pronto, la
sirena lanzó un aullido desgarrador. Iván Ivanovic dijo, intentando desentumecer
las piernas:
–Ahora vendrá alguien
y querrá persuadirnos de que no arriesguemos la vida y la salud. ¿Por qué nos hemos
detenido aquí?
A unos treinta metros
de la carretera, a la derecha, blanqueaban vagamente los muros de las casitas. Un
estrecho sendero corría a través de los matorrales. Una de las ventanas se iluminó,
se abrió y alguien preguntó con voz ronca:
–¿Trajiste la novocaína?
–Y sin esperar la respuesta añadió áspero–: Ya te he dicho cien veces que te pares
más lejos, no despiertes a la gente.
La ventana golpeó de nuevo
y se hizo el silencio.
–Hum –murmuró Iván Ivanovic–.
¿Trajiste la novocaína, Berkut?
Junto a la casita apareció
una sombra oscura y la voz de antes llamó:
–¡Valentín!
–Nos confunde –dijo Poliessov.
–Claro –asintió Iván Ivanovic–.
Ya me di cuenta. Bueno, ¿descansamos aquí o seguimos?
Se oyó ruido de pasos.
Entre los troncos de los pinos relampagueó la punta encendida de un cigarrillo.
La llamita dibujaba curvas complicadas esparciendo largas estelas de chispas mortecinas.
–No –cortó Poliessov–;
antes, reconocimiento.
El hombre del cigarrillo
se abrió por fin camino a través de los matorrales y salió a la carretera murmurando:
–Maldita ortiga… ¿Trajiste
la novocaína, Valentín? ¿Quién está contigo?
–Mire… –empezó condescendiente
Iván Ivanovic.
–¡Pero éste no es Valentín!
–Exclamó el hombre del cigarrillo–. ¿Dónde está Valentín?
–No tengo ni idea –contestó
Iván Ivanovic–. Somos del IMNC.
–Del… ¡ah! Mucho gusto.
Perdónenme –dijo el desconocido, envolviéndose en la bata–, no estoy vestido. Soy
Kruglis, director de la Estación de Biología. Creí que era Valentín. ¿Son ustedes
geólogos?
–No –objetó gentilmente
Berkut–. Pertenecemos al Instituto de Mecánica No Clásica. Somos físicos.
–¿Físicos? –El biólogo
tiro su cigarrillo–. Perdonen… ¿físicos? ¿Entonces van directamente al epicentro?
–Sí –admitió Berkut–.
Con su permiso, nos estamos dirigiendo hacia el epicentro. Pensábamos que usted
estaba ya advertido.
El biólogo volvió la mirada
hacia la gigantesca masa negra del Tortuga. Luego pasó ante Berkut para acercarse
a la máquina, a la que dio algunos golpecitos sobre la coraza.
–Caramba –dijo, admirado–.
Carro armado de alta potencia, ¿no es verdad?
–Sí –afirmó Poliessov.
–Diantre –suspiró el biólogo
con envidia–. Son afortunados. Hace dos años que estoy luchando y no consigo obtener
el permiso para un reconocimiento a fondo. Lo necesito urgentemente. Habría… Oigan,
compañeros –dijo con voz desanimada–. Llévenme con ustedes. ¿Qué les costaría, a
fin de cuentas?
–No –cortó Poliessov.
–No estamos autorizados
–explicó Berkut–. Lo sentimos mucho…
–Lo comprendo –gruñó el
biólogo. Suspiró–. Sí, me avisaron. Pero no les esperaba tan pronto.
–Nos transportaron hasta
Lantánida en avión –explicó Berkut.
Cayó un profundo y somnoliento
silencio. Luego alguien cercano lanzó un grito angustioso, agudo. En la espesura
del bosque una pesada piña se separó crujiendo, arañó las espesas ramas y cayó al
suelo.
–Un búho –observó el biólogo.
–No lo parece –dijo Poliessov,
pensativo. El biólogo jadeaba.
–¿Ha oído alguna vez el
grito del búho?
–Más de una vez.
–¿Y ha oído alguna vez
gritar al búho cerca de aquí?
–¿Qué quiere decir?
–Más allá de la barrera
del paso a desnivel… ¿cerca de aquí?
–No, no sé –dijo Poliessov,
incierto.
–Claro –murmuró el biólogo.
Todos callaron de nuevo
y el extraño búho gritó otra vez en la oscuridad. El biólogo se estremeció de repente.
–¿Qué estamos haciendo?
El alba está lejana. Vamos, los acomodaré.
–Quizá, de todos modos…
–empezó Iván Ivanovic.
–No, primero el reconocimiento
–objetó Poliessov–. Creo que más adelante la carretera es muy mala…
–En aquella parte no hay
carreteras por ningún lado –observó el biólogo.
–Y no suelen saber lo
que allí sucede. Haré salir a los kiberi-exploradores en patrulla nocturna. Nos
darán información y el domingo por la mañana nos moveremos.
Poliessov subió al tanque
y encendió los faros. En torno a su cegadora luz, la oscuridad se hizo más espesa,
mientras se encendían los anillos blancos de la barrera del paso a desnivel y brillaban
los postes metálicos del recinto. Se escuchó un rumor como de balines y en la cinta
de luz sobre la carretera aparecieron cómicas figuritas plateadas que parecían enormes
grillos. Durante un instante permanecieron inmóviles. Luego dieron un salto, pasando
bajo la barrera del paso a desnivel hasta desaparecer por el otro lado de la alta
hierba.
–¿Son estos los kiberi-exploradores?
–preguntó con respeto el biólogo.
–Sí –contestó Berkut–.
Piotr Vladimirovic –llamó en voz baja–. Nosotros continuamos. Alcáncenos.
–Muy bien –replicó Poliessov
desde el tanque.
En la casita del biólogo
había tres habitaciones. Kruglis se quitó la bata, se puso los pantalones y un suéter,
y se dirigió a la cocina. Berkut e Iván Ivanovic se sentaron en el sofá. Iván Ivanovic
se durmió inmediatamente.
–Con que van al epicentro
–dijo el biólogo desde la cocina–. Allí quedarán muchas cosas por ver. ¿Tienen alguna
idea de lo que allí sucede?
–Muy vaga –contestó Berkut–.
Algo cuentan los aviadores, pero nadie ha estado cerca.
–Yo lo he visto con mis
propios ojos. Las explosiones… Bueno, las han visto muchos. Los relámpagos que fulminan
el cielo desde la tierra, la niebla azul… ¿Ha oído hablar de la niebla azul?
–Si –respondió Berkut.
–La he visto dos veces
desde el helicóptero. Un mes antes de la catástrofe de la Galatea. Surge
en el epicentro o en algún punto de la zona del epicentro, se extiende en un ancho
anillo y se diluye a unos veinte kilómetros del cordón. ¿Qué puede ser, camarada
físico?
–No lo sé, camarada Kruglis.
–No lo sabe nadie. Y menos
nosotros, los biólogos. Lo único claro es que pasa algo completamente fuera de lo
normal. Cuarenta y ocho años después de la explosión el nivel de la radiación se
había reducido diez veces, los mismos adhesivos que ligaban el polvo radiactivo
se habían desintegrado por completo y de pronto… explosiones, incendios, un infierno…
–el biólogo calló, sacudiendo ruidosamente la vajilla. Se oyó el simpático silbido
de la tetera que hervía–. Es verdad que los incendios han cesado. Probablemente,
todo lo que podía arder ha ardido ya. Pero las explosiones… La primera fue hace
cuatro meses, a principios de mayo. La segunda en junio y ahora se repiten casi
cada semana. Parecen de una potencia extraordinaria. Juzguen ustedes…
El biólogo apareció en
el vano de la puerta con la cristalera.
–Juzguen ustedes –repitió,
disponiendo con destreza las tazas–. Desde el cordón hasta el epicentro hay más
de doscientos kilómetros, la mitad del cielo arde. Inmediatamente después de la
explosión aparece la niebla azul.
Se dirigió a la cocina,
pero se detuvo en el umbral.
–¿Saben que la última
explosión tuvo lugar ayer por la noche? –preguntó.
–Sí, lo hemos oído decir
–respondió Berkut–. Gracias.
–Pero alguien tiene que
empezar –murmuró Iván Ivanovic–. ¿Dónde está Poliessov?
El biólogo se encogió
de hombros y desapareció en la cocina, para regresar con la rumorosa tetera.
–Tomemos el té –dijo–.
Denme sus tazas.
Mientras Iván Ivanovic
terminaba la segunda taza de té, la puerta se abrió dejando paso a Poliessov. Estaba
pálido y apretaba su mejilla derecha.
–¿Qué tienes, Piotr Vladimirovic?
–preguntó Berkut.
–Algo me picó –respondió
Poliessov.
–Será una avispa.
–Probablemente –Poliessov
seguía con la mano en la mejilla–. Pero una avispa que en vez de aguijón tiene una
ametralladora.
–Una avispa de allí –comentó
el biólogo–. Es obvio. Siéntese y tome el té.
–¿Y quién grita en los
estanques? Creía que se ahogaba alguien.
–Son ranas. Siempre de
la parte de allí.
Iván Ivanovic dejó la
taza casi golpeándola contra el platito, se secó la cara amoratada y dijo:
–¿Mutaciones?
–Mutantes –confirmó el
biólogo–. Estamos en una verdadera reserva de mutantes. Durante y después de la
explosión, cuando la radiactividad era alta, los animales de la zona han sufrido
terriblemente. ¿Lo comprenden? Inmediatamente después de la explosión la zona fue
acotada y no tuvieron tiempo de huir. La primera generación se extinguió en seguida,
todas las demás se deforman. Hace más de siete años que las observamos desde aquí,
unas veces atrapamos ejemplares, otras usamos cámaras cinematográficas automáticas.
Sin embargo, está prohibido entrar allí en un radio mayor de cinco kilómetros… Un
colaborador nuestro quiso arriesgarse. Trajo fotografías, muestras y se enfermó.
Caramba, nos costó un solemne lavado de cabeza.
El biólogo encendió un
cigarrillo.
–Verán ustedes mismos
lo que pasa allí. Han nacido formas completamente nuevas, terribles, deformes. Hemos
conseguido recoger mucho material. La mayor parte de las especies ha desaparecido
pura y simplemente; por ejemplo, los osos. Otras se adaptaron, pero no estoy seguro
de que este término resulte apropiado. Dicho de otra manera, sufrieron mutaciones
que han producido formas vitales capaces de vivir en condiciones de elevada radiactividad.
Pero esto, saben…
–¿Y cómo reaccionan? –preguntó
Iván Ivanovic– ¿A las explosiones?
–Reaccionan mal –contestó
Kruglis–. Muy mal. Tengo miedo de que nuestra reserva se extinga pronto. Antes se
acercaban al recinto muy raras veces. Casi nunca veíamos a los animales grandes.
Pero el mes pasado centenares de monstruos diabólicos se precipitaron en pleno día
en dirección a la barrera del paso a desnivel. No era un espectáculo para personas
de nervios delicados. Hemos capturado algunos, los demás los rechazamos con rayos.
Ignoro de qué escapaban… de las explosiones, de la niebla azul o de otra cosa… probablemente
de la niebla azul. Creo que al final morirán todos, aunque en los últimos meses
han aumentado las abejas. También los pájaros y las ranas. Aquel búho, por ejemplo…
–apagó la colilla en el cenicero y terminó de forma inesperada–. Sean prudentes.
–No se preocupe –dijo
Poliessov–. Disponemos de un tanque cuya seguridad es máxima.
El biólogo le miró la
mejilla hinchada y dijo:
–Le voy a dar una inyección.
El diablo gasta malas pasadas…
Poliessov tuvo un segundo
de duda, lanzó una ojeada a Berkut y se puso en pie.
–Quizá sea lo mejor –murmuró.
A la mañana siguiente,
Berkut fue despertado por un terrible rugido muy cercano. Tiró las sábanas y se
acercó a la ventana.
Junto a la casita de enfrente
se hallaban el director de la Estación de Biología y un desconocido con camisa blanca.
Kruglis fumaba con el ceño fruncido y el hombre de la camisa hablaba agitando los
brazos.
La mañana era soleada.
Entre las copas de los pinos en la niebla rosada se entreveía la compacta silueta
del Tortuga. Cerca de él trabajaba Poliessov. “Ya habrían vuelto los exploradores”,
pensó Berkut. Hizo la cama con cuidado y la empotró en su nicho de la pared, se
dio una ducha y tomó con apetito el desayuno: dos vasos de leche fría y dos panecillos
con embutido. El embutido era excelente, negro, rosado como la niebla matinal y,
como ésta, delicado.
Berkut se encontró en
la entrada con Iván Ivanovic.
–Buenos días –saludó Iván
Ivanovic–. Venía a despertarte. Los exploradores han regresado.
–¿Algo interesante?
Iván Ivanovic estaba a
punto de contestarle, cuando detrás de la casa se oyó de nuevo un sordo y prolongado
rugido. Berkut se sobresaltó.
–Parece un oso –dijo Berkut.
–Es un jabalí –explicó
Iván Ivanovic–. Ya sabes que los osos se extinguieron.
–Muy bien –asintió Berkut–.
¿Qué noticias trajeron los exploradores?
–Otra sorpresa. Vayamos
con Poliessov.
Se encaminaron a lo largo
del sendero, cuyos matojos mojados por la escarcha les golpeaban en las piernas.
–Las ortigas de aquí son
terribles –comentó Iván Ivanovic.
Poliessov estaba apoyado
en el tanque y enrollaba distraídamente entre los dedos una estrecha película fotográfica.
Su mejilla derecha seguía muy hinchada.
–Buenos días, camarada
Berkut –saludó, tocándose la mejilla con precaución.
–¿Le duele?
Poliessov sonrió y dijo:
–Los exploradores volvieron.
Examiné los informes y no me gustan.
–¿Qué pasa?
–No lo sé. –Poliessov
se tocó la mejilla de nuevo–. Ocurre algo muy extraño. Miren… –entregó la película
a Berkut.
La película estaba completamente
negra.
–¿Se veló? –preguntó Berkut.
–Sí. Pero del principio
al fin. Como si la hubiesen metido en un reactor desde ayer por la noche. No comprendo
cómo ha sucedido. La fuerza masiva de radiación fijada por los exploradores es de
quince roentgen/hora. Pero esto es una tontería. Lo más grave es que los exploradores
no llegaron al epicentro.
–¿No llegaron?
–Volvieron sin cumplir
su trabajo. Recorrieron sólo ciento veinte kilómetros y regresaron como si hubiesen
recibido orden de retroceder. O se asustaron. Francamente, esto no me gusta.
Durante algún tiempo callaron
todos, mientras miraban más allá de la barrera. Aún había carretera, pero el cemento
estaba agrietado. Y en las fisuras crecían con vigor hierbas gigantescas. Junto
a la barrera se bamboleaba sobre un largo y delgado tallo una gran flor roja, por
encima de la cual revoloteaba una mariposa blanca.
–Esto quiere decir –dijo
Berkut– que nos hemos quedado prácticamente sin información.
Poliessov enrolló la película
y la metió en el bolsillo de la chamarra.
–Podríamos enviar de nuevo
a los exploradores –propuso.
–Ya perdimos bastante
tiempo –repitió impaciente Iván Ivanovic–. Movámonos. Actuaremos sobre la marcha.
–Enviaremos a los exploradores
durante el trayecto –observó Poliessov, echando una ojeada a Berkut.
También Iván Ivanovic
miró a Berkut.
–Muy bien –acordó Berkut–.
Partamos. Piotr Vladimirovic, por favor, vea a los biólogos y dígales que nos marchamos.
Deles las gracias en nombre de todos.
–De acuerdo, camarada
Berkut.
Poliessov se dirigió hacia
las casitas y un segundo después regresó en compañía de Kruglis.
–Nos vamos –explicó Berkut–.
Muchas gracias por su hospitalidad.
–No tiene importancia
–contestó lentamente el biólogo–. Buen viaje.
–Hasta la vista –se despidió
Poliessov–, Intentaré atrapar un búho para usted.
Subieron al tanque, cuya
portilla se cerró. El biólogo agitó el brazo en señal de despedida y se retiró hacia
el borde de la carretera. La barrera automática del paso a desnivel se levantó lentamente.
La pesada máquina se estremeció, desplazándose hacia delante con anchos surcos entre
los matorrales. El biólogo la siguió con la mirada. Pasó junto a un álamo roto,
golpeándolo. El árbol chirrió y con un ruido sordo cayó cruzado sobre la senda por
donde una vez pasó la autopista.
El Tortuga estaba detenido, muy inclinado,
mudo e inmóvil por completo. Después de dieciséis horas de estruendo y de locas
sacudidas, el silencio y la inmovilidad parecían una ilusión que podía desvanecerse
de un momento a otro. Los músculos seguían tensos y los oídos atronaban. Pero ni
Poliessov, ni Berkut, ni Iván Ivanovic se daban cuenta. Miraban en silencio a los
aparatos, que mentían descaradamente. Dos horas antes, a medianoche, las estaciones
radiogoniométricas habían proporcionado a Poliessov las coordenadas. El Tortuga
se hallaba setenta kilómetros al suroeste del epicentro. A las cero quince horas,
Lantánida dejó de emitir por primera vez la llamada convenida. El enlace se había
interrumpido. A las cero cuarenta y siete el altavoz gritó:
–¡Inmediatamente!
La voz parecía de Leming.
A la una diez empezó a llover con fuerza. A la una dieciocho se apagó la pantalla
del proyector de infrarrojos. Poliessov accionó varias veces el interruptor, blasfemó,
encendió los faros y apoyó la frente sobre el borde de gamuza del periscopio. A
la una cincuenta y cinco se separó del periscopio para beber un sorbo de agua, echó
un vistazo a los aparatos y detuvo la máquina. Los aparatos mentían descaradamente.
Aquella noche de septiembre
llovía copiosamente, pero la aguja del higrómetro señalaba cero y el termómetro
estaba en bajo cero. Las agujas del dosímetro corrían alegres por la escala indicando
que bajo las cadenas del Tortuga la radiactividad del terreno oscilaba fuertemente
entre límites muy amplios. Y en suma, a juzgar por las indicaciones de los manómetros,
el tanque se hallaba en el fondo de un pantano a una profundidad de veinte metros.
–Los aparatos enloquecen
–admitió valerosamente Berkut.
Nadie lo contradijo.
–Debe tratarse de influencias
exteriores.
–Me gustaría saber cuáles
–gruñó Poliessov, mordiéndose el labio. Berkut distinguía bien su cara, olivácea,
larga, con una mancha roja sobre la mejilla derecha.
–Sería muy útil –refunfuñó
Iván Ivanovic.
–Sí –dijo Poliessov.
Hubiese sido efectivamente
útil, porque habría permitido corregir los aparatos y, sobre todo, ajustar los del
cuadro de mandos. Para Iván Ivanovic sus indicaciones eran incomprensibles, pero
Poliessov se daba cuenta de que mentían tan descaradamente como las otras. Aquello
era muy extraño y peligroso, por cuanto los órganos de mando estaban protegidos
de toda influencia extraña por la triple coraza del ultrapotente Tortuga.
También las personas quedaban aisladas de las influencias externas por la triple
coraza del Tortuga. Por un instante, Poliessov experimentó una fea debilidad
en el estómago. Apretó los dientes y dijo:
–Sí. Habría sido muy útil.
–¿Qué sucede afuera? –preguntó
Iván Ivanovic.
–Nada. Lluvia y niebla.
Iván Ivanovic se levantó,
rogando a Poliessov que se apartase un poco, para inclinarse hacia el periscopio.
Vio troncos espantosamente despedazados y retorcidos, de pinos, ramas negras carbonizadas
y espesas yerbas de dos metros de alto. Y niebla. Una niebla gris y quieta sobre
un mundo podrido que flotaba en los rayos de los proyectores. A pocos metros del
tanque estaban parados los kiberi-exploradores. Se acercaban al carro armado y parecían
perritos que husmeasen al lobo. No querían penetrar en la niebla, o quizá mejor,
no podían.
Iván Ivanovic se sentó.
–La niebla azul –susurró
con voz ronca.
–¿Y bien? –preguntó Poliessov.
Iván Ivanovic no contestó,
Berkut se levantó y miró a su vez a través del periscopio. Luego se sentó de nuevo
y se desabrochó el botón de la chaqueta. Se ahogaba. Se estiró y respiró profundamente.
La opresión desapareció.
–¿Qué haremos? –preguntó
Poliessov.
–Escuchen, compañeros
–dijo de pronto Berkut–. ¿No oyen nada?
–¿Qué pasa con los aparatos?
–preguntó Iván Ivanovic. Se interrumpió–. Agujitas –dijo con voz débil.
Poliessov advirtió entonces
un desagradable picoteo en la punta de los dedos, producido por agujas microscópicas
finas como aguijones de abeja. Por alguna razón desconocida la respiración era difícil.
Los dedos se morían.
–Parece… vértigo –murmuró
con esfuerzo.
Iván Ivanovic se levantó
de golpe, empujó a Poliessov y de nuevo apretó la frente calva sobre la cornisa
del periscopio. Fuera sólo se divisaba niebla. Los exploradores habían desaparecido.
Iván Ivanovic tragó aire con dificultad y cayó sobre su butaca. Sus mejillas blandas
relucían de sudor.
–Malditos sean el tanque
y los kiberi-exploradores –dijo–. El supertanque…
–Con este mismo tanque
atravesé el año pasado la meseta en llamas de Mercurio –replicó lentamente Poliessov.
–Malditos sean los kiber
–continuó Iván Ivanovic–, tienen pánico, los malditos kiber. Por primera vez veo
a los kiber empavorecidos.
–Basta, Iván Ivanovic
–ordenó Berkut.
“La superprotección no
actúa”, pensaba Poliessov. Que los aparatos mientan, que se respire con fatiga,
que las agujitas pinchen, no son una gran desgracia. La verdadera desgracia tendrá
lugar cuando el reactor ceda, y se produzca la inducción de los campos magnéticos
que rigen el anillo de plasma incandescente. Será suficiente para que el Tortuga
se transforme en vapor con toda su supercoraza. Lo único que cabe hacer es largarse
cuanto antes.
–Hay que arriesgarse y
usar el helicóptero –propuso Iván Ivanovic.
Las agujitas le punzaban
ya los hombros y las caderas.
–Muy bien –dijo Poliessov–.
Sujétense.
Iván Ivanovic calló. Los
físicos se sujetaron a sus asientos con las anchas y suaves correas.
–¿Están listos? –preguntó
Poliessov.
–Listos –contestó Berkut.
Poliessov apagó la luz
y puso las manos sobre las levas de mando. El motor dejó oír un sordo murmullo.
El tanque vaciló. Algo chirrió de forma desagradable bajo las cadenas. Delante se
extendía una niebla espesa, impenetrable. Ahora les corrían agujas rápidas por la
espalda, una sensación horrenda. El aire faltaba. El Tortuga, silbando y
temblando, se encabritaba. Más arriba, siempre más arriba. Más arriba aún, hacia
el cielo. La máquina ciega subía por la pendiente de un altísimo monte, mientras
al otro lado se abría el abismo. Y en el reactor la llama de plasma intentaba liberarse,
gritando, de las cadenas magnéticas. Un instante, un instante todavía…
Poliessov se separó del
periscopio y lanzó una ojeada a los aparatos. Si sus indicaciones eran exactas,
el reactor del Tortuga debería estallar de un momento a otro. Pero los aparatos
enloquecen. Las influencias exteriores los confunden. Las manos están desmayadas,
las agujitas bailan ya junto al corazón. Una punzada dentro de poco y será el final.
Dentro de poco el plasma atravesará las paredes del reactor y será el fin… Junto
a él, Berkut se bamboleaba sin nervio, impotente como una muñeca…
Al reaccionar, Berkut
vio la pantalla iluminada, como una ventana que desde una cámara oscura diese sobre
el claro del bosque. La niebla había desaparecido. La pantalla funcionaba correctamente,
se veían los matorrales mojados y la hierba húmeda bajo la lluvia espesa. El cielo
no era visible. En el claro apareció un enorme animal, que se detuvo mirando al
Tortuga. Berkut no comprendió al principio que era un alce. La bestia tenía
el cuerpo de un alce, pero no su fiera actitud: su cabeza estaba inclinada hacia
el suelo bajo la monstruosa masa de los cuernos. El alce tiene normalmente cuernos
muy pesados, pero aquél llevaba sobre la cabeza un árbol entero, y su cuello no
podía sostener tan inmenso peso.
–¿Qué es? –preguntó Iván
Ivanovic. Su voz era desagradable. Berkut comprendió que también Iván Ivanovic debía
haberse desvanecido.
–Un alce –murmuró Berkut
y llamó–: ¡Piotr Vladimirovic!
–Aquí estoy, camarada
Berkut –contestó Poliessov. Otra voz desagradable.
–¿Lo logramos?
–Parece que sí –dijo Poliessov–.
¿Es posible que eso sea un alce?
–Es un alce de la zona…
–Una ocasión para Kruglis.
–¿Cómo se sienten, camaradas?
–preguntó Berkut.
–Muy bien –contestó Iván
Ivanovic.
–Me duele mucho la mejilla
–confesó Poliessov–. Pero los aparatos funcionan de nuevo.
El alce se acercó sombrío
al tanque y permaneció frente a él con los ollares temblorosos. Berkut observó más
detenidamente sus cuernos. Estaban agrietados y sangraban, los cubría un moho blanco
y viscoso.
–Le faltan los ojos –declaró
de pronto Poliessov con voz queda y atroz.
El alce no tenía ojos.
En su lugar había el moho blanco, viscoso.
–Échalo, Piotr Vladimirovic
–susurró Berkut–. Por favor.
Poliessov enchufó la sirena.
El alce se quedó aún quieto, agitando el morro. Luego se volvió y moviendo fatigosamente
las patas, se fue. Caminaba inseguro y dolorido, como si en vez de un paso normal,
diese sólo medio cada vez. Su cabeza tocaba en el suelo, los costados delgados tenían
un brillo húmedo.
–Camina como una tortuga.
Siguieron mirando el alce
que se arrastraba ramoneando en la alta hierba mojada. Al fin desapareció tras los
árboles. Berkut dijo:
–Piotr Vladimirovic, es
usted un genio…
–¿Qué? –preguntó Poliessov.
–Nos ha sacado de la trampa…
–Una bonita trampa –admitió
tranquilamente Poliessov.
–No comprendo cómo lo
ha conseguido…
Poliessov no dijo nada.
Puso el motor en marcha y envió a los exploradores. Los kiber saltaron al exterior,
giraron aquí y allí, y se lanzaron hacia delante. Ya no tenían miedo. El Tortuga
los siguió zumbando.
Durante la avanzada mañana, el Tortuga
superó el último desnivel para asomarse al borde de la enorme cuenca. Detrás se
extendía la taiga, de un verde oscuro, húmeda tras la lluvia nocturna, silenciosa
y tétrica bajo el sol cegador. El tanque había dejado tras sí un amplio claro, en
cuyos bordes yacían troncos carbonizados manchados por un moho blanco.
Abajo, en el fondo de
la cuenca, estaban las ruinas del laboratorio. La tierra era desnuda y negra. De
ella salía un vapor que deformaba la perspectiva. Las ruinas negras temblaban y
se disolvían en el aire templado.
–¡Dios mío! –exclamó con
voz temblorosa Iván Ivanovic–. ¡Dios mío!
Recordaba bien aquellos
lugares, aunque hubiesen pasado ya 50 años. Sobre la amplia explanada cubierta de
cemento blanco brillaba un magnífico monstruo, el anillo de dos kilómetros de diámetro
del generador mesónico, rodeado por las torres de cristal de las instalaciones de
regulación. ¡Y pensar que en un solo día, en una millonésima de segundo, todo había
desaparecido! El resplandor fue visto a muchos centenares de kilómetros a la redonda,
y la sacudida había sido registrada por todas las estaciones sísmicas del planeta.
–Los daños no son tan
grandes –vino a decir Berkut como consuelo.
–Pensé que sólo quedaría
la tierra desnuda.
–¡Dios mío! –Repitió Iván
Ivanovic rascándose la barba sin afeitar y dijo–: allí está la instalación de los
relés, yo mismo la construí… y la factoría de Ceboksarov… No queda nada.
–Bueno –dijo Poliessov–,
ignoro lo que busca usted, pero ahora enviaré a los kiber. En todo caso necesitaré
informaciones.
–Ah, sí, informaciones
–murmuró Iván Ivanovic–. Aquí estoy.
–Muy bien –consintió Berkut–.
Pero mientras, desayunemos.
Poliessov giró los interruptores.
Desde la pantalla se veía a los exploradores saltar a tierra, correr por la pendiente
de la cuenca y desaparecer entre las ruinas. Poliessov sacó entonces unas cajitas
y pan de un paquete impermeable. Los tres se pusieron a comer, bebiendo café caliente
de un termo.
–¿Dónde estabas durante
la explosión, Iván Ivanovic? –preguntó Berkut.
–En Lantánida.
–Fuiste afortunado.
–No sólo yo, por suerte
–prosiguió Iván Ivanovic–. Aquí no había casi nadie. El laboratorio era teledirigido…
Miren a nuestro piloto…
Berkut se volvió. Poliessov
dormía con la cabeza apoyada sobre el tablero de mandos, apretando entre las rodillas
el termo de café.
–Está agotado –dijo Iván
Ivanovic.
Poliessov se despertó,
arregló los platos, se apoyó en el respaldo y se durmió de nuevo. Pero Iván Ivanovic
lanzó un grito de alegría:
–¡Vuelven los exploradores!
Entre las ruinas calcinadas
aparecieron brillantes puntos móviles. Poliessov se restregó los ojos y se estiró,
haciendo sonar todas las articulaciones. Luego se inclinó sobre el cuadro y empezó
a leer los registros.
–La radiación no es muy
fuerte, 25 roentgen. Temperatura… Presión… Humedad… Todo normal. Albúmina. Bacterias…
–Bien por las bacterias
–dijo Iván Ivanovic–. ¡Continúe!
–Continuemos… Aquí está
de nuevo la zona prohibida. Superficie aproximada de una hectárea. Los kiber dieron
la vuelta y se alejaron. Y otra vez se veló la película.
–¿Cómo es posible? ¿Otra
vez la niebla azul?
–No. Bueno, no lo sé…
Simplemente la zona prohibida.
–Deme las coordenadas,
Piotr Vladimirovic –ordenó Berkut, echando una ojeada a Iván Ivanovic.
Éste sacó rápidamente
el plano y lo desplegó sobre sus rodillas.
Poliessov se puso a dictar.
–Justo –declaró Iván Ivanovic–,
es precisamente ésa. Al sur de la torre de registro de las fases había una caseta
de cemento. Una garita. Exacto.
Durante algunos minutos,
Iván Ivanovic y Berkut se miraron en silencio. Poliessov veía los dedos temblorosos
de Iván Ivanovic arrugar y alisar el papel rígido del plano. Berkut preguntó al
fin:
–¿Empezamos?
Iván Ivanovic se levantó,
dándose con la cabeza contra el techo bajo de la cabina, sacudió la cabeza y abrió
el armario donde estaban guardados los trajes de protección.
–¡Espera! –Advirtió Berkut–.
Piotr Vladimirovic, lleve la máquina hacia aquella zona… prohibida.
–¿A la zona prohibida?
–preguntó lentamente Poliessov.
Miró a la pantalla. Bajo
el alto sol las ruinas yacían silenciosas y negras. El borde opuesto de la cuenca
palpitaba con una niebla caliente. Ningún signo de vida, ninguna indicación de movimiento,
sólo impalpables corrientes de aire caliente. Sin saber el motivo, Poliessov se
acordó repentinamente del moho blanco y viscoso en los ojos del alce.
–Alguien tiene que ser
el primero –dijo Berkut–. Empezaremos nosotros.
Una hora después el Tortuga
se detuvo un centenar de metros al sur de la torre, masa de cemento fundido por
el calor, de la que surgían las varas de la armadura de acero. La pantalla funcionaba
perfectamente. Se distinguía sobre la tierra calcinada cada granito de arena. La
tierra se levantaba a modo de trinchera baja, rodeando la torre desnuda de una construcción
subterránea. La torre era gris, rugosa y tenía en el centro un agujero redondo y
negro.
–¿Es aquí? –preguntó Berkut.
–Sí –contestó Iván Ivanovic
en voz baja.
Se vistieron con rapidez
los trajes de protección. Antes de bajar la visera antiespectral del casco, Berkut
le indicó a Poliessov:
–Quédese en el tanque
y mantenga el contacto por radio con nosotros. Si no lo consigue, no se deje dominar
por el pánico. Y que no se le ocurra seguirnos…
Lo dijo en un tono decidido,
lo que parecía extraño porque Poliessov siempre pensó que Berkut era un blando.
Pero esta vez había hablado como hacía falta.
–Una cosa más. Si consigue
establecer comunicación con Leming, cuéntele cómo van las cosas. Dígale que todo
va bien. Hasta la vista.
Bajaron del tanque, Berkut
el primero, seguido de Iván Ivanovic, con una cuerda enrollada a la espalda. Poliessov
les vio pasar el terraplén, caminar sobre el cemento; se pararon sobre el agujero
negro. Parecían buzos con sus trajes amarillos y deslucidos y con aquellos grandes
cascos.
Iván Ivanovic lanzó la
cuerda y ató un extremo al cemento.
Berkut preguntó:
–Piotr Vladimirovic, ¿me
escucha?
Poliessov le contestó
que le oía muy bien.
–Sobre todo, no se preocupe,
Piotr Vladimirovic. Todo saldrá bien. Inspeccionaremos los locales de abajo y volveremos
inmediatamente.
–Vamos, vamos –interrumpió
impaciente Iván Ivanovic.
Fue el primero en descender.
Poliessov lo oyó jadear y murmurar a media voz. Berkut estaba inclinado, con las
manos apoyadas en las rodillas,
–Hecho –dijo Iván Ivanovic–.
Estoy sobre el pavimento. Baje, Berkut.
Berkut hizo una señal
con la mano a Poliessov y desapareció también por el agujero. Durante cinco minutos
calló.
El primero en hablar fue
Berkut.
–¿Qué es eso?
–Un simple transformador
–contestó Iván Ivanovic–. Pero muy viejo.
–Parece como si lo hubiesen
masticado –comentó Berkut.
Los físicos se callaron.
Le pareció a Poliessov como si alguien respirase pesadamente en el micrófono. Elevó
el volumen. Una especie de asmático aspiraba y espiraba rítmicamente el aire.
–¿Qué tal va? –preguntó
Poliessov por su cuenta.
La voz de Berkut llegó
sofocada pero distinta:
–Todo va bien, Piotr Vladimirovic.
Proseguimos.
El receptor graznó y quedó
en silencio. Poliessov sacó del bolsillo un tubito de esporamina, se tragó una pastilla
y miró la pantalla. Más allá del terraplén cercano al borde del bosque se esparcían
fragmentos retorcidos. Los trozos de acero brillaban al sol. Era el Galatea,
un avión cohete automático enviado al epicentro en misión de reconocimiento un mes
antes. El Galatea estalló sobre el epicentro por causas desconocidas. Desde
entonces, Leming había prohibido los reconocimientos aéreos. Poliessov dijo en el
altavoz:
–Camarada Berkut, ¿me
oye? ¡Iván Ivanovic!
No tuvo respuesta. Pensó
que quizá necesitaba salir al exterior. Pero decidió intentar otra vez la comunicación
con Lantánida.
Apretó la tecla de sincronización.
De pronto el silencio fue interrumpido.
–¿Tortuga? ¡Tortuga!
–Gritó alguien–. ¡Conteste, Tortuga!
–Tortuga a la escucha
–dijo con rabia Poliessov.
–¿Tortuga? Soy
Leming. ¿Dónde han ido ustedes a parar? ¿Por qué no contestaban?
Poliessov declaró que
no conseguía establecer el contacto.
–¿Dónde se encuentran?
–Sobre el epicentro.
Siguió un breve silencio,
tras el cual Leming, visiblemente tranquilizado, se informó:
–¿Qué han encontrado?
–¿Qué? –preguntó Poliessov.
–¿Cómo que qué? El “motor
del tiempo”, naturalmente. ¿Eres tú, Berkut?
Poliessov contestó que
no era Berkut, y que Berkut e Iván Ivanovic habían descendido a un cierto subterráneo
y que él, Poliessov, no sabía de qué “motor del tiempo” se trataba.
–No importa –exclamó impaciente
Leming–. Esos idiotas se han empeñado en bajar… Luego les arreglaré las cuentas.
Oiga, piloto, conduzca la máquina ahora mismo lo más lejos posible de ese… subterráneo
y aguarde. ¿Ha comprendido? Aléjese y espere.
–Comprendido –repitió
Poliessov–, alejar la máquina y esperar.
–Actúe. ¿No hay enlace
con Berkut?
Poliessov reflexionó e
interrumpió la comunicación.
–Motor del tiempo –dijo
en voz alta–. Muy bien.
Se levantó, se puso el
traje y salió de la máquina. Los pies se le hundían hasta los tobillos en el polvo
negro. Tras subir a la cúpula de cemento se acercó al agujero. La delgada cuerda
desaparecía en una oscuridad infernal. Poliessov se volvió. El Tortuga quedaba
tras el terraplén, mirándolo con los ojos brillantes y saltones de los faros. Poliessov
se arrodilló para deslizarse por el agujero con todos los músculos en tensión.
Abajo la oscuridad era
absoluta. Poliessov encendió el faro del casco. La mancha luminosa se arrastró sobre
los rugosos muros, sobre los restos de los aparatos destrozados, sobre el pavimento
cubierto por un estrato de polvo finísimo. Más adelante, Poliessov vio huellas en
el polvo y continuó rápido hacia adelante evitando los amontonamientos de restos,
tropezando en los hilos rotos. Oyó de nuevo por el radioteléfono a alguien que respiraba
de forma ronca y rítmica.
Una esquina. Un corredor
largo y estrecho. Otra esquina. Poliessov rodó por una escalera metálica. Experimentó
de nuevo en la punta de los dedos la conocida sensación de centenares de agujas
microscópicas que penetraban bajo la piel. Poliessov empezó a correr. Otra escalera,
otro corredor. El estertor rítmico en los auriculares se convirtió en un sonido
muy potente y terrible. O-o-o… a-a-a…
El sudor le inundaba los
ojos. Otra esquina. Poliessov se detuvo. Por un instante una fuerte luz azul lo
cegó. Luego distinguió dos sombras negras. Berkut estaba inclinado sobre Iván Ivanovic
sentado con las piernas cruzadas y que apoyaba las palmas de las manos sobre el
pavimento azul.
Poliessov se precipitó
hacia ellos y cogió a Iván Ivanovic por debajo de las axilas. Iván Ivanovic era
extraordinariamente pesado. Sus piernas se arrastraban por el suelo y a cada momento
resbalaba en los brazos de Poliessov. Consiguió arrastrarlo hasta la puerta, se
lo cargó a la espalda e, introduciéndose con fatiga en el corredor, miró atrás hacia
Berkut. Este lo seguía sin prisa, mientras sus brazos colgaban como las mangas de
un abrigo echado sobre la espalda. Tras él vio sólo dos columnas transparentes…
En las columnas se debatía con lento latir una llama azul, acompañada por el grito
del radioteléfono.
Iván Ivanovic se reanimó con un vasito de
coñac y dijo:
–Ha sido toda una exploración.
–¿Otro? –preguntó Poliessov.
–No, ya basta.
–¿Y usted, camarada Berkut?
Berkut sonrió.
–Gracias, Piotr Vladimirovic.
Póngase en comunicación con Leming, si no le molesta.
Poliessov atornilló la
cantimplora y se puso en el transmisor. Berkut se apoyó en el respaldo y siguió
sonriendo. El cuerpo era ligero y fresco, no quedaba ni siquiera una traza de la
enervante impotencia que le había asaltado al regreso de los corredores subterráneos.
–Aquí está la comunicación
–indicó Poliessov.
–Leming –llamó Berkut
al micrófono–. Leming, soy Berkut.
–Berkut –repitió con voz
desacostumbradamente baja Leming–. ¿Por qué se ha arriesgado tanto?
–Calma, Leming –dijo,
sonriendo Berkut–. Estamos sanos y salvos. Leming, no nos hemos equivocado. ¿Me
escucha, Leming? El “motor del tiempo” permanece intacto y trabaja a toda presión.
Trabaja, ¿me escucha?
Tras una pausa, Leming
respondió:
–Sí, lo escucho.
–Haga venir aquí con toda
urgencia un equipo para quitar la energía –continuó Berkut–. Con urgencia, ¿ha comprendido?
Y envíe a gente. Mucha gente. Envíe a Kuzmin, a la Iesileva, Akopian. Envíe sin
falta a Akopian. Y hágalo pronto, Leming. Hay que prevenir la próxima explosión.
Tenga en cuenta que no es posible atravesar la niebla azul con los medios acostumbrados.
Pida a los interplanetarios algún otro tanque superacorazado. Tampoco resultan seguros,
pero por lo menos…
–Los tanques completamente
equipados están ya en camino y llegarán mañana. Y los hombres llegarán dentro de
un cuarto de hora. He enviado tres reactores –contestó Leming.
–No valía la pena –Berkut
echó una ojeada a la pantalla, en la que brillaban bajo el sol los restos del Galatea–.
Aquí tenemos ya uno.
–No importa, pasarán sobre
la vieja autopista en vuelo rasante. No les pasará nada.
Leming tosió, luego con
una voz veladamente indiferente se informó si Berkut tenía alguna idea respecto
a aquella… ¿cómo se llama?… niebla azul.
Berkut respondió:
–Sí, tengo alguna. No
está excluido que se trate de una protomateria no cuántica o, mejor dicho, el producto
de su reacción con el aire y el vapor acuosos.
–También yo pensaba lo
mismo –dijo Leming–, Muy bien. Esperen. No se arriesguen. Hasta luego.
Iván Ivanovic se echó
a reír. Berkut se separó del micrófono y rio también. Sólo Poliessov permaneció
serio. Estaba pálido y desmejorado por la fatiga. Había tragado otra tableta de
esporamina; no tenía sueño, pero no se encontraba bien. Además, por primera vez
en su vida no comprendía lo que sucedía en torno suyo, lo que lo hacía rabiar y
lo humillaba. Se sentía molesto ante la vanidad de Iván Ivanovic e incluso la gentileza
de Berkut, aunque se daba cuenta de que estaba equivocado. Al fin venció el orgullo
y preguntó resueltamente:
–¿Qué es el “motor del
tiempo”?
Los físicos lo miraron
y luego lo hicieron entre sí.
Poliessov añadió:
–Si no es un secreto,
claro está.
Berkut enrojeció.
–Nos habíamos olvidado…
perdone, Piotr Vladimirovic –balbuceó–. Antes no estábamos seguros, y ahora este
éxito… ha sido tan inesperado… ¡Ah, qué contrariedad! Por favor, no se ofenda. ¿Conoce
usted la mecánica causal?
Poliessov sacudió la cabeza
fríamente. Seguía aún enfadado, aunque Berkut se le mostrara simpático.
–Entonces resulta más
complicado. De todas formas, intentaré explicárselo…
Hizo un esfuerzo para
darle una explicación clara. Poliessov, por su parte, hizo todo lo posible por comprender.
Se trataba de las propiedades del tiempo. Del tiempo como proceso físico. Según
Berkut, el problema era extremadamente complejo. Muchos años antes, al estudiar
un científico el problema de la fuente de energía estelar, fue el primero en formular
una original teoría del tiempo como proceso físico ligado a la energía.
Así nació la mecánica
de las relaciones entre la causa y el efecto, dicho de otra manera, la mecánica
causal.
Una de las notables consecuencias
de la mecánica causal había sido la hipótesis sobre la posibilidad de utilizar la
marcha del tiempo como fuente de energía. Se habían calculado sistemas mecánicos
que hacían posible su realización práctica. A pesar de todo, la productividad de
semejantes sistemas era nula. No proporcionaban más que una confirmación experimental
genérica de la teoría fundamental. Para fines prácticos, este problema, siempre
en una línea experimental, sólo se resolvió tras la aparición de la electrodinámica
causal. Y también estos sistemas electrodinámicos causales precisaron decenas de
años antes de que empezaran a suministrar energía de modo concreto y útil.
Setenta y cinco años antes,
después de una deliberación del Consejo Científico Mundial, cuatro de tales sistemas
fueron montados y puestos en funcionamiento a título experimental. Uno en la taiga,
otro en la Amazonia, un tercero en la Antártida y un cuarto en el cráter Bulliald
de la Luna. Más tarde, cerca del motor en la taiga fue construido un laboratorio
telemecánico para el estudio de los mesones. Durante un experimento no determinado
se produjo una explosión. Ocurrió 48 años antes. El “motor del tiempo” se consideró
perdido, porque los daños eran extraordinariamente importantes y porque se hizo
imposible penetrar en el territorio donde se hallaba la instalación. La atención
de los estudiosos se había concentrado en las tres instalaciones restantes y el
experimento de la taiga fue olvidado. Pero el motor no había sido dañado, continuaba
recogiendo la energía. De pronto, cuatro meses antes, liberó la primera porción
de energía.
–Esto es todo, o casi
todo –Berkut sonrió tímidamente–. ¿Comprende ahora?
–Gracias –dijo Poliessov.
–Y lea un poco a Leming
–continuó Berkut–. Hay una estupenda monografía de Leming sobre la electrodinámica
causal.
Poliessov tosió.
–Las columnas transparentes
del subterráneo –explicó Berkut– sirven para la derivación de la energía. El motor
se encuentra en el piso inferior. La energía fluye en las columnas, allí se recoge
y de vez en cuando sale al exterior. Nadie sabe, en general, cuál es su naturaleza.
–Leming lo sabe –intervino
Iván Ivanovic. Berkut le miró y prosiguió:
–Sí. Leming sostiene que
la energía sale bajo la forma de “protomateria”, que constituye la base no cuantitativa
de todas las partículas y de todos los campos. Luego la protomateria forma espontáneamente
los cuantos, en parte partículas y antipartículas y, en parte, campos magnéticos.
Pero parcialmente, entra también en reacción con el medio circundante. Es probable
que nazca así la niebla azul. Esta protomateria penetra por todas partes. No conoce
obstáculos y actúa sobre los aparatos, sobre los kiber, como dicen ustedes y sobre
nuestros cuerpos… Pero no me explico con claridad.
–No, más que bien –dijo
Poliessov. Se había acordado de que las agujas de los aparatos que controlaban la
carga de los campos magnéticos se movían espasmódicamente.
–Más que bien –repitió–.
Gracias… ¿Y los otros motores?
–Los otros, por ahora,
están inactivos –dijo Berkut–- Pero por ahora con éste nos basta.
–Construiremos una ciudad
laboratorio –murmuró Iván Ivanovic, mirando fijamente a la pantalla–. ¡Cómo trabajaremos,
Dios mío! –Se volvió hacia Poliessov y le dijo–: Hay que conocer la mecánica causal,
jovencito. Sus principios se enseñan ya en la escuela.
–No es verdad –cortó Berkut.
–Sí, lo es. Mi sobrinito
así me lo ha dicho. Pero no se trata de esto. Tengo una proposición que hacerle,
Poliessov. Nos hará falta aquí un piloto con los nervios templados.
–No –contestó Poliessov–.
Lo siento, pero debo regresar al Mercurio. También allí necesitan pilotos con los
nervios templados.
Iván Ivanovic arqueó las
cejas.
–Haga lo que mejor le
parezca –murmuró. –Ya están aquí –dijo Berkut.
Del otro lado de la taiga,
uno tras otro, aparecieron silenciosamente unos pájaros plateados, sobrevolaron
a escasa altura la tierra negra y se posaron plegando las alas. Se abrieron las
portillas y empezaron a saltar de ellos hombres con trajes protectores amarillos
y grandes cascos.
–Akopian –dijo Berkut–.
Vamos, compañeros.
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