jueves, 24 de febrero de 2022

El experimento olvidado

Arkadi y Boris Strugatski

 

El Tortuga se detuvo delante del paso a desnivel. La barrera estaba bajada y sobre ésta vacilaba la llama rojiza del fanal. A los costados se perdían en la oscuridad las rejas del recinto.

–Estación de biología –dijo Berkut–. Descendamos.

Poliessov apagó el motor. En cuanto descendieron, el fanal sobre el paso a desnivel se apagó. De pronto, la sirena lanzó un aullido desgarrador. Iván Ivanovic dijo, intentando desentumecer las piernas:

–Ahora vendrá alguien y querrá persuadirnos de que no arriesguemos la vida y la salud. ¿Por qué nos hemos detenido aquí?

A unos treinta metros de la carretera, a la derecha, blanqueaban vagamente los muros de las casitas. Un estrecho sendero corría a través de los matorrales. Una de las ventanas se iluminó, se abrió y alguien preguntó con voz ronca:

–¿Trajiste la novocaína? –Y sin esperar la respuesta añadió áspero–: Ya te he dicho cien veces que te pares más lejos, no despiertes a la gente.

La ventana golpeó de nuevo y se hizo el silencio.

–Hum –murmuró Iván Ivanovic–. ¿Trajiste la novocaína, Berkut?

Junto a la casita apareció una sombra oscura y la voz de antes llamó:

–¡Valentín!

–Nos confunde –dijo Poliessov.

–Claro –asintió Iván Ivanovic–. Ya me di cuenta. Bueno, ¿descansamos aquí o seguimos?

Se oyó ruido de pasos. Entre los troncos de los pinos relampagueó la punta encendida de un cigarrillo. La llamita dibujaba curvas complicadas esparciendo largas estelas de chispas mortecinas.

–No –cortó Poliessov–; antes, reconocimiento.

El hombre del cigarrillo se abrió por fin camino a través de los matorrales y salió a la carretera murmurando:

–Maldita ortiga… ¿Trajiste la novocaína, Valentín? ¿Quién está contigo?

–Mire… –empezó condescendiente Iván Ivanovic.

–¡Pero éste no es Valentín! –Exclamó el hombre del cigarrillo–. ¿Dónde está Valentín?

–No tengo ni idea –contestó Iván Ivanovic–. Somos del IMNC.

–Del… ¡ah! Mucho gusto. Perdónenme –dijo el desconocido, envolviéndose en la bata–, no estoy vestido. Soy Kruglis, director de la Estación de Biología. Creí que era Valentín. ¿Son ustedes geólogos?

–No –objetó gentilmente Berkut–. Pertenecemos al Instituto de Mecánica No Clásica. Somos físicos.

–¿Físicos? –El biólogo tiro su cigarrillo–. Perdonen… ¿físicos? ¿Entonces van directamente al epicentro?

–Sí –admitió Berkut–. Con su permiso, nos estamos dirigiendo hacia el epicentro. Pensábamos que usted estaba ya advertido.

El biólogo volvió la mirada hacia la gigantesca masa negra del Tortuga. Luego pasó ante Berkut para acercarse a la máquina, a la que dio algunos golpecitos sobre la coraza.

–Caramba –dijo, admirado–. Carro armado de alta potencia, ¿no es verdad?

–Sí –afirmó Poliessov.

–Diantre –suspiró el biólogo con envidia–. Son afortunados. Hace dos años que estoy luchando y no consigo obtener el permiso para un reconocimiento a fondo. Lo necesito urgentemente. Habría… Oigan, compañeros –dijo con voz desanimada–. Llévenme con ustedes. ¿Qué les costaría, a fin de cuentas?

–No –cortó Poliessov.

–No estamos autorizados –explicó Berkut–. Lo sentimos mucho…

–Lo comprendo –gruñó el biólogo. Suspiró–. Sí, me avisaron. Pero no les esperaba tan pronto.

–Nos transportaron hasta Lantánida en avión –explicó Berkut.

Cayó un profundo y somnoliento silencio. Luego alguien cercano lanzó un grito angustioso, agudo. En la espesura del bosque una pesada piña se separó crujiendo, arañó las espesas ramas y cayó al suelo.

–Un búho –observó el biólogo.

–No lo parece –dijo Poliessov, pensativo. El biólogo jadeaba.

–¿Ha oído alguna vez el grito del búho?

–Más de una vez.

–¿Y ha oído alguna vez gritar al búho cerca de aquí?

–¿Qué quiere decir?

–Más allá de la barrera del paso a desnivel… ¿cerca de aquí?

–No, no sé –dijo Poliessov, incierto.

–Claro –murmuró el biólogo.

Todos callaron de nuevo y el extraño búho gritó otra vez en la oscuridad. El biólogo se estremeció de repente.

–¿Qué estamos haciendo? El alba está lejana. Vamos, los acomodaré.

–Quizá, de todos modos… –empezó Iván Ivanovic.

–No, primero el reconocimiento –objetó Poliessov–. Creo que más adelante la carretera es muy mala…

–En aquella parte no hay carreteras por ningún lado –observó el biólogo.

–Y no suelen saber lo que allí sucede. Haré salir a los kiberi-exploradores en patrulla nocturna. Nos darán información y el domingo por la mañana nos moveremos.

Poliessov subió al tanque y encendió los faros. En torno a su cegadora luz, la oscuridad se hizo más espesa, mientras se encendían los anillos blancos de la barrera del paso a desnivel y brillaban los postes metálicos del recinto. Se escuchó un rumor como de balines y en la cinta de luz sobre la carretera aparecieron cómicas figuritas plateadas que parecían enormes grillos. Durante un instante permanecieron inmóviles. Luego dieron un salto, pasando bajo la barrera del paso a desnivel hasta desaparecer por el otro lado de la alta hierba.

–¿Son estos los kiberi-exploradores? –preguntó con respeto el biólogo.

–Sí –contestó Berkut–. Piotr Vladimirovic –llamó en voz baja–. Nosotros continuamos. Alcáncenos.

–Muy bien –replicó Poliessov desde el tanque.

En la casita del biólogo había tres habitaciones. Kruglis se quitó la bata, se puso los pantalones y un suéter, y se dirigió a la cocina. Berkut e Iván Ivanovic se sentaron en el sofá. Iván Ivanovic se durmió inmediatamente.

–Con que van al epicentro –dijo el biólogo desde la cocina–. Allí quedarán muchas cosas por ver. ¿Tienen alguna idea de lo que allí sucede?

–Muy vaga –contestó Berkut–. Algo cuentan los aviadores, pero nadie ha estado cerca.

–Yo lo he visto con mis propios ojos. Las explosiones… Bueno, las han visto muchos. Los relámpagos que fulminan el cielo desde la tierra, la niebla azul… ¿Ha oído hablar de la niebla azul?

–Si –respondió Berkut.

–La he visto dos veces desde el helicóptero. Un mes antes de la catástrofe de la Galatea. Surge en el epicentro o en algún punto de la zona del epicentro, se extiende en un ancho anillo y se diluye a unos veinte kilómetros del cordón. ¿Qué puede ser, camarada físico?

–No lo sé, camarada Kruglis.

–No lo sabe nadie. Y menos nosotros, los biólogos. Lo único claro es que pasa algo completamente fuera de lo normal. Cuarenta y ocho años después de la explosión el nivel de la radiación se había reducido diez veces, los mismos adhesivos que ligaban el polvo radiactivo se habían desintegrado por completo y de pronto… explosiones, incendios, un infierno… –el biólogo calló, sacudiendo ruidosamente la vajilla. Se oyó el simpático silbido de la tetera que hervía–. Es verdad que los incendios han cesado. Probablemente, todo lo que podía arder ha ardido ya. Pero las explosiones… La primera fue hace cuatro meses, a principios de mayo. La segunda en junio y ahora se repiten casi cada semana. Parecen de una potencia extraordinaria. Juzguen ustedes…

El biólogo apareció en el vano de la puerta con la cristalera.

–Juzguen ustedes –repitió, disponiendo con destreza las tazas–. Desde el cordón hasta el epicentro hay más de doscientos kilómetros, la mitad del cielo arde. Inmediatamente después de la explosión aparece la niebla azul.

Se dirigió a la cocina, pero se detuvo en el umbral.

–¿Saben que la última explosión tuvo lugar ayer por la noche? –preguntó.

–Sí, lo hemos oído decir –respondió Berkut–. Gracias.

–Pero alguien tiene que empezar –murmuró Iván Ivanovic–. ¿Dónde está Poliessov?

El biólogo se encogió de hombros y desapareció en la cocina, para regresar con la rumorosa tetera.

–Tomemos el té –dijo–. Denme sus tazas.

Mientras Iván Ivanovic terminaba la segunda taza de té, la puerta se abrió dejando paso a Poliessov. Estaba pálido y apretaba su mejilla derecha.

–¿Qué tienes, Piotr Vladimirovic? –preguntó Berkut.

–Algo me picó –respondió Poliessov.

–Será una avispa.

–Probablemente –Poliessov seguía con la mano en la mejilla–. Pero una avispa que en vez de aguijón tiene una ametralladora.

–Una avispa de allí –comentó el biólogo–. Es obvio. Siéntese y tome el té.

–¿Y quién grita en los estanques? Creía que se ahogaba alguien.

–Son ranas. Siempre de la parte de allí.

Iván Ivanovic dejó la taza casi golpeándola contra el platito, se secó la cara amoratada y dijo:

–¿Mutaciones?

–Mutantes –confirmó el biólogo–. Estamos en una verdadera reserva de mutantes. Durante y después de la explosión, cuando la radiactividad era alta, los animales de la zona han sufrido terriblemente. ¿Lo comprenden? Inmediatamente después de la explosión la zona fue acotada y no tuvieron tiempo de huir. La primera generación se extinguió en seguida, todas las demás se deforman. Hace más de siete años que las observamos desde aquí, unas veces atrapamos ejemplares, otras usamos cámaras cinematográficas automáticas. Sin embargo, está prohibido entrar allí en un radio mayor de cinco kilómetros… Un colaborador nuestro quiso arriesgarse. Trajo fotografías, muestras y se enfermó. Caramba, nos costó un solemne lavado de cabeza.

El biólogo encendió un cigarrillo.

–Verán ustedes mismos lo que pasa allí. Han nacido formas completamente nuevas, terribles, deformes. Hemos conseguido recoger mucho material. La mayor parte de las especies ha desaparecido pura y simplemente; por ejemplo, los osos. Otras se adaptaron, pero no estoy seguro de que este término resulte apropiado. Dicho de otra manera, sufrieron mutaciones que han producido formas vitales capaces de vivir en condiciones de elevada radiactividad. Pero esto, saben…

–¿Y cómo reaccionan? –preguntó Iván Ivanovic– ¿A las explosiones?

–Reaccionan mal –contestó Kruglis–. Muy mal. Tengo miedo de que nuestra reserva se extinga pronto. Antes se acercaban al recinto muy raras veces. Casi nunca veíamos a los animales grandes. Pero el mes pasado centenares de monstruos diabólicos se precipitaron en pleno día en dirección a la barrera del paso a desnivel. No era un espectáculo para personas de nervios delicados. Hemos capturado algunos, los demás los rechazamos con rayos. Ignoro de qué escapaban… de las explosiones, de la niebla azul o de otra cosa… probablemente de la niebla azul. Creo que al final morirán todos, aunque en los últimos meses han aumentado las abejas. También los pájaros y las ranas. Aquel búho, por ejemplo… –apagó la colilla en el cenicero y terminó de forma inesperada–. Sean prudentes.

–No se preocupe –dijo Poliessov–. Disponemos de un tanque cuya seguridad es máxima.

El biólogo le miró la mejilla hinchada y dijo:

–Le voy a dar una inyección. El diablo gasta malas pasadas…

Poliessov tuvo un segundo de duda, lanzó una ojeada a Berkut y se puso en pie.

–Quizá sea lo mejor –murmuró.

A la mañana siguiente, Berkut fue despertado por un terrible rugido muy cercano. Tiró las sábanas y se acercó a la ventana.

Junto a la casita de enfrente se hallaban el director de la Estación de Biología y un desconocido con camisa blanca. Kruglis fumaba con el ceño fruncido y el hombre de la camisa hablaba agitando los brazos.

La mañana era soleada. Entre las copas de los pinos en la niebla rosada se entreveía la compacta silueta del Tortuga. Cerca de él trabajaba Poliessov. “Ya habrían vuelto los exploradores”, pensó Berkut. Hizo la cama con cuidado y la empotró en su nicho de la pared, se dio una ducha y tomó con apetito el desayuno: dos vasos de leche fría y dos panecillos con embutido. El embutido era excelente, negro, rosado como la niebla matinal y, como ésta, delicado.

Berkut se encontró en la entrada con Iván Ivanovic.

–Buenos días –saludó Iván Ivanovic–. Venía a despertarte. Los exploradores han regresado.

–¿Algo interesante?

Iván Ivanovic estaba a punto de contestarle, cuando detrás de la casa se oyó de nuevo un sordo y prolongado rugido. Berkut se sobresaltó.

–Parece un oso –dijo Berkut.

–Es un jabalí –explicó Iván Ivanovic–. Ya sabes que los osos se extinguieron.

–Muy bien –asintió Berkut–. ¿Qué noticias trajeron los exploradores?

–Otra sorpresa. Vayamos con Poliessov.

Se encaminaron a lo largo del sendero, cuyos matojos mojados por la escarcha les golpeaban en las piernas.

–Las ortigas de aquí son terribles –comentó Iván Ivanovic.

Poliessov estaba apoyado en el tanque y enrollaba distraídamente entre los dedos una estrecha película fotográfica. Su mejilla derecha seguía muy hinchada.

–Buenos días, camarada Berkut –saludó, tocándose la mejilla con precaución.

–¿Le duele?

Poliessov sonrió y dijo:

–Los exploradores volvieron. Examiné los informes y no me gustan.

–¿Qué pasa?

–No lo sé. –Poliessov se tocó la mejilla de nuevo–. Ocurre algo muy extraño. Miren… –entregó la película a Berkut.

La película estaba completamente negra.

–¿Se veló? –preguntó Berkut.

–Sí. Pero del principio al fin. Como si la hubiesen metido en un reactor desde ayer por la noche. No comprendo cómo ha sucedido. La fuerza masiva de radiación fijada por los exploradores es de quince roentgen/hora. Pero esto es una tontería. Lo más grave es que los exploradores no llegaron al epicentro.

–¿No llegaron?

–Volvieron sin cumplir su trabajo. Recorrieron sólo ciento veinte kilómetros y regresaron como si hubiesen recibido orden de retroceder. O se asustaron. Francamente, esto no me gusta.

Durante algún tiempo callaron todos, mientras miraban más allá de la barrera. Aún había carretera, pero el cemento estaba agrietado. Y en las fisuras crecían con vigor hierbas gigantescas. Junto a la barrera se bamboleaba sobre un largo y delgado tallo una gran flor roja, por encima de la cual revoloteaba una mariposa blanca.

–Esto quiere decir –dijo Berkut– que nos hemos quedado prácticamente sin información.

Poliessov enrolló la película y la metió en el bolsillo de la chamarra.

–Podríamos enviar de nuevo a los exploradores –propuso.

–Ya perdimos bastante tiempo –repitió impaciente Iván Ivanovic–. Movámonos. Actuaremos sobre la marcha.

–Enviaremos a los exploradores durante el trayecto –observó Poliessov, echando una ojeada a Berkut.

También Iván Ivanovic miró a Berkut.

–Muy bien –acordó Berkut–. Partamos. Piotr Vladimirovic, por favor, vea a los biólogos y dígales que nos marchamos. Deles las gracias en nombre de todos.

–De acuerdo, camarada Berkut.

Poliessov se dirigió hacia las casitas y un segundo después regresó en compañía de Kruglis.

–Nos vamos –explicó Berkut–. Muchas gracias por su hospitalidad.

–No tiene importancia –contestó lentamente el biólogo–. Buen viaje.

–Hasta la vista –se despidió Poliessov–, Intentaré atrapar un búho para usted.

Subieron al tanque, cuya portilla se cerró. El biólogo agitó el brazo en señal de despedida y se retiró hacia el borde de la carretera. La barrera automática del paso a desnivel se levantó lentamente. La pesada máquina se estremeció, desplazándose hacia delante con anchos surcos entre los matorrales. El biólogo la siguió con la mirada. Pasó junto a un álamo roto, golpeándolo. El árbol chirrió y con un ruido sordo cayó cruzado sobre la senda por donde una vez pasó la autopista.

 

El Tortuga estaba detenido, muy inclinado, mudo e inmóvil por completo. Después de dieciséis horas de estruendo y de locas sacudidas, el silencio y la inmovilidad parecían una ilusión que podía desvanecerse de un momento a otro. Los músculos seguían tensos y los oídos atronaban. Pero ni Poliessov, ni Berkut, ni Iván Ivanovic se daban cuenta. Miraban en silencio a los aparatos, que mentían descaradamente. Dos horas antes, a medianoche, las estaciones radiogoniométricas habían proporcionado a Poliessov las coordenadas. El Tortuga se hallaba setenta kilómetros al suroeste del epicentro. A las cero quince horas, Lantánida dejó de emitir por primera vez la llamada convenida. El enlace se había interrumpido. A las cero cuarenta y siete el altavoz gritó:

–¡Inmediatamente!

La voz parecía de Leming. A la una diez empezó a llover con fuerza. A la una dieciocho se apagó la pantalla del proyector de infrarrojos. Poliessov accionó varias veces el interruptor, blasfemó, encendió los faros y apoyó la frente sobre el borde de gamuza del periscopio. A la una cincuenta y cinco se separó del periscopio para beber un sorbo de agua, echó un vistazo a los aparatos y detuvo la máquina. Los aparatos mentían descaradamente.

Aquella noche de septiembre llovía copiosamente, pero la aguja del higrómetro señalaba cero y el termómetro estaba en bajo cero. Las agujas del dosímetro corrían alegres por la escala indicando que bajo las cadenas del Tortuga la radiactividad del terreno oscilaba fuertemente entre límites muy amplios. Y en suma, a juzgar por las indicaciones de los manómetros, el tanque se hallaba en el fondo de un pantano a una profundidad de veinte metros.

–Los aparatos enloquecen –admitió valerosamente Berkut.

Nadie lo contradijo.

–Debe tratarse de influencias exteriores.

–Me gustaría saber cuáles –gruñó Poliessov, mordiéndose el labio. Berkut distinguía bien su cara, olivácea, larga, con una mancha roja sobre la mejilla derecha.

–Sería muy útil –refunfuñó Iván Ivanovic.

–Sí –dijo Poliessov.

Hubiese sido efectivamente útil, porque habría permitido corregir los aparatos y, sobre todo, ajustar los del cuadro de mandos. Para Iván Ivanovic sus indicaciones eran incomprensibles, pero Poliessov se daba cuenta de que mentían tan descaradamente como las otras. Aquello era muy extraño y peligroso, por cuanto los órganos de mando estaban protegidos de toda influencia extraña por la triple coraza del ultrapotente Tortuga. También las personas quedaban aisladas de las influencias externas por la triple coraza del Tortuga. Por un instante, Poliessov experimentó una fea debilidad en el estómago. Apretó los dientes y dijo:

–Sí. Habría sido muy útil.

–¿Qué sucede afuera? –preguntó Iván Ivanovic.

–Nada. Lluvia y niebla.

Iván Ivanovic se levantó, rogando a Poliessov que se apartase un poco, para inclinarse hacia el periscopio. Vio troncos espantosamente despedazados y retorcidos, de pinos, ramas negras carbonizadas y espesas yerbas de dos metros de alto. Y niebla. Una niebla gris y quieta sobre un mundo podrido que flotaba en los rayos de los proyectores. A pocos metros del tanque estaban parados los kiberi-exploradores. Se acercaban al carro armado y parecían perritos que husmeasen al lobo. No querían penetrar en la niebla, o quizá mejor, no podían.

Iván Ivanovic se sentó.

–La niebla azul –susurró con voz ronca.

–¿Y bien? –preguntó Poliessov.

Iván Ivanovic no contestó, Berkut se levantó y miró a su vez a través del periscopio. Luego se sentó de nuevo y se desabrochó el botón de la chaqueta. Se ahogaba. Se estiró y respiró profundamente. La opresión desapareció.

–¿Qué haremos? –preguntó Poliessov.

–Escuchen, compañeros –dijo de pronto Berkut–. ¿No oyen nada?

–¿Qué pasa con los aparatos? –preguntó Iván Ivanovic. Se interrumpió–. Agujitas –dijo con voz débil.

Poliessov advirtió entonces un desagradable picoteo en la punta de los dedos, producido por agujas microscópicas finas como aguijones de abeja. Por alguna razón desconocida la respiración era difícil. Los dedos se morían.

–Parece… vértigo –murmuró con esfuerzo.

Iván Ivanovic se levantó de golpe, empujó a Poliessov y de nuevo apretó la frente calva sobre la cornisa del periscopio. Fuera sólo se divisaba niebla. Los exploradores habían desaparecido. Iván Ivanovic tragó aire con dificultad y cayó sobre su butaca. Sus mejillas blandas relucían de sudor.

–Malditos sean el tanque y los kiberi-exploradores –dijo–. El supertanque…

–Con este mismo tanque atravesé el año pasado la meseta en llamas de Mercurio –replicó lentamente Poliessov.

–Malditos sean los kiber –continuó Iván Ivanovic–, tienen pánico, los malditos kiber. Por primera vez veo a los kiber empavorecidos.

–Basta, Iván Ivanovic –ordenó Berkut.

“La superprotección no actúa”, pensaba Poliessov. Que los aparatos mientan, que se respire con fatiga, que las agujitas pinchen, no son una gran desgracia. La verdadera desgracia tendrá lugar cuando el reactor ceda, y se produzca la inducción de los campos magnéticos que rigen el anillo de plasma incandescente. Será suficiente para que el Tortuga se transforme en vapor con toda su supercoraza. Lo único que cabe hacer es largarse cuanto antes.

–Hay que arriesgarse y usar el helicóptero –propuso Iván Ivanovic.

Las agujitas le punzaban ya los hombros y las caderas.

–Muy bien –dijo Poliessov–. Sujétense.

Iván Ivanovic calló. Los físicos se sujetaron a sus asientos con las anchas y suaves correas.

–¿Están listos? –preguntó Poliessov.

–Listos –contestó Berkut.

Poliessov apagó la luz y puso las manos sobre las levas de mando. El motor dejó oír un sordo murmullo. El tanque vaciló. Algo chirrió de forma desagradable bajo las cadenas. Delante se extendía una niebla espesa, impenetrable. Ahora les corrían agujas rápidas por la espalda, una sensación horrenda. El aire faltaba. El Tortuga, silbando y temblando, se encabritaba. Más arriba, siempre más arriba. Más arriba aún, hacia el cielo. La máquina ciega subía por la pendiente de un altísimo monte, mientras al otro lado se abría el abismo. Y en el reactor la llama de plasma intentaba liberarse, gritando, de las cadenas magnéticas. Un instante, un instante todavía…

Poliessov se separó del periscopio y lanzó una ojeada a los aparatos. Si sus indicaciones eran exactas, el reactor del Tortuga debería estallar de un momento a otro. Pero los aparatos enloquecen. Las influencias exteriores los confunden. Las manos están desmayadas, las agujitas bailan ya junto al corazón. Una punzada dentro de poco y será el final. Dentro de poco el plasma atravesará las paredes del reactor y será el fin… Junto a él, Berkut se bamboleaba sin nervio, impotente como una muñeca…

Al reaccionar, Berkut vio la pantalla iluminada, como una ventana que desde una cámara oscura diese sobre el claro del bosque. La niebla había desaparecido. La pantalla funcionaba correctamente, se veían los matorrales mojados y la hierba húmeda bajo la lluvia espesa. El cielo no era visible. En el claro apareció un enorme animal, que se detuvo mirando al Tortuga. Berkut no comprendió al principio que era un alce. La bestia tenía el cuerpo de un alce, pero no su fiera actitud: su cabeza estaba inclinada hacia el suelo bajo la monstruosa masa de los cuernos. El alce tiene normalmente cuernos muy pesados, pero aquél llevaba sobre la cabeza un árbol entero, y su cuello no podía sostener tan inmenso peso.

–¿Qué es? –preguntó Iván Ivanovic. Su voz era desagradable. Berkut comprendió que también Iván Ivanovic debía haberse desvanecido.

–Un alce –murmuró Berkut y llamó–: ¡Piotr Vladimirovic!

–Aquí estoy, camarada Berkut –contestó Poliessov. Otra voz desagradable.

–¿Lo logramos?

–Parece que sí –dijo Poliessov–. ¿Es posible que eso sea un alce?

–Es un alce de la zona…

–Una ocasión para Kruglis.

–¿Cómo se sienten, camaradas? –preguntó Berkut.

–Muy bien –contestó Iván Ivanovic.

–Me duele mucho la mejilla –confesó Poliessov–. Pero los aparatos funcionan de nuevo.

El alce se acercó sombrío al tanque y permaneció frente a él con los ollares temblorosos. Berkut observó más detenidamente sus cuernos. Estaban agrietados y sangraban, los cubría un moho blanco y viscoso.

–Le faltan los ojos –declaró de pronto Poliessov con voz queda y atroz.

El alce no tenía ojos. En su lugar había el moho blanco, viscoso.

–Échalo, Piotr Vladimirovic –susurró Berkut–. Por favor.

Poliessov enchufó la sirena. El alce se quedó aún quieto, agitando el morro. Luego se volvió y moviendo fatigosamente las patas, se fue. Caminaba inseguro y dolorido, como si en vez de un paso normal, diese sólo medio cada vez. Su cabeza tocaba en el suelo, los costados delgados tenían un brillo húmedo.

–Camina como una tortuga.

Siguieron mirando el alce que se arrastraba ramoneando en la alta hierba mojada. Al fin desapareció tras los árboles. Berkut dijo:

–Piotr Vladimirovic, es usted un genio…

–¿Qué? –preguntó Poliessov.

–Nos ha sacado de la trampa…

–Una bonita trampa –admitió tranquilamente Poliessov.

–No comprendo cómo lo ha conseguido…

Poliessov no dijo nada. Puso el motor en marcha y envió a los exploradores. Los kiber saltaron al exterior, giraron aquí y allí, y se lanzaron hacia delante. Ya no tenían miedo. El Tortuga los siguió zumbando.

 

Durante la avanzada mañana, el Tortuga superó el último desnivel para asomarse al borde de la enorme cuenca. Detrás se extendía la taiga, de un verde oscuro, húmeda tras la lluvia nocturna, silenciosa y tétrica bajo el sol cegador. El tanque había dejado tras sí un amplio claro, en cuyos bordes yacían troncos carbonizados manchados por un moho blanco.

Abajo, en el fondo de la cuenca, estaban las ruinas del laboratorio. La tierra era desnuda y negra. De ella salía un vapor que deformaba la perspectiva. Las ruinas negras temblaban y se disolvían en el aire templado.

–¡Dios mío! –exclamó con voz temblorosa Iván Ivanovic–. ¡Dios mío!

Recordaba bien aquellos lugares, aunque hubiesen pasado ya 50 años. Sobre la amplia explanada cubierta de cemento blanco brillaba un magnífico monstruo, el anillo de dos kilómetros de diámetro del generador mesónico, rodeado por las torres de cristal de las instalaciones de regulación. ¡Y pensar que en un solo día, en una millonésima de segundo, todo había desaparecido! El resplandor fue visto a muchos centenares de kilómetros a la redonda, y la sacudida había sido registrada por todas las estaciones sísmicas del planeta.

–Los daños no son tan grandes –vino a decir Berkut como consuelo.

–Pensé que sólo quedaría la tierra desnuda.

–¡Dios mío! –Repitió Iván Ivanovic rascándose la barba sin afeitar y dijo–: allí está la instalación de los relés, yo mismo la construí… y la factoría de Ceboksarov… No queda nada.

–Bueno –dijo Poliessov–, ignoro lo que busca usted, pero ahora enviaré a los kiber. En todo caso necesitaré informaciones.

–Ah, sí, informaciones –murmuró Iván Ivanovic–. Aquí estoy.

–Muy bien –consintió Berkut–. Pero mientras, desayunemos.

Poliessov giró los interruptores. Desde la pantalla se veía a los exploradores saltar a tierra, correr por la pendiente de la cuenca y desaparecer entre las ruinas. Poliessov sacó entonces unas cajitas y pan de un paquete impermeable. Los tres se pusieron a comer, bebiendo café caliente de un termo.

–¿Dónde estabas durante la explosión, Iván Ivanovic? –preguntó Berkut.

–En Lantánida.

–Fuiste afortunado.

–No sólo yo, por suerte –prosiguió Iván Ivanovic–. Aquí no había casi nadie. El laboratorio era teledirigido… Miren a nuestro piloto…

Berkut se volvió. Poliessov dormía con la cabeza apoyada sobre el tablero de mandos, apretando entre las rodillas el termo de café.

–Está agotado –dijo Iván Ivanovic.

Poliessov se despertó, arregló los platos, se apoyó en el respaldo y se durmió de nuevo. Pero Iván Ivanovic lanzó un grito de alegría:

–¡Vuelven los exploradores!

Entre las ruinas calcinadas aparecieron brillantes puntos móviles. Poliessov se restregó los ojos y se estiró, haciendo sonar todas las articulaciones. Luego se inclinó sobre el cuadro y empezó a leer los registros.

–La radiación no es muy fuerte, 25 roentgen. Temperatura… Presión… Humedad… Todo normal. Albúmina. Bacterias…

–Bien por las bacterias –dijo Iván Ivanovic–. ¡Continúe!

–Continuemos… Aquí está de nuevo la zona prohibida. Superficie aproximada de una hectárea. Los kiber dieron la vuelta y se alejaron. Y otra vez se veló la película.

–¿Cómo es posible? ¿Otra vez la niebla azul?

–No. Bueno, no lo sé… Simplemente la zona prohibida.

–Deme las coordenadas, Piotr Vladimirovic –ordenó Berkut, echando una ojeada a Iván Ivanovic.

Éste sacó rápidamente el plano y lo desplegó sobre sus rodillas.

Poliessov se puso a dictar.

–Justo –declaró Iván Ivanovic–, es precisamente ésa. Al sur de la torre de registro de las fases había una caseta de cemento. Una garita. Exacto.

Durante algunos minutos, Iván Ivanovic y Berkut se miraron en silencio. Poliessov veía los dedos temblorosos de Iván Ivanovic arrugar y alisar el papel rígido del plano. Berkut preguntó al fin:

–¿Empezamos?

Iván Ivanovic se levantó, dándose con la cabeza contra el techo bajo de la cabina, sacudió la cabeza y abrió el armario donde estaban guardados los trajes de protección.

–¡Espera! –Advirtió Berkut–. Piotr Vladimirovic, lleve la máquina hacia aquella zona… prohibida.

–¿A la zona prohibida? –preguntó lentamente Poliessov.

Miró a la pantalla. Bajo el alto sol las ruinas yacían silenciosas y negras. El borde opuesto de la cuenca palpitaba con una niebla caliente. Ningún signo de vida, ninguna indicación de movimiento, sólo impalpables corrientes de aire caliente. Sin saber el motivo, Poliessov se acordó repentinamente del moho blanco y viscoso en los ojos del alce.

–Alguien tiene que ser el primero –dijo Berkut–. Empezaremos nosotros.

Una hora después el Tortuga se detuvo un centenar de metros al sur de la torre, masa de cemento fundido por el calor, de la que surgían las varas de la armadura de acero. La pantalla funcionaba perfectamente. Se distinguía sobre la tierra calcinada cada granito de arena. La tierra se levantaba a modo de trinchera baja, rodeando la torre desnuda de una construcción subterránea. La torre era gris, rugosa y tenía en el centro un agujero redondo y negro.

–¿Es aquí? –preguntó Berkut.

–Sí –contestó Iván Ivanovic en voz baja.

Se vistieron con rapidez los trajes de protección. Antes de bajar la visera antiespectral del casco, Berkut le indicó a Poliessov:

–Quédese en el tanque y mantenga el contacto por radio con nosotros. Si no lo consigue, no se deje dominar por el pánico. Y que no se le ocurra seguirnos…

Lo dijo en un tono decidido, lo que parecía extraño porque Poliessov siempre pensó que Berkut era un blando. Pero esta vez había hablado como hacía falta.

–Una cosa más. Si consigue establecer comunicación con Leming, cuéntele cómo van las cosas. Dígale que todo va bien. Hasta la vista.

Bajaron del tanque, Berkut el primero, seguido de Iván Ivanovic, con una cuerda enrollada a la espalda. Poliessov les vio pasar el terraplén, caminar sobre el cemento; se pararon sobre el agujero negro. Parecían buzos con sus trajes amarillos y deslucidos y con aquellos grandes cascos.

Iván Ivanovic lanzó la cuerda y ató un extremo al cemento.

Berkut preguntó:

–Piotr Vladimirovic, ¿me escucha?

Poliessov le contestó que le oía muy bien.

–Sobre todo, no se preocupe, Piotr Vladimirovic. Todo saldrá bien. Inspeccionaremos los locales de abajo y volveremos inmediatamente.

–Vamos, vamos –interrumpió impaciente Iván Ivanovic.

Fue el primero en descender. Poliessov lo oyó jadear y murmurar a media voz. Berkut estaba inclinado, con las manos apoyadas en las rodillas,

–Hecho –dijo Iván Ivanovic–. Estoy sobre el pavimento. Baje, Berkut.

Berkut hizo una señal con la mano a Poliessov y desapareció también por el agujero. Durante cinco minutos calló.

El primero en hablar fue Berkut.

–¿Qué es eso?

–Un simple transformador –contestó Iván Ivanovic–. Pero muy viejo.

–Parece como si lo hubiesen masticado –comentó Berkut.

Los físicos se callaron. Le pareció a Poliessov como si alguien respirase pesadamente en el micrófono. Elevó el volumen. Una especie de asmático aspiraba y espiraba rítmicamente el aire.

–¿Qué tal va? –preguntó Poliessov por su cuenta.

La voz de Berkut llegó sofocada pero distinta:

–Todo va bien, Piotr Vladimirovic. Proseguimos.

El receptor graznó y quedó en silencio. Poliessov sacó del bolsillo un tubito de esporamina, se tragó una pastilla y miró la pantalla. Más allá del terraplén cercano al borde del bosque se esparcían fragmentos retorcidos. Los trozos de acero brillaban al sol. Era el Galatea, un avión cohete automático enviado al epicentro en misión de reconocimiento un mes antes. El Galatea estalló sobre el epicentro por causas desconocidas. Desde entonces, Leming había prohibido los reconocimientos aéreos. Poliessov dijo en el altavoz:

–Camarada Berkut, ¿me oye? ¡Iván Ivanovic!

No tuvo respuesta. Pensó que quizá necesitaba salir al exterior. Pero decidió intentar otra vez la comunicación con Lantánida.

Apretó la tecla de sincronización. De pronto el silencio fue interrumpido.

–¿Tortuga? ¡Tortuga! –Gritó alguien–. ¡Conteste, Tortuga!

Tortuga a la escucha –dijo con rabia Poliessov.

–¿Tortuga? Soy Leming. ¿Dónde han ido ustedes a parar? ¿Por qué no contestaban?

Poliessov declaró que no conseguía establecer el contacto.

–¿Dónde se encuentran?

–Sobre el epicentro.

Siguió un breve silencio, tras el cual Leming, visiblemente tranquilizado, se informó:

–¿Qué han encontrado?

–¿Qué? –preguntó Poliessov.

–¿Cómo que qué? El “motor del tiempo”, naturalmente. ¿Eres tú, Berkut?

Poliessov contestó que no era Berkut, y que Berkut e Iván Ivanovic habían descendido a un cierto subterráneo y que él, Poliessov, no sabía de qué “motor del tiempo” se trataba.

–No importa –exclamó impaciente Leming–. Esos idiotas se han empeñado en bajar… Luego les arreglaré las cuentas. Oiga, piloto, conduzca la máquina ahora mismo lo más lejos posible de ese… subterráneo y aguarde. ¿Ha comprendido? Aléjese y espere.

–Comprendido –repitió Poliessov–, alejar la máquina y esperar.

–Actúe. ¿No hay enlace con Berkut?

Poliessov reflexionó e interrumpió la comunicación.

–Motor del tiempo –dijo en voz alta–. Muy bien.

Se levantó, se puso el traje y salió de la máquina. Los pies se le hundían hasta los tobillos en el polvo negro. Tras subir a la cúpula de cemento se acercó al agujero. La delgada cuerda desaparecía en una oscuridad infernal. Poliessov se volvió. El Tortuga quedaba tras el terraplén, mirándolo con los ojos brillantes y saltones de los faros. Poliessov se arrodilló para deslizarse por el agujero con todos los músculos en tensión.

Abajo la oscuridad era absoluta. Poliessov encendió el faro del casco. La mancha luminosa se arrastró sobre los rugosos muros, sobre los restos de los aparatos destrozados, sobre el pavimento cubierto por un estrato de polvo finísimo. Más adelante, Poliessov vio huellas en el polvo y continuó rápido hacia adelante evitando los amontonamientos de restos, tropezando en los hilos rotos. Oyó de nuevo por el radioteléfono a alguien que respiraba de forma ronca y rítmica.

Una esquina. Un corredor largo y estrecho. Otra esquina. Poliessov rodó por una escalera metálica. Experimentó de nuevo en la punta de los dedos la conocida sensación de centenares de agujas microscópicas que penetraban bajo la piel. Poliessov empezó a correr. Otra escalera, otro corredor. El estertor rítmico en los auriculares se convirtió en un sonido muy potente y terrible. O-o-o… a-a-a…

El sudor le inundaba los ojos. Otra esquina. Poliessov se detuvo. Por un instante una fuerte luz azul lo cegó. Luego distinguió dos sombras negras. Berkut estaba inclinado sobre Iván Ivanovic sentado con las piernas cruzadas y que apoyaba las palmas de las manos sobre el pavimento azul.

Poliessov se precipitó hacia ellos y cogió a Iván Ivanovic por debajo de las axilas. Iván Ivanovic era extraordinariamente pesado. Sus piernas se arrastraban por el suelo y a cada momento resbalaba en los brazos de Poliessov. Consiguió arrastrarlo hasta la puerta, se lo cargó a la espalda e, introduciéndose con fatiga en el corredor, miró atrás hacia Berkut. Este lo seguía sin prisa, mientras sus brazos colgaban como las mangas de un abrigo echado sobre la espalda. Tras él vio sólo dos columnas transparentes… En las columnas se debatía con lento latir una llama azul, acompañada por el grito del radioteléfono.

 

Iván Ivanovic se reanimó con un vasito de coñac y dijo:

–Ha sido toda una exploración.

–¿Otro? –preguntó Poliessov.

–No, ya basta.

–¿Y usted, camarada Berkut?

Berkut sonrió.

–Gracias, Piotr Vladimirovic. Póngase en comunicación con Leming, si no le molesta.

Poliessov atornilló la cantimplora y se puso en el transmisor. Berkut se apoyó en el respaldo y siguió sonriendo. El cuerpo era ligero y fresco, no quedaba ni siquiera una traza de la enervante impotencia que le había asaltado al regreso de los corredores subterráneos.

–Aquí está la comunicación –indicó Poliessov.

–Leming –llamó Berkut al micrófono–. Leming, soy Berkut.

–Berkut –repitió con voz desacostumbradamente baja Leming–. ¿Por qué se ha arriesgado tanto?

–Calma, Leming –dijo, sonriendo Berkut–. Estamos sanos y salvos. Leming, no nos hemos equivocado. ¿Me escucha, Leming? El “motor del tiempo” permanece intacto y trabaja a toda presión. Trabaja, ¿me escucha?

Tras una pausa, Leming respondió:

–Sí, lo escucho.

–Haga venir aquí con toda urgencia un equipo para quitar la energía –continuó Berkut–. Con urgencia, ¿ha comprendido? Y envíe a gente. Mucha gente. Envíe a Kuzmin, a la Iesileva, Akopian. Envíe sin falta a Akopian. Y hágalo pronto, Leming. Hay que prevenir la próxima explosión. Tenga en cuenta que no es posible atravesar la niebla azul con los medios acostumbrados. Pida a los interplanetarios algún otro tanque superacorazado. Tampoco resultan seguros, pero por lo menos…

–Los tanques completamente equipados están ya en camino y llegarán mañana. Y los hombres llegarán dentro de un cuarto de hora. He enviado tres reactores –contestó Leming.

–No valía la pena –Berkut echó una ojeada a la pantalla, en la que brillaban bajo el sol los restos del Galatea–. Aquí tenemos ya uno.

–No importa, pasarán sobre la vieja autopista en vuelo rasante. No les pasará nada.

Leming tosió, luego con una voz veladamente indiferente se informó si Berkut tenía alguna idea respecto a aquella… ¿cómo se llama?… niebla azul.

Berkut respondió:

–Sí, tengo alguna. No está excluido que se trate de una protomateria no cuántica o, mejor dicho, el producto de su reacción con el aire y el vapor acuosos.

–También yo pensaba lo mismo –dijo Leming–, Muy bien. Esperen. No se arriesguen. Hasta luego.

Iván Ivanovic se echó a reír. Berkut se separó del micrófono y rio también. Sólo Poliessov permaneció serio. Estaba pálido y desmejorado por la fatiga. Había tragado otra tableta de esporamina; no tenía sueño, pero no se encontraba bien. Además, por primera vez en su vida no comprendía lo que sucedía en torno suyo, lo que lo hacía rabiar y lo humillaba. Se sentía molesto ante la vanidad de Iván Ivanovic e incluso la gentileza de Berkut, aunque se daba cuenta de que estaba equivocado. Al fin venció el orgullo y preguntó resueltamente:

–¿Qué es el “motor del tiempo”?

Los físicos lo miraron y luego lo hicieron entre sí.

Poliessov añadió:

–Si no es un secreto, claro está.

Berkut enrojeció.

–Nos habíamos olvidado… perdone, Piotr Vladimirovic –balbuceó–. Antes no estábamos seguros, y ahora este éxito… ha sido tan inesperado… ¡Ah, qué contrariedad! Por favor, no se ofenda. ¿Conoce usted la mecánica causal?

Poliessov sacudió la cabeza fríamente. Seguía aún enfadado, aunque Berkut se le mostrara simpático.

–Entonces resulta más complicado. De todas formas, intentaré explicárselo…

Hizo un esfuerzo para darle una explicación clara. Poliessov, por su parte, hizo todo lo posible por comprender. Se trataba de las propiedades del tiempo. Del tiempo como proceso físico. Según Berkut, el problema era extremadamente complejo. Muchos años antes, al estudiar un científico el problema de la fuente de energía estelar, fue el primero en formular una original teoría del tiempo como proceso físico ligado a la energía.

Así nació la mecánica de las relaciones entre la causa y el efecto, dicho de otra manera, la mecánica causal.

Una de las notables consecuencias de la mecánica causal había sido la hipótesis sobre la posibilidad de utilizar la marcha del tiempo como fuente de energía. Se habían calculado sistemas mecánicos que hacían posible su realización práctica. A pesar de todo, la productividad de semejantes sistemas era nula. No proporcionaban más que una confirmación experimental genérica de la teoría fundamental. Para fines prácticos, este problema, siempre en una línea experimental, sólo se resolvió tras la aparición de la electrodinámica causal. Y también estos sistemas electrodinámicos causales precisaron decenas de años antes de que empezaran a suministrar energía de modo concreto y útil.

Setenta y cinco años antes, después de una deliberación del Consejo Científico Mundial, cuatro de tales sistemas fueron montados y puestos en funcionamiento a título experimental. Uno en la taiga, otro en la Amazonia, un tercero en la Antártida y un cuarto en el cráter Bulliald de la Luna. Más tarde, cerca del motor en la taiga fue construido un laboratorio telemecánico para el estudio de los mesones. Durante un experimento no determinado se produjo una explosión. Ocurrió 48 años antes. El “motor del tiempo” se consideró perdido, porque los daños eran extraordinariamente importantes y porque se hizo imposible penetrar en el territorio donde se hallaba la instalación. La atención de los estudiosos se había concentrado en las tres instalaciones restantes y el experimento de la taiga fue olvidado. Pero el motor no había sido dañado, continuaba recogiendo la energía. De pronto, cuatro meses antes, liberó la primera porción de energía.

–Esto es todo, o casi todo –Berkut sonrió tímidamente–. ¿Comprende ahora?

–Gracias –dijo Poliessov.

–Y lea un poco a Leming –continuó Berkut–. Hay una estupenda monografía de Leming sobre la electrodinámica causal.

Poliessov tosió.

–Las columnas transparentes del subterráneo –explicó Berkut– sirven para la derivación de la energía. El motor se encuentra en el piso inferior. La energía fluye en las columnas, allí se recoge y de vez en cuando sale al exterior. Nadie sabe, en general, cuál es su naturaleza.

–Leming lo sabe –intervino Iván Ivanovic. Berkut le miró y prosiguió:

–Sí. Leming sostiene que la energía sale bajo la forma de “protomateria”, que constituye la base no cuantitativa de todas las partículas y de todos los campos. Luego la protomateria forma espontáneamente los cuantos, en parte partículas y antipartículas y, en parte, campos magnéticos. Pero parcialmente, entra también en reacción con el medio circundante. Es probable que nazca así la niebla azul. Esta protomateria penetra por todas partes. No conoce obstáculos y actúa sobre los aparatos, sobre los kiber, como dicen ustedes y sobre nuestros cuerpos… Pero no me explico con claridad.

–No, más que bien –dijo Poliessov. Se había acordado de que las agujas de los aparatos que controlaban la carga de los campos magnéticos se movían espasmódicamente.

–Más que bien –repitió–. Gracias… ¿Y los otros motores?

–Los otros, por ahora, están inactivos –dijo Berkut–- Pero por ahora con éste nos basta.

–Construiremos una ciudad laboratorio –murmuró Iván Ivanovic, mirando fijamente a la pantalla–. ¡Cómo trabajaremos, Dios mío! –Se volvió hacia Poliessov y le dijo–: Hay que conocer la mecánica causal, jovencito. Sus principios se enseñan ya en la escuela.

–No es verdad –cortó Berkut.

–Sí, lo es. Mi sobrinito así me lo ha dicho. Pero no se trata de esto. Tengo una proposición que hacerle, Poliessov. Nos hará falta aquí un piloto con los nervios templados.

–No –contestó Poliessov–. Lo siento, pero debo regresar al Mercurio. También allí necesitan pilotos con los nervios templados.

Iván Ivanovic arqueó las cejas.

–Haga lo que mejor le parezca –murmuró. –Ya están aquí –dijo Berkut.

Del otro lado de la taiga, uno tras otro, aparecieron silenciosamente unos pájaros plateados, sobrevolaron a escasa altura la tierra negra y se posaron plegando las alas. Se abrieron las portillas y empezaron a saltar de ellos hombres con trajes protectores amarillos y grandes cascos.

–Akopian –dijo Berkut–. Vamos, compañeros.

 

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