Robert Sheckley
La estación espacial giraba en torno a su planeta, esperando. A decir
verdad, carecía de inteligencia, puesto que le era innecesaria. Sin embargo,
tenía conciencia, y cierto tipo de tropismos, afinidades y reacciones.
Contaba con recursos. Su finalidad había sido grabada en
el metal mismo, estaba impresa en los tubos y circuitos. Y la máquina
conservaba, tal vez, algunas de las emociones que acompañaran su construcción:
las esperanzas febriles, los temores, la carrera enloquecida contra el tiempo.
Pero tales esperanzas habían sido vanas; la carrera se
perdió, y la gran maquinaria quedó suspendida en el espacio, incompleta e
inútil.
Sin embargo, tenía conciencia, y cierto tipo de
tropismos, afinidades, reacciones. Contaba con recursos. Sabía lo que hacía
falta. Y por eso examinaba el espacio, a la espera de los componentes
necesarios.
En la región de Bootes, la estación llegó hasta un
pequeño sol de color cereza; mientras la nave se aproximaba, pudo ver que uno
de sus planetas tenía el extraño color verde azulado de la Tierra.
–¡Mira eso! –grito Fleming desde los controles, con la
voz quebrada por el entusiasmo–. Es como la Tierra. Es realmente como la
Tierra, ¿verdad, Howard? ¡Haremos una fortuna con eso!
Howard se acercó lentamente desde la cocina de la nave,
masticando un trozo de aguacate. Era calvo y de baja estatura; lucía un digno
vientre del tamaño de una sandía. Se sentía irritado, puesto que Fleming lo
había interrumpido mientras estaba concentrado en la preparación de la cena.
Para Howard, la cocina era un arte; de no haber sido comerciante le habría
gustado trabajar como jefe de cocina. Los dos comían bien durante todos los
viajes, ya que Howard tenía buena mano para el pollo frito; servía sus asados con
salsa Howard y era especialmente adicto a la ensalada Howard.
–Podría ser como la Tierra –juzgó, contemplando fríamente
el planeta verdeazulado.
–Claro que lo es –dijo Fleming.
Éste era joven, y más optimista de lo que se puede ser en
el espacio. A pesar del arte culinario desplegado por Howard, seguía siendo muy
delgado; los cabellos, de color zanahoria, le caían en profusión sobre la
frente y los hombros. Howard se mostraba tolerante con él, no sólo porque era
muy hábil para conducir y reparar motores, sino, principalmente, por su
espíritu comercial. Tal actitud era muy necesaria en el espacio, puesto que se
requería una pequeña fortuna sólo para que la nave despegara.
–Si al menos estuviera deshabitado –rogaba Fleming,
entusiasta y buen comerciante como siempre–. Si fuera todo nuestro… ¡Nuestro,
Howard! ¡Un planeta similar a la Tierra! Mi Dios, podríamos sacar una fortuna
con sólo vender propiedades, y ni hablar de los derechos de explotación minera,
petrolera, y todo lo demás.
Howard tragó el resto de su aguacate. El joven Fleming
tenía aún mucho que aprender. Eso de descubrir y vender planetas era un
negocio, lo mismo que cultivar y vender naranjas. Naturalmente, existía cierta
diferencia: las naranjas no entrañan peligro, pero algunos planetas sí. En
compensación, las naranjas no dejan tanta ganancia como un buen planeta.
–¿Aterrizamos ahora mismo en nuestro planeta? –preguntó
Fleming, ansioso.
–Sin duda –respondió Howard–. Aunque… aquella estación
espacial me induce a pensar que tal vez sus habitantes consideran que es su
planeta, Fleming siguió la dirección de su mirada. Una estación espacial, hasta
entonces oculta por la mole del planeta, estaba surgiendo a la vista.
–Maldita sea –dijo Fleming, con la cara pecosa contraída
por el contratiempo–. Eso significa que está poblado. ¿Te parece que podríamos…?
No concluyó su frase, pero echó una mirada a los
controles de bombardeo. Howard contempló la estación espacial, apreciando la
tecnología que había sido capaz de construirla, y negó tristemente con la
cabeza, diciendo:
–Humm… no, aquí no.
–Oh, bueno –aceptó Fleming–. Por lo menos tendremos
prioridad para el comercio. Volvió a mirar por el portillo y tomó a Howard por
el brazo:
–Mira… la estación espacial. En la superficie metálica de
la esfera, una serie de luces brillantes parpadeaban sucesivamente.
–¿Qué puede significar eso? –preguntó Fleming.
–No tengo idea –respondió Howard–, y si nos quedamos aquí
no lo sabremos jamás. Podrías aterrizar en el planeta, si nadie intenta
impedírtelo.
Su compañero asintió, conectando los controles manuales.
Por unos cuantos segundos, Howard se limitó a observar.
El tablero de controles estaba cubierto de indicadores,
llaves y perillas de metal, plástico y cuarzo. Fleming, por el contrario, era
carne, sangre y huesos. Parecía imposible que pudiera existir entre ellos ni
siquiera una relación superficial. Sin embargo, Fleming pareció fundirse con el
tablero de controles. Inspeccionó los indicadores con precisión mecánica, y sus
dedos se convirtieron en prolongaciones de las llaves. El metal pareció volverse
dúctil a sus manos y dócil a su voluntad. Las perillas de cuarzo resplandecían
en tonos rojos, y en los ojos de Fleming brillaba una luz que no parecía mero
reflejo.
Cuando hubieron entrado en la espiral de desaceleración,
Howard se instaló cómodamente en la cocina, para calcular los gastos de
combustible y comida, más la depreciación de la nave. Agregó a esa suma un
treinta por ciento, para mayor seguridad, y la apuntó en un libro de
contabilidad. Más tarde le sería útil, cuando liquidara su impuesto a los
réditos.
Aterrizaron en los alrededores de una ciudad, y allí
aguardaron la llegada de los funcionarios locales. Nadie vino. Efectuaron los
análisis acostumbrados de atmósfera y microorganismos, y siguieron esperando.
Pero nadie vino. Doce horas después, Fleming abrió la escotilla y ambos se
encaminaron hacia la ciudad.
Encontraron los primeros esqueletos diseminados por la
ruta, cuyo pavimento había sido destrozado por las bombas. Aquello los intrigó:
era muy poco higiénico. ¿Qué clase de gente civilizada era aquélla, capaz de
dejar esqueletos sobre las rutas? ¿Por qué no los retiraban?
Pero la ciudad sólo estaba poblada por esqueletos: miles,
millones de ellos se amontonaban en los teatros semidormidos; se les veía
caídos ante los negocios polvorientos o diseminados por las calles
resquebrajadas por los tiroteos.
–Seguramente hubo una guerra –dijo Fleming, con
sagacidad.
En el centro de la ciudad descubrieron una plaza de armas
llena de esqueletos uniformados dispuestos en fila sobre el pasto. En los
palcos se agolpaban esqueletos oficiales, funcionarios esqueletos, padres y
esposas esqueletos. Y detrás de esos palcos había niños esqueletos, allí
reunidos para presenciar el espectáculo.
–Una guerra, sin duda –dijo Fleming, expresando su
convencimiento con un gesto de la cabeza–. Y perdieron.
–Es obvio –replicó Howard–. Pero, ¿quién ganó?
–¿Cómo?
–¿Dónde están los vencedores?
En ese momento, la estación espacial cruzó el firmamento,
arrojando su sombra entre las filas de esqueletos silenciosos. Ambos levantaron
la vista, inquietos.
–¿Y si todos murieron? –preguntó Fleming, lleno de
esperanzas.
–Creo que es mejor averiguarlo.
Volvieron a la nave. Fleming empezó a silbar, en señal de
optimismo, y apartó una pila de huesos a puntapiés.
–Hemos descubierto un buen filón –dijo, con una amplia
sonrisa.
–Todavía no –repitió Howard, prudente–. Puede haber
sobrevivientes.
Pero cruzó su mirada con su compañero y sonrió sin
querer, agregando:
–En realidad, parece que el viaje ha resultado
provechoso.
Hicieron un breve recorrido por el planeta. Aquel mundo
verdeazulado era un sepulcro resquebrajado por las bombas. En cada continente,
de acuerdo con su tamaño e importancia, las ciudades contenían millares o
millones de habitantes óseos. Las llanuras y las montañas los exhibía por
doquier, y los había en los lagos, en los bosques y en las selvas.
–¡Qué desorden! –observó Fleming finalmente, en tanto
permanecían suspendidos sobre el planeta–. ¿Qué población le calculas?
–Yo diría que eran unos nueve billones, billón más o
menos –respondió Howard.
–¿Qué puede haber pasado, según tu opinión?
–Hay tres métodos clásicos de genocidio –respondió
Howard, con aire docto–. El primero es la contaminación de la atmósfera por
gases tóxicos. A eso puedes agregar la contaminación radioactiva, que también
mata la vida vegetal. Y, finalmente, existen gérmenes inducidos a mutación por
métodos de laboratorio, con la única finalidad de atacar a poblaciones enteras.
Si escapan al control, pueden barrer con los habitantes del planeta entero.
–¿Crees que eso fue lo que ocurrió? –volvió a preguntar
Fleming, con interés.
–Eso creo. Howard frotó una manzana contra la manga y le
dio un mordisco, agregando:
–No soy patólogo, pero las marcas que presentan esos
huesos…
–Gérmenes –repitió Fleming, y tosió involuntariamente–,
¿No hay peligro de que…?
–Si aún estuvieran activos, ya estarías muerto. Eso debe
haber pasado hace varios siglos, a juzgar por el estado de los esqueletos. Los
gérmenes murieron por falta de organismos humanos en los que instalarse.
Fleming asintió con vigor, diciendo:
–Así debió ser. Oh, lo siento por la gente, por las
fortunas de guerra y todo eso. ¡Pero este planeta nos pertenece por derecho!
Echó una mirada furtiva sobre las ricas praderas verdes
que se extendían debajo, y agregó:
–¿Cómo lo llamaremos, Howard?
Su compañero contempló los prados y las salvajes y
exuberantes pasturas que bordeaban las rutas de concreto.
–Podríamos llamarlo Paraíso II –dijo–. Este planeta debe
ser un verdadero edén para los granjeros.
–¡Paraíso II! Suena muy bien –aprobó Fleming–. Habrá que
contratar un equipo para retirar todos esos esqueletos. Le dan un aspecto muy
tétrico.
Howard asintió. Había muchos detalles de que ocuparse.
–Ya nos ocuparemos de eso cuando…
La estación espacial pasó por sobre ellos.
–¡Las luces! –gritó Howard inesperadamente.
–¿Qué luces? –inquirió Fleming, mirando la esfera que se
retiraba.
–Cuando llegamos. ¿Recuerdas esos destellos?
–Es cierto. ¿Crees que alguien se ha refugiado allí?
–Lo averiguaremos ahora mismo –respondió Howard, ceñudo.
Y mientras Fleming hacía girar la nave, dio un decidido
mordisco a su manzana.
Cuando llegaron a la estación espacial, el primer objeto
que se presentó a la vista fue un vehículo estelar, aferrado al metal pulido
como una araña a su tela. Era pequeño (apenas un tercio de una nave común), y
una de las escotillas estaba entreabierta.
Los dos hombres, vistiendo traje espacial y casco, se
detuvieron frente a la escotilla. Fleming la tocó con las manos enguantadas, y
la abrió por completo. Con mucha cautela iluminaron el interior con sus
linternas; súbitamente se echaron hacia atrás. Luego, Howard hizo un movimiento
de impaciencia, y Fleming entró.
En el asiento del piloto había un hombre muerto, a medias
caído hacia un lado, petrificado para siempre en esa inestable posición.
Todavía era visible en su rostro descarnado la agonía de la muerte, aunque en
ciertas partes alguna enfermedad había dejado los huesos al descubierto.
En la parte trasera del vehículo se veían docenas de
cajones de madera, Fleming abrió uno e iluminó el contenido con su linterna.
–Alimentos –dijo Howard.
–Debió tratar de ocultarse en la estación espacial
–observó Fleming.
–Así parece. Pero no lo consiguió.
Abandonaron la nave rápidamente, algo asqueados. Los
esqueletos resultaban aceptables, puesto que eran, en sí, entidades completas.
Pero ese cadáver expresaba su muerte con demasiada elocuencia.
–Entonces, ¿quién encendió las luces? –preguntó Fleming,
ya en la superficie de la estación.
–Tal vez algún control automático –dijo Howard,
titubeando–. No puede haber sobrevivientes.
Cruzaron la superficie de la estación, y se encontraron
frente a la entrada.
–¿Abrimos? –preguntó Fleming.
–¿Para qué? –replicó Howard, prontamente–. Toda la raza
ha perecido. Sería mejor regresar para registrar nuestra propiedad.
–Si allí dentro hay un solo sobreviviente –le recordó
Fleming–, el planeta es suyo por derecho legal.
Howard asintió con desgana. Sería desastroso efectuar el
largo, costoso viaje de regreso a la Tierra, y volver con los equipos de
agrimensura, sólo para descubrir que había alguien tranquilamente alojado en la
estación espacial. Si quedaban sobrevivientes escondidos en el planeta, la cosa
era distinta, aunque de cualquier modo tendrían derecho a reclamar. Pero un
hombre en la estación espacial, descartado por ellos…
–Supongo que es mejor entrar –dijo, y abrió la escotilla.
El interior estaba completamente oscuro. Howard iluminó
el rostro de Fleming; bajo el fulgor de la linterna, pareció desprovisto de
sombras, estilizado como una máscara primitiva. Howard parpadeó, algo
atemorizado ante aquella apariencia de absoluta impersonalidad.
–El aire es respirable –dijo Fleming, y al punto recobró
su personalidad.
Howard echó su casco hacia atrás y levantó la linterna.
La enorme masa de las paredes pareció oprimirlo. Hurgó en sus bolsillos hasta
encontrar un rábano, y se lo metió en la boca, para darse ánimos.
Avanzaron. Caminaron durante media hora por un corredor
angosto y serpenteante, mientras las linternas iban empujando las tinieblas
siempre hacia adelante. El piso metálico, que parecía tan firme, comenzó a
crujir y a gruñir bajo el peso de tensiones desconocidas. Aquello alteró los
nervios de Howard; Fleming, en cambio, no pareció afectado.
–Esto debió ser una estación de bombardeo –observó un
momento después.
–Eso parece.
–Aquí hay toneladas y toneladas de metal –continuó
Fleming, en tono coloquial, golpeando una pared con los nudillos–. Supongo que
tendremos que venderla como chatarra, a menos que podamos salvar parte de la maquinaria.
–El precio de la chatarra…
Pero mientras Howard empezaba a hablar, parte del piso se
abrió directamente bajo los pies de su compañero, quien desapareció. Todo
sucedió tan súbitamente que Howard no tuvo tiempo de gritar. La trampa volvió a
cerrarse con estruendo.
Howard retrocedió, tambaleándose, como bajo el impacto de
un golpe. Por un momento su linterna pareció lanzar destellos enloquecidos, y
en seguida se apagó. Permaneció perfectamente inmóvil, con las manos en alto,
la mente atrapada en la atemporalidad de la conmoción. Ésta fue cediendo poco a
poco, y le dejó un latido apagado y doloroso en la cabeza.
–…no es muy ventajoso en estos momentos–, terminó
estúpidamente, con la esperanza de que nada hubiera ocurrido.
Se aproximó a la trampa, y llamó a Fleming.
No hubo respuesta. Un escalofrío le recorrió el cuerpo.
–¡Fleming! –volvió a gritar, con toda la fuerza de sus
pulmones, inclinado sobre el piso herméticamente cerrado.
Se irguió; el corazón le latía dolorosamente. Tomó
aliento, se volvió, y regresó a la entrada, sin permitirse un solo pensamiento.
Pero la entrada estaba también herméticamente cerrada;
los bordes fundidos aún despedían calor. Howard la examinó dando muestras de
gran interés. La tocó, le dio golpecitos, la atacó a puntapiés. Finalmente
cobró conciencia de la oscuridad que lo envolvía, y giró rápidamente, con el
sudor corriéndole por la cara.
–¿Quién está allí? –gritó hacia el corredor–. ¡Fleming!
¿Me oyes?
No hubo respuesta.
–¿Quién hizo esto? –gritó–. ¿Por qué nos hicieron señales
con las luces? ¿Qué hicieron con Fleming?
Prestó atención un momento, y en seguida tomó aliento para
continuar:
–¡Aban la entrada! ¡Me iré y no revelaré nada!
Aguardó otra vez, iluminando el corredor con la linterna,
mientras se preguntaba qué se ocultaría en esa oscuridad. Finalmente volvió a
gritar:
–¿Por qué no abren una trampa para tragarme a mí?
Se recostó contra la pared, jadeante. Pero no se abrió
ninguna trampa. Tal vez no ocurriría. Ese pensamiento le inspiró un momentáneo
coraje. Con severidad, se dijo que debía haber otra salida, y volvió al
corredor.
Una hora después caminaba aún, con la linterna siempre
apuntada hacia adelante y la oscuridad arrastrándose tras él. Ya había
recobrado el control sobre sí, y el dolor de cabeza estaba reducido a una sorda
presión. Podía volver a razonar.
Quizá los destellos provenían de un circuito automático.
Tal vez también la trampa había sido accionada automáticamente. En cuanto a la
entrada… eso podía constituir una precaución en tiempos de guerra, a fin de que
ningún agente enemigo lograra filtrarse en la estación.
Sabía que su razonamiento no era demasiado bueno, pero
eso era todo lo que podía pensar. Toda la situación era inexplicable. Ese
cadáver en la nave espacial, el hermoso planeta muerto… debía haber alguna
relación. Si al menos pudiera descubrir dónde…
–Howard –llamó una voz.
Howard retrocedió con un salto convulsivo, como si
hubiese tocado un cable de alta tensión. El dolor de cabeza regresó de
inmediato.
–Soy yo –dijo la voz–. Fleming.
–¿Dónde? –preguntó–. ¿Dónde estás?
–A unos 6000 metros de profundidad, por lo que puedo
apreciar –respondió Fleming, y su voz flotó áspera por el corredor–. La
transmisión no es muy buena, pero no puedo mejorarla.
Howard se sentó en el piso, porque las piernas se negaban
a sostenerlo. Sin embargo, se sentía aliviado. Había algo cuerdo en el hecho de
que Fleming estuviera a 6.000 metros de profundidad, y la transmisión
imperfecta resultaba muy humana y comprensible.
–¿Puedes subir? ¿Puedo ayudarte?
–No, no puedes –respondió Fleming, con un tableteo de
estática que Howard tomó por una risita–. Lo que me queda de cuerpo no es gran
cosa.
–Pero ¿dónde está tu cuerpo? –insistió Howard, con
seriedad.
–Se perdió, se hizo trizas en la caída. Pero quedó lo
bastante como para integrarme al circuito.
–Comprendo –dijo Howard, con un extraño aturdimiento–.
Ahora no eres más que un cerebro, una inteligencia pura.
–Oh, soy algo más que eso –replicó Fleming–; exactamente
lo que la máquina necesita.
Howard soltó una risa nerviosa, al imaginar el cerebro de
Fleming flotando en un cubo de agua cristalina; pero se dominó.
–¿La máquina? –preguntó–. ¿Qué máquina?
–La estación espacial. Parece la maquinaria más
complicada jamás construida. Fue ella la que emitió los destellos y abrió la
puerta.
–Pero ¿por qué?
–Eso es lo que espero descubrir –dijo Fleming–. En este
momento formo parte de ella. O tal vez ella forma parte de mí. De cualquier
modo, me necesita, porque en realidad no posee inteligencia. Yo se la
proporciono.
–¿Tú? ¡Pero la máquina no sabía que venías hacia aquí!
–No me refiero específicamente a mi persona.
Probablemente, el verdadero operador debió ser aquel hombre que está fuera, en
la nave. Pero yo le serviré, y llevaremos a cabo los planes del constructor.
Howard dominó con esfuerzo sus nervios. Ya no podía
razonar correctamente. Su única preocupación era salir de la estación y volver
a su nave. Para eso debía contar con Fleming; pero se trataba de un Fleming
nuevo e impredecible. Parecía bastante humano, pero ¿lo sería aún?
–Fleming –dijo, a modo de prueba.
–¿Qué pasa, viejo?
Eso podía considerarse alentador.
–¿Puedes sacarme de aquí?
–Creo que sí –respondió la voz de Fleming–. Haré la
prueba.
–Volveré con neurocirujanos –le aseguró Howard–. Te
pondrás bien.
–No te preocupes por mí –dijo Fleming–. Estoy
perfectamente.
Howard había perdido la cuenta de las horas que llevaba caminando. Cada
corredor angosto daba principio a otro, que a su vez se resolvía en nuevos
corredores. Acabó por cansarse, y las piernas empezaron a entumecérsele.
Mientras caminaba, comía. En la mochila llevaba una provisión de emparedados, y
los masticaba mecánicamente para recobrar fuerzas. Finalmente se detuvo para
descansar.
–Fleming –llamó. Tras una larga pausa oyó un sonido
apenas reconocible, el del metal que raspa otro metal.
–¿Cuánto falta?
–No mucho –respondió la voz metálica y chirriante–.
¿Cansado?
–Sí.
–Haré lo que pueda.
La voz de Fleming lo asustaba, pero el silencio era aún
peor. Al prestar atención oyó que un motor, oculto en las profundidades de la
estación, entraba en funcionamiento.
–Fleming…
–¿Sí?
–¿Qué es todo esto? ¿Es una estación de bombardeo?
–No. Todavía no conozco la finalidad de la máquina. No
estoy integrado por completo.
–Pero ¿tiene en verdad una finalidad?
–¡Sí! –respondió la voz metálica, tan alto que asustó a
Howard–. Poseo un magnífico sistema funcional de interconexiones. En cuanto a
control de temperaturas, soy capaz de alcanzar cientos de grados en un
microsegundo, para no hablar de mis reservas de mezclas químicas, de mis
fuentes de energía y todo lo demás. Ni de mi finalidad, por supuesto.
Esa respuesta no agradó a Howard. Era como si Fleming se
fuera identificando con la máquina, al mezclar su personalidad con la de la
estación espacial. Se obligó a preguntar:
–¿Cómo es que no sabes aún para qué fue construida?
–Falta un componente vital –dijo Fleming, tras una
pausa–. Una matriz indispensable. Además, todavía no poseo un control completo.
Otros motores comenzaron a latir, y las paredes vibraron
con el ruido. Howard sintió que el piso se estremecía bajo sus pies. La
estación parecía despertarse, desperezarse y reunir sus fuerzas. Era como si se
encontrara en el estómago de algún gigantesco monstruo marino.
Howard continuó caminando varias horas más; a su paso
dejaba un rastro de corazones de manzana, cáscaras de naranja, trozos
grasientos de carne, una cantimplora vacía y un trozo de papel encerado. Comía
constantemente, sin poder evitarlo, con un hambre sorda e insaciable. Se sentía
a salvo mientras comía, porque el acto de comer se identificaba con la nave
espacial y con la Tierra.
De pronto, un sector de la pared se abrió. Howard se
apartó, pero una voz, que identificó momentáneamente con la de Fleming, ordenó:
–Entra.
–¿Por qué? ¿Qué es eso?
Al iluminar la abertura con su linterna, vio en el piso
una cinta móvil, que desaparecía constantemente en la oscuridad.
–Estás cansado –dijo la voz que se parecía a la de
Fleming–. Así irás a mayor velocidad.
Howard sintió deseos de echar a correr, pero no tenía a
dónde ir. Debía confiar en Fleming o enfrentar la oscuridad que reinaba más
allá de la luz de su linterna.
La caminata continuó aún largo tiempo. Howard llevaba la
linterna bajo el brazo, y sus rayos se reflejaban en línea recta contra el
techo de metal pulido. Masticaba automáticamente un trozo de bizcocho, sin
sentirle sabor alguno, apenas consciente de que lo tenía en la boca.
A su alrededor, la maquinaria parecía hablar en un idioma
que él no comprendía. Oyó las complicadas protestas de las partes móviles, en
tanto se rozaban entre sí. Después vinieron los burbujeos líquidos del aceite,
y las piezas parecieron tranquilizarse; el movimiento fue entonces silencioso y
perfecto. Los motores chirriaban y rezongaban. Vacilaron, tosiendo, y
finalmente se unieron en un zumbido placentero. Y mientras tanto, entre los
otros sonidos, llegaba constantemente el tableteo de los circuitos que se alteraban,
reordenaban para ajustarse.
Pero ¿qué significaba todo aquello? Howard no lo sabía;
permanecía recostado, con los ojos cerrados. Su único contacto con la realidad
era el bizcocho que masticaba; y tan pronto como desapareció en su garganta
dejó paso a la pesadilla.
Vio un desfile de esqueletos a través del planeta; eran
billones, y marchaban en sobrias filas por las ciudades desiertas y los anchos
campos negros, para salir al espacio. Desfilaron ante el piloto muerto de la
pequeña nave espacial, y el cadáver los contempló con envidia. “Dejen que me
una a ustedes”, pidió; pero los esqueletos se negaron compasivamente, pues el
piloto aún tenía el lastre de la carne. El cadáver preguntó cuándo
desaparecería todo, cuándo se vería libre de su carga, pero los esqueletos volvieron
a sacudir la cabeza. ¿Cuándo? Cuando la máquina estuviera lista y supiera su finalidad.
Entonces los billones de esqueletos recibirían la redención, y el
piloto-cadáver se vería liberado de su carne. El piloto rogó, con sus labios
carcomidos, que lo aceptaran de inmediato. Pero los esqueletos sólo percibían
su carne, y la carne no podía abandonar aquellos alimentos acumulados en el
vehículo. Prosiguieron la marcha con tristeza, mientras el piloto aguardaba
dentro de la nave, esperando que sus despojos desaparecieran definitivamente.
–¡Sí!
Howard despertó sobresaltado, y echó una mirada a su
alrededor. No había esqueletos, no existía el cadáver. Sólo las paredes de la
máquina cerradas a su alrededor. Hurgó en sus bolsillos, pero ya había acabado
con toda su comida. Recogió algunas migajas y se las puso sobre la lengua.
–¡Sí!
¡Había oído una voz, sin duda!
–¿Qué pasa? –preguntó.
–¡Lo sé! –dijo la voz, triunfante.
–¿Lo sabes? ¿Qué es lo que sabes?
–¡Mi finalidad!
Howard se levantó de un salto, revisando los alrededores
con su linterna. El sonido de la voz metálica levantaba ecos en su torno; se
sintió inundado por el terror. De pronto parecía espantoso que la máquina
conociera su finalidad.
–¿Cuál es? –preguntó con mucha suavidad.
En respuesta, se encendió una luz brillante, que cegó al
débil rayo de su linterna. Howard cerró los ojos y retrocedió tambaleándose.
La banda móvil estaba detenida. Howard abrió los ojos, y
se encontró en un cuarto completamente iluminado. Al recorrerlo con la vista,
notó que tenía espejos en los muros por doquier.
Cien Howards lo miraban fijamente, y él les devolvió la
mirada. Luego giró sobre sus talones.
No había salida. Pero los Howard del espejo no habían
girado con él. Permanecían inmóviles y en silencio.
Howard levantó la mano derecha. Los otros Howards las
dejaron caídas al costado. No había espejo alguno.
Los cien Howard comenzaron a caminar hacia el centro de
la habitación. Parecían vacilar sobre sus piernas, y sus ojos opacos no daban
muestras de inteligencia. El Howard original soltó una exclamación de sorpresa,
y arrojó la linterna contra ellos, pero el objeto cayó al suelo con estruendo.
De inmediato su mente formuló un pensamiento completo.
Tal era el propósito de la máquina. Sus constructores habían previsto la muerte
de su raza, y por eso construyeron la máquina en el espacio. Su finalidad era
crear seres humanos para poblar el planeta. Necesitaba un operador, por
supuesto, y el operador verdadero nunca llegó a ocupar su puesto. Y necesitaba
una matriz…
Pero esas reproducciones de Howard, obviamente, carecían
de inteligencia. Deambulaban por la habitación con movimientos automáticos,
controlando sus miembros a duras penas. Y el Howard original descubrió, en
cuanto hubo formulado el pensamiento, que estaba terriblemente equivocado.
El techo se abrió. Desde allí descendieron unos garfios
gigantescos, provistos de cuchillos que relucían, con los filos hacia abajo.
Las paredes se abrieron también, mostrando engranajes y ruedas gigantescos,
hornos llameantes, blancas superficies heladas. Más y más Howards marcharon
hacia la habitación, para ser cortados por los grandes cuchillos, y llevados
por los enormes garfios hacia las paredes abiertas.
Ninguno de ellos gritó, salvo el Howard original.
–¡Fleming! –aulló–. A mí no. ¡A mí no, Fleming!
En ese momento las distintas piezas del enigma se
ordenaron: la estación espacial, construida cuando la guerra estaba diezmando
el planeta; el operador, que había llegado hasta la máquina sólo para morir
antes de que le fuera posible entrar en ella. Y esa carga de alimentos, que él
sólo jamás habría podido consumir.
¡Naturalmente! ¡La población del planeta había alcanzado
los nueve o diez billones! El hambre debía haberlos conducido a la guerra
final. Y en tanto, los constructores de la máquina luchaban contra el tiempo y
la enfermedad para salvar a su raza.
Pero Fleming, ¿no veía acaso que “él” era la matriz
equivocada?
La máquina Fleming no podía ver nada, porque Howard
satisfacía todos los requerimientos. Lo último que éste vio fue la superficie
estéril de un cuchillo que centelleaba en su dirección.
Y la máquina Fleming procesó a aquellos apiñados Howard,
los cortó en rebanadas, y los congeló, para envasarlos después con toda higiene
en grandes provisiones de Howard frito, Howard asado, Howard con salsa blanca,
Howard con salsa de tomate, Howard sancochado, Howard al aceite, Howard con arroz
y ensalada especial de Howard.
¡El proceso de multiplicación alimenticia era todo un
éxito! La guerra podía cesar, que ya había comida en abundancia para todos,
¡Comida, comida, comida para los billones de hambrientos de Paraíso II!
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