Anatoly Dneprov
–¡Eh, ustedes! ¡Estén atentos! –gritó Kukling.
Los marineros, con el agua hasta la cintura, tras haber
izado a bordo de la chalupa una pequeña caja, intentaban hacerla resbalar a lo largo
de la borda.
Se trataba de la última de las diez cajas que el ingeniero
había llevado a la isla.
–¡Qué calor! ¡Un verdadero infierno! –gimió Kukling,
secándose el cuello grueso y corto con un pañuelo multicolor. Se quitó la camisa,
empapada de sudor, y la tiró sobre la arena–. Desnúdese, Bud, aquí no hay “civilización”…
Yo miraba con tristeza el esbelto velero que se balanceaba
lentamente sobre las olas a unos dos kilómetros de la orilla. Volvería a recogernos
dentro de veinte días.
–¿Y quién diablos lo ha hecho venir con sus máquinas
a este infierno? –pregunté a Kukling, mientras me desembarazaba de mis ropas.
–Este sol nos será muy útil. A propósito, mire, ahora
es exactamente mediodía y el sol se halla encima de nuestras cabezas.
–En el Ecuador siempre es así –murmuré, sin quitar la
mirada de la Colombina–. Consta en todos los manuales de geografía.
Los marineros, mientras tanto, habían salido del agua
para formarse en silencio frente al ingeniero. Este introdujo lentamente una mano
en el bolsillo y sacó un fajo de billetes.
–¿Será suficiente? –preguntó, dando algunos a los marineros.
Uno de ellos asintió con la cabeza.
–De acuerdo… Pueden volver a bordo. Y recuérdenle al
capitán Hail que lo esperamos dentro de veinte días.
–Y ahora, al trabajo, Bud –dijo Kukling, dirigiéndose
a mí–. No veo la hora de empezar.
Lo miré.
–A decir verdad, no tengo la más mínima idea de para
qué hemos venido aquí. Comprendo que en el Almirantazgo le fuera difícil explicármelo,
pero ahora creo que ya es el momento.
Kukling hizo una mueca y miró la arena.
–Desde luego. Pero también se lo hubiera contado allí,
de haber tenido tiempo.
Comprendí que mentía, pero no dije nada. Mientras, Kukling
se frotaba el cuello morado con su mano gordinflona.
Siempre hacía eso cuando iba a decir una mentira.
–Mire, Bud, se trata de un divertido experimento para
comprobar la teoría de un tal… ¿cómo se llama? –se confundió y me miró a los ojos,
escrutándome.
–¿Quién?
–Un científico inglés… Demonios, se me escapa el nombre.
¡Ah, ya me acuerdo! Se llama Carlos Darwin…
Me acerqué a él y le puse la mano sobre el hombro desnudo.
–Escuche, Kukling. Parece usted convencido de que soy
un cretino, de que no sé quién era Carlos Darwin. Déjese de mentiras y explíqueme
clara y limpiamente qué hacemos en este montón de arena incandescente en medio del
océano. Y, por el amor de Dios, no vuelva a mencionar a Darwin.
Kukling estalló en una carcajada, abriendo la boca,
llena de dientes postizos. Alejándose de mí unos pasos, dijo:
–Pues es usted realmente tonto, Bud. Porque precisamente
es a Darwin a quien venimos a experimentar.
–¿Y para eso ha traído aquí esas diez cajas de hierro?
–pregunté, acercándome de nuevo a él. Sentía hervir en mí el odio hacia aquel gordinflón
reluciente de sudor.
–Sí, en efecto –contestó Kukling, poniéndose serio–.
Por ahora su trabajo consistirá en abrir la caja número uno, sacar la tienda, el
agua, las conservas y el instrumento necesario para la apertura de las restantes
cajas.
Kukling se dirigía a mí otra vez en el mismo tono que
había hablado en el Polígono, cuando fuimos presentados. Entonces llevaba uniforme
militar, como yo.
–Muy bien –dije entre dientes y me acerqué a la caja
número uno.
La gran tienda fue levantada en aquel mismo lugar, cerca
de la orilla. Necesité cerca de dos horas. Sacamos la azada, la pala, el martillo,
algunos desarmadores, el escoplo y las herramientas de ferretería. Almacenamos cerca
de un centenar de latas de conservas variadas y los bidones de agua potable.
A pesar de sus funciones de jefe, Kukling trabajó como
un negro. Era evidente que tenía prisa por empezar la tarea que lo había traído
hasta allí. La realizamos con tal ardor que no nos dimos cuenta de que la Colombina
había levado anclas y desaparecido tras el horizonte.
Después de cenar abrimos la caja número dos. Dentro
encontramos una carretilla de dos ruedas, semejante a las que se usan en las estaciones
de ferrocarril para transportar equipajes.
Me acerqué a la tercera caja, pero Kukling me detuvo:
–Veamos primero el plano. Hay que distribuir el resto
del cargamento en diversos puntos.
Lo miré, sorprendido.
–Es necesario para el experimento –me explicó.
La isla era redonda como un plato sopero invertido,
con una pequeña ensenada al norte, exactamente donde habíamos desembarcado. Estaba
delimitada por una playa arenosa de cerca de cincuenta metros de anchura. Tras la
cinta arenosa del litoral se erguía un altiplano no muy elevado, sobre el que crecían
matorrales bajos quemados por el calor.
El diámetro de la isla no superaba los tres kilómetros.
Sobre el plano había algunos signos hechos con lápiz
rojo: unos cerca de la costa, otros en el interior.
–Lo que abriremos ahora deberá ser trasladado a estos
puntos –indicó Kukling.
–¿Qué son? –pregunté–. ¿Aparatos de medida?
–No –contestó el ingeniero, riendo a carcajadas. Tenía
esa desagradable costumbre cuando alguien ignoraba lo que él sabía.
La tercera caja era monstruosamente pesada. Pensé que
contendría un macizo banco de taller. Pero al caer las primeras tablas de madera,
casi lancé un grito de sorpresa. De la caja empezaron a salir baldosas y bolitas
metálicas de dimensiones y perfiles distintos. La caja estaba llena de las más variadas
piezas metálicas.
–Imagino que jugaremos al mecano como niños pequeños
–exclamé, sacando de la caja pesadas piezas metálicas rectangulares, cúbicas, esféricas…
–Lo dudo –contestó Kukling. Y se dedicó a la siguiente
caja.
La caja número cuatro, al igual que todas las restantes,
contenía lo mismo: piezas metálicas variadas.
Eran de tres clases: grises, rojas y plateadas. Me di
cuenta en el acto de que eran, respectivamente, de hierro, cobre y zinc.
Cuando me disponía a abrir la última, la décima caja,
Kukling me detuvo, diciendo:
–Esta no la abriremos hasta que hayamos distribuido
las piezas por toda la isla.
Durante los tres días siguientes Kukling y yo transportamos
con la carretilla todas las piezas metálicas a los diversos puntos de la isla. Las
colocamos en pequeños montones: unos, sobre la superficie; otros fueron enterrados
según las indicaciones del ingeniero. En algunos puntos las bolitas eran todas iguales;
en otros eran mixtas, de los tres tipos.
Una vez terminada la distribución, volvimos a nuestra
tienda y nos acercamos a la décima caja.
Era mucho más pequeña que las otras y también mucho
más ligera.
–Ábrala, pero esté atento –ordenó Kukling.
La caja contenía aserrín muy comprimido, que protegía
un paquete envuelto en un paño de fieltro y papel de pergamino.
Lo que se presentó ante nuestros ojos era un aparato
de aspecto realmente desacostumbrado.
A primera vista parecía un gran juguete metálico infantil,
parecido a un cangrejo. Pero no era simplemente un cangrejo. Poseía seis grandes
patas articuladas y en la parte delantera, dos pares de finas pinzas, cuyos extremos
estaban cubiertos de un forro: recordaba las fauces abiertas de un animal deforme.
En una cavidad practicada en la espalda relucía un espejito parabólico de metal
brillante; tenía, en el centro, un cristal de color rojo oscuro. Tenía, además,
dos pares de ojos, uno adelante y otro detrás.
Miré maravillado, durante largo rato, aquel mecanismo.
–¿Le gusta? –me preguntó, tras un largo silencio, Kukling.
Me abrazó por los hombros.
–Parece como si hubiéramos venido aquí para divertirnos
con juguetes infantiles.
–Este es un juguete peligroso –advirtió Kukling, con
aire satisfecho–. Ahora lo verá. Levántelo y póngalo sobre la arena.
El cangrejo era ligero: no pesaba más de tres kilos.
Quedó en un equilibrio relativo sobre la arena.
–¿Y ahora qué? –pregunté al ingeniero, con ironía.
–Esperemos un poco. Tiene que calentarse.
Nos sentamos sobre la arena, observando al pequeño monstruo
metálico. Dos minutos después, aproximadamente, advertí que el espejito de la espalda
se desplazaba lentamente en dirección al sol.
–¡Eh, parece que se anima! –exclamé, incorporándome.
Al levantarme, mi sombra cayó por casualidad sobre el
objeto metálico. El cangrejo, en el acto, movió frenéticamente sus patas hasta colocarse
de nuevo al sol. Cogido de sorpresa, pegué un salto en dirección opuesta.
–¿Ha visto? –Exclamó Kukling, con una carcajada–. Le
dio miedo, ¿verdad?
Me sequé la frente, cubierta de sudor.
–Dígame, por amor de Dios, Kukling, ¿qué hemos venido
a hacer aquí?
Kukling se puso en pie y, acercándose a mí, dijo, esta
vez con toda seriedad:
–Hemos venido para experimentar la teoría de Darwin.
–De acuerdo, pero es una teoría biológica, la teoría
de la selección natural, de la evolución… –empecé a protestar.
–Precisamente. A propósito, mire: ¡nuestro juguete se
ha ido a beber agua!
Me quedé estupefacto. El cangrejo se había acercado
a la orilla y, tras bajar una pequeña trompa, evidentemente estaba aspirando agua.
Cuando hubo terminado de beber, fue de nuevo al sol y se inmovilizó.
Mientras miraba aquel extraño mecanismo, sentía surgir
en mí un extraño disgusto mezclado con terror. Por un momento, me pareció que aquel
cangrejo artificial se parecía en cierto modo a Kukling.
–¿Lo inventó usted? –pregunté al ingeniero, tras una
pausa.
–Hum –contestó, y se tumbó en la arena.
Yo también me extendí y empecé a observar aquel pequeño
dispositivo. Ahora parecía absolutamente privado de vida.
Me aproximé, arrastrándome sobre el vientre, al extraño
objeto y empecé a estudiarlo.
La espalda del cangrejo tenía un perfil semejante a
un medio cilindro con dos superficies planas delante y detrás. Sobre estas dos superficies
había dos agujeros parecidos a ojos. Esta impresión estaba reforzada por el hecho
de que a través del fondo de los agujeros brillaban unos cristales. La parte inferior
del dorso era plana y formaba el abdomen. Un poco más arriba, hacia la parte posterior,
salían tres pares de grandes patas articuladas y dos pares pequeños.
No era posible distinguir el interior del cangrejo.
Observando aquel juguete, intentaba descubrir el motivo
por el cual el Almirantazgo le atribuyó una importancia tal como para fletar un
barco especialmente para el viaje a la isla.
Kukling y yo continuamos tumbados sobre la arena, cada
uno sumido en sus propios pensamientos, hasta que el sol descendió tanto en el horizonte
que la sombra de los matorrales que crecían a lo lejos alcanzó al cangrejo metálico.
Apenas sucedió esto, el mecanismo se desplazó ligeramente y se puso de nuevo al
sol. Pero la sombra lo atrapó de nuevo. Nuestro cangrejo empezó a arrastrarse a
lo largo de la orilla, descendiendo siempre hacia el nivel del agua para quedar
iluminado por el sol. Parecía como si le fuera absolutamente necesario permanecer
bajo sus rayos.
Nos levantamos y lo seguimos lentamente.
Así dimos poco a poco la vuelta a la isla, hasta que
nos encontramos en la parte occidental.
Muy cerca de la orilla se encontraba uno de los montones
de bolitas metálicas. Cuando el cangrejo llegó a unos diez pasos del montón, pareció
olvidarse del sol para precipitarse impetuosamente hacia una de las bolitas de cobre.
Kukling me tocó la mano y dijo:
–Ahora volvamos a la tienda. Las cosas interesantes
se verán mañana por la mañana.
Cenamos en la tienda en silencio. Y luego nos envolvimos
en nuestras ligeras mantas de lana. Me parecía que Kukling se sentía satisfecho
de que no le hiciera preguntas. Antes de dormirse, le oí volverse en su catre y
roncar de cuando en cuando. Esto significaba, probablemente, que él sabía algo que
los demás desconocían…
Al día siguiente, muy temprano, fui a bañarme al mar.
El agua estaba templada y nadé mucho, contemplando cómo se encendía por levante,
sobre la superficie lisa del agua, casi inmóvil, la purpúrea aurora. Cuando llegué
a la tienda, no vi al ingeniero.
“Habrá ido a visitar a su pequeño monstruo metálico”,
pensé, mientras abría una lata de piña.
No tuve tiempo de tomar ni tres trocitos de fruta, pues
me llegó, primero desde lejos, y luego siempre más cercana y clara, la voz del ingeniero:
–¡Teniente, venga aquí en seguida! ¡Rápido! ¡Corra!
¡Ya ha empezado! ¡Venga tan aprisa como pueda!
Salí de la tienda y vi a Kukling de pie en medio de
unos matorrales. Agitaba los brazos.
–Ya vienen –me gritó, bufando como una locomotora.
–¿Pero dónde, ingeniero?
–¡Donde ayer dejamos a nuestro párvulo!
El sol estaba ya alto sobre el horizonte cuando llegamos
al montón de bolitas metálicas. Estas brillaban de forma tan cegadora, que al principio
no pude distinguir nada.
Sólo cuando llegué a dos pasos del montón de metal advertí
las dos pequeñas columnas de humo azulado que se levantaban hacia el cielo, y después…
Después me detuve como si hubiera sido fulminado por una parálisis. Me froté los
ojos, pero la visión no desapareció. Junto al montón de metal había dos cangrejos
exactamente iguales al que ayer habíamos sacado de la caja.
–¿Es posible que uno de ellos quedara escondido entre
la chatarra? –exclamé.
Kukling se arrodilló y se puso a murmurar, frotándose
las manos.
–¿Quiere dejar ya de hacer tonterías? –grité–. ¿De dónde
salió este segundo cangrejo?
–¡Nació esta noche!
Me mordí los labios y, sin decir palabra, me acerqué
a los cangrejos; de sus espaldas salían ligeras volutas de humo. Al primer momento
creí sufrir una alucinación. ¡Ambos cangrejos trabajaban sin parar!
Sí, trabajaban, moviendo con rapidez sus delgadas pinzas
anteriores. Estas tocaban las bolitas metálicas, creando sobre su superficie un
arco voltaico, semejante al que se produce con la soldadura eléctrica, fundiendo
pedacitos de metal. Los cangrejos empujaban el metal hacia sus amplias fauces. Del
interior de aquellas criaturas metálicas salía un zumbido. De vez en cuando salía
de las fauces, con un chirrido, un haz de chispas y, acto seguido, la segunda pareja
de pinzas extraía del interior un elemento metálico terminado.
Estos elementos eran reunidos y montados según un orden
preciso sobre la pequeña plataforma que, gradualmente, salía de debajo del cangrejo.
Sobre la plataforma de uno de los cangrejos ya estaba
casi terminado el montaje de un tercer ejemplar. Mientras, sobre la del segundo
cangrejo se iniciaba la estructura de un mecanismo completo. Me quedé estupefacto
ante lo que veía.
–¡Pero si estas criaturas están fabricando otras idénticas
a sí mismas! –exclamé.
–Así es. El único destino de estas máquinas es la procreación
de otras perfectamente semejantes a ellas –explicó Kukling.
–Pero, ¿cómo es posible? –pregunté, sin comprender nada.
–¿Y por qué no? Una máquina cualquiera, por ejemplo,
un torno, realiza los elementos que luego forman otro parecido en todo al primero.
Y es por eso que se me ha ocurrido la idea de construir una máquina automática capaz
de reproducir otra exactamente igual a sí misma. Mi cangrejo es el primer modelo.
Permanecí pensativo, intentando entender las palabras
del ingeniero. En aquel momento, las fauces del primer cangrejo se abrieron, y de
ellas empezó a salir una larga tira de metal. Ésta recubrió todo el mecanismo montado
sobre la pequeña plataforma, formando así la espalda del tercer autómata. Cuando
la espalda quedó en su sitio, las dos pinzas anteriores la soldaron rápidamente
por delante y por detrás, dos pequeñas paredes perforadas. El nuevo cangrejo estaba
terminado. Sobre su espalda, sobre la convexidad central, brillaba, como en todos
sus hermanos, un espejito metálico con un cristal rojo en el centro.
El cangrejo-reproductor retiró de debajo de su vientre
la pequeña plataforma y su “niño” apoyó las patas en tierra. Observé que el espejito
de la espalda empezó a girar lentamente en busca del sol. Inmóvil por un momento,
el cangrejo descendió lentamente a la orilla y bebió agua. Luego se puso al sol
y empezó a calentarse, siempre en la inmovilidad.
Creí soñar.
Mientras examinaba al recién nacido, Kukling dijo:
–El cuarto ya está listo.
Volví la cabeza para ver que había “nacido” un cuarto
cangrejo.
Al mismo tiempo los dos primeros seguían impertérritos
junto al montón de metal, fundiendo las piezas y empujándolas a su propio interior,
repitiendo cuanto habían hecho antes.
El cuarto cangrejo también se encaminó hacia la orilla
para beber agua del mar.
–¿Por qué diablos toman agua? –pregunté.
–Para llenar su acumulador. Mientras dura el sol, la
energía de éste, con auxilio del espejito de la espalda y de la batería de silicio,
se transforma en electricidad, y es suficiente para realizar todo el trabajo. De
noche, el autómata se alimenta con la energía almacenada durante el día en el acumulador.
–¿Entonces estas bestias trabajan día y noche sin interrupción?
–pregunté.
–Sí. Las veinticuatro horas.
El tercer cangrejo se dirigió hacia el montón de metal.
Ahora trabajaban tres autómatas, mientras el cuarto
se cargaba de energía solar.
–Pero estos montones de metal no contienen material
para las baterías de silicio… –observé, intentando comprender la tecnología de aquella
monstruosa autorreproducción de mecanismos.
–No hace ninguna falta –Kukling con un movimiento brusco
lanzó arena al aire con el pie–. La arena es óxido de silicio. Se transforma en
silicio puro en el interior del cangrejo, bajo la acción del arco voltaico.
Al atardecer volvimos a la tienda. En torno al montón
de metal, trabajaban ya seis cangrejos automáticos, mientras otros dos se calentaban
al sol.
–¿Y todo esto qué objeto tiene? –le pregunté a Kukling
mientras cenábamos.
–Fines militares. Estos cangrejos constituyen una terrible
arma –respondió Kukling.
–No comprendo…
El ingeniero masticó un trozo de carne y explicó con
placidez:
–¿Se imagina qué ocurriría si estos mecanismos cayeran
inesperadamente sobre territorio enemigo?
–Francamente…
–¿Sabe usted qué es una progresión?
–Supongo que sí.
–Ayer empezamos con un solo cangrejo. A estas horas
ya tenemos ocho. Mañana tendremos sesenta y cuatro, pasado mañana quinientos doce,
y así sucesivamente. Dentro de diez días habrá aquí más de diez millones. Para ello
serán necesarias treinta mil toneladas de metal.
Al oír estas cifras quedé mudo por el estupor.
–En un breve lapso de tiempo estos cangrejos podrán
devorar toda clase de metales del adversario, todos sus carros armados, cañones,
aeroplanos, todas sus máquinas, todos sus dispositivos, todas sus instalaciones.
En una palabra, todo el metal que exista en su territorio. Al cabo de un mes no
quedaría el menor vestigio de metal en toda la superficie de la tierra. Todo sería
consumido para la reproducción de estos cangrejos… y no olvide que, en caso de guerra,
el metal representa el material estratégico más importante.
–Era por eso que el Almirantazgo se interesó tanto por
su juguete… –murmuré en voz baja.
–Precisamente. Pero el que tenemos aquí sólo es un prototipo.
Intento simplificarlo notablemente y de esa forma acelerar el proceso de reproducción
de los autómatas. Acelerarlo, digamos, unas dos o tres veces. Hacer su estructura
más estable y más sólida. Darles mayor movilidad. Intensificar su sensibilidad a
los yacimientos de metal. Entonces, en caso de guerra, mis autómatas serán peores
que la peste. Quisiera eliminar el potencial metálico del adversario en dos o tres
días.
–Muy bien. Pero, cuando estos autómatas hayan devorado
todo el metal del enemigo, ¿no vendrán a nuestro territorio? –objeté.
–Este es el segundo problema. El trabajo de los autómatas
puede ser codificado. Conociendo la clave del código, se podrá interrumpir su actividad
en cuanto aparezcan en nuestro territorio. Por otra parte, de esta forma nos podremos
apropiar de todas las existencias de metal del adversario.
Aquella noche tuve un sueño terrible. Se me arrastraban
por encima nubes de ruidosos cangrejos, mientras finas columnitas de humo azul se
alzaban de sus cuerpos metálicos.
Tres días después los autómatas del ingenio Kukling
habían invadido toda la isla.
De ser ciertos sus cálculos, había más de cuatro mil.
Sus cuerpos brillantes al sol se veían por todas partes.
En cuanto se agotaba el metal de un montón, se ponían en marcha por todo el islote
hasta encontrar otro.
El quinto día, antes del crepúsculo, fui testigo de
una escena terrorífica: dos cangrejos se disputaban la posesión de un fragmento
de zinc.
Esto sucedió en la zona meridional de la isla, donde
habíamos enterrado algunas bolas de zinc. Los cangrejos periódicamente acudían allí
desde los lugares donde trabajaban para fabricar las piezas de zinc necesarias.
Casi dos docenas de cangrejos se precipitaron hacia la fosa del zinc y entablaron
una verdadera refriega. Los mecanismos se estorbaban unos a otros. En el alboroto
se hizo valer particularmente un cangrejo más ágil y, en apariencia, más robusto
y arrogante que los otros.
Empujaba a sus hermanos, caminando sobre sus espaldas
para intentar extraer de la fosa el trozo de metal que necesitaba. Y de pronto,
justo cuando ya había alcanzado su objetivo, otro cangrejo aferró el mismo trozo
de metal. Ambos mecanismos tiraron de la barrita en direcciones opuestas. El que
me había parecido más ágil consiguió finalmente arrebatar la barrita al adversario.
Pero éste no quería cederle la presa y saltando rápido sobre sus espaldas, se lanzó
sobre él y metió sus finas pinzas en las fauces del adversario.
Las pinzas del primero y del segundo cangrejo se entrecruzaron
y ambos empezaron a herirse entre sí con una violencia increíble.
Ninguno de los mecanismos próximos les hizo caso, mientras
ellos luchaban a vida o muerte. Vi cómo el cangrejo que había saltado sobre su enemigo
quedó un poco ladeado con la panza al aire, resbalando la pequeña plataforma de
hierro hasta dejar al descubierto las entrañas metálicas. En el mismo instante su
adversario se puso a golpear con descargas eléctricas el cuerpo de su rival. Cuando
éste se rompió, el vencedor empezó a arrancarle levas, engranajes e hilos eléctricos,
engulléndolo todo rápidamente con sus fauces.
A medida que esta materia era ingerida, la plataforma
del vencedor se adelantaba velozmente; sobre ella se realizaba, con ritmo febril,
el montaje de un nuevo cangrejo metálico.
Unos minutos más tarde cayó de la plataforma al suelo
un nuevo cangrejo metálico.
Al contarle a Kukling lo que había visto, éste se alegró.
–Es justo lo que necesito –me dijo.
–¿Por qué?
–Ya le dije que intento perfeccionar mis autómatas.
–Para eso basta con que estudie usted a fondo los diseños.
¿Por qué entonces esta guerra intestina? Si los cangrejos siguen así, terminarán
por devorarse unos a otros.
–Exacto. Y de esta forma sobrevivirán los más perfectos.
Reflexioné y objeté:
–¿Los más perfectos? ¿No son todos iguales? Si no he
entendido mal, se autorreproducen.
–¿Pero cree acaso que es posible obtener una copia absolutamente
igual? Mire, en la fabricación de bolas para cojinetes es absolutamente imposible
hacer dos esferas perfectamente iguales, aunque el proceso sea más simple. En nuestro
caso, por el contrario, el autómata-reproductor posee un dispositivo de control
que confronta la copia que él construye con su propia estructura. ¿Qué sucedería
si cada copia consecutiva fuese hecha, no de acuerdo con el original, sino con la
copia que le sucede? Resultaría un mecanismo que no tendría nada que ver con el
original.
–Pero entonces este mecanismo no podría cumplir su función
primera, que es la de reproducirse a sí mismo –repuse.
–¿Y qué? ¡Muy bien! Con su cadáver los otros ejemplares
mejor conseguidos harán un nuevo autómata. Y estos ejemplares mejor conseguidos
serán precisamente aquellos en los que por el azar se acumulen los detalles de construcción
que les den mayor vitalidad. Así nacerán ejemplares más fuertes, más veloces y más
sencillos. No tengo, pues, la menor intención de perder el tiempo con los diseños.
Sólo tengo que esperar el momento en que los autómatas hayan devorado todo el metal
que exista en este islote y comiencen una lucha fratricida, se devoren unos a otros
para reproducirse de nuevo. De esta forma obtendré los autómatas que necesito.
Aquella noche me quedé largo tiempo sentado sobre la
arena frente a la tienda; miraba el mar y fumaba. ¿Sería posible que la empresa
de Kukling significara un peligro para la humanidad? En aquel islote perdido en
medio del océano tal vez estuviéramos creando una amenaza terrible capaz de devorar
todo el metal del orbe.
Mientras permanecía pensativo, pasaron por delante de
mí algunas de las bestias metálicas. Corrían, continuaban chirriando y trabajando
sin tregua.
Uno de los cangrejos chocó conmigo por casualidad y
le di disgustado una patada. El autómata quedó patas arriba, impotente. Al punto
fue asaltado por otros dos cangrejos, que empezaron a lanzar descargas eléctricas
en la oscuridad.
El desgraciado era cortado en pedazos por las descargas.
No pude más. Entré rápidamente en la tienda y cogí una paleta de hierro. Kukling
roncaba.
Acercándome con cautela al montón de cangrejos, golpeé
con todas mis fuerzas a uno de ellos.
Creí, no sé por qué, que de esta manera asustaría a
los otros. Pero no fue así. Los cangrejos incólumes se precipitaron sobre el golpeado
y las descargas relampaguearon otra vez.
Golpeé el montón varias veces, con el único resultado
de aumentar el número de las descargas eléctricas. Mientras, otros cangrejos llegaban
del fondo de la isla a toda prisa.
En la oscuridad distinguía sólo los cuerpos de los mecanismos,
pero por un momento me pareció que uno de ellos era de dimensiones mucho mayores.
Me fijé especialmente en él. Pero apenas mi paleta tocó
su espalda, lancé un grito y di un gran salto hacia atrás. ¡Había recibido una descarga
eléctrica! El cuerpo de aquella bestia abyecta estaba, no se sabe cómo, cargado
de electricidad.
–Defensa desarrollada como consecuencia de la evolución
–se me ocurrió.
Temblando, me acerqué a la multitud zumbante de los
autómatas para rescatar mi arma. Pero había hecho mal mis cálculos. En la oscuridad,
a la incierta luz de los frecuentes arcos voltaicos, pude observar cómo mi paleta
era cortada en pedazos. El autómata que intenté destruir era el que más se afanaba
en la tarea.
Volví a la tienda y me tumbé en mi catre.
Conseguí dormir un rato, pero mi sueño no duró mucho.
Me desperté sobresaltado porque sentía arrastrar por mi cuerpo algo frío y pesado.
Me incorporé de un salto. Un cangrejo –al principio no comprendí de qué se trataba–
desapareció por el fondo de la tienda. Al cabo de pocos segundos vi una luminosa
descarga eléctrica.
En su búsqueda de metal aquel maldito autómata había
llegado hasta nuestra tienda. Su electrodo estaba cortando el bidón que contenía
el agua potable.
Desperté a empujones a Kukling y le expliqué confusamente
lo sucedido.
–¡Todas las latas al mar! ¡Las provisiones y el agua!
–ordenó.
Empezamos a arrastrar las latas hacia el mar y a ocultarlas
en un fondo arenoso, donde el agua nos llegaba a la cintura… Nos llevamos también
nuestros instrumentos.
Calados y jadeantes por el esfuerzo, nos quedamos sentados
sin dormir, junto a la orilla, hasta la mañana. Kukling bufaba, y yo, en mi interior,
me alegré de la mala pasada que le habían jugado sus maléficas invenciones. Porque
ahora lo odiaba y deseaba para él un castigo mucho más duro.
No recuerdo el tiempo que había transcurrido desde nuestra
llegada a la isla, cuando un buen día Kukling declaró triunfante:
–Ahora empieza lo bueno. Todo el metal ha sido devorado.
En efecto, recorrimos todos los puntos donde habíamos
hecho los depósitos sin encontrar absolutamente nada. A lo largo de la orilla y
entre los matorrales sólo se veían fosas vacías.
Los cubos, las barritas y las varillas metálicas se
habían transformado en mecanismos, que en enorme número se agitaban por la isla.
Sus movimientos se habían hecho rápidos y violentos; sus acumuladores estaban cargados
al límite máximo, pero la energía no era consumida por el trabajo. Se desplazaban
de una forma insensata por el litoral, rebuscaban entre los matorrales, chocaban
unos con otros y con frecuencia nos golpeaban también a nosotros.
Observándolos, pude constatar que Kukling tenía efectivamente
razón. Los cangrejos no eran todos iguales. Diferían entre ellos en dimensión, movilidad,
tamaño de las pinzas y proporción de las fauces-taller. Probablemente existían diferencias
aún más pronunciadas en su estructura interna.
–Muy bien –declaró Kukling–, ahora empezarán a hacerse
la guerra entre ellos.
–¿Habla en serio?
–¡Claro! Ya verá lo que ocurre cuando saboreen un poco
de cobalto. Su mecanismo está concebido de tal forma que si se introduce en él una
cantidad infinitesimal de cobalto, en el acto se anula, por decirlo así, su aprecio
mutuo…
Al día siguiente por la mañana, Kukling y yo fuimos
a nuestro “depósito marítimo”. Sacamos del fondo del mar nuestra ración diaria de
conservas y agua, así como cuatro pesadas barras de cobalto, que el ingeniero conservó
aparte en vista de la fase decisiva de nuestro experimento.
Apenas Kukling salió a la arena levantando en alto los
brazos con las barras de cobalto, numerosos cangrejos lo rodearon. No rebasaban
el límite de la sombra que protegía el cuerpo de Kukling, pero era fácil advertir
que la aparición de un nuevo metal los afectaba mucho. A unos pasos de distancia
del ingeniero, observé asombrado cómo algunos autómatas intentaban torpes brincos
en su dirección.
–Mire, ¿se da cuenta? En la guerra fratricida que les
obligaremos a emprender sobrevivirán los más fuertes y adaptables. Y fabricarán
una descendencia aún más aguerrida.
Con estas palabras, Kukling lanzó, una tras otra, las
barras de cobalto hacia los matorrales.
Es difícil describir lo que siguió.
Numerosos autómatas se precipitaron simultáneamente
sobre ellas y, empujándose unos a otros empezaron a cortarlas con sus descargas
eléctricas. Los rezagados se amontonaron, intentando inútilmente arrancar también
un pedazo de metal. Algunos caminaban sobre las espaldas de sus compañeros para
abrirse camino hasta el centro del montón.
–¡Mire, la primera escaramuza! –gritó alegremente el
ingeniero.
Unos minutos después, el lugar donde Kukling había tirado
las barras metálicas se había transformado en el campo de una atroz batalla. Para
participar en ella, llegaban autómatas de todas partes.
A medida que los fragmentos de cobalto eran engullidos
por un número cada vez mayor de autómatas, éstos se transformaban en asesinos salvajes
y temerarios, que en el acto se lanzaban sobre sus propios hermanos.
En la primera fase de esta guerra, los cangrejos que
habían ingerido el cobalto formaban el bando atacante. Eran precisamente ellos los
que despedazaban a los autómatas recién llegados de toda la isla en busca del metal
que precisaban. Cuanto mayor número de cangrejos conseguía el cobalto, más encarnizada
se hacía la guerra. Y justamente entonces entraron en liza los autómatas recién
nacidos durante la batalla.
Se trataba de una generación de autómatas realmente
sorprendente. Eran más pequeños que sus antecesores y poseían una enorme rapidez
de movimientos. Me sorprendió el hecho de que ya no necesitaran cargar los acumuladores
como sus abuelos, les bastaba la energía solar que captaban con los espejos que
tenían en la espalda, de dimensiones mayores que los primitivos. Su agresividad
era extraordinaria. Atacaban a varios cangrejos a la vez y los cortaban con sus
descargas simultáneamente de tres en tres.
Kukling seguía en el agua, y su rostro mostraba una
ilimitada satisfacción. Se frotaba las manos y reía:
–¡Bien! ¡Bien!
En cuanto a mí, observaba aquella pelea de mecanismos
con profundo disgusto y temor, intentando adivinar las características de los próximos
asesinos mecánicos. ¿Qué seres nacerían de aquella lucha?
Hacia mediodía toda la playa cercana a nuestra tienda
se había transformado en un extenso frente de batalla, donde se batían los autómatas
de toda la isla. La guerra se desarrollaba en silencio, sin gritos ni lamentos,
sin rumores ni ruidos. Sólo el crepitar de las frecuentes descargas eléctricas y
los choques entre los cuerpos metálicos de los mecanismos constituían el acompañamiento
de aquel insólito matadero.
Aunque la generación que nacía entonces fuera de pequeñas
dimensiones y extremadamente móvil, hizo su aparición un nuevo tipo de cangrejo.
Era mucho mayor que todos los demás. Sus movimientos eran lentos, pero desarrollaban
una gran fuerza, que les permitía luchar victoriosamente con los autómatas enanos
que los atacaban.
Cuando el sol llegó al ocaso, se pudo observar un cambio
repentino en el despliegue de los cangrejos menores, los cuales se hacinaron en
la zona occidental de la isla y empezaron a moverse con mayor lentitud.
–Caramba, todo este grupo está desahuciado –comentó
Kukling con voz ronca–. No tienen acumuladores y apenas se ponga el sol, llegará
su fin.
Efectivamente, en cuanto las sombras proyectadas por
los matorrales se alargaron cubriendo la enorme multitud de pequeños autómatas,
éstos se inmovilizaron. Ahora ya no constituían un ejército de minúsculos guerreros,
sino un enorme depósito de chatarra metálica.
Los enormes cangrejos se acercaron suavemente, sin prisa.
Su altura era la mitad de la del hombre. Empezaron a devorar a los otros. Sobre
las plataformas de los gigantescos padres empezaron a perfilarse los cuerpos de
los descendientes, de dimensiones aún mayores.
El rostro de Kukling se ensombreció. Una evolución semejante
no era de su agrado, por supuesto. Los cangrejos autómatas lentos y grandes representaban
un arma poco satisfactoria para hostigar al enemigo en la retaguardia.
Mientras los cangrejos gigantes daban buena cuenta de
la generación precedente, en la playa reinaba una calma pasajera.
Salí del agua seguido por el ingeniero, ahora silencioso.
Nos fuimos a la parte oriental de la isla para descansar un poco.
Estaba muy cansado y me dormí casi en seguida, en cuanto
me tendí en la arena blanda y templada.
En plena noche me despertó un grito desgarrador. Al
incorporarme no vi nada, salvo la cinta grisácea de la playa arenosa y el mar que
se confundía con el cielo negro sembrado de estrellas.
El grito se repitió junto a los matorrales, pero más
débil. Sólo entonces descubrí que Kukling no se hallaba conmigo. Eché a correr en
dirección de la que me parecía su voz.
El mar estaba en calma, como de costumbre, y las pequeñas
olas lamían de vez en cuando con un leve susurro la arena de la playa. Me pareció
advertir que en la zona donde habíamos depositado nuestras provisiones, la superficie
del mar estaba agitada. Algo se movía.
Deduje que era el ingeniero.
–Kukling, ¿qué está haciendo? –grité, acercándome a
nuestro depósito submarino.
–Estoy aquí –oí por un momento su voz que salía de algún
sitio hacia la derecha.
–Dios mío, ¿dónde está?
–Aquí –dijo de nuevo la voz del ingeniero–. Estoy con
el agua hasta el cuello. Venga aquí.
Entré en el agua y por un momento tropecé con algo duro.
Era un enorme cangrejo que se mantenía sobre el agua con sus largas patas.
–¿Cómo ha llegado hasta ahí, donde el agua es tan profunda?
¿Qué ha sucedido? –pregunté.
–¡Me seguían y me han empujado hasta aquí! –gimió lastimosamente
Kukling.
–¿Lo seguían? ¿Quién?
–Los cangrejos.
–¡No es posible! A mí no me hacen nada…
Tropecé de nuevo con el autómata. Tras dar un rodeo
para evitarlo, me encontré junto al ingeniero. Efectivamente estaba con el agua
hasta el cuello.
–¿Qué pasó?
–No lo entiendo –susurró Kukling con voz temblorosa–.
Mientras dormía, de pronto un autómata me asaltó… Al principio creí que era por
casualidad… Me aparté, pero se me acercó de nuevo hasta tocarme la cara con sus
pinzas… Entonces me levanté y retrocedí… Él me siguió… Me puse a correr… Y él siempre
detrás… Se le unió otro cangrejo… Luego otros… Una multitud… Y me siguieron hasta
aquí…
–Me parece muy extraño. Si, a consecuencia de la evolución,
hubiesen desarrollado un odio instintivo hacia el hombre, no me habrían respetado
a mí –objeté.
–No lo sé –graznó Kukling–. Pero me da miedo volver
a la orilla…
–Tonterías –repuse y lo tomé de la mano–. Vamos a lo
largo de la playa, hacia el este. Yo lo protegeré.
–¿Cómo?
–Iremos al depósito y cogeré cualquier objeto pesado,
un martillo, por ejemplo.
–¡Que no sea metálico! –gimió el ingeniero–. Coja mejor
una tabla de una caja, algo de madera…
Nos dirigimos lentamente hacia el depósito. En sus proximidades,
dejé al ingeniero solo y seguí la marcha. Se oía un fuerte chapoteo en el agua y
el acostumbrado ruido de los mecanismos.
Las bestias mecánicas desventraban las latas de conserva.
Habían descubierto nuestro almacén submarino.
–¡Kukling, estamos perdidos! –exclamé–. Han destrozado
todas nuestras conservas.
–¿Y ahora qué hacemos? –dijo con voz lastimera.
–Usted debe decidirlo. Este invento infernal es obra
suya. Espabílese.
Evitando la muchedumbre de autómatas salí a tierra firme.
En la oscuridad, arrastrándome entre los cangrejos,
reuní a tientas en la arena trozos de carne, piña en conserva y melocotones y lo
llevé todo a la meseta.
A juzgar por la gran cantidad de comida diseminada sobre
la arena, se deducía que los cangrejos habían trabajado a fondo mientras dormíamos.
No pude hallar ni una lata intacta.
Mientras me ocupaba de la recuperación de los restos
de nuestras provisiones, Kukling permaneció a unos veinte pasos de la orilla, donde
el agua le llegaba a la garganta.
Estaba tan ocupado en la recogida de los restos de nuestro
sustento que olvidé su existencia. Pero él me la recordó con un grito desgarrador:
–¡Dios mío! ¡Dios mío! ¡Socorro…! ¡Me están alcanzando!
Me tiré al agua y, chocando con los monstruos metálicos,
me dirigí hacia Kukling. A unos cinco pasos de él volví a topar con otro cangrejo.
El cangrejo me ignoró completamente.
–¿Por qué lo detestan de ese modo? De hecho es usted
su progenitor –dije a Kukling.
–No lo sé –contestó el ingeniero, jadeante mientras
chapoteaba–. Haga algo, Bud, échelos. Si nace un cangrejo mayor que ése estoy perdido…
–Ahí tiene el resultado de la evolución… A propósito,
¿me podría indicar cuál es su parte más vulnerable? ¿Qué se puede hacer para destruir
el mecanismo?
–Antes bastaba romper el espejo parabólico… o extraer
el acumulador… Pero ahora… no sé… Haría falta un estudio especial.
–Malditos sean usted y sus estudios… –murmuré entre
dientes, agarrando con la mano la garra derecha del cangrejo que se tendía hacía
la cara del ingeniero.
El autómata se retiró. Pude echar mano también de la
segunda garra y la doblé. Se doblaba fácilmente, como un hilo de cobre.
Estaba claro que la operación no había sido agradable
para la bestia metálica, porque lentamente empezó a salir del agua, mientras el
ingeniero y yo nos marchamos a lo largo de la orilla.
Al despuntar el sol todos los autómatas se arrastraron
fuera del agua sobre la arena y se calentaron un poco. Mientras, tirando piedras,
había conseguido romper los espejos parabólicos de por lo menos cincuenta de ellos.
Por lo menos ya no se movían.
Pero eso no mejoró la situación. Mis víctimas fueron
presa inmediatamente de sus compañeros y sirvieron para la fabricación de nuevos
autómatas. Romper los acumuladores de silicio de todas las máquinas superaba mis
fuerzas. Muchas veces había tropezado con autómatas cargados de electricidad y eso
debilitaba mi decisión de continuar la lucha.
Durante todo ese tiempo, Kukling había permanecido en
el agua.
Muy pronto la lucha entre los monstruos estalló de nuevo.
Parecía como si hubiesen olvidado completamente al ingeniero.
Abandonamos el escenario de la matanza y nos trasladamos
al lado opuesto de la isla. El ingeniero estaba tan aterido tras un prolongado baño
de varias horas que, castañeteando los dientes, se tumbó y me pidió que lo tapara
con la arena caliente.
Hecho esto, volví a nuestro primer campamento para recoger
nuestras prendas y todo lo que había quedado de las provisiones. Sólo entonces me
di cuenta de que nuestra tienda había sido destruida: habían desaparecido los postes
de hierro hincados en el suelo, mientras que de los bordes de la lona habían sido
arrancados los anillos metálicos a los que estaban ligadas las cuerdas.
Bajo la lona encontré las ropas de Kukling y las mías.
También éstas mostraban huellas del paso de los cangrejos en busca de metal. De
tal modo que, todos los ganchos, los botones y las hebillas habían desaparecido.
En su lugar quedaban jirones de tela chamuscada.
En este intervalo la batalla entre los cangrejos se
había desplazado de la costa hacía el interior. Al llegar a la cima de la meseta
vi que, casi en el centro de la isla, entre los matorrales, se erguían sólidamente
sobre sus patas algunos monstruos que casi alcanzaban la altura de un hombre. Por
parejas, lentamente se alejaban en direcciones opuestas, para luego lanzarse con
relampagueante rapidez el uno contra el otro.
En el momento del choque se escuchaban golpes tremendos,
que producían un fuerte sonido metálico. Los lentos movimientos de aquellos monstruos
denunciaban una fuerza inmensa integrada en un enorme peso.
Ante mis ojos algunos de aquellos mecanismos rodaron
por el suelo e inmediatamente fueron destrozados.
Estaba harto de aquellas escenas de violencia entre
máquinas enloquecidas. Cargándome a la espalda todo cuanto era posible recoger en
nuestro viejo campamento, me dirigí lentamente en busca de Kukling.
El sol quemaba sin piedad y antes de llegar al lugar
donde había dejado al ingeniero, me tiré bastantes veces al mar. Así tuve tiempo
suficiente para reflexionar sobre todo lo sucedido.
Una cosa estaba clara: los cálculos del Almirantazgo
respecto a la evolución eran erróneos. En lugar de pequeños aparatos perfeccionados,
habían nacido pesados gigantes mecánicos de fuerza enorme y de movimientos lentos.
Desde el punto de vista militar no valían nada.
Estaba ya acercándome al montón de arena bajo el cual
dormía Kukling, cuando desde la meseta, por detrás de los matorrales, apareció un
enorme cangrejo.
Era más alto que yo y de patas largas y macizas. Avanzaba
a saltos irregulares, doblando el cuerpo de modo extraño. Las patas anteriores,
esto es, las de trabajo, tenían una longitud desmesurada y se arrastraban por el
suelo. Sus fauces-taller estaban particularmente hipertrofiadas, constituían casi
la mitad del cuerpo. El “ictiosauro”, como lo llamé para mí, se desplazó pesadamente
y empezó a mover con lentitud todo el cuerpo a derecha e izquierda, como si observara
los alrededores.
De forma automática agité en su dirección la lona que
tenía en la mano, como se hace cuando se intenta apartar una vaca que te obstruye
el camino. Pero aquel ser no me hizo caso y moviéndose de un modo extraño, de costado,
como si siguiese el trazo de un gran arco, empezó a acercarse al montón de arena
bajo el que dormía Kukling.
De adivinar que el monstruo se dirigía hacia el ingeniero,
me habría precipitado en seguida en su ayuda. Pero la trayectoria del desplazamiento
del autómata era tan imprecisa que al principio creí que se dirigía hacia el agua.
Y sólo cuando hubo tocado el agua con las patas y el monstruo se volvió con brusquedad
para lanzarse sobre Kukling, tiré mi carga y me puse a correr en la misma dirección.
El “ictiosauro” se detuvo encima de Kukling y apenas
se agachó. Los extremos de sus largas pinzas se movían en la arena junto al rostro
del ingeniero.
Un instante después, un montón de arena se levantó como
una nube. Era Kukling, el cual, como si hubiera sido mordido por una víbora, se
había incorporado e intentaba huir presa del pánico.
Pero no tuvo tiempo. Las sutiles pinzas se cerraron
sólidamente en torno al cuello fofo del ingeniero y empezaron a subirlo hacia las
fauces del autómata. Kukling quedó colgado en el aire, agitando blandamente los
brazos y las piernas.
Aunque yo lo odiaba con todas las fuerzas de mi alma,
no podía permitir que pereciera en una lucha desigual con un monstruo mecánico inmundo
y sin cerebro. Agarré las altas patas del cangrejo y di una sacudida con todas mis
fuerzas. Pero era como pretender derribar un grueso tubo metálico profundamente
hincado en la arena. El “ictiosauro” ni se había movido.
Alzándome, conseguí saltar encima de él. Por un instante
mi cara se encontró al mismo nivel que el rostro distorsionado de Kukling.
–Los dientes –comprendí en un instante–, Kukling tiene
dientes de aleación metálica…
Lancé con todas mis fuerzas un puñetazo al espejo parabólico
que brillaba al sol.
El cangrejo empezó a girar sobre sí mismo. El rostro
cianótico de Kukling, con los ojos desorbitados, llegó al nivel de las fauces-taller.
Y entonces sucedió algo terrible. La descarga eléctrica alcanzó la frente del ingeniero
y sus sienes. Después, la pinza del cangrejo se abrió y el cuerpo exánime del creador
de aquella pesadilla metálica cayó sobre la arena.
Mientras enterraba a Kukling, algunos cangrejos recorrían
la isla. No prestaban ninguna atención a mí ni al cadáver del ingeniero.
Tras haber envuelto el cuerpo de Kukling en la lona,
lo enterré en el centro de la isla en una fosa poco profunda excavada en la arena.
Lo hice sin pena. La arena chirriaba en mi boca ardiente y yo maldecía tácitamente
al difunto por su invento. Desde el punto de vista de la moral cristiana cometía
un terrible sacrilegio.
Luego, durante los siguientes días, me quedé tendido
e inmóvil sobre la orilla, mirando al horizonte en dirección al punto por donde
debería aparecer el Colombina. El tiempo pasaba con una lentitud insoportable
y parecía como si el sol cruel se hubiera detenido sobre mi cabeza. De vez en cuando
descendía arrastrándome hacia el agua para mojarme la cara quemada por la calentura.
Para luchar contra el hambre y la sed insostenibles,
intentaba pensar en algo abstracto. Pensaba que hoy en día muchos hombres inteligentes
malgastan las fuerzas de su inteligencia en dañar de una forma vil al prójimo. Por
ejemplo, el invento de Kukling. Estaba convencido de que hubiera sido posible utilizarlo
para algún fin útil: la extracción de metales, pongamos por caso. Hasta sería posible
guiar la evolución de esas bestias para obligarlas a realizar este trabajo del modo
más eficaz. Llegué a la conclusión de que perfeccionando adecuadamente su mecanismo,
no habrían degenerado en fofos monstruos gigantescos.
De pronto vi llegar una sombra gigantesca. Levanté la
cabeza con dificultad y miré lo que me había ocultado el sol. Descubrí entonces
que estaba tendido entre las patas de un cangrejo de monstruosas proporciones. Se
había acercado a la orilla y parecía mirar hacia el horizonte como si esperase algo.
Luego empezaron las alucinaciones. En mi mente ardiente,
el cangrejo gigantesco se transformaba en un gran depósito de agua suspendido en
lo alto y a cuyo borde yo nunca podía llegar.
Recobré el sentido a bordo del velero. Cuando el capitán
Hail me preguntó si se debía cargar sobre la nave el enorme y extraño mecanismo
que yacía completamente contraído en la orilla, le contesté que por ahora no era
necesario.
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